Indiana

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Segunda parte » Capítulo XII

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XII

Dos horas después se encontraba en el salón cuando escuchó, proveniente de la estancia contigua, la dulce y un poco tomada voz de la señora Delmare. A fuerza de reflexionar sobre su proyecto de seducción, se había apasionado como un autor por su obra, como un abogado por su causa; la sensación que experimentó al ver a Indiana podría parangonarse con la de un actor absolutamente concentrado en su papel que, encontrándose en presencia de la protagonista del drama, deja de distinguir la ficción de la realidad.

La vio tan demudada que un sentimiento de sincero interés se coló en la mente de Raymon entre las exaltadas inquietudes de su mente. La enfermedad y la aflicción habían dejado huellas tan profundas en su rostro que su belleza se había marchitado, y prevalecía ahora en él un sentimiento de orgullo más que de placer a la hora de emprender su conquista. Pero Raymon consideraba su deber devolver la felicidad y la vida a aquella mujer.

Triste y pálida como estaba, juzgó que no tendría que luchar contra una voluntad muy firme. ¿Acaso podía esconder tan frágil envoltorio una fuerte resistencia moral?

Resolvió que el primer paso sería despertar el interés por su propia persona, alarmarla sobre su infortunio y su deterioro para, a continuación, abrir su alma al deseo y la esperanza de un destino mejor.

—¡Indiana! —exclamó con una secreta confianza magistralmente camuflada bajo un halo de absoluta tristeza—. ¿Cómo iba a imaginar que la encontraría en este estado? ¡Ignoraba que este momento tan largo tiempo esperado, tan ávidamente perseguido, me provocaría tan profundo dolor!

Poco esperaba la señora Delmare semejante discurso. Figurábase sorprender a Raymon en actitud de confusa y tímida culpabilidad ante ella; y, en lugar de inculparse, de mostrar su arrepentimiento y aflicción, solo sentía tristeza y lástima por ella. ¡Debía lucir realmente débil y abatida si inspiraba compasión a quien tendría que implorar la suya! Una verdadera francesa, una persona de mundo, no hubiera perdido la cabeza en tan delicada situación, pero Indiana carecía de experiencia; no poseía ni la habilidad ni la hipocresía necesarias para mantener su aventajada posición. Aquellas palabras desplegaron ante ella la panorámica completa de sus desdichas y, entonces, un mar de lágrimas brillantes acudió a sus ojos.

—Estoy enferma, en efecto —dijo tomando asiento, débil y extenuada, sobre el sillón que Raymon le indicaba—; me encuentro francamente mal y, precisamente ante usted, caballero, tengo todo el derecho de lamentarme.

Raymon no esperaba avanzar tan rápido. Como suele decirse, aferró la ocasión al vuelo y, tomando una mano que encontró lacia y fría, exclamó:

—¡Indiana! No lo diga; no diga que soy el causante de sus males, pues me volvería usted loco de dolor y alegría.

—¿Alegría? —repitió ella, clavando sobre él sus grandes ojos azules llenos de estupefacción y tristeza.

—Debería haber dicho de esperanza; pues, si he causado sus males, señora, tal vez pueda remediarlos. ¡Diga algo! —añadió, arrodillándose junto a ella sobre uno de los cojines del sofá que acababa de arrojar al suelo—. ¡Reclame mi sangre, mi vida…!

—¡Ah! ¡Cállese! —dijo Indiana amargamente, retirando su mano—. ¡Usted mintió vilmente con sus falsas promesas! ¡Intente ahora reparar el daño que ha provocado!

—¡Eso quiero y lo haré! —exclamó Raymon, tratando de retomar su mano.

—Ya es tarde —respondió ella—. Devuélvame a mi compañera, a mi hermana. ¡Devuélvame a Noun, mi única amiga!

Un frío mortal recorrió las venas de Raymon. No necesitó alentar su emoción, pues la que experimentó en ese momento era una de aquellas que se despiertan poderosas y terribles sin ayuda de artificios.

«Lo sabe todo», pensó, «y me juzga».

Nada había más humillante para él que escuchar la condena de su crimen por aquella que había sido cómplice inocente; nada más amargo que ver a Noun llorada por su rival.

—Sí, señor —continuó Indiana, alzando su rostro anegado en lágrimas—; usted es el responsable…

Pero se detuvo al ver la palidez de Raymon, que debía ser horrible, pues jamás le había visto sufrir tanto.

Y entonces, toda la bondad de su corazón, y toda la involuntaria ternura que aquel hombre le inspiraba, recuperaron sus derechos sobre la señora Delmare.

