Indiana

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Tercera parte » Capítulo XXIII

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XXIII

Carta de la señora Delmare al señor de Ramière

Isla de Bourbon, 3 de junio de 18..

 

Estaba resuelta a no hastiarle con mi recuerdo; pero, al llegar aquí y leer la carta que usted hizo que me entregaran la víspera de mi partida de París, siento que le debo una respuesta pues, sumida en una crisis de terrible dolor, fui demasiado lejos; me equivoqué con usted y le debo una disculpa: no como amante, sino como hombre.

Perdóneme, Raymon; en aquel horrible momento de mi vida, le tomé por un monstruo. Una sola palabra, una sola mirada suya, ahuyentaron para siempre toda mi confianza, toda esperanza de mi alma. Sé que jamás seré feliz; pero aún espero no verme reducida a despreciarle: para mí ese sería el golpe de gracia.

Sí, le tomé por un cobarde, por lo peor que hay en este mundo, un egoísta. Usted me aterraba. Lamentaba que Bourbon no estuviera lo bastante lejos para huir de usted, y la indignación me dio la fuerza para soportar lo indecible.

Pero, desde que leí su carta, me siento mejor. No le añoro pero ya no le odio, y no quiero turbar su vida con el remordimiento de haber destruido la mía. Sea feliz, despreocúpese, olvídeme; yo sigo viva y quizá por mucho tiempo…

De hecho, no es usted culpable; fui yo la insensata. No tiene un corazón insensible, sencillamente se cerró para mí. Usted no mentía, yo misma me engañaba. No era un perjuro ni un hombre impasible; simplemente, no me amaba.

¡Oh! ¡Dios mío! ¡Usted no me amaba! ¿Cómo pude, entonces, enamorarme de usted…? Pero no caeré en lamentaciones; no le escribo para envenenar con un recuerdo maldito la tranquilidad de su vida presente; no imploraré su compasión por los males que he soportado en soledad. Al contrario, consciente del papel que le conviene, le absuelvo y le perdono.

No me entretendré en rebatir su carta, sería demasiado fácil; no responderé a sus observaciones sobre mis deberes. Quédese tranquilo, Raymon; los conozco, y no era poco mi amor para violarlos sin reflexión. No es preciso que mencione que el desprecio de la gente hubiera sido el precio de mi falta; era bien consciente de ello. No ignoraba que la deshonra sería grave, indeleble, humillante; que sería repudiada, maldecida, cubierta de vergüenza y que no encontraría un solo amigo que me compadeciera y consolara. El único error que cometí fue confiar en que usted me abriría sus brazos y que, entre ellos, usted me ayudaría a olvidar el desdén, la miseria y el abandono. Lo único que no preví fue que rehusara mi sacrificio después de haber permitido que lo consumara. Ni siquiera pensé en la posibilidad de que tal cosa sucediera. Fui a su casa con la previsión de que usted, en un primer momento, me rechazara por principios y por deber, pero con la convicción de que, asumiendo las inevitables consecuencias de mi acto, se creería obligado a ayudarme a soportarlas. No, la verdad, jamás imaginé que me abandonaría a las consecuencias de tan arriesgada resolución, y me dejaría recoger sus amargos frutos, en lugar de recibirme en su seno y procurarme un escudo con su amor.

¡Cómo habría desafiado, entonces, aquellos lejanos rumores de un mundo incapaz de dañarme! ¡Cómo habría afrontado el odio, amparada por su amor! ¡Qué frágil habría sido el remordimiento y cómo la pasión que usted me habría inspirado hubiera acallado su voz! Entregada solo a usted, lo habría olvidado; orgullosa de su corazón, no habría tenido tiempo de avergonzarme del mío. Una palabra suya, una mirada, un beso, hubieran bastado para absolverme, y el recuerdo de los hombres y las leyes no habría hallado lugar en una vida semejante. Pero yo estaba loca; según sus cínicas palabras, lo poco que sabía de la vida lo había aprendido en las novelas escritas para las sirvientas, en esas risueñas y pueriles ficciones en las que al corazón únicamente le interesa el éxito de aventuras insensatas y felicidades imposibles. ¡Es terriblemente cierto, Raymon, lo que usted decía! Lo que me espanta y me abate es que tenía usted razón.

