Indiana

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Tercera parte » Capítulo XVIII

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XVIII

Es una farsa miserablemente urdida —dijo Raymon cuando cesó el débil rumor de los pasos de Ralph—. Sir Ralph necesita que le den una buena lección, y yo le daré una que…

—Se lo prohíbo —dijo Indiana con frialdad y determinación—. Mi marido está aquí; Ralph jamás ha mentido. Estamos perdidos, usted y yo. Hubo un tiempo en que la idea me hubiera helado de espanto; ahora, ¡poco me importa!

—Pues bien —dijo Raymon aferrándola entre sus brazos con entusiasmo—, ya que la muerte nos acecha, ¡sea mía! Perdone todas mis faltas y que, en este instante supremo, su última palabra sea de amor, mi último aliento de felicidad.

—Este momento de terror y valentía podría haber sido el más hermoso de mi vida —dijo ella—, pero usted lo ha arruinado.

Se oyó el ruido de unas ruedas en el patio de la finca, y la campana del castillo fue sacudida por una mano ruda e impaciente.

—Conozco esa manera de tocar —continuó Indiana, atenta y fría—. Ralph no ha mentido, pero aún tiene tiempo de huir; ¡váyase…!

—No, no quiero —exclamó Raymon—; sospecho alguna odiosa traición y usted no será la única víctima. Me quedaré y la protegeré con mi vida.

—No existe traición alguna. ¿No ve que los criados se están despertando y van a abrir la cancela? Huya, los árboles del parterre le ocultarán; además, la luna aún no ha salido. Ni una palabra más. ¡Huya!

Raymon se vio forzado a obedecer; ella le acompañó hasta la parte baja de la escalera y lanzó una mirada escrutadora sobre los árboles del parterre. Todo aparecía silencioso y en calma. Indiana permaneció largo tiempo en el último escalón, escuchando aterrada el rumor de sus pasos sobre la gravilla, sin pensar en su marido que se acercaba. ¡Qué le importaban sus sospechas y su cólera, siempre y cuando Raymon estuviera fuera de peligro! En cuanto a este, franqueaba raudo y veloz el río y el parque. Alcanzó la pequeña puerta y, en su turbación, encontró cierta dificultad para abrirla. Apenas la hubo cruzado, sir Ralph apareció ante él y le dijo, con la misma sangre fría que si le hubiera abordado en la vereda:

—Hágame el favor de confiarme esa llave. Si alguien la busca, no será un inconveniente que la encuentre en mi poder.

Raymon hubiera preferido la más mortal de las injurias antes que aquella irónica generosidad.

—No soy un hombre que olvida un favor sincero —le dijo—. Pero soy un hombre que venga una afrenta y castiga la perfidia.

Sir Ralph no se inmutó.

—No deseo su gratitud —respondió— y espero su venganza tranquilamente, pero este no es el momento de conversar. Siga su camino; piense en el honor de la señora Delmare.

Y desapareció.

Aquella noche de agitación conmocionó tanto a Raymon que en aquel momento hubiera creído fácilmente en la brujería. Llegó a Cercy al amanecer y se metió en la cama con fiebre.

Por lo que respecta a la señora Delmare, desayunó con su marido y su primo con gran calma y dignidad. Aún no había meditado sobre su situación; estaba totalmente entregada a su intuición, que le imponía sangre fría y presencia de ánimo. El coronel se mostraba inquieto y pensativo; sin embargo, su única preocupación eran los negocios y por su cabeza no sobrevolaba ninguna sospecha celosa.

No fue hasta la tarde cuando Raymon encontró las fuerzas para pensar en su amor; pero dicho amor se había atenuado considerablemente. Le gustaban los obstáculos pero retrocedía ante los problemas, y preveía que estos serían innumerables ahora que Indiana estaba en su derecho de lanzarle reproches. No obstante, recordó finalmente que era una cuestión de honor interesarse por ella, y envió a su criado a merodear por los alrededores de Lagny para que le informara de lo que estaba pasando. El mensajero le entregó la siguiente carta, escrita por la señora Delmare:

Esperaba perder esta noche la razón o la vida. Para mi desgracia, conservo tanto la una como la otra; pero no me lamento, merezco el sufrimiento que padezco; yo elegí vivir esta vida tormentosa y sería una cobardía echarse atrás ahora. No sé si usted es culpable y no quiero saberlo. Jamás volveremos a tratar sobre este asunto, ¿verdad? Nos hace demasiado daño a ambos. Por lo tanto, zanjemos aquí y ahora la cuestión.

