Indiana

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Cuarta parte » Capítulo XXVII

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XXVII

El día de la partida transcurrió como un sueño. Indiana temía que fuera largo y doloroso, pero pasó en un instante. El silencio de la campiña y la tranquilidad de la casa contrastaban con la agitación interior que devoraba a la señora Delmare. Se encerró en su dormitorio para preparar los pocos enseres que pretendía llevar; uno a uno los fue ocultando bajo sus ropas para depositarlos en las rocas de la ensenada de los Lataniers, donde los colocó en una cesta de corteza enterrada en la arena. El mar estaba agitado y el viento aumentaba de hora en hora. Por precaución, el navío L’Eugène había zarpado del puerto, y la señora Delmare divisaba en la lontananza las blancas velas que hinchaba la brisa mientras la tripulación mantenía la posición haciendo al barco recorrer bordadas[54]. Su corazón se lanzaba entonces con vivas palpitaciones hacia aquel buque que parecía piafar de impaciencia, como un fogoso corcel momentos antes de su partida. Pero, cuando ganaba el interior de la isla, encontraba en las gargantas de la montaña una calma y dulce brisa, un sol resplandeciente, el canto de los pájaros, el zumbido de los insectos y la actividad de los quehaceres que seguían su curso, como la víspera, indiferentes a las violentas emociones que la torturaban. Entonces dudaba de la realidad de su situación y se preguntaba si su inminente partida no era más que una ilusión.

Al atardecer el viento cesó. L’Eugène se aproximó a la costa y, al ponerse el sol, la señora Delmare escuchó desde lo alto de su peñasco el sonido del cañón repercutir entre los ecos de la isla. Era la señal que anunciaba la partida del día siguiente, al regresar el astro que se hundía entonces entre el oleaje.

Después de la cena, el señor Delmare se encontró indispuesto. Su mujer creyó que todo estaba perdido, que mantendría a los habitantes de la casa despiertos toda la noche, que su plan se desbarataba. Y, además, él sufría; la necesitaba; no era el momento de abandonarlo. Fue entonces cuando el remordimiento invadió su alma, preguntándose quién se apiadaría de aquel anciano cuando le hubiera abandonado. Se estremeció al pensar que estaba a punto de cometer un crimen y que tal vez la voz de su conciencia se alzaría más alta que aquella de la sociedad para condenarla. Si, como de costumbre, Delmare hubiera reclamado sus cuidados con dureza, si se hubiera mostrado más autoritario y excéntrico en su dolor, la resistencia le habría parecido dulce y legítima a la esclava oprimida; pero, por primera vez en su vida, soportó su mal con dulzura y manifestó a su esposa agradecimiento y afecto. A las diez declaró que se sentía perfectamente, exigió que ella se retirara a su dormitorio y prohibió que nadie se inquietara más por él. Ralph también aseguró que cualquier síntoma de la enfermedad había desaparecido y que un sueño tranquilo era el único remedio necesario entonces. Cuando el reloj dio las once todo estaba tranquilo y silencioso en la casa. La señora Delmare se arrodilló y rezó llorando con amargura pensando que cargaría su corazón con un grave pecado, y únicamente Dios podría concederle el perdón que podía esperar. Entró lentamente en la habitación de su esposo, que dormía profundamente; mostraba un rostro sereno y una respiración regular. En el momento en que se disponía a retirarse, advirtió otra figura en la sombra, adormecida en el sillón. Era Ralph, que se había levantado sin hacer ruido y estaba velando, por si se producía un nuevo incidente, el sueño de su esposo.

—¡Pobre Ralph! —pensó Indiana—. ¡Qué reproche tan elocuente y cruel a mi conducta!

Sintió deseos de despertarlo, de confesárselo todo, de suplicarle que la preservara de ella misma y, a continuación, pensó en Raymon.

«Un sacrificio más», se dijo; «el más cruel de todos: el sacrificio de mi deber».

El amor es la virtud de la mujer; por él glorifica sus faltas; por él adquiere el heroísmo necesario para desafiar a sus remordimientos. Cuanto más caro le cueste cometer el crimen, más mérito recibirá de aquel que ama. Es el fanatismo quien pone el puñal en manos de los religiosos.