Lo que no logro explicarme es que la imposibilidad no fuera equitativa para ambos; y es que yo, frágil mujer, en la exaltación de mis sentimientos, encontré la fuerza para protagonizar una inverosímil y novelesca situación; mientras que usted, hombre de corazón, no halló en su interior la voluntad de seguirme. Sin embargo, compartió aquellos sueños de futuro, consintió mis ilusiones, alimentó en mí aquella esperanza imposible de realizar. Hacía mucho tiempo que escuchaba mis planes de niña, mis ambiciones de mujer anodina con una sonrisa en sus labios y alegría en sus ojos, y sus palabras siempre hablaban de amor y agradecimiento. También fue usted un ciego, un incauto y un fanfarrón. ¿Cómo es posible que no le iluminara la razón hasta que no vio el peligro? Creía que el riesgo deslumbraba a los ojos, exaltaba la determinación, embriagaba al miedo; pero, he aquí, que usted se amedrentó en el momento crítico. ¿Acaso, usted y el resto, no poseen más que el coraje físico para afrontar la muerte? Usted, que tan bien se expresa, explíqueme esto, se lo ruego.

Tal vez su sueño no fuera el mío; tal vez mi valor lo infundía el amor. Usted creía amarme, y entonces despertó sorprendido de su error el día en que yo marchaba confiada al abrigo del mío. ¡Dios todopoderoso! ¡Qué extraña ilusión la suya, pues no supo prever los obstáculos que le turbarían a la hora de actuar! ¿Por qué solo habló cuando ya era demasiado tarde? ¿Por qué debo reprocharle ahora? ¿Es uno responsable de los movimientos de su corazón? ¿Dependía de usted seguir amándome? No, sin duda. Mi error fue no haber sabido conservar su amor por más tiempo y de un modo más real. Busco la causa, mas no la encuentro en mi corazón, aunque aparentemente existe. Quizá le amé demasiado, quizá mi cariño fue inoportuno y sofocante. Es un hombre, deseaba independencia y placer. Fui una carga para usted. Alguna vez traté de controlar su vida. ¡Lástima! ¡Cuán nimios errores para tan cruel abandono!

Disfrute, pues, de esa libertad recuperada a expensas de mi entera existencia; yo no la perturbaré. ¿Por qué no me dio antes esta lección? El mal hubiera sido menor para mí y, tal vez, también para usted.

Sea feliz, es el último deseo que formulará mi desgarrado corazón. No me exhorte a pensar en Dios; deje esa labor para los clérigos que saben conmover el endurecido corazón de los culpables. Tengo más fe que usted; no sirvo al mismo Dios, pero le sirvo mejor y de un modo más puro. El suyo es el dios de los hombres, el rey, el fundador y apoyo de su raza. El mío, es el dios del universo, el creador, el sostén y la esperanza de todas las criaturas. El suyo lo ha creado todo para ustedes, el mío ha creado todas las especies, las unas para las otras. Ustedes se creen los amos del mundo; yo creo que no son más que tiranos. Ustedes piensan que Dios les protege y les autoriza a usurpar el imperio de la tierra; yo, en cambio, pienso que les sufre desde hace tiempo y que llegará el día en que, como si de granos de arena se tratara, su soplo hará que se dispersen. No, Raymon, usted no conoce a Dios; o, mejor, déjeme decirle aquello que Ralph le dijo un día en Lagny: usted no cree en nada. Su educación, y la necesidad que tiene de un poder irrecusable para oponerlo a la fuerza bruta del pueblo, le han hecho adoptar sin reflexión las creencias de sus padres; pero el sentimiento de la existencia de Dios no ha llegado a su corazón; tal vez nunca le ha rezado. Yo no tengo más que una creencia y es, sin duda, la única que usted jamás ha tenido: yo creo en él; pero repudio la religión que ustedes han inventado: toda su moral, todos sus principios, son los intereses de su sociedad que han erigido en leyes y que pretenden hacer emanar del mismo Dios, al igual que sus sacerdotes instituyeron los ritos del culto para establecer su poder y riqueza sobre las naciones. Pero todo eso no es más que falacia e impiedad. Yo, que lo invoco; yo, que le comprendo, sé muy bien que usted y él nada tienen en común y, aferrándome a él con toda mi fuerza, me alejo de usted, pues sin cesar intenta destruir su obra y mancillar sus dones. Adelante, no le conviene invocar su nombre para aniquilar la resistencia de una frágil mujer, para ahogar el lamento de un corazón desgarrado. Dios no quiere que se oprima ni se aplaste a sus criaturas. Si se dignara rebajarse a intervenir en nuestros insignificantes asuntos, destruiría al fuerte y alzaría al débil; pasaría su magnánima mano sobre nuestras desiguales cabezas y las nivelaría como las aguas del mar; diría al esclavo: «Libérate de tus cadenas y huye de las palabras hacia donde puse para ti agua, flores y sol». Diría a los reyes: «Arrojad el manto de vuestra soberana dignidad a los mendigos para que les sirva de estera, e id a dormir a los valles donde desplegué para vosotros tapices de musgo y brezo». Diría a los poderosos: «Doblad la rodilla y acarread la carga de vuestros hermanos débiles; pues, de ahora en adelante necesitaréis de ellos, y les otorgaré la fuerza y el valor». Sí, tales son mis sueños; sueños de otra vida, de otro mundo, donde la ley del violento no pesará sobre la cabeza del pacífico; donde, al menos, la resistencia y la fuga no serán crímenes; donde el hombre podrá escapar del hombre —como la gacela escapa de la pantera— sin que la cadena de la ley sea tendida a su alrededor para forzarle a arrojarse a los pies de su enemigo, sin que la voz del prejuicio se alce en su miseria para insultar su sufrimiento y decirle: «Usted es despreciable y vil por negarse a arrodillarse y humillarse».

