Indiana

Indiana


Primera parte

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PRIMERA PARTE

I

En una lluviosa y fría noche de otoño, en el interior de un pequeño castillo de Brie[8], tres personas meditabundas se hallaban absortas contemplando las brasas de la chimenea y el lento caminar de las agujas del reloj de péndulo. Dos de aquellos silenciosos habitantes parecían abandonarse con absoluta sumisión al vago hastío que pesaba sobre ellos; sin embargo, el tercero mostraba señales de una clara rebelión: se agitaba en su asiento, reprimía algún melancólico bostezo y golpeaba las tenacillas sobre los tizones incandescentes con la intención manifiesta de luchar contra el enemigo común.

Este personaje —bastante más anciano que los dos restantes— era el coronel Delmare, propietario de la casa y vieja gloria retirada; hombre apuesto en otro tiempo, y ahora rollizo y calvo, con bigote canoso y mirada terrible; un excelente patrón ante quien temblaba todo el mundo: esposa, sirvientes, caballos y perros.

El caballero abandonó al fin su asiento, con evidente impaciencia por no saber cómo romper el silencio, y comenzó a caminar pesadamente a lo largo del salón, sin perder un instante el rigor propio de los movimientos de un antiguo militar, apoyándose en los riñones y girando todo su cuerpo a un tiempo, con esa perpetua satisfacción de sí mismo que caracteriza al hombre de parada militar y al oficial modelo.

Pero lejos quedaban aquellos días de gloria en los que el teniente Delmare respiraba el triunfo en el aire de los campamentos; el oficial superior retirado, olvidado ahora por su ingrata patria, se veía condenado a padecer todas las consecuencias del matrimonio. Estaba casado con una joven y hermosa mujer, era el propietario de una acogedora mansión y sus dependencias y, además, un industrial afortunado en sus especulaciones; no obstante, no gozaba de buen humor, especialmente aquella noche, pues el clima era muy húmedo y el coronel sufría de reumatismo.

Recorría con aire serio su antiguo salón amueblado al estilo de Luis XV. En ocasiones se detenía ante una puerta coronada por varios cupidos desnudos pintados al fresco, que conducían con guirnaldas de flores cervatillas muy bien criadas y mansos jabalíes; otras veces, se detenía ante un panel sobrecargado de demacradas y atormentadas esculturas, que provocaban que sus ojos se cansaran en vano intentando seguir sus tortuosos devaneos y abrazos sin fin. Pero aquellas vagas y pasajeras distracciones no impedían que el coronel, a cada giro de su paseo, lanzara una ojeada aguda y penetrante a los dos acompañantes de su silenciosa velada, descansando sobre ellos alternativamente su atenta mirada que, desde hacía tres años, mimaba a su frágil y precioso tesoro, su esposa.

Porque su esposa tenía diecinueve años y, si usted la hubiera visto, inmóvil, bajo la campana de aquella enorme chimenea de mármol blanco con incrustaciones de cobre dorado; si usted la hubiera visto, tan delicada, tan pálida, tan triste, con el codo apoyado en su rodilla, tan joven, rodeada de aquel antiguo mobiliario junto a su anciano esposo, cual flor brotada el día anterior que hubiera eclosionado dentro de un jarrón gótico, usted se habría compadecido de la esposa del coronel Delmare y, tal vez, aún más del coronel que de su propia esposa.

El tercer habitante de aquella solitaria mansión se encontraba acomodado bajo la misma campana de la chimenea, en el extremo opuesto de la brasa incandescente. Era un hombre fuerte en la flor de la juventud, de pómulos fulgentes, abundante cabellera de un rubio deslumbrante y patillas bien proporcionadas, en contraposición con el canoso cabello, la tez ajada y la ruda fisonomía del anfitrión; pero el más insignificante de los artistas hubiera preferido la expresión tosca y austera del señor Delmare a las facciones armónicas pero insulsas del joven. La figura abotagada, grabada en relieve sobre la placa que ocupaba el fondo de la chimenea, resultaba, tal vez, menos tediosa —con su mirada incesantemente clavada sobre los ardientes tizones— que la escena ofrecida por el personaje bermejo y rubio de esta historia, ocupado entonces en aquella misma contemplación. Por lo demás, la desenfadada vitalidad de su actitud, la definición de sus cejas castañas, la nítida blancura de su frente, la serenidad de sus ojos cristalinos, la finura de sus manos e incluso la rigurosa elegancia de su traje de caza, le hubieran hecho pasar por un apuesto caballero a ojos de cualquier mujer que, en lo que a amor se refiere, abrazara los llamados gustos filosóficos de siglos pasados. Pero, tal vez, la joven y tímida esposa del señor Delmare no había considerado aún a ningún hombre con los ojos; o, tal vez, entre aquella frágil y delicada mujer y el hombre durmiente y de buen comer, existía una absoluta ausencia de simpatía. Al menos, el espía conyugal desplegaba incansable su vista de águila sin sorprender una mirada, un suspiro, un sentimiento entre aquellos dos seres tan diferentes. Y entonces, convencido de no tener fundamento alguno que motivara sus celos, se sumergió de nuevo en una tristeza más profunda aún de la que ya sufría y hundió sus manos bruscamente hasta el fondo de sus bolsillos.