Se quitó del cuello una cadena de oro, herencia de su madre y que siempre había llevado consigo; la colocó dulcemente alrededor del cuello de Ralph —como última demostración de amor fraternal—, e inclinó por última vez su lámpara sobre el rostro de su anciano esposo para asegurarse de que ya no estaba enfermo. Estaba soñando en ese momento y dijo, con voz débil y triste:

—Tenga cuidado con ese hombre, será su perdición…

Indiana se estremeció de pies a cabeza y huyó a su dormitorio. Se retorció las manos con dolorosa incertidumbre; luego, de pronto, le asaltó la idea de que ya no actuaba en su propio interés, sino en el de Raymon; que no se trataba de encontrar su propia dicha sino de aportársela a él y que, aunque le costara la maldición eterna, sería suficiente recompensa para ella enriquecer la vida de su amante. Se precipitó fuera de la casa y se dirigió a la ensenada de los Lataniers con paso ligero, sin osar volver la mirada hacia aquello que dejaba atrás.

Nada más llegar se ocupó de desenterrar su cesta de cuerda y se sentó sobre ella silenciosa y temblorosa escuchando el viento que silbaba, el oleaje enfurecido que moría a sus pies y el estridente gemido satánico entre las grandes algas marinas suspendidas de las paredes de las rocas; pero todos aquellos ruidos eran ahogados por los latidos de su corazón, que resonaban en sus oídos como el sonido de una campana fúnebre.

Esperó largo tiempo; miró su reloj y comprobó que la hora había pasado. El mar estaba tan revuelto, y la navegación era tan complicada en las costas de la isla, que comenzaba a desconfiar de la buena voluntad de los remeros encargados de recogerla cuando advirtió sobre las resplandecientes olas la negra sombra de una piragua que intentaba acercarse. Pero el oleaje era tan fuerte, el mar crecía de tal modo, que la frágil embarcación desaparecía a cada instante y se enterraba como entre los sombríos pliegues de un sudario con forma de estrella argentada. Se levantó y, con gritos que el viento se llevaba antes de que llegaran a oídos de los remeros, respondió varias veces a las señales de quien la llamaba. Por fin, cuando se encontraron lo bastante cerca para oírla, se dirigieron hacia ella con mucha dificultad; luego, se detuvieron esperando la llegada de una ola. Cuando notaron que alzaba el esquife, redoblaron esfuerzos y la ola, al romperse, impulsó el bote sobre la playa.

El terreno sobre el cual se erige Saint-Paul debe su origen a las arenas del mar y las montañas que el río de los Galets[55] transporta a gran distancia de su embocadura gracias a los remolinos de sus corrientes. Esa mole de cantos rodados forma alrededor de la orilla montañas submarinas que el oleaje arrastra, derrumba y reconstruye a su antojo. Su movilidad hace inevitable el impacto, y la habilidad del marino resulta inútil a la hora de dirigir la nave entre esos escollos que renacen sin descanso. A menudo los grandes navíos fondeados en el puerto de Saint-Denis son arrancados de sus anclas y despedazados sobre la costa por la violencia de las corrientes; cuando el viento comienza a soplar y a volver peligrosa la brusca retirada de las olas, su único recurso es ganar alta mar; y eso fue precisamente lo que hizo el bergantín L’Eugène.

El bote llevó a Indiana y su fortuna hasta el centro de las enfurecidas olas, los aullidos de la tempestad y las imprecaciones de los remeros, que no se avergonzaban de maldecir a gritos el peligro al que se veían expuestos por ella. Hacía dos horas, decían, que el naviero debía haber levado anclas y, por su causa, el capitán había rehusado obstinadamente dar la orden. Y añadían a ese respecto insultantes y crueles reflexiones ante las que la desgraciada fugitiva devoraba en silencio su vergüenza; y, cuando uno de aquellos dos hombres le hizo observar al otro que podrían ser castigados si no cumplían las órdenes referidas a su amante, prescritas por el capitán:

—¡Déjame en paz! —respondió maldiciendo—. Es con los tiburones con quien ajustaremos cuentas esta noche. Si nunca volvemos a ver al capitán Random, no creo que sea peor que ellos.

—A propósito de tiburones —dijo el primero—, no sé si uno de ellos ya nos ha olido, pero veo en nuestra estela una cara que no es cristiana.

—¡Imbécil! ¿Tomas la silueta de un perro por la de un lobo de mar? ¡Eh! Pasajero a cuatro patas, te hemos olvidado en la orilla; ¡por Júpiter! No te comerás las galletas de la tripulación. Nuestras órdenes solo atañen a una muchacha, no a un bichón[56].