Usted pronunció unas palabras que me hicieron sentir una cruel alegría. ¡Pobre Noun! Perdóname desde las alturas; ¡ya no sufres, ya no amas, tal vez me compadezcas!… Usted dijo, Raymon, que había sacrificado a esa infeliz, que me amaba más que a ella… ¡Oh! No se retracte; lo dijo; es tanta la necesidad que tengo de creer, que le creo. Y, sin embargo, su conducta de anoche, sus peticiones, su turbación, deberían haberme hecho dudar. He perdonado el momento de pasión a cuyo influjo sucumbió; ahora, ha podido meditar, recobrar el juicio; dígame, ¿desea renunciar a amarme de este modo? Yo, que le amo con todo mi corazón, creía, hasta ahora, que podría inspirarle un amor tan puro como el mío. Y, además, no había pensado demasiado en el futuro; mis miras no habían ido tan lejos, y me aterrorizaba la idea de que llegara el día en que, vencida por su abnegación, pudiera sacrificar mis escrúpulos y mis renuencias. Pero hoy, ya no puede ser; ¡no alcanzo a ver en ese porvenir más que una espantosa paridad con Noun! ¡Oh! ¡No llegar a sentirme tan amada como ella! ¡Si pudiera confiar en usted…! Y, sin embargo, ella era más hermosa que yo, ¡mucho más hermosa! ¿Por qué me prefirió a mí? Necesito que me ame de otro modo y mejor… Esto es lo que quería decirle. ¿Renuncia a ser mi amante tal y como lo fue de ella? En ese caso, aún podría estimarle, creer en su arrepentimiento, en su sinceridad, en su amor; de lo contrario, no piense más en mí, no volverá a verme jamás. Quizás muera, pero prefiero morir que rebajarme a ser simplemente su amante.

Raymon se sentía demasiado enojado para responder. Aquel orgullo le ofendía; nunca antes habría creído que una mujer que se había arrojado en sus brazos pudiera rechazarle con tanta franqueza y dar razones de su resistencia.

—No me ama —se dijo—; su corazón está marchito y tiene un carácter arrogante.

Desde aquel preciso instante dejó de amarla. Había herido su amor propio; había malogrado las esperanzas de un nuevo triunfo, frustrado las expectativas de un nuevo placer. En su opinión, ni siquiera podía compararse a Noun. ¡Pobre Indiana! ¡Quería aventajarla! Su apasionado amor había sido menospreciado; su confianza ciega, desdeñada. Raymon jamás lo había comprendido: ¿cómo pudo amarla durante tanto tiempo? Ahora, en su despecho, juró que triunfaría sobre ella; lo juró no por un sentimiento de orgullo, sino por venganza. No se trataba de conquistar un placer sino de castigar una afrenta; no se trataba de poseer a una mujer sino de someterla. Juró que sería su dueño, aunque fuera por un día, para abandonarla luego solo por el placer de verla a sus pies.

Su primer movimiento fue escribir esta carta:

Quiere que le prometa… Insensata, ¿en qué piensa? Prometo todo cuanto quiera porque solo sé obedecerla; pero, si faltara a mi palabra, no seré culpable ni ante Dios ni ante usted. Si me amara, Indiana, no me impondría tan crueles tormentos, no me expondría al perjurio, no se avergonzaría de ser mi amante… Pero usted cree deshonrarse entre mis brazos…

Raymon entendió que su acritud se traslucía a pesar suyo; rompió aquella carta y, tras tomarse un tiempo de reflexión, comenzó de nuevo:

Confiese usted que estuvo a punto de perder la razón anoche; yo la he perdido por completo. Fui culpable… no, fui un loco. Olvide aquellas horas de delirio y sufrimiento. Yo, ahora, estoy sereno; he meditado y aún soy digno de usted… Bendita sea, ángel del cielo, por haberme salvado de mí mismo, por haberme hecho recordar cómo debía amarla. Desde ahora, ¡ordene, Indiana! Soy su esclavo, bien lo sabe. Daría mi vida por una hora entre sus brazos; pero puedo sufrir toda la vida por una de sus sonrisas. Seré su amigo, su hermano, nada más. Si sufro, no lo sabrá. Si cerca de usted se enciende mi sangre y arde mi pecho, si se nublan mis ojos cuando rozo su mano, si un dulce beso de sus labios —un beso de hermana— abrasa mi frente, ordenaré a mi sangre que se calme, a mi cabeza que se enfríe y a mi boca que la respete. Seré dócil, sumiso, desgraciado, si ello la hace más feliz, y gozaré de mis angustias con tal de escucharla decir que me ama. ¡Oh! Dígamelo; devuélvame su confianza y mi dicha. Dígame cuándo volveremos a vernos. Ignoro el desenlace de los acontecimientos de anoche. ¿Cómo es posible que no me hable, que me haga sufrir desde esta mañana? Carle los ha visto a los tres paseando por el parque. El coronel parecía enfermo o triste, pero no enojado. Así pues, Ralph no nos ha traicionado. ¡Qué hombre extraño! Pero, ¿hasta qué punto podemos confiar en su discreción? ¿Cómo osaré presentarme en Lagny, ahora que nuestra suerte está en sus manos? Y, sin embargo, lo haré. Si es preciso, me rebajaré hasta la súplica, humillaré mí orgullo, venceré mi aversión, haré de todo para no perderla. Una palabra suya y cargaría mi vida de tantos remordimientos como pudiera soportar; por usted abandonaría incluso a mi madre; por usted cometería el mayor de los crímenes. ¡Ah! ¡Si comprendiera mi amor, Indiana…!

