Indiana

Indiana


Segunda parte » Capítulo IX

Página 17 de 41

SEGUNDA PARTE

IX

Han transcurrido dos meses, y nada ha cambiado en Lagny —la casa en la que adentré a mis lectores una tarde de invierno— salvo que la primavera florece alrededor de las rojas paredes enmarcadas por piedras grises y pizarras amarilleadas por un musgo secular. La familia, dispersa, disfruta del dulzor y los perfumes de la tarde; la puesta de sol dora las vidrieras y el ruido de la fábrica se mezcla con el de la granja. El señor Delmare, sentado sobre los peldaños de la escalinata, fusil en mano, se ejercita disparando a las golondrinas en vuelo.

Indiana, sentada ante el telar junto a la ventana del salón, alarga de tanto en tanto la cabeza para observar con tristeza la cruel diversión del coronel en el patio. Ophélia brinca, ladra y se indigna ante aquella cacería tan contraria a sus hábitos; y sir Ralph, a horcajadas sobre la balaustrada de piedra, fuma un puro y, como de costumbre, contempla con mirada impasible el placer o la contrariedad ajenos.

—¡Indiana! —gritó el coronel posando su escopeta—. Deje ya su labor; se agota como si le pagasen por horas.

—Aún hay luz —respondió la señora Delmare.

—No importa; acérquese a la ventana, tengo algo que decirle.

Indiana obedeció, y el coronel, aproximándose a la ventana que estaba prácticamente a ras de suelo, le dijo con cierto aire burlón, tanto como puede serlo un esposo anciano y celoso.

—Ya que hoy ha trabajado tanto y que se comporta usted tan bien, le diré algo que la hará feliz.

La señora Delmare sonrió no sin esfuerzo; aquella sonrisa hubiera desesperado a un hombre más sensible que el coronel.

—Sepa usted —continuó— que, para proporcionarle alguna diversión, he invitado a desayunar mañana a uno de sus más humildes admiradores. Se preguntará cuál, pues tiene usted, diablilla, una buena colección de ellos.

—¿Se trata, quizá, del bueno de nuestro anciano párroco? —preguntó la señora Delmare, a quien la jovialidad de su esposo la entristecía cada vez más.

—¡Oh! ¡En absoluto!

—Entonces, ¡será el alcalde de Chailly[24] o el viejo notario de Fontainebleau!

—¡Pillina! Sabe perfectamente que no se trata de ninguno de ellos. Vamos, Ralph, dígale a la señora el nombre que tiene en la punta de la lengua pero no quiere pronunciar.

—No es necesaria tanta ceremonia para anunciar al señor de Ramière —dijo tranquilamente sir Ralph, arrojando su puro al suelo—. Supongo que le resulta indiferente.

La señora Delmare sintió que la sangre se agolpaba en sus mejillas; fingió buscar algo en el salón y, recobrando la compostura tanto como le fue posible, dijo temblorosa:

—Imagino que será una broma.

—Al contrario, es totalmente cierto; estará aquí mañana a las once.

—¿Cómo? ¿El hombre que entró en su casa para apoderarse de su invento y al que usted intentó matar como a un delincuente? ¡Muy pacificadores me parecen ambos para olvidar semejantes afrentas!

—Ha sido usted un ejemplo para mí, querida, acogiéndole tan hospitalariamente en casa de su tía, donde recibió su visita.

Indiana palideció.

—No me atribuyo la razón de su visita —dijo con presteza—. Y, además, me siento tan poco halagada que yo en su lugar no le recibiría.

—¡Si es que las mujeres son mentirosas y maquiavélicas por el simple placer de serlo! Bailó usted con él toda la noche, según me han contado.

—Le han engañado.

—¡Su propia tía me lo ha dicho! En todo caso, no es preciso que se excuse. No me parece mal, dado que su tía siempre ha deseado y propiciado este acercamiento entre nosotros. Hace tiempo que el señor de Ramière lo pretendía. Me ha proporcionado, sin ostentación y casi a mis espaldas, importantes servicios para mi explotación; y, como no soy tan despiadado como usted cree y, además, detesto deberle favores a desconocidos, he decidido recompensarle.

—¿Y cómo?

