Indiana

Indiana


Segunda parte » Capítulo XV

Página 23 de 41

XV

A pesar de las continuas disputas, la señora Delmare, con la ingenuidad propia de su edad, se abandonaba a la esperanza de un porvenir risueño. Era su mayor dicha; y su ardiente imaginación, su joven y rico corazón, sabían aderezarla con todo aquello que le faltaba. Era ingeniosa hasta el punto de crearse vivos y puros placeres, y restituirse el complemento de los precarios favores de su destino. Raymon la amaba. En efecto, él no mentía cuando le decía que ella era el único amor de su vida; jamás había amado con tanta pureza y durante tanto tiempo. A su lado se olvidaba de todo lo que no fuera ella; el mundo y la política se desvanecían de su memoria; se deleitaba con esta vida interior, con los hábitos familiares que ella creaba. Admiraba la fuerza y la paciencia de aquella mujer y le asombraba el contraste entre su espíritu y su carácter; le sorprendía, por encima de todo, que tras la solemnidad de su primer pacto se mostrara tan poco exigente, feliz de tan furtivas e insólitas alegrías, y confiada con tanto abandono y ceguera. Y es que el amor era una pasión nueva y generosa para su corazón; y en él se agolpaban mil sentimientos nobles y delicados, dándole una fuerza que no acertaba a comprender.

En cuanto a Raymon, sufrió, en un principio, la eterna presencia del primo y el esposo. Intentó vivir su amor como lo hiciera hasta entonces; pero, rápidamente, Indiana le forzó a elevarse hasta ella. La resignación de la joven para soportar la vigilancia; el aire de felicidad con el que le observaba a hurtadillas; sus ojos, que tenían para él un elocuente y mudo lenguaje; su sublime sonrisa cuando, en medio de una conversación, una alusión provocaba la complicidad de sus corazones; pronto encontró en ello placeres distinguidos y refinados que Raymon comprendió, gracias a su delicadeza de espíritu y a la cultura de su educación.

¡Qué diferencia entre aquella casta criatura, que parecía ignorar la posibilidad de un desenlace para su historia de amor, y todas esas mujeres ocupadas únicamente en atosigarle mientras fingían rehuirle! Cuando, por casualidad, Raymon se encontraba a solas con ella, las mejillas de Indiana no se encendían de un color ardiente, no apartaba la mirada con embarazo. No, sus ojos límpidos y serenos le contemplaban con embriaguez; una sonrisa angelical reposaba siempre sobre sus rosáceos labios como los de una niña que solo conociera los besos de una madre. Al verla tan confiada, tan apasionada, tan pura, guiándose en su vida por los dictados de su corazón y sin comprender las torturas que invadían el de su amante cuando estaba a sus pies, no osaba ser hombre ante el temor de aparecer como un ser inferior al que ella había soñado; y, por amor propio, se volvía virtuoso como ella. Ignorante como una verdadera criolla hasta aquel entonces, la señora Delmare jamás había sopesado los graves intereses que ahora se discutían diariamente en su presencia. Había sido instruida por sir Ralph, que tenía una mediocre opinión de la inteligencia y del razonamiento de las mujeres, y se había limitado a proporcionarle algún conocimiento positivo y de uso inmediato. Así pues, apenas conocía una pequeña pincelada de la historia del mundo y cualquier disertación profunda le aburría. Pero, cuando oyó a Raymon aplicar a tan tediosas materias toda la gracia de su espíritu, toda la poesía de su lenguaje, escuchó e intentó comprender; se aventuró incluso a proponer tímidamente inocentes cuestiones que hasta una niña de diez años educada en sociedad hubiera resuelto fácilmente. Raymon se complacía en iluminar aquel espíritu virgen que parecía abrirse a sus principios; pero, a pesar del imperio que ejercía sobre su inexperta y cándida alma, sus sofismas encontraban, de tanto en tanto, cierta resistencia.