La única figura dichosa y afectuosa de aquel grupo era una magnífica perra de caza, una grifona que reposaba su cabeza sobre las rodillas del hombre sentado. Era extraordinaria por su gran tamaño, sus anchos jarretes peludos, su hocico afilado como el de un zorro y su inteligente fisonomía cubierta de un manto de vellos erizados en completo desorden, a través de los cuales, dos enormes ojos traviesos brillaban como dos topacios. Aquellos ojos de sabueso corriente, tan feroces y sombríos en el fragor de la caza, mostraban en aquel momento un sentimiento de melancolía y ternura indescriptible; y cuando su patrón —objeto de todo aquel amor instintivo tan superior en ocasiones a los afectos razonados de los hombres— deslizaba sus dedos por los sedosos mechones argentados de la hermosa grifona, los ojos del animal brillaban de placer mientras su larga cola barría la chimenea en regular cadencia, esparciendo la ceniza sobre la tarima de madera.

Aquella escena de interior a medio iluminar por la lumbre de la chimenea, bien podría haber sido fuente de inspiración para Rembrandt. Fugaces destellos blancos inundaban de modo intermitente la estancia y a sus ocupantes, para finalmente mudar a un tono escarlata fruto de las brasas que gradualmente se extinguían. Entonces, el espacioso salón se ensombrecía en consonancia.

En cada vuelta de su paseo por la estancia, cuando cruzaba delante del fuego, el señor Delmare aparecía como una sombra que rápidamente se perdía en las misteriosas profundidades del salón. Algunos reflejos dorados brillaban aquí y allá sobre los marcos ovales recargados de coronas, medallones y listones, sobre los muebles de ébano y cuero e incluso sobre las carcomidas molduras de marquetería. Mas, cuando un tizón próximo a extinguirse cedía su resplandor a otro punto ardiente del hogar, los objetos alumbrados hasta entonces regresaban a las sombras mientras que otros relucientes realces se liberaban de la oscuridad. De este modo, hubiéramos podido ir descubriendo uno a uno todos los pormenores de aquella estampa; ahora, el turno de la consola apoyada sobre tres enormes tritones dorados; a continuación, el techo pintado representando un cielo sembrado de nubes y estrellas; o, más tarde, las gruesas cortinas de damasco carmesí con largas cenefas que reverberaban de reflejos satinados y cuyos amplios pliegues parecían agitarse revirtiendo aquella inconstante claridad.

Pareciera, ante la inacción cual estatuas junto a la chimenea, que aquellos dos personajes temieran perturbar la inmovilidad de la escena; quietos y petrificados como los héroes de un cuento de hadas, daba la impresión de que la más mínima palabra o el más ligero movimiento provocarían el derrumbe sobre ellos de los muros de una ciudad fantástica; y el anfitrión de ceño fruncido, cuya zancada regular recortaba la sombra y el silencio, sería el brujo que les había hechizado.

Finalmente, la grifona, habiendo obtenido una mirada de complacencia de su amo, cedió al magnético influjo que la pupila humana ejerce sobre los animales inteligentes. Dejó escapar un sutil ladrido de temeroso afecto y aposentó sus patas sobre los hombros de su adorado patrono con una flexibilidad y gracia inimitables.

—¡Abajo, Ophélia! ¡Abajo!

Y el muchacho dirigió en inglés una seria reprimenda al dócil animal que, avergonzado y arrepentido, se arrastró sumisamente hasta la señora Delmare como suplicando protección. Pero la señora Delmare no abandonó su estado de ensoñación y dejó que la cabeza de Ophélia reposara sobre sus pálidas manos, que mantenía cruzadas sobre su regazo, sin dedicarle siquiera una caricia.

—¿Acaso esta perra se ha instalado definitivamente en el salón? —preguntó el coronel, secretamente satisfecho de encontrar un pretexto para matar el tiempo—. ¡A la perrera, Ophélia! ¡Venga, fuera, estúpido animal!

Si en aquel momento alguien hubiera observado de cerca a la señora Delmare, habría adivinado, en aquella nimia y cotidiana coyuntura de su vida privada, el doloroso secreto de su vida entera. Un estremecimiento imperceptible recorrió todo su cuerpo y sus manos, que sujetaban de modo inconsciente la cabeza de su animal predilecto, y se crisparon bruscamente alrededor de su cuello tosco y peludo, como para retenerlo y protegerlo. El señor Delmare sacó entonces la fusta de caza del bolsillo de su chaqueta y avanzó con aire amenazador hacia la pobre Ophélia, que se echó a sus pies cerrando los ojos y lanzando aullidos anticipados de dolor y miedo. La señora Delmare palideció aún más que de costumbre, su seno se hinchió convulsivamente y, volviendo sus grandes ojos azules hacia su esposo con una expresión de horror indescriptible, exclamó:

—¡Por favor, señor! —suplicó—. ¡No la mate!

