Indiana

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Tercera parte » Capítulo XXIV

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XXIV

El espíritu de la señora Delmare, no obstante, se había apaciguado. Con los falsos amigos habían desaparecido muchas de las dificultades que, bajo la mano fecunda de estos oficiosos mediadores, se infectaban tiempo atrás de todo el calor de su celo. Sir Ralph, con su silencio y su —en apariencia— ausente intervención, mostraba más habilidad que todos ellos ignorando esas menudencias de la vida íntima que se agrandan con el soplo complaciente del cotilleo. Por otra parte, Indiana vivía casi siempre sola. Su casa se ubicaba en las montañas, por encima de la ciudad, y cada mañana el señor Delmare, que poseía un depósito de mercancías en el puerto, se ausentaba para todo el día ocupándose de su comercio entre las Indias y Francia. Sir Ralph, que no tenía otro domicilio que el suyo pero que siempre encontraba el medio de proporcionar bienestar sin que nadie lo advirtiera, se ocupaba del estudio de la historia natural o supervisaba los trabajos de la plantación; Indiana, de vuelta a las indolentes costumbres de la vida criolla, pasaba las calurosas horas del día en su sillón indiano y las de las largas noches en la soledad de las montañas.

A decir verdad, Bourbon no es más que un inmenso cono, cuya base ocupa una circunferencia de aproximadamente unas cuarenta leguas y cuyas gigantescas cumbres se elevan a una altura de seiscientas toesas[45]. Desde casi cualquier punto de aquella imponente masa, el ojo descubre a lo lejos —tras sus puntiagudas rocas, tras los angostos valles y los verticales bosques— el horizonte uniforme que abraza el mar con su cinturón azulado. Desde la ventana de su dormitorio, Indiana divisaba entre dos puntos rocosos, y gracias a la escotadura de una montaña arbolada cuya vertiente respondía a aquella donde se ubicaba la casa, las velas blancas que surcaban el Océano Índico. Este espectáculo atraía su mirada durante las silenciosas horas de la jornada, y otorgaba a su melancolía un tinte de uniforme y fija desesperación. Aquella espléndida vista, lejos de arrojar una poética influencia sobre sus sueños, los volvía amargos y sombríos; entonces, bajaba la persiana de rafia que cubría su ventana y huía de la luz para derramar agrias y abrasadoras lágrimas en lo más secreto de su corazón.

Pero cuando, al llegar la noche, comenzaba a correr la brisa en tierra firme llevando hasta ella el perfume de los floridos arrozales, se adentraba en la sabana, dejando a Delmare y a Ralph saborear bajo la varangue[46] la aromática infusión de orquídea jumellea y destilar lentamente el humo de sus cigarros. Entonces, desde lo alto de alguna cima accesible o algún cráter extinto de algún vetusto volcán, contemplaba el sol poniente que encendía el rojo vapor de la atmósfera y esparcía una especie de partículas de polvo dorado y rubí sobre las susurrantes hojas de las cañas de azúcar, y sobre las resplandecientes paredes de los arrecifes. Ocasionalmente, descendía a las ensenadas del río San Gilíes, porque la vista del mar, aun haciéndole daño, la atraía con su magnética ilusión. Le parecía que, más allá de aquellas olas y brumas lejanas, la mágica aparición de otras tierras se revelaría ante sus ojos. A veces las nubes sobre la costa adoptaban para ella formas singulares: tan pronto veía una ola blanca alzarse sobre los mares, describiendo una gigantesca línea que ella tomaba por la fachada del Louvre, como veía dos velas cuadradas que, emergiendo de improviso de la bruma, le recordaban a las torres de Nuestra Señora de París cuando el Sena exhala una neblina compacta que abraza su base, haciendo que aparezcan como suspendidas en el cielo; otras veces se trataba de copos de nubes rosadas que, en sus cambiantes formas, presentaban todos los caprichos arquitectónicos en una inmensa ciudad El espíritu de aquella mujer se adormecía en las ilusiones del pasado y palpitaba de alegría a la vista de ese París imaginario, cuyas realidades habían marcado la época más desgraciada de su vida. Entonces, un extraño tipo de vértigo se apoderaba de ella. Suspendida a una gran altura por encima del suelo de la costa, y viendo retroceder ante sus ojos los valles que la separaban del océano, le parecía ser lanzada a aquel espacio con un rápido movimiento y caminar por el aire hacia la fascinante ciudad de su imaginación. En aquel sueño se aferraba al risco que le servía de apoyo; y, para quien hubiera podido observar sus ávidos ojos, su pecho jadeante de impaciencia y la aterradora expresión de alegría que inundaba su rostro, Indiana le habría ofrecido todos los síntomas de la locura. No obstante, eran aquellas horas de placer los únicos momentos de felicidad que sustentaban las esperanzas de su jornada. Si el capricho de su esposo hubiera prohibido sus solitarios paseos, quién sabe qué pensamientos la habrían embargado; porque en su cabeza todo se reducía a una cierta facultad para hacerse ilusiones, a una ardiente aspiración que no era recuerdo ni expectativa, ni esperanza, ni remordimiento, sino anhelo en toda su devoradora intensidad. Y así vivió durante semanas y meses bajo el cielo de los trópicos, sin amar, sin conocer ni acariciar más que a una sombra, sin más credo que una quimera.