—Haciéndome amigo suyo. Esta mañana he ido a Cercy acompañado de sir Ralph. Allí nos encontramos con su madre, una encantadora mujer; un hogar rico y elegante, sin caer en la ostentación, y carente de la soberbia propia de los apellidos ancestrales. Es un buen muchacho ese Ramière, después de todo; le he invitado a desayunar con nosotros y a visitar la fábrica. Tengo buenas referencias de su hermano, y me he asegurado de que no pueda perjudicarme valiéndose de mis innovaciones, por lo que prefiero que sea esta familia, y no otra, la que saque provecho de ellas. Por otro lado, no hay secreto que dure mucho tiempo, y el mío se quedará bien pronto en una simple anécdota si los progresos de la industria avanzan a este ritmo.

—Bien sabe —dijo sir Ralph—, querido Delmare, que siempre he desaprobado su secreto. Los hallazgos de un buen ciudadano pertenecen a su país tanto como a él, y si yo…

—¡Diantres! ¡Ya salió sir Ralph con su habitual filantropía! ¿Pretende hacerme creer que su fortuna no le pertenece y que, si el día de mañana le viene en gana a esta nación apropiarse de ella, estaría usted dispuesto a cambiar sus cincuenta mil francos de renta por unas alforjas y un cayado? ¡Le sienta bien a un tipo como usted, que disfruta de los placeres de la vida como un sultán, predicar las abominaciones de la riqueza!

—Lo que he dicho —retomó sir Ralph— nada tiene que ver con la filantropía; me refiero a que el egoísmo bien entendido nos conduce a hacer el bien a la humanidad para impedir que esta nos lastime. Yo soy un hombre egoísta, es notorio, y no me ruborizo por ello. Analizando las virtudes ajenas, he podido concluir que todas ellas se cimientan en un interés personal. El amor y la devoción, ambas pasiones en apariencia generosas, son, tal vez, las más interesadas que existen; el patriotismo no lo es menos, esté bien seguro de ello. No me agrada la raza humana, pero por nada del mundo lo exteriorizaría, pues el temor que me inspira es proporcional a la poca estima que siento por ella. Así pues, somos ambos egoístas; con la única diferencia de que yo lo confieso y usted lo niega.

Dio lugar a una discusión en la que, de entre todas las premisas del egoísmo, cada uno de ellos intentaba probar el de su oponente. La señora Delmare aprovechó aquel momento para retirarse a sus aposentos y abandonarse a todas las reflexiones que, tras aquella imprevista noticia, se habían despertado en ella.

Sería interesante no solo abordar sus pensamientos más secretos, sino informarles sobre la situación en la que se hallaban las diferentes personas a quienes, en mayor o menor medida, había afectado la muerte de Noun.

Ha quedado más o menos claro para el lector, y para mí mismo, que aquella desdichada muchacha, sumida en la más absoluta desesperación, se había arrojado al río en uno de esos momentos de crisis violenta en los que las resoluciones extremas resultan las más fáciles. Pero, como probablemente no regresó al castillo después de separarse de Raymon, como nadie se encontró con ella y nadie pudo juzgar sus intenciones, no existía indicio alguno de suicidio que pudiera esclarecer el misterio de su muerte.

Únicamente dos personas podían atribuirla con certeza a un acto de su voluntad: el señor de Ramière y el jardinero de Lagny. El dolor de uno se disfrazó bajo la apariencia de una enfermedad; el miedo y los remordimientos del otro le obligaron a guardar silencio. Este hombre que, por codicia, se había prestado durante todo el invierno a facilitar los encuentros de los dos amantes, era el único que había podido observar el secreto sufrimiento de la joven criolla. Temiendo, con razón, el reproche de sus señores y la condena de sus iguales, calló por interés propio y, cuando el señor Delmare —quien, tras el descubrimiento de aquella intriga, albergaba ciertas sospechas— le interrogó sobre las relaciones que la joven hubiera podido entablar en su ausencia, negó con cierta osadía que tuviera conocimiento de ello. Algunas personas del lugar —bastante despoblado en aquella zona, es preciso remarcar— habían visto a Noun tomar en varias ocasiones el camino que conduce a Cercy a altas horas de la noche; pero ninguna relación aparente la unía al señor de Ramière desde finales de enero, y su muerte había tenido lugar el día 28 de marzo. Basándose en estas informaciones, podía atribuirse el suceso a la fatalidad; al atravesar el parque bien entrada la noche, y bajo la densa niebla que reinaba en el lugar desde hacía días, pudo desorientarse y encaminarse hacia el puente inglés sobre el riachuelo, que era bastante angosto pero escarpado en sus márgenes y se hallaba desbordado por las lluvias.

