Indiana

Indiana


Tercera parte

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TERCERA PARTE

XVII

Tras dejar a sir Ralph, la señora Delmare se encerró en su dormitorio, donde un sinfín de mortificantes pensamientos inundaron su alma. No era la primera vez que una vaga sospecha arrojaba su siniestra luz sobre el frágil edificio de su felicidad. Ya el señor Delmare había dejado escapar en la conversación algunas de esas bromas indecorosas que pasan por cumplidos. Había felicitado a Raymon por sus éxitos caballerescos, poniendo casi sobre la pista a cualquier persona ajena a dicha aventura. Cada vez que la señora Delmare se dirigía al jardinero, salía a relucir el nombre de Noun —cual fatal necesidad— en los detalles más insustanciales, al igual que el del señor de Ramière; ambos nombres, por quién sabe qué asociación de ideas, parecían haberse apoderado de la mente de aquel hombre hasta el punto de llegar a obsesionarle, muy a su pesar. La señora Delmare se estremecía ante sus extrañas y torpes observaciones. Divagaba sobre las cuestiones más triviales, y parecía abrumado por el peso de un remordimiento que traicionaba al intentar ocultarlo. En otras ocasiones, Indiana había encontrado en la confusión del propio Raymon indicios que no buscaba y que, sin embargo, la perseguían. Un detalle en particular debería haberla iluminado tiempo atrás si no hubiera aislado su alma de cualquier suspicacia. Habían encontrado en el dedo de Noun un valioso anillo que la señora Delmare ya le había visto tiempo antes de su muerte, y que la muchacha afirmaba haber encontrado. Desde entonces, la señora Delmare no se había desprendido de aquel testimonio de dolor y, con frecuencia, había visto palidecer a Raymon cuando este tomaba su mano para llevarla a sus labios. En cierta ocasión, le suplicó no volver a mencionar a Noun porque se sentía culpable de su muerte; y, cuando ella intentó arrancar aquella dolorosa idea de su cabeza, asumiendo toda la responsabilidad, él le respondió:

—No, mi pobre Indiana. No se inculpe; no sabe hasta qué punto soy culpable.

Aquellas palabras, pronunciadas con tono amargo y sombrío, habían espantado a la señora Delmare. No había osado insistir y, ahora que comenzaba a descubrir todas las piezas del rompecabezas, no encontraba valor para reunirlas y encajarlas.

Abrió la ventana y, al ver aquella noche tan serena, aquella luna tan blanca y hermosa brillando tras los vapores argentados del horizonte, y recordar su inminente cita con Raymon —quien probablemente se hallaría en el parque fantaseando con la dicha que ella le había prometido en aquella hora de amor y misterio—, maldijo a Ralph, quien, con una sola palabra, había envenenado su esperanza y destruido su tranquilidad para siempre. Incluso sentía odio hacia él; hacia aquel hombre desgraciado que había actuado como un padre y que había sacrificado su porvenir por ella; porque su futuro era su amistad con Indiana; ese era su único bien, y se había resignado a perderla por intentar salvarla.

Indiana no podía leer el fondo de su corazón y no había podido siquiera penetrar en el de Raymon. Era injusta; no por ingratitud, sino por ignorancia. Era del todo imposible que, bajo el influjo de una poderosa pasión, pudiera mitigar la herida que le acababan de infligir. En un instante hizo recaer el crimen sobre Ralph, eligiendo acusarle a él antes que sospechar de Raymon.

Y, además, disponía de poco tiempo para meditar, para tomar una decisión: Raymon estaba a punto de llegar. Tal vez, incluso fuera él a quien veía deambular desde hacía algunos minutos alrededor del pequeño puente. Su aversión por Ralph se hubiera disipado en aquel mismo instante si lo hubiera reconocido en aquella vaga figura que se perdía por momentos entre la niebla y que, apostado cual sombra a la entrada de los Campos Elíseos, intentaba impedir el avance del culpable. De repente, le vino a la mente una de esas extrañas e imperfectas ideas que solo las criaturas inquietas y desdichadas son capaces de concebir. Arriesgó su suerte con una sutil y singular prueba que pillaría a Raymon por sorpresa. Apenas había ideado aquella misteriosa artimaña cuando oyó los pasos de Raymon en la escalera secreta. Corrió a abrir y tomó asiento, perturbada hasta el punto de sentirse casi desfallecer; pero, como en las anteriores crisis que había padecido en su vida, mantuvo una serenidad y entereza admirables.