—¡Perdón! —suplicó temerosa—. ¡Le estoy haciendo daño! ¡He sufrido tanto! Siéntese y hablemos de otra cosa.

Aquel repentino acto de dulzura y generosidad volvió aún más profunda la emoción de Raymon, de cuyo pecho se escaparon algunos sollozos. Llevó la mano de Indiana a sus labios y la cubrió de lágrimas y besos. Era la primera vez que lloraba desde la muerte de Noun, y era la propia Indiana quien aliviaba su alma de aquella terrible carga.

—¡Oh! Ya que llora así por ella —dijo—, usted que no la conoció; ya que lamenta tan vivamente el mal que me ha causado, no osaré reprochárselo más. ¡Llorémosla juntos, señor, para que desde el Cielo pueda vernos y perdonarnos!

Un sudor gélido heló la frente de Raymon. Si las palabras «usted que no la conoció» le habían liberado de una cruel ansiedad, aquel llamamiento a la memoria de su víctima en la inocente boca de Indiana, desencadenó en él un supersticioso terror. Angustiado, se levantó y se dirigió con gran agitación hacia una ventana, sobre cuyo alféizar se apoyó para tomar el aire. Indiana permaneció en silencio profundamente conmovida. Viendo a Raymon llorar como un niño y desfallecer como una mujer, experimentó una especie de secreta alegría.

«¡Es bueno!», se decía a sí misma entre susurros. «Me ama, tiene un cálido y generoso corazón. Cometió un fallo, pero su arrepentimiento le redime; debería haberle perdonado antes».

Le contempló con ternura y recobró la confianza en él, tomando los remordimientos del culpable por un arrepentimiento de amor.

—No llore más —dijo, levantándose y acercándose a él—. Yo la maté, soy la única culpable. Esa carga me acompañará toda mi vida; sucumbí a un impulso de desconfianza y cólera; la humillé, laceré su corazón. Arrojé sobre ella todo el resquemor que sentía contra usted; fue solo usted quien me agravió, y castigué por ello a mi pobre amiga. ¡Fui tan cruel con ella…!

—Y conmigo —dijo Raymon, olvidando de pronto el pasado para dedicarse únicamente al presente.

La señora Delmare se ruborizó.

—Tal vez no debí acusarle de la brutal pérdida que sufrí aquella fatídica noche —dijo ella—; pero no puedo olvidar la imprudencia de su conducta hacia mí. La poca delicadeza de una maniobra tan novelesca y censurable me causó un gran sufrimiento. ¡Creía que me amaba…! ¡Y usted ni siquiera me respetaba!

Raymon recobró sus fuerzas, su voluntad, su amor, sus esperanzas; la aciaga sensación que le había paralizado se desvaneció como una pesadilla. Se despertó joven, ardiente, pletórico de deseo, pasión y futuro.

—Si me odia seré culpable —exclamó, arrojándose a sus pies impetuosamente—. Pero, si me ama, no lo seré, jamás lo habré sido. Dígame, Indiana, ¿me ama?

—¿Lo merece? —preguntó ella.

—Si merecerlo —respondió Raymon— es amarla con devoción…

—Escuche —dijo ella, liberando sus manos y clavando sobre él sus grandes ojos húmedos, en los que brillaba por instantes un sombrío fuego—, escuche. ¿Sabe usted lo que implica amar a una mujer como yo? No, no lo sabe. Creyó usted que se trataría de satisfacer el capricho de un día. Juzgó usted mi corazón conforme al resto de corazones heridos sobre los que, hasta ahora, ha ejercido su efímero imperio. Pero, ignora que yo nunca he amado, y que no pretendo entregar mi corazón virgen e intacto a cambio de otro ya marchito y ruinoso; mi amor entusiasta por un amor tibio; ¡mi vida entera por un día fugaz!

—Señora, yo la amo con pasión; mi corazón también es joven y ardiente y, si no fuera digno del suyo, jamás lo será el corazón de ningún hombre. Sé cómo amarla y no he esperado hasta este día para comprenderlo. ¿Acaso no conozco su vida? ¿Acaso no se la referí en el baile, el día en que pude hablar por vez primera con usted? ¿Acaso no pude entrever la historia completa de su corazón en la primera mirada que posó usted sobre mí? Y, ¿de qué me enamoré? ¿Únicamente de su belleza? ¡Ah!, sin duda haría enloquecer a cualquier hombre menos joven y ardiente; pero, si yo adoro este delicado y gracioso envoltorio, es porque encierra un alma pura y divina, porque un fuego celestial lo alienta, y porque en usted no veo una mujer, sino un ángel.