Aunque sir Ralph —cuyo carácter era más observador de lo que sus reflexiones anunciaban— hubiera encontrado, gracias a quién sabe qué íntimas sensaciones, pruebas de peso que le hicieron sospechar del señor de Ramière, no se las comunicó a nadie, considerando del todo inútil y cruel cualquier reproche dirigido a un hombre harto desgraciado que debía convivir con semejante remordimiento durante toda su vida. Incluso hizo comprender al coronel, que había declarado en su presencia sus dudas a este respecto, que era indispensable, dado el delicado estado de salud de la señora Delmare, continuar ocultándole las posibles causas del suicidio de su compañera de infancia. Ocurrió con la muerte de la infeliz muchacha lo mismo que con sus amores. Hubo un tácito acuerdo de que jamás hablarían de ello delante de Indiana y, bien pronto, dejaron incluso de hablar entre ellos.

No obstante, dichas precauciones fueron vanas, porque también la señora Delmare tenía razones para sospechar parte de la verdad: los amargos reproches que le había dirigido a la desgraciada muchacha aquella fatídica tarde le parecían causa suficiente para explicar su repentina determinación. Además, desde el terrorífico instante en que ella, antes que nadie, había descubierto su cadáver flotando en el agua, el ya de por sí perturbado sueño de Indiana y su triste corazón, recibieron la última estocada; su lenta enfermedad aceleraba ahora su actividad y aquella joven —y, quizá, fuerte mujer—, rehusando curarse y ocultando su sufrimiento al poco perspicaz y delicado afecto de su esposo, se dejaba morir bajo el peso de la aflicción y el descorazonamiento.

—¡Infeliz! ¡Ay de mí! —exclamó entrando en su habitación tras conocer la inminente visita de Raymon a su casa—. ¡Maldigo a ese hombre que solo ha venido para traer muerte y desesperación! ¡Dios mío! ¿Por qué permites que se interponga entre tú y yo, que sea árbitro de mi suerte, que solo tenga que alargar la mano para decir: «¡Ella es mía! ¡Nublaré su razón, desolaré su vida; y, si ella se resiste, propagaré el duelo a su alrededor, la cubriré de remordimientos, de pesares y favores!»? ¡Dios mío! ¡No es justo que una desdichada muchacha se vea perseguida de este modo!

Comenzó a llorar amargamente, pues el recuerdo de Raymon evocaba el de Noun con más viveza y desesperación.

—¡Mi pobre Noun! ¡Mi amiga de la infancia! ¡Mi compatriota, mi compatriota! —exclamó con dolor—. ¡Ese hombre causó tu muerte! ¡Desgraciada niña! ¡Fue tan funesto para ti como lo es para mí! ¡Tú, que tanto me querías; solo tú comprendías mis pesares y lograbas endulzarlos con tu cándida alegría! ¡Desgraciada de mí que te he perdido! ¿Mereció la pena traerte conmigo desde tan lejos? ¿Con qué artificios ese hombre pudo sorprender tu buena fe y obligarte a cometer una vileza? ¡Ah! ¡Te engañó, sin duda, y no fuiste consciente de tu falta hasta ver mi indignación! Fui demasiado severa, Noun, severa hasta la crueldad; te conduje a la desesperación. ¡Yo te di muerte! ¡Infeliz, que no esperaste tan solo unas horas a que el viento barriera cual paja ligera mi resentimiento hacia ti! ¡Que no viniste a llorar en mi hombro, diciéndome: «He sido engañada, no sabía lo que hacía, pero bien sabe usted que la quiero y respeto»! Te hubiera estrechado entre mis brazos, juntas habríamos llorado y no estarías muerta. ¡Muerta! ¡Muerta tan joven, tan bella, tan risueña! ¡Muerta a los diecinueve años, de un modo tan horrible!

Y llorando así a su amiga, lloraba Indiana —sin saberlo— las ilusiones de tres días; los tres días más preciados de su vida, los únicos que realmente había vivido; porque durante tres días había amado con una pasión que Raymon, aun cuando fuera el más presuntuoso de los hombres, jamás imaginaría. Pero, cuanto más ciego y ardiente había sido este amor, más dolorosa había sido la injuria padecida. ¡Cuán desmedidos eran el pudor y la fragilidad de un primer amor en un corazón como el suyo! Sin embargo, Indiana se guiaba más bien por un sentimiento de vergüenza y despecho que por una voluntad perfectamente meditada. No pongo en duda el perdón que hubiera obtenido Raymon si hubiera gozado de algún instante más para la súplica; pero el destino desbarató su amor y su destreza y, para su desgracia, la señora Delmare creía aborrecerle sinceramente.

Ir a la siguiente página

Report Page