Pálido y jadeante aún, Raymon empujó la puerta, impaciente por ver de nuevo la luz y volver a la realidad. Indiana se hallaba de espaldas, envuelta en una pelliza forrada en piel. Quiso el azar que fuera la misma que vestía Noun en la última cita de ambos en el parque. Tal vez recuerden que Raymon, en aquel entonces y durante un instante, creyó que aquella mujer cubierta y oculta en pieles era la señora Delmare. Ahora, contemplando aquella misma aparición, melancólicamente reclinada sobre una silla bajo la tenue luz de una vela titubeante y mortecina, en aquel mismo lugar donde le asaltaban los recuerdos, en aquella estancia que no había vuelto a pisar desde la noche más siniestra de su vida, todo ello aderezado de remordimientos, retrocedió instintivamente y permaneció en el umbral, clavando como un cobarde su aterrada mirada sobre aquella figura inmóvil que, al volverse, no le ofreció los exangües rasgos de una mujer ahogada.

La señora Delmare no dudó del efecto que había provocado en Raymon. Había envuelto su cabeza en un pañuelo de las Indias, anudado de modo descuidado a la manera de las mujeres criollas; aquel era el tocado habitual de Noun. Raymon, vencido por el miedo, a punto estuvo de caer de espaldas, convencido de que sus supersticiones se habían vuelto realidad. Pero, cuando reconoció a la mujer a la que había acudido a seducir, olvidó a aquella que había seducido y se dirigió hacia Indiana. Esta le observaba fijamente con aire serio y circunspecto, con más cautela que cariño, y no hizo movimiento alguno para atraerlo más rápidamente hacia ella.

Raymon, sorprendido ante aquel recibimiento, lo atribuyó a algún casto escrúpulo, a alguna sutil compostura femenina, y se arrodilló diciéndole:

—Amor mío, ¿acaso tiene miedo de mí?

Entonces, advirtió que la señora Delmare sostenía algo entre sus manos que parecía querer mostrarle con cierta irónica afectación de solemnidad. Se inclinó y vio un puñado de cabellos negros de longitud irregular que parecían haber sido cortados con precipitación, y que Indiana ordenaba y alisaba entre sus manos.

—¿Los reconoce? —preguntó, clavando sobre él sus ojos cristalinos, que irradiaban un profundo y perturbador destello.

Raymon vaciló, dirigió su mirada al pañuelo de su cabeza y pareció comprender.

—¡Niña malcriada! —exclamó él tomando los cabellos en su mano—. ¿Por qué cortarlos? ¡Eran tan hermosos, los adoraba!

—Ayer me preguntó —dijo ella con una especie de sonrisa— si lo sacrificaría todo por usted.

—¡Oh, Indiana! —exclamó Raymon—. Bien sabe que será aún más bella a mis ojos. Entréguemelos, pues; no lamentaré no volver a ver sobre su frente esos cabellos que admiraba cada día y que ahora, a diario, podré besar con entera libertad; entréguemelos, para no separarme de ellos jamás…

Pero, al cogerlos, reuniendo en su mano aquella abundante cabellera sin poder evitar que algunos mechones cayeran al suelo, Raymon creyó advertir algo seco y áspero que sus dedos jamás habían apreciado en los tirabuzones que enmarcaban el rostro de Indiana. Así mismo, sintió una especie de intenso escalofrío al notarlos fríos y apelmazados, como si hubieran sido cortados tiempo atrás, y darse cuenta de que habían perdido su fresco perfume y su vital calidez. Además, al observarlos de cerca, buscó en vano aquel brillo azul que semejaba al ala negro azulada de un cuervo: estos eran de un negro azabache, de origen indiano y de una pesadez sin vida…

Los claros y penetrantes ojos de Indiana perseguían a los de Raymon que, involuntariamente, los posó sobre un cofre de ébano entreabierto del que aún sobresalían algunos mechones de aquel mismo cabello.