Por su parte, Ralph se adentraba en sus paseos en lugares sombríos y cubiertos, donde el soplo de los vientos marinos no podía alcanzarle; porque la vista del océano le resultaba tan desagradable como la idea de volver a cruzarlo. Francia no era para él más que un lugar maldito en la memoria de su corazón. Era allí donde había sido un miserable al perder su valor, donde se acostumbró a ser infeliz y paciente con sus males. Ponía todo su empeño en olvidarse de ello pues, por muy decepcionado de la vida que estuviera, quería vivir mientras se sintiera necesario. Así pues, evitaba cuidadosamente pronunciar una palabra que tuviera relación con su estancia en aquel país. ¡Qué no hubiera dado por arrancar aquel terrible recuerdo de la señora Delmare! Pero se jactaba tan poco de ello, se sentía tan poco habilidoso, tan poco elocuente, que la rehuía más que intentar distraerla. En el exceso de su delicada reserva continuaba dando apariencia de frialdad y egoísmo. Se marchaba a sufrir lejos en soledad y, viendo su empeño en recorrer bosques y montañas a la caza de aves e insectos, podría haber pasado por un cazador naturalista absorbido por su inocente pasión y totalmente ajeno a los intereses del corazón que alborotaban a su alrededor. Y, sin embargo, la caza y el estudio no eran más que un pretexto que enmascaraba sus amargos y eternos ensueños.

Esta cónica isla está cortada en su base a lo largo de todo su perímetro, y esconde en sus hendiduras profundas gargantas donde los ríos agitan sus puras y burbujeantes aguas; una de estas gargantas se llama Bernica. Es un pintoresco lugar, una especie de valle angosto y profundo oculto entre dos perpendiculares paredes rocosas cuya superficie está sembrada de arbustos saxátiles y de matorrales de helecho.

Un riachuelo fluye a través de la acanaladura formada por la confluencia de dos vertientes. En el lugar donde cesa su divergencia, se precipita a espantosas profundidades formando en el punto de su caída un pequeño estanque rodeado de juncos y cubierto por una húmeda neblina. Alrededor de sus márgenes, y en las orillas del hilo de agua alimentada por el rebosadero del estanque, crecen bananos, lichis[47] y naranjos cuyo sombrío y vigoroso verdor tapiza el interior de la garganta. Era allí donde Ralph se refugiaba del calor y de la sociedad: todos sus paseos le dirigían a su lugar predilecto; el fresco y monótono rumor de la cascada adormecía su melancolía. Cuando su corazón se sentía agitado por sus secretas angustias tanto tiempo reprimidas, tan cruelmente subestimadas, consumía allí, en lágrimas desoídas, en lamentos silenciosos, la inútil energía de su alma y la concentrada actividad de su juventud.

Para que el lector comprenda el carácter de Ralph, tal vez sea preciso aclarar que, al menos una mitad de su vida, había transcurrido en el fondo de aquel precipicio. Acudía allí desde los días de su primera infancia para fortalecer su valor contra las injusticias de las que era víctima por parte de su familia, allí había tensado los resortes de su alma contra la arbitrariedad de su destino, y era allí donde había adquirido la costumbre del estoicismo hasta el punto de asumirlo como una segunda naturaleza. También allí, en su adolescencia, había llevado sobre sus hombros a la pequeña Indiana; la había acostado sobre las hierbas de la orilla mientras él pescaba camarones en las límpidas aguas o escalaba las rocas intentando descubrir algún nido de pájaros.