Mientras hablaba alzó su remo para descargarlo sobre la cabeza del animal, pero la señora Delmare, fijando en el mar sus ojos húmedos y distraídos, reconoció a su hermosa perra Ophélia, que había rastreado sus huellas en las rocas de la isla y que la seguía a nado. En el instante en que el marino se disponía a golpearla, la ola contra la que había luchado duramente la arrastró lejos del bote y su dueña escuchó sus gemidos de dolor e impaciencia. Indiana suplicó a los remeros que la subieran a la embarcación y ellos aparentaron consentir; pero, en el momento en que el fiel animal se aproximó a ellos, le destrozaron el cráneo estallando en risas, e Indiana vio flotar el cadáver de aquel ser que la había querido más que Raymon. De pronto, una ola enfurecida arrastró la piragua a lo que parecía el fondo de una catarata, y las risas de los marineros se transformaron en imprecaciones de angustia. Sin embargo, gracias a su superficie llana y ligera, el bote saltó con la elasticidad de un somormujo[57] sobre las aguas y remontó bruscamente la cresta de la ola para precipitarse en otro barranco y remontar una vez más la cúspide espumosa de la ola. A medida que la costa se alejaba, la mar se volvía menos tempestuosa, y pronto la embarcación avanzó velozmente y sin peligro hacia el navío. Entonces los remeros recobraron el buen humor y con él el poder de la reflexión. Se esforzaron por reparar su agravio a Indiana, pero su zalamería resultaba aún más insultante que su cólera.

—Venga, mi joven dama —dijo uno—; ánimo, ya está a salvo; sin duda el capitán nos ofrecerá el mejor vino del pañol[58] por el hermoso fardo que hemos rescatado del agua.

El otro fingió lamentarse de que el oleaje hubiera empapado las ropas de la muchacha; pero agregó que el capitán la esperaba para prodigarle sus cuidados. Paralizada y en silencio, Indiana escuchaba sus palabras con espanto; comprendía el horror de su situación, y no veía otro modo de eludir las afrentas que la esperaban que arrojarse al mar. En dos o tres ocasiones estuvo a punto de saltar de la piragua; después recuperó el coraje, un coraje sublime, con este pensamiento:

«Es por él, es por Raymon que sufro todos estos males. ¡Debo vivir, aunque caiga en la ignominia!».

Llevó la mano a su oprimido corazón, topándose con el filo de un puñal que había ocultado aquella mañana por una especie de instintiva protección. La posesión de aquella arma le devolvió toda su confianza; se trataba de un estilete corto y afilado que su padre tenía la costumbre de llevar; una antigua hoja española que había pertenecido a un Medina-Sidonia, cuyo nombre estaba grabado sobre el acero del cuchillo, con fecha del año 1300. Sin duda, aquella excelente arma se había oxidado en sangre noble; probablemente había limpiado más de una afrenta y castigado a más de un insolente. Con ella en su poder, Indiana volvió a sentirse española y subió al navío con determinación, diciéndose que una mujer no corre peligro alguno cuando tiene la oportunidad de darse muerte antes de aceptar la deshonra. No se vengó de la dureza de sus guías, a quienes recompensó con magnificencia de su fatiga; luego, se retiró a la cubierta de popa a esperar con ansiedad la hora de la partida.

Finalmente amaneció, y el mar se cubrió de piraguas que llevaban pasajeros a bordo. Indiana, oculta tras una tronera, observaba aterrorizada las figuras que salían de aquellas embarcaciones; temblaba ante la idea de ver aparecer a su marido reclamándola. Por fin, el cañonazo de partida se ahogó en los ecos de aquella isla que le había servido de prisión. El navío comenzó a levantar torrentes de espuma hacia el cielo y proyectó sus rosáceos y alegres reflejos sobre las cimas blancas de los Salazes[59], que empezaban a declinar en el horizonte.

Algunas leguas mar adentro, se representó a bordo una especie de comedia para eludir la confesión de aquellas artimañas. El capitán Random fingió descubrir a la señora Delmare en su buque; interpretó el papel de hombre sorprendido, interrogó a los remeros, aparentó enfurecerse para después calmarse, y terminó por levantar acta del descubrimiento de un polizón a bordo; tal es el término técnico en semejantes circunstancias.

Permítanme concluir aquí el relato de esta travesía. Bastará decir, para satisfacción del capitán Random, que este —a pesar de su ruda educación— tuvo el buen juicio de entender con premura el carácter de la señora Delmare; pocas veces intentó abusar de su condición de mujer desprotegida, y terminó por conmoverse y actuar como su amigo y protector. Pero la lealtad de aquel valeroso hombre y la dignidad de Indiana no evitaron los rumores de la tripulación, las miradas burlonas, las insultantes dudas y las chanzas ligeras e incisivas. Fueron esas las verdaderas torturas de la desdichada durante el viaje, pues nada mencionaré de las fatigas, privaciones, peligros del mar, inconvenientes y molestias de la navegación; ella misma los consideraba insignificantes.

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