Indiana

Indiana


Segunda parte » Capítulo XVI

Página 24 de 41

XVI

Pero, precisamente aquella tarde, Ralph estuvo verdaderamente insoportable. Jamás se había mostrado tan pesado, frío y fastidioso. No tuvo un discurso ocurrente y, para colmo, la noche avanzaba y aún no había hecho preparativo alguno para su partida. La señora Delmare comenzaba a inquietarse; miraba alternativamente hacia el reloj, que marcaba las once; hacia la puerta, que chirriaba por la acción del viento; y hacia la insípida figura de su primo que, sentado frente a ella bajo la campana de la chimenea, contemplaba apaciblemente las brasas sin parecer percatarse de lo inoportuno de su presencia.

Sin embargo, el estático rostro de sir Ralph y su pétrea compostura ocultaban en aquel momento una profunda y cruel agitación. Era un hombre a quien nada se le escapaba porque lo observaba todo con enorme sangre fría. No se había dejado engañar por la simulada partida de Raymon; era perfectamente consciente de la ansiedad de la señora Delmare. Y sufría incluso más que ella. Nadaba entre dos aguas, indeciso entre el deseo de hacerle las pertinentes advertencias y el temor de abandonarse a sentimientos que él mismo desaprobaba. Finalmente, prevaleció el interés por su prima y reunió todas las fuerzas de su alma para romper el silencio.

—Esto me recuerda —dijo de repente, siguiendo el curso de la idea que le atormentaba interiormente— que precisamente hoy hace un año que estábamos aquí sentados, usted y yo, bajo esta chimenea, al igual que ahora; el péndulo marcaba casi la misma hora y el tiempo era sombrío y frío como esta noche. Usted estaba enferma y melancólica; y esto hace que casi llegue a creer en la certeza de los presentimientos.

«¿Adónde quiere ir a parar?», pensó la señora Delmare, mirando a su primo con una mezcla de sorpresa e inquietud.

—¿Recuerda, Indiana —continuó—, que se sentía peor que de costumbre? Sus palabras resuenan aún en mis oídos: «Dirá usted que estoy loca», decía; «pero presiento que una catástrofe se cierne sobre nosotros; un peligro acecha a alguien; a mí, sin duda; me siento intranquila, como si se avecinara un período crucial de mi destino; tengo miedo». Tales fueron sus palabras, Indiana.

—Ya no estoy enferma —respondió Indiana, que súbitamente se había tomado tan pálida como lo estaba en los tiempos a los que Ralph hacía referencia—. Ya no creo en esos infundados miedos…

—Yo sí creo en ellos —replicó él—; porque aquella noche fue usted profeta, Indiana; un gran peligro nos amenaza, una funesta influencia envuelve esta apacible morada…

—¡Dios mío! ¡No le comprendo!

—Me comprenderá, mi desdichada amiga. Aquella noche en la que Raymon de Ramière entró aquí… ¿Recuerda en qué estado…?

Ralph esperó algunos instantes antes de atreverse a alzar los ojos hacia su prima y, como esta no respondía, continuó:

—Se me requirió devolverle a la vida, y así lo hice, para satisfacerles a usted y a un sentimiento de humanidad; pero, en verdad, Indiana, ¡me maldigo por haber salvado la vida de ese hombre! ¡Yo soy el único culpable del mal causado!

—No sé de qué mal me habla —respondió Indiana con aspereza.

Se sentía profundamente ofendida ante la explicación que preveía.

—Me refiero a la muerte de aquella desgraciada —dijo Ralph—. Si no fuera por él, aún seguiría con vida; si no fuera por su amor fatal, aquella hermosa y honesta muchacha a la que usted tanto quería estaría aún a su lado…

Hasta aquel momento, la señora Delmare no había comprendido. Le repugnaba el extraño y cruel giro que tomaba su primo Ralph para reprocharle su afecto por el señor de Ramière.

—¡Basta! —exclamó levantándose.

Pero Ralph pareció no reparar en ello.

—Lo que me sorprende —continuó— es que usted jamás intuyera el verdadero motivo que llevó al señor de Ramière a saltar los muros de esta casa.

Una rápida sospecha atravesó el corazón de Indiana, le temblaron las piernas y tomó asiento de nuevo.

Ralph acababa de clavar el puñal y abrir una espantosa herida. Apenas vio su efecto le horrorizó su obra; solo podía pensar en el daño que acababa de causar a la persona que más quería en el mundo, y sintió desgarrarse su corazón. Habría llorado amargamente si hubiera sabido hacerlo, pero el infeliz no poseía el don de las lágrimas, era incapaz de traducir con elocuencia el lenguaje del corazón; la aparente sangre fría con la que consumó aquella maniobra cruel le presentó como un verdugo ante los ojos de Indiana.

—Es la primera vez —le dijo ella con amargura— que advierto que su antipatía hacia el señor de Ramière le lleva a emplear medios indignos de usted; mas no entiendo el interés de su venganza por mancillar la memoria de una persona que fue tan querida para mí y cuya desgracia debiera ser sagrada para nosotros. Yo no le he hecho pregunta alguna, sir Ralph; no sé de qué me habla. Discúlpeme, pero no quiero seguir escuchándole.

Se levantó, dejando al señor Brown aturdido y destrozado.

Había augurado que desengañar a la señora Delmare supondría un alto coste para él, pero su conciencia le decía que era preciso hacerlo cualquiera que fuera el resultado, y acababa de hacerlo con toda la brusquedad y torpeza de las que era capaz. Lo que no había sopesado era la virulencia de una enmienda tan tardía. Abandonó Lagny desesperado y comenzó a vagar por la foresta sumido en una gran confusión.