—¡No son suyos! —exclamó mientras desataba el pañuelo de Indias que ocultaba el cabello de la señora Delmare.

Este, que aparecía intacto y en todo su esplendor, cayó sobre sus hombros. Ella hizo un movimiento para rechazarle y, mostrándole los cabellos cortados, le preguntó:

—¿No reconoce estos? ¿Nunca los ha admirado y acariciado? ¿La humedad de la noche les hizo perder su aroma? ¿No tiene un recuerdo, una lágrima, para aquella que llevaba este anillo?

Raymon se dejó caer sobre una silla; los cabellos de Noun escaparon de su mano temblorosa. Tantas dolorosas emociones le habían extenuado. Era un hombre bilioso cuya sangre circulaba a gran velocidad, cuyos nervios se irritaban profundamente. Se estremeció de pies a cabeza y cayó desvanecido sobre el pavimento.

Cuando volvió en sí, la señora Delmare, arrodillada junto a él, lo empapaba en lágrimas e imploraba su perdón; pero Raymon ya no la amaba.

—Me ha infligido un daño terrible —dijo él—; un daño que no está en su mano reparar. Usted nunca podrá restaurar, así lo siento, la confianza que yo había depositado en su corazón. Me acaba de demostrar el espíritu de venganza y crueldad que encierra. ¡Pobre Noun! ¡Pobre muchacha desgraciada! Le fallé a ella, no a usted; era ella quien tenía derecho a vengarse y no lo hizo. Se quitó la vida para preservar mi futuro. Sacrificó su vida a cambio de mi serenidad. ¡Usted, señora, jamás lo habría hecho! Entrégueme esos cabellos, son míos, me pertenecen; es lo único que me queda de la única mujer que verdaderamente me ha amado. ¡Infeliz Noun! ¡Eras digna de un amor mejor! Y usted, señora, que me reprocha su muerte; usted, a quien he amado hasta el punto de olvidarla a ella, hasta el punto de enfrentarme a la aterradora tortura del remordimiento; usted que, ante la esperanza de un beso, me ha hecho atravesar el río y franquear ese puente, solo, con el terror como única compañía, ¡acechado por las infernales alucinaciones de mi crimen! ¡Y, cuando descubre con qué delirante pasión la amo, clava sus uñas de mujer en mi corazón, con el propósito de encontrar en él algún resto de sangre que aún pueda derramar por usted! ¡Ah!, cuando desprecié un amor tan devoto por perseguir una pasión tan salvaje, fui tan insensible como culpable.

La señora Delmare permanecía en silencio. Inmóvil, pálida, con su cabello despeinado y su mirada estática, hizo que Raymon se apiadara de ella. Tomó su mano.

—Y, sin embargo —agregó—, el amor que siento por usted es tan ciego que, muy a mi pesar, podría olvidar, así lo siento, el pasado, el presente, el pecado que ha arruinado mi vida y el error que usted acaba de cometer. Ámeme y la perdono.

La desesperación de la señora Delmare despertó el deseo y el orgullo en el corazón de su amante. Viéndola tan atemorizada ante la idea de perder su amor, tan sumisa ante él, tan resignada a acatar sus leyes para el futuro como justificaciones del pasado, recordó con qué intenciones había burlado la vigilancia de Ralph y comprendió las ventajas de su posición. Fingió durante algunos instantes una profunda tristeza, una sombría ensoñación; apenas respondía a las lágrimas y caricias de Indiana; esperó a que su corazón se quebrara con los sollozos, a que vislumbrara el horror del abandono, a que consumiera sus fuerzas en desgarradores temores. Y entonces, cuando la vio postrada a sus pies, agonizante, exhausta, esperando la muerte con una palabra, la tomó entre sus brazos con convulsiva pasión y la estrechó contra su pecho. Ella cedió como una niña indefensa; abandonó sus labios sin resistencia. Yacía casi muerta.

Mas, de pronto, como si despertara de un sueño, se zafó de sus ardientes caricias, huyó al otro extremo de la estancia, hacia el lugar que ocupaba el retrato de sir Ralph y, como si se hallara bajo la protección de aquel circunspecto personaje de rostro puro y labios serenos, se estrechó contra él, palpitante, desorientada y poseída por un extraño temor. Su actitud hizo pensar a Raymon que se había turbado entre sus brazos, que tenía miedo de ella misma, que ya era suya. Corrió hacia ella, la arrancó con autoridad de su retrato; le declaró que había acudido con la intención de cumplir su promesa, pero que su crueldad con él le eximía de su juramento.