—Conozco su talento para la adulación; pero no espere conmover mi vanidad. No preciso halagos sino afecto. Necesito ser la única; que me amen sin vuelta atrás, sin reservas. Un hombre dispuesto a sacrificar todo por mí: fortuna, reputación, deber, negocios, principios, familia; todo, caballero, porque yo pondré la misma abnegación en la balanza y la quiero equilibrada. ¡Usted sabe bien que no puede amarme así!

No era la primera vez que Raymon veía a una mujer tomarse el amor en serio, aunque estas, afortunadamente para nuestra sociedad, no sean más que raras excepciones; sabía que las promesas de amor no comprometen el honor, insisto, afortunadamente para nuestra sociedad. Incluso alguna que otra vez, la mujer que le había reclamado un solemne compromiso había sido la primera en romperlo. Así pues, no le amedrentaron las exigencias de la señora Delmare o, mejor dicho, olvidó el pasado y no pensó en el futuro. Se dejó arrastrar por el irresistible encanto de aquella mujer tan frágil y apasionada; tan delicada de salud, tan resuelta de corazón y espíritu. Estaba tan bella, tan viva, tan imponente dictándole sus leyes, que cayó fascinado a sus pies.

—Le juro —le dijo— que soy suyo en cuerpo y alma, le consagro mi vida, le entrego mi sangre, le confío mi voluntad; tómelo todo, disponga de todo, de mi fortuna, de mi honor, de mi conciencia, de mi mente, de todo mi ser.

—Calle —dijo vivamente Indiana—; aquí está mi primo.

En efecto, el flemático Ralph Brown entró con su habitual aire tranquilo y, para sus adentros, profundamente sorprendido y feliz de ver a su prima, a quien no esperaba. Solicitó su permiso para besarla como muestra de agradecimiento e, inclinándose sobre ella con metódica lentitud, la besó en los labios siguiendo la costumbre de los niños de su país.

Raymon palideció de rabia y, apenas Ralph salió de la estancia para dar algunas órdenes, se aproximó a Indiana con la intención de borrar la huella de aquel beso impertinente; pero la señora Delmare, repeliéndole con calma, le dijo:

—Piense que tiene mucho que enmendar si desea que confíe en usted.

Raymon no comprendió la delicadeza de aquella negativa; no vio en ella más que un rechazo que lo predispuso contra sir Ralph. Instantes más tarde, se percató de que, cuando hablaba en voz baja con Indiana, la tuteaba, y llegó a considerar que las reservas que el uso le imponía a sir Ralph en otros momentos, se debían únicamente a la prudencia de un amante feliz. Sin embargo, se avergonzó bien pronto de sus injuriosas sospechas cuando se reencontró con la mirada pura de aquella joven.

Por la noche, Raymon se mostró ingenioso. Había mucha gente, todos le escuchaban y no pudo sustraerse a la trascendencia que le otorgaban sus conocimientos. Habló, y, si Indiana hubiera sido una mujer frívola, habría gozado de su excelente fortuna escuchándole. Por el contrario, su espíritu recto y sencillo se acobardó ante la superioridad de Raymon; luchó contra la mágica influencia que ejercía a su alrededor, una especie de influjo magnético que el cielo o el infierno conceden a ciertos hombres, una realeza parcial y fugaz, tan real que ninguna mediocridad escapa a su ascendiente, tan efímera que no deja rastro alguno tras de sí, y que solo después de su muerte sorprende la celebridad que alcanzó en vida.

Había momentos en que Indiana se sentía fascinada por tanto brillo; pero, inmediatamente después, pensaba con tristeza que todo cuanto anhelaba no era gloria, sino dicha. Se preguntaba con miedo si aquel hombre a quien la vida ofrecía tantas caras diversas, tantos alicientes, podría consagrarle su alma, sacrificar todas sus ambiciones. Y ahora, viéndole defender paso a paso con tanto valor y destreza, con tanta pasión y sangre fría, doctrinas puramente especulativas e intereses totalmente ajenos a su amor, se espantaba de significar tan poca cosa en la vida de aquel hombre mientras que él lo era todo para ella.

Cuando le ofreció el brazo para abandonar el salón, le susurró algunas palabras de amor, pero ella le respondió amargamente:

—¡Qué ingenioso es usted!

Raymon comprendió este reproche y pasó el día siguiente a los pies de la señora Delmare. El resto de invitados, dedicados a la caza, les proporcionaron completa libertad.

Raymon se mostró elocuente, e Indiana ansiaba tanto creer en él, que la mitad de su discurso hubiera sido suficiente. Mujeres de Francia, ustedes ignoran lo que es una criolla; ustedes, sin duda, no hubieran cedido tan fácilmente a la convicción, ¡porque a ustedes ni se les engaña ni se les traiciona!

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