Era medianoche, y Raymon se hallaba ante la puerta del parque. La abrió pero, al entrar, se sintió desalentado. ¿Cuál era el objeto de aquella cita? Había tomado resoluciones honestas; ¿sería, pues, recompensado con un casto encuentro o con un beso fraternal, el sufrimiento que padecía en aquel instante? Quien recuerde las circunstancias en las que, tiempo atrás, había recorrido aquel sendero y franqueado ese mismo jardín, durante la noche, de forma furtiva, comprenderá que era necesario un cierto grado de arrojo moral para ir en busca de placer atravesando aquel mismo camino y entre tales recuerdos.

A finales de octubre, el clima en la periferia de París se vuelve húmedo y brumoso, sobre todo al llegar el crepúsculo y en los alrededores de los ríos. Quiso el azar que aquella noche fuera clara y acuosa como lo habían sido las noches de la primavera anterior. Raymon caminaba con incertidumbre entre los árboles ocultos por la niebla, y pasó ante la puerta de un invernáculo que aislaba del invierno una hermosa colección de geranios. Lanzó una mirada a la portezuela y su corazón se aceleró ante la extravagante idea de que esta se abriera y de ella saliera una mujer envuelta en una pelliza… Sonrió ante aquella absurda superstición y continuó su camino. No obstante, el frío se había apoderado de él, y se le oprimía el pecho a medida que se aproximaba al río.

Era preciso cruzarlo para acceder al parterre, y el único modo de hacerlo en aquel lugar era a través de un pequeño puente de madera levantado de una orilla a otra. La niebla se volvía aún más densa sobre el cauce del río, y Raymon se aferró a la barandilla para no extraviarse entre los cañaverales que crecían en sus márgenes. La luna salía entonces e, intentando atravesar la bruma, lanzaba tímidos reflejos sobre aquellas plantas agitadas por el viento y el movimiento del agua. La brisa que susurraba sobre las hojas y se estremecía entre los suaves remolinos del río parecía emitir una especie de lamento y pronunciar palabras entrecortadas. Raymon escuchó un débil sollozo a su lado y un repentino movimiento sacudió los juncos; era un zarapito[41], que revoloteaba junto a él. El grito de aquella ave de ribera se asemeja perfectamente al vagido de una criatura abandonada y, cuando se lanza a los juncos, tal parece el último estertor de una persona que se está ahogando. Tal vez se tilde a Raymon de hombre débil y pusilánime, pues le castañetearon los dientes y a punto estuvo de caer al suelo; pero pronto advirtió lo ridículo de su miedo y franqueó el puente.

Había alcanzado ya la mitad cuando a duras penas distinguió una figura humana al final del puente que parecía estar esperando su llegada. Raymon se desconcertó, su trastornado cerebro le impidió razonar; volvió sobre sus pasos y, oculto bajo la sombra de los árboles, contempló con petrificada y aterrada mirada aquella vaga aparición que permanecía allí, flotante e incierta, como la bruma del río y el tembloroso rayo de luna. No obstante, comenzaba a creer que su profunda preocupación le había jugado una mala pasada, y que lo que había tomado por una persona no era más que la sombra de un árbol o el tallo de un arbusto, cuando apreció con claridad que se movía y se dirigía hacia él.

En aquel momento, si sus piernas no hubieran rehusado prestar sus servicios, habría huido velozmente y con la cobardía propia de un niño que pasa de noche junto a un cementerio y cree escuchar a sus espaldas el sonido de unos pasos etéreos sobre la punta de las hierbas. Pero se quedó paralizado y, para evitar caer, se aferró al tronco del sauce que le servía de refugio. Entonces, sir Ralph, envuelto en una capa en tonos claros que a cierta distancia le otorgaba la apariencia de un fantasma, pasó junto a él y se adentró en el camino que Raymon acababa de recorrer.

«¡Maldito espía!», pensó Raymon viéndole rastrear sus huellas. «Me zafaré de tu vil vigilancia y, mientras montas guardia aquí, yo seré feliz allá».

Cruzó el puente con la ligereza de un pajarillo y el aplomo de un amante. Sus terrores se habían desvanecido. Noun jamás había existido; resurgió su optimismo; Indiana le esperaba lejos de aquel lugar mientras Ralph permanecía ahí, cual centinela, intentando evitar su encuentro.

—Vigila, vigila —dijo Raymon jocosamente, viendo a lo lejos que le buscaba en la dirección opuesta—. Vela por mí, querido Rodolphe Brown; mi entrometido amigo, tutela mi felicidad; y, si se despiertan los perros, si se alborotan los criados, cálmales, imponles silencio diciéndoles: «Yo vigilo, dormid en paz».

Y entonces, no más escrúpulos, no más remordimientos, no más virtud para Raymon; había pagado muy cara la hora que estaba a punto de sonar. La sangre helada en sus venas refluía ahora hacia su cerebro con delirante violencia. Momentos antes sufría los burdos temores de la muerte, las fúnebres fantasías de la tumba; en el presente, las fogosas realidades del amor, las ásperas alegrías de la vida. Raymon se sentía valeroso y joven como cuando, a primera hora de la mañana y envueltos en la mortaja de un siniestro sueño, un alegre rayo de sol nos despierta y nos reanima.

«¡Pobre Ralph!», pensó, mientras subía la escalera secreta, con paso audaz y ligero. «¡Tú lo has querido!».

Ir a la siguiente página

Report Page