La pluma cayó de las manos de Raymon; se sentía terriblemente cansado, se adormecía. No obstante, releyó su carta para asegurarse de que sus ideas no habían sufrido la influencia del sueño, y le resultó imposible entenderla; hasta ese punto su extenuación afectaba a su mente. Llamó a su criado, le ordenó partir para Lagny antes del alba, y se durmió con esa especie de profundo y precioso sueño cuya apacible voluptuosidad solo disfrutan las gentes satisfechas de sí mismas. La señora Delmare no se acostó; ni siquiera era consciente de su fatiga; pasó la noche escribiendo y, cuando recibió la carta de Raymon, respondió de inmediato:

¡Gracias, Raymon, gracias! Usted me da la fuerza y la vida. Ahora podré afrontar y soportar cualquier cosa; porque usted me ama y ni las pruebas más crueles le amedrentan. Sí, nos veremos de nuevo, haremos frente a todo. Que Ralph haga con nuestro secreto lo que quiera; ya nada me inquieta, usted me ama; ni siquiera temo a mi marido…

¿Quiere saber cómo están nuestros negocios…? Ayer olvidé comentarlo, y lo cierto es que han dado un giro bastante interesante para mi fortuna. Estamos arruinados. Se habla de vender Lagny e incluso de ir a vivir a las colonias… Pero, ¿qué me importa todo esto? No puedo obligarme a que me preocupe. Sé perfectamente que no nos separaremos jamás… me lo ha jurado, Raymon; confío en su promesa, confíe usted en mi arrojo. Nada me espantará, nada me desalentará; mi lugar está a su lado, y solo la muerte me arrancará de él.

—¡Qué exaltación de mujer! —exclamó Raymon, arrugando la carta—. Los planes novelescos, las empresas arriesgadas alimentan su pobre imaginación, como los alimentos amargos despiertan el apetito de los enfermos. Lo logré, recuperé mi imperio y, en cuanto a esas alocadas imprudencias con las que me amenaza, ¡ya lo veremos! ¡Helos aquí, esos seres volubles y embusteros, siempre dispuestos a empresas imposibles y haciendo de la generosidad una aparatosa virtud ávida de escándalo! Leyendo esta carta, ¿quién creería que raciona sus besos y escatima sus caricias?

Aquel mismo día se dirigió a Lagny. Ralph se encontraba ausente. El coronel recibió a Raymon con cordialidad y le habló en confianza. Le llevó al parque para mayor comodidad; allí le informó de que estaba completamente arruinado y de que la fábrica se pondría a la venta al día siguiente. Raymon le ofreció su ayuda; Delmare la rechazó.

—No, amigo mío —le dijo—; ya he sufrido bastante con la idea de que debía mi suerte a la generosidad de Ralph; estoy impaciente por pagarle. La venta de la propiedad me permitirá liquidar todas mis deudas de una vez. Lo cierto es que no me quedará nada, pero tengo arrojo, energía y una gran habilidad para los negocios; tengo esperanza en el futuro. Ya levanté una vez el edificio de mi pequeña fortuna y puedo volver a empezar. Debo hacerlo por mi esposa, que es joven y no quiero dejarla en la indigencia. Aún posee una humilde propiedad en la isla de Bourbon, y es allí donde quiero retirarme para dedicarme nuevamente al comercio. Dentro de algunos años, diez a lo sumo, espero volver a verle…

Raymon estrechó la mano del coronel, sonriente al ver su optimismo ante el futuro, al oírle hablar de diez años como si fueran días, cuando su acentuada calvicie y su debilitado cuerpo anunciaban una salud precaria, una vida consumida. Sin embargo, fingió compartir sus esperanzas.

—Veo con placer —le dijo— que no se deja abatir por este duro revés; reconozco en ello su corazón varonil, su intrépido carácter. Pero, ¿la señora Delmare muestra el mismo coraje? ¿No teme usted alguna resistencia a su proyecto de expatriación?

—Lo siento —respondió el coronel—, pero las mujeres han nacido para obedecer, no para aconsejar. Aún no le he comunicado a Indiana mi decisión definitiva. Excepto a usted, amigo mío, no sé a quién podría echar de menos aquí; y, sin embargo, aunque solo sea por su espíritu de contradicción, preveo lágrimas, ataques de nervios… ¡Al diablo con las mujeres! En fin, da igual; cuento con usted, mi querido Raymon, para hacer entrar en razón a la mía. Ella confía en usted; utilice su influencia para impedir sus llantos; detesto los lloros.

Raymon prometió regresar al día siguiente para anunciar a la señora Delmare la decisión de su esposo.

—Me hace usted un gran favor —dijo el coronel—; llevaré a Ralph a la granja para que puedan hablar con total libertad.

«¡Estupendo!», pensó Raymon mientras se alejaba.

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