Los únicos huéspedes de aquellos solitarios parajes eran las gaviotas, los petreles, las fochas y las golondrinas de mar. En aquel precipicio se veía volar sin cesar —bajando o subiendo y planeando o arremolinándose— a aquellas aves acuáticas que habían elegido para establecer su salvaje nidada las grietas y resquicios de aquellas inaccesibles paredes. Por la tarde, agrupadas en inquietas bandadas, colmaban la sonora garganta con sus roncos y agrestes graznidos. Ralph se deleitaba siguiendo su majestuoso vuelo y escuchando sus melancólicas voces. Enseñaba a su pequeña alumna sus nombres y costumbres, y le mostraba la hermosa cerceta[48] de Madagascar de vientre azafranado y dorso esmeralda; la incitaba a admirar el vuelo del rabijunco de briznas rojas que algunas veces se extravía en estas costas y viaja durante horas desde la isla de Francia[49] a la isla Rodrigues[50], donde, tras doscientas leguas en el mar, vuelve cada tarde para acostarse sobre el tapiz que oculta su nidada. El petrel, pájaro de tormenta, que también viene a desplegar sus afiladas alas sobre estas rocas; y la reina de los mares, la fragata magnífica[51] de cola partida, pelaje negruzco y pico cincelado, que se posa tan raramente que pareciera que el aire fuera su patria y el movimiento su naturaleza, y allí eleva su grito de angustia por encima del resto. Estos salvajes huéspedes estaban aparentemente acostumbrados a ver a los dos niños revolotear alrededor de sus refugios, pues apenas condescendían a asustarse ante su proximidad; y, cuando Ralph alcanzaba la roca donde se acababan de instalar, se alzaban en negros torbellinos para después abatirse, como burlándose, a pocos pies por encima de él. Indiana se reía de sus progresos, y seguidamente recogía con precaución, en su sombrero de paja de arroz, los huevos que Ralph conseguía robar para ella y que a menudo se veía obligado a disputar temerariamente con los vigorosos aletazos de las grandes aves anfibias.

Aquellos recuerdos regresaban en tropel a la memoria de Ralph con extrema amargura; porque mucho habían cambiado los tiempos, y aquella muchacha que había sido su fiel compañera ya no era su amiga; o al menos no como entonces, como antaño, con toda la entrega de su corazón. Aun cuando ella le había devuelto su afecto, su dedicación y sus cuidados, había algo entre ellos que impedía su confianza, un recuerdo sobre el que giraban como en un eje todas las emociones de su existencia. Ralph sentía que no podía referirse a él. Se había aventurado a hacerlo una única vez, en un día de peligro, y su audaz actuación no había servido para nada; volver sobre él ahora no habría sido más que un acto de fría barbarie, y Ralph había decidido excusar a Raymon, el hombre que más despreciaba en el mundo, antes que acrecentar el dolor de Indiana condenándole según su justicia.

Así pues, callaba e incluso la rehuía. A pesar de vivir bajo el mismo techo había encontrado la manera de no coincidir con ella más que durante las comidas; y, sin embargo, como una misteriosa providencia, velaba por ella. No se alejaba de la casa más que durante las horas en que el calor la confinaba en su hamaca; pero por la tarde, cuando salía, se las arreglaba para dejar a Delmare en el porche e iba a esperarla al pie de las rocas donde sabía que ella tenía la costumbre de sentarse. Permanecía allí horas y horas, contemplándola algunas veces a través de las ramas que la luna comenzaba a blanquear, pero respetando la corta distancia que la separaba de él sin osar interrumpir ni por un instante su melancólica ensoñación. Cuando bajaba de nuevo al valle lo encontraba siempre al borde de un pequeño riachuelo cuyo curso seguía el sendero de la casa. Algunos enormes guijarros, alrededor de los cuales se agitaba el agua cual hilos de plata, le servían de asiento. Cuando el vestido blanco de Indiana se dibujaba sobre la orilla, Ralph se levantaba en silencio, le ofrecía su brazo y la acompañaba hasta su alcoba sin pronunciar palabra, a menos que la propia Indiana, más triste y abatida que de costumbre, iniciara ella misma la conversación. Después, una vez la dejaba en su cuarto, se retiraba a su habitación y esperaba a que todo el mundo en la casa estuviera dormido para acostarse. Si la voz de Delmare se alzaba para reconvenir, Ralph acudía a su encuentro para apaciguarle o distraerle con el primer pretexto que se le pasaba por la cabeza, sin dejar adivinar jamás que esa era su verdadera intención. Aquella diáfana residencia, por así decirlo, comparada con las propias de nuestro clima, y la consecuente necesidad de hallarse siempre a la vista de los demás, imponía al coronel una mayor reserva en sus arrebatos. La inevitable figura de Ralph, que al menor ruido se interponía entre él y su mujer, le constreñía a reprimirse; pues Delmare tenía demasiado amor propio para derrotarse ante aquel mudo pero severo censor. Y así, para descargar el mal humor que sus contrariedades comerciales le habían procurado durante la jornada, esperaba la hora de acostarse para verse libre de su juez. Pero era inútil; aquella influencia secreta le vigilaba y, a la primera palabra amarga, al primer estallido de voz que hiciera retumbar las endebles paredes de su morada, le sucedía un ruido procedente de la habitación de Ralph para imponerle silencio y anunciarle que la discreción y paciente solicitud no dormían jamás.

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