—Ahora —dijo él—, no soy ni su esclavo ni su aliado. No soy más que un hombre que la ama perdidamente y que la estrecha entre sus brazos, malcriada, caprichosa, cruel pero hermosa, loca y adorable. Con palabras llenas de dulzura y confianza habría controlado mi corazón; serena y generosa como ayer, me habría conducido como el hombre dulce y resignado que siempre he sido. Pero usted ha removido mis pasiones y trastornado mi razón; me ha hecho por momentos desgraciado, cobarde, loco, furioso y desesperado. Ahora, le loca hacerme feliz o siento que ya no podré creer en usted, que no podré seguir amándola, bendiciéndola. ¡Perdón, Indiana! ¡Perdón!, si la estoy asustando, es culpa suya; ¡me ha hecho sufrir tanto que he perdido la razón!

Indiana temblaba de pies a cabeza. Sabía muy poco de la vida, hasta el punto de considerar imposible la resistencia; estaba dispuesta a ceder por miedo a aquello que, por amor, quería rehusar. Pero, debatiéndose débilmente entre los brazos de Raymon, le dijo con desesperación:

—¿Sería capaz de emplear la fuerza conmigo?

Raymon se detuvo, impactado ante aquella resistencia moral que dominaba a la resistencia física. La apartó enérgicamente.

—¡Jamás! —exclamó—. ¡Prefiero la muerte antes que poseerla contra su voluntad!

Se arrodilló y, todo aquello que con ingenio puede suplir al corazón, todo aquello que la imaginación puede ofrecer de poético al ardor de la sangre, lo congregó en una ferviente y peligrosa súplica. Y, cuando vio que ella no se rendía, cedió a la necesidad y le reprochó su falta de amor; un recurso común que despreciaba y que le hacía sonreír, casi avergonzado de emplearlo con una mujer lo bastante ingenua como para no sonreír ella misma. Su reproche llegó al corazón de Indiana más velozmente que todas las exclamaciones con las que Raymon había aderezado su discurso.

Pero, de pronto, recordó.

—Raymon —dijo—, aquella que tanto lo amaba… aquella de quien hablábamos hace tan solo unos instantes… sin duda, nada le negó…

—¡Nada! —respondió Raymon, impacientado ante aquel importuno recuerdo—. ¡Usted, que siempre me la recuerda, haría bien en hacerme olvidar hasta qué punto fui amado por ella!

—Escuche —agregó Indiana, pensativa y seria—; tenga un poco de coraje, pues aún tengo algo que decirle. Tal vez no haya sido tan culpable conmigo como me figuraba. Me sería muy grato poder perdonarle aquello que yo tomaba por una ofensa mortal. Dígame entonces… cuando le sorprendí aquí… ¿por quién había venido usted? ¿Por ella o por mí…?

Raymon dudó; luego, juzgando que la señora Delmare acabaría sabiendo la verdad o que quizá ya la conocía, respondió:

—Por ella.

—Bien, lo prefiero así —dijo ella con cierta tristeza—. Prefiero una infidelidad a un ultraje. Sea sincero hasta el final, Raymon. ¿Cuánto tiempo hacía que estaba en mi dormitorio cuando yo entré? Sepa que Ralph lo sabe todo y que, si yo quisiera interrogarle…

—No son necesarias las acusaciones de sir Ralph, señora. Me encontraba aquí desde la víspera.

—¿Y pasó la noche en esta habitación…? Me basta su silencio.

Permanecieron ambos sin hablar durante algunos instantes; seguidamente Indiana se levantó y, estaba a punto de explicarse, cuando un fuerte golpe en la puerta heló la sangre en sus venas. Ambos quedaron paralizados, sin atreverse siquiera a respirar.

Alguien deslizó un papel por debajo de la puerta. Era una hoja arrancada de un cuaderno en la que podían leerse las siguientes palabras escritas a pluma:

Su marido está aquí.

Ralph

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