Aquellas pocas palabras hicieron estremecer al coronel, y un sentimiento de aflicción vino a sustituir el lugar de sus veleidades de cólera.

—Señora, es este un reproche que bien puedo comprender —dijo—, y que no ha perdido ocasión de recriminarme desde el día en que, en un arrebato durante una cacería, maté a su spaniel. ¡Pues qué gran pérdida! ¡Un perro que forzaba siempre la parada y se descontrolaba con la presa! ¡Acababa con la paciencia del más beato! Además, usted nunca lo quiso tanto como después de muerto; hasta ese día, apenas le prestaba atención; pero ahora tiene la excusa perfecta para censurarme…

—¿Alguna vez se lo he reprochado? —preguntó la señora Delmare con la dulzura que se emplea por generosidad con quien se quiere y, por amor propio, con quien no se quiere.

—No he dicho eso —respondió el coronel con un tono a medio camino entre paternal y marital—. Pero las lágrimas de ciertas mujeres encierran reproches más cruentos que cualquiera de las imprecaciones del resto. ¡Pardiez! Señora, bien sabe que no me gusta ver llorar a nadie…

—Jamás me ha visto llorar, creo.

—¡Ya! ¡Pero veo sus ojos enrojecidos permanentemente! ¡Eso es aún peor, cielos!

Durante aquella conversación conyugal, el joven se había levantado y había hecho salir a Ophélia con mucha calma; a continuación, tomó asiento de nuevo frente a la señora Delmare tras haber encendido una vela y depositarla sobre la campana de la chimenea.

Aquel acto puramente casual produjo una repentina influencia en el talante del señor Delmare. Desde el mismo instante en que la vela proyectó sobre su esposa una claridad más constante y menos inestable que la de la chimenea, reparó en la expresión de sufrimiento y abatimiento que, aquella noche, dominaba todo su ser; en su fatigado aspecto, en su larga y castaña cabellera cayendo en cascada sobre sus demacrados pómulos y en el violáceo tono que circundaba sus ojos empañados y enrojecidos. Dio algunas vueltas alrededor de la sala, y luego, dirigiéndose nuevamente hacia su esposa con un repentino cambio de actitud:

—¿Cómo se encuentra hoy, Indiana? —preguntó con la torpeza propia de un hombre cuyo corazón y carácter raramente están de acuerdo.

—¡Como siempre! Gracias —respondió ella sin dar muestras de sorpresa o resentimiento.

—¿Como siempre? Esa no es una respuesta; o, mejor dicho, es la respuesta típica de una mujer, una respuesta ambigua que no significa ni sí ni no, ni bien ni mal.

—De acuerdo, no me encuentro ni bien ni mal.

—Pues bien —respondió él con renovada acritud—, miente. Sé que no se encuentra bien; usted misma se lo dijo a sir Ralph aquí presente. Veamos, ¿estoy mintiendo? Hable, señor Ralph, ¿se lo ha dicho?

—Me lo ha dicho —respondió el flemático personaje interrogado, sin prestar atención a la recriminatoria mirada que le dirigió Indiana.

En ese momento, hizo acto de presencia un cuarto personaje; era el factótum de la casa, un antiguo sargento del regimiento del señor Delmare.

En pocas palabras explicó al señor Delmare que tenía motivos para pensar que los ladrones de carbón habían irrumpido en noches precedentes, y a aquella misma hora, en la propiedad, y que venía a pedirle un fusil para hacer su ronda antes de cerrar las puertas. El señor Delmare, que juzgó aquella aventura con cierta nostalgia guerrera, tomó de inmediato su escopeta de caza, le dio otra a Lelièvre y se dispuso a salir de la estancia.

—¿Y qué hará ahora? —inquirió la señora Delmare con horror—. ¿Matará a ese pobre campesino por unos sacos de carbón?

—Mataré como a un perro —respondió Delmare irritado ante aquella objeción— a cualquier hombre que encuentre merodeando en mitad de la noche por mis campos. Si conociera la ley, señora, sabría que me autoriza a ello.

—Es una ley espantosa —replicó Indiana acalorada.

A continuación, reprimiendo de inmediato su agitación:

—Pero, ¿su reumatismo? —añadió con un tono más suave—. Olvida usted que llueve y que, si esta noche sale, mañana sufrirá las consecuencias.

—¡Su único temor es verse en la obligación de cuidar de su viejo marido! —respondió Delmare empujando la puerta bruscamente.

Y salió, rezongando contra su edad y contra su esposa.

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