Indiana oponía a los intereses de la civilización —erigidos en principios— las ideas rectas y las sencillas leyes del sentido común y de la humanidad; sus objeciones tenían un carácter de salvaje franqueza que, aunque en ocasiones hacían sonrojar a Raymon, le encantaban por su infantil originalidad. Se empeñó como si de un trascendental trabajo se tratara; se fijó como tarea importante atraerla poco a poco a sus creencias, a sus principios. Estaba orgulloso de reinar sobre aquella convicción tan concienzuda y naturalmente inspirada; pero no fue sin dificultad que logró conseguirlo. Los generosos métodos de Ralph, su recia aversión por los vicios de la sociedad, su áspera impaciencia ante el reinado de otras leyes y costumbres, presentaban simpatías que respondían a los desventurados recuerdos de Indiana. Pero, de pronto, Raymon acabó con su adversario demostrándole que aquella aversión por el presente era fruto del egoísmo; describía con vehemencia sus propios afectos, su abnegación por la familia real —que adornaba con todo el heroísmo de una peligrosa fidelidad—, su respeto por la paranoica creencia de sus padres, los sentimientos religiosos que jamás discutía y que conservaba por instinto y necesidad, según él mismo decía. Y además, la dicha de amar a sus semejantes, de aferrarse a la generación presente por los lazos del honor y la filantropía; el placer de prestar un servicio a su país, rechazando innovaciones peligrosas, manteniendo la paz interior, ¡y entregando, si fuese necesario, hasta la última gota de su sangre para ahorrar, aunque fuera una sola, al último de sus compatriotas! Dibujaba todas y cada una de sus benignas utopías con tanto arte y encanto que Indiana se dejaba arrastrar hacia su necesidad de amar y respetar todo cuanto amaba y respetaba Raymon. El hecho es que había probado que Ralph era un egoísta; cuando sostenía una idea generosa, todos sonreían; estaba probado que su espíritu y su corazón se hallaban, por aquel entonces, en contradicción. ¿No era mejor creer en Raymon, que poseía un alma tan ardiente, tan espléndida, tan expansiva? Había, sin embargo, muchos momentos en que Raymon casi se olvidaba de su amor y pensaba únicamente en su rival. Junto a la señora Delmare, solo veía a sir Ralph, quien, con su rudo y apático sentido común, osaba arremeter contra él, hombre superior que había derrotado a tan nobles enemigos. Se sentía humillado al verse obligado a litigar con tan mediocre adversario, y entonces le abrumaba con el peso de su elocuencia; hacía uso de todos los recursos de su talento, y Ralph, aturdido, lento en ordenar sus ideas, más lento aún a la hora de expresarlas, sufría, consciente de su debilidad. En esos momentos, parecíale a Indiana que Raymon la ignoraba, provocándole una sensación de inquietud y temor ante la idea de que, tal vez, aquellos nobles y bondadosos sentimientos tan bien expuestos no eran más que un pomposo muestrario de palabras, la irónica verborrea de un abogado escuchándose a sí mismo y ejercitando una comedia sentimental que debía sorprender al ingenuo auditorio. Indiana se estremecía por encima de todo cuando, al encontrarse sus miradas, creía ver brillar la suya, no por el placer de que ella le hubiera comprendido, sino por el triunfo de su amor propio satisfecho de su excelente alegato. Y entonces sentía miedo y pensaba en Ralph, el egoísta que quizá era injustamente tratado; pero Ralph no sabía decir cosa alguna que prolongara aquella incertidumbre, mientras que Raymon gozaba de una gran habilidad para disiparla.

Así pues, se desplegaba una existencia turbadora, una felicidad ciertamente pútrida en el interior de aquella casa. Y estas no eran otras que la existencia y la felicidad de Ralph, hombre nacido en desgracia a quien la vida jamás ofrecía su lado esplendente, sus plenas y profundas alegrías; grande y oscuro infortunio que nadie compadecía y que no compadecía a nadie; destino absolutamente maldito pero carente de poesía, de aventuras; destino mediocre, burgués y triste, que ninguna amistad había endulzado, que ningún amor había encantado, que se consumía en silencio con el heroísmo que otorga el amor por la vida y la necesidad de esperanza; criatura aislada que había tenido un padre y una madre como todo el mundo, un hermano, una esposa, un hijo, una amiga y, aun así, nada había recogido, nada había conservado de aquellos afectos; forastero en esta vida, por la que pasaba melancólico e indolente, sin experimentar siquiera ese sentimiento exaltado, propio de la desgracia, que encuentra cierto regocijo en el dolor. En ocasiones, y a pesar de la firmeza de su carácter, este hombre sentía desfallecer su virtud. Aborrecía a Raymon; con una simple palabra podría haberlo desterrado de Lagny, pero jamás lo hizo, porque Ralph tenía una creencia, solo una, pero más poderosa que las mil creencias de Raymon. No hablo de la iglesia, ni la monarquía, ni la sociedad, ni la reputación, ni las leyes que le dictaban sus sacrificios y su coraje; hablo de la conciencia.