No, no me hable de Dios, sobre todo usted, Raymon; no invoque su nombre para enviarme al exilio y reducirme al silencio. Sometiéndome, cedo al poder de los hombres. Si escuchara la voz que Dios ha puesto en el fondo de mi corazón, y ese noble instinto de fuerte y audaz naturaleza que tal vez es la verdadera conciencia, huiría al desierto, sabría prescindir de ayuda, protección y amor; viviría en soledad en lo más recóndito de nuestras hermosas montañas; olvidaría a los tiranos, a los injustos y a los ingratos. Pero, ¡ay!, el hombre no puede renunciar a sus semejantes, y ni siquiera Ralph podría vivir solo.

¡Adiós, Raymon! ¡Espero que sea feliz sin mí! Le perdono todo el daño que me ha hecho. Háblele de vez en cuando a su madre de mí, la mujer más bondadosa que jamás conocí. En mi corazón no cabe desprecio ni venganza contra usted; mi dolor es digno del amor que una vez sentí.

Indiana.

La desdichada muchacha se engañaba. Cuando se dirigía a Raymon, aquel profundo y sereno dolor no era más que el sentimiento de su propia dignidad; pero, a solas, se entregaba libremente a su destructiva impetuosidad. A veces, sin embargo, quién sabe qué destellos de esperanza ciega brillaban en sus atormentados ojos. Tal vez no había perdido por completo la confianza en el amor de Raymon, a pesar de las crueles lecciones de la experiencia, a pesar de los terribles pensamientos que cada día le retrataban la frialdad e incuria de aquel hombre cuando no se trataba de sus propios intereses y placeres. Creo que si Indiana hubiera querido comprender la dura realidad, no habría arrastrado hasta allí un resto de exangüe y marchita vida.

La mujer es necia por naturaleza; tal parece que, para contrarrestar la eminente superioridad que sus delicadas percepciones le otorgan sobre nosotros, los hombres, el cielo alojó intencionadamente en su corazón una ciega vanidad, una estúpida credulidad. Para apoderarse de un ser tan sutil, dúctil y perspicaz, únicamente se precisa saber manejar el arte de la adulación y exaltar el amor propio. A veces los hombres más incapaces de ejercitar el más mínimo influjo sobre los demás hombres, pueden ejercer un influjo sin límites sobre el espíritu de las mujeres. La lisonja es el yugo que hace inclinar tan bajo sus ardientes y ligeras cabezas. ¡Pobre de aquel que pretenda actuar con franqueza en el amor!, correrá la misma suerte que Ralph.

He aquí lo que le respondería a quien me hablara del excepcional carácter de Indiana y me dijera que la mujer común no tiene —en su resistencia conyugal— ni su estoica frialdad ni su desesperante paciencia. Le diría que mirara el reverso de la medalla y observara la miserable debilidad, la inepta ceguera, de las que daba prueba ante Raymon. Le preguntaría si nunca había conocido a una mujer que no estuviera tan dispuesta a engañar como a ser engañada; que no supiera ocultar en lo más profundo de su corazón el secreto de una esperanza durante diez años y arriesgarlo tan ligeramente en un día de delirio; que no se volviera tan puerilmente débil en brazos de un hombre, como invencible y fuerte en brazos de otro.

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