Había vivido tan solo que no logró acostumbrarse a contar con el prójimo. Además, durante su aislamiento, había aprendido a conocerse: se hizo amigo de su propio corazón. A fuerza de encerrarse en sí mismo y cuestionarse el motivo de las injusticias ajenas, prometió que no caería en vicio alguno que le hiciera merecedor de ellas. Pero ya no se preocupaba por eso, pues sentía una gran apatía por sí mismo, aceptando que era una persona insípida y vulgar. Comprendía la indiferencia de la que era objeto y la asumía; pero su alma le decía que era capaz de sentir todo aquello que no sabía inspirar y, si bien estaba dispuesto a perdonar al prójimo, tomó la determinación de no tolerarse nada a sí mismo. Toda aquella vida interior, aquellas íntimas sensaciones, tomaban apariencia de egoísmo y, posiblemente, nada se asemeja más a este que el respeto por uno mismo.

Sin embargo, sucede a menudo que, intentando hacer el bien, el desenlace resulta catastrófico; y así, sir Ralph, guiado por su escrupulosa delicadeza, cometió un grave error que, ante el temor de cargar un reproche sobre su conciencia, causó un mal irreparable a la señora Delmare. Consistió dicho error en no revelarle las verdaderas causas de la muerte de Noun. De haberlo hecho, sin duda hubiera considerado Indiana los riesgos de su amor por Raymon; más adelante conoceremos los motivos por los que el señor Brown no se atrevió a ilustrar a su prima, y qué dolorosos escrúpulos le hicieron guardar silencio ante un suceso tan grave. Cuando se decidió a romperlo, era demasiado tarde; Raymon había tenido tiempo de establecer su imperio.

Un episodio inesperado acababa de perturbar el porvenir del coronel y su esposa; una casa de comercio de Bélgica, sobre la que se cimentaba toda la prosperidad de la empresa Delmare, quebró repentinamente, y el coronel, apenas restablecido, se vio obligado a partir precipitadamente hacia Amberes.

Viéndole tan débil y quejumbroso, la señora Delmare manifestó su deseo de acompañarle; pero el señor Delmare, bajo la amenaza de una completa ruina y resuelto a liquidar todos sus compromisos, temía que su viaje fuera interpretado como una fuga y, por tanto, decidió dejar a su esposa en Lagny como garantía de su regreso. Declinó también la compañía de Ralph, rogándole que permaneciera junto a la señora Delmare, ofreciéndole su apoyo ante el posible hostigamiento por parte de los alarmados y apremiantes acreedores.

En medio de tan infaustas circunstancias, el único temor de Indiana era la posibilidad de abandonar Lagny y separarse de Raymon; pero él la tranquilizó, argumentando que el coronel se trasladaría indudablemente a París. Le juró, a este propósito, que la seguiría a cualquier lugar y en cualquier circunstancia, y la crédula mujer se sintió incluso dichosa ante aquella desgracia que le permitía constatar el amor de Raymon. En cuanto a este, una vaga esperanza y un irritante y persistente pensamiento le invadían desde que conociera la noticia: al fin se encontraría a solas con Indiana; sería la primera vez desde hacía seis meses. Ella nunca había intentado evitarle y, aunque sin prisa por conquistar un amor cuya inocente castidad tenía para él el atractivo de la singularidad, comenzó a sentir que se trataba de una cuestión de honor conducirlo a un resultado satisfactorio. Rechazaba con probidad cualquier maliciosa insinuación sobre su relación con la señora Delmare; afirmaba con gran modestia que no existía entre ellos más que una dulce y serena amistad; pero por nada del mundo hubiera querido confesar —ni siquiera a su mejor amigo— que, tras seis meses de ser amado apasionadamente, nada había obtenido aún de este amor.

Raymon vio frustradas sus expectativas al comprobar que sir Ralph parecía decidido a reemplazar al señor Delmare en su vigilancia, presentándose en Lagny por la mañana y no regresando a Bellerive hasta la noche; incluso al compartir un trecho del camino durante la ruta a sus respectivas moradas, Ralph mostraba una insoportable afectación de urbanidad al hacer coincidir su partida con la de Raymon. Muy pronto, esta contrariedad llegó a resultar odiosa para el señor de Ramière, y la señora Delmare creyó ver en esta, además de una injuriosa desconfianza en ella, la intención de arrogarse un despótico poder sobre su conducta.

Raymon no osaba pedirle un encuentro secreto; en todas las ocasiones en que lo había intentado, la señora Delmare le había recordado ciertas condiciones estipuladas entre ellos. Sin embargo, habían transcurrido ocho días desde la partida del coronel y su regreso podía ser inminente; era preciso aprovechar la coyuntura, pues ceder la victoria a sir Ralph era un deshonor para Raymon. Una mañana, deslizó la siguiente nota en la mano de la señora Delmare:

¡Indiana! ¿Acaso no me ama como yo la amo? ¡Ángel mío! Soy muy desgraciado aunque usted no lo advierta. Estoy triste e inquieto por su futuro, no por el mío: pues, donde quiera que usted vaya, allí estaré yo, para vivir y morir. Pero la miseria me horroriza por usted; frágil y débil como es, mi niña, ¿cómo soportaría una vida de privaciones? Su primo es un hombre rico y generoso; su marido aceptará de su mano aquello que, tal vez, rechace de la mía. ¡Ralph dulcificará su suerte y yo nada podré hacer por usted! Ya ve, querida, que tengo motivos para estar triste y afligido. Usted es una heroica mujer, se ríe de todo porque no quiere verme apenado. ¡Ah! ¡Cuánto preciso de sus dulces palabras, de sus dulces miradas, para conservar mi arrojo! Pero, por una inconcebible fatalidad, estos días que esperaba pasar libremente postrado a sus pies no me han aportado mas que una mayor y subyugante humillación.

Diga una palabra, solo una, Indiana, y estaremos a solas, al menos una hora; permítame llorar sobre sus níveas manos, decirle cuánto sufro y que sus palabras me ofrezcan consuelo y serenidad.

Y, además, Indiana, tengo un capricho infantil, un verdadero capricho de amante: me gustaría entrar en su alcoba. ¡Ah! ¡No se alarme, mi dulce criolla! Me comprometo no solo a respetarla, sino a temerla. Y, precisamente por ello, deseo entrar en su dormitorio para arrodillarme en el lugar donde arremetió contra mí y donde, a pesar de mi audacia, no me atreví siquiera a mirarla. Quisiera postrarme allí y pasar una hora de recogimiento y felicidad. A cambio, Indiana, solo le pediré que ponga su mano sobre mi corazón para purificarlo de su crimen, para calmarlo si latiera agitado y darle toda su confianza si, al fin, me encuentra digno de usted. ¡Oh! ¡Sí, anhelo demostrar que ahora lo soy, que la conozco bien, que le rindo un culto más puro y sagrado que el que jamás muchacha alguna rindiera a su virgen! Quiero asegurarme de que ya no me teme, que me quiere tanto como yo la venero; recostado sobre su corazón; quiero vivir una hora de la vida de los ángeles. Dígame, Indiana, ¿usted lo desea? ¡Una hora, la primera, tal vez la última! Es hora de que me perdone, Indiana, de que me entregue su confianza tan cruelmente arrebatada, tan costosamente redimida.

¿No está contenta conmigo? Dígame, ¿acaso no he pasado seis meses detrás de su silla, limitando mis placeres a contemplar su níveo cuello inclinado sobre su labor a través de los bucles de sus cabellos negros, a respirar el perfume que exhala su cuerpo y que llega vagamente hasta mí gracias al flujo de aire que penetra por la ventana junto a la cual se acomoda? ¿Acaso tanta sumisión no merece la recompensa de un beso? Un beso fraternal, si así lo desea, un beso en la frente. Permaneceré fiel a nuestro pacto, lo juro. Nada pediré… ¡Pero usted, mujer cruel! ¿Nada quiere concederme? ¿Es que tiene miedo de sí misma?

La señora Delmare subió a leer la carta a su habitación; seguidamente se apresuró a escribir una respuesta y, junto a ella, consignó la llave del parque que él tan bien conocía.

¿Temerle yo, Raymon? ¡Oh! No, ya no. Sé cuán grande es su amor y creo en él con delirio. Venga pues, tampoco me temo a mí misma; si le amara menos, no estaría tan serena; mas yo le amo como no puede imaginar siquiera… Váyase pronto de aquí para no despertar las sospechas de Ralph. Vuelva a medianoche; bien conoce el parque y la casa; aquí tiene la llave de la puerta secreta, ciérrela una vez esté dentro.

Aquella ingenua y generosa confianza hizo sonrojar a Raymon, pues había procurado inspirarla con la única intención de abusar de ella; contaba con la noche, la ocasión, el riesgo. Si Indiana se hubiese mostrado temerosa, hubiera fracasado; pero estaba tranquila, se abandonaba a su fe ciega en él. Raymon juró que no se arrepentiría. Además, lo importante era pasar una noche en su dormitorio para dejar de sentirse como un necio, dejar en evidencia las precauciones de Ralph y burlarse de él para sus adentros. Era una satisfacción personal que suponía una necesidad vital para él.

Ir a la siguiente página

Report Page