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INDIA » 8. LA SOMBRA DEL GURÚ

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Entre los aldeanos circulaba otra historia. Poco después de su liberación en Jodhpur, Buta —que obtuvo una diplomatura mientras estaba preso— solicitó licencia para un minibús. Eso formaba parte del plan de rehabilitación del gobierno para las personas como Buta. Buta fue un día a la ciudad de Jalandhar para consultar lo de su licencia. No volvió a casa a la hora que debería haberlo hecho. En la aldea, la gente hizo averiguaciones, y descubrió que lo había detenido la policía de la Reserva Central de Jalandhar. Lo retuvieron durante nueve días.

Buta nunca le contó a nadie por qué lo habían detenido, ni qué ocurrió durante los nueve días de arresto. Lo único que se sabía era que estaba muy asustado cuando volvió, y que jamás quería ir solo cuando salía de la aldea, al pozo o al mercado local. (Algunos decían que Buta tenía miedo de que volviera a cogerlo la policía; pero no parecía lógico. La policía podría haberlo pillado tanto si iba acompañado como si no. Por otro lado, el hecho de ir acompañado hubiera podido disuadir a un asesino de las cuadrillas.)

Por fin fuimos a la casa de al lado, la casa de la muerte, abriéndonos paso entre las mujeres sentadas ante la puerta.

Ya no plañían; estaban tan silenciosas como los hombres sentados en el patio inundado de sol: ni una sombra de las hojas verticales de los eucaliptos; en realidad, daba la impresión de que el sol inflamaba las hojas con una especie de resplandor. El muro enyesado del patio de la zona destinada a vivienda estaba pintado de rosa; los bloques de cemento con perforaciones para la ventilación sobre los portales y ventanas eran de un verde menta, como las paredes de la entrada: colores mediterráneos. Las puertas y ventanas y las barras de hierro verticales de las ventanas eran de un verde más oscuro.

Los dormitorios estaban en la parte delantera del edificio, a ambos lados de la entrada. Las puertas se abrían al patio, y el muro trasero (con ventanas con rejas de hierro) era también el muro del callejón. Había dos habitaciones a la izquierda. Además de utilizarlas como dormitorios, también hacían de almacén, para guardar trigo, arroz y sacos de yute, según me dijo Avinash. El padre de Buta Singh dormía en la habitación de la esquina del patio; fue de allí de donde salió corriendo.

El dormitorio a la derecha de la entrada era la habitación principal de la casa. Allí era donde dormían Buta Singh y su mujer. También era el salón. No había sillas. Habían quitado las sillas y la mesa del centro, dijo Avinash, porque se sabía que después de los asesinatos llegarían visitas. Había dos camas, la una junto a la otra. Las sábanas estaban revueltas. En la habitación había otra cama, y también maletas y baúles de hojalata. Había un recuerdo del Templo Dorado en un estante, y calendarios religiosos sijs en la pared. En el arte popular sij se representa a los gurús con las pupilas casi ocultas bajo el párpado superior, de modo que se ve más blanco de lo normal en el globo del ojo: esta forma de mostrar los ojos sugiere ceguera e iluminación interior.

En aquella habitación, las láminas producían un efecto insólito.

Había una fotografía del suegro de Buta, y otra fotografía, de Buta: un joven con gafas, con aspecto de empollón. El aspecto de empollón y las gafas me sorprendieron, en aquel entorno de la granja y la aldea. Buta quizá hubiera cultivado el aire de estudioso; seguramente, debió de ser el primer hombre de su familia en recibir educación superior. Balwinder, la mujer de Buta, era la única persona del pueblo que había ido a la universidad, y sin duda le sirvió de ejemplo a Buta para obtener una licenciatura universitaria mientras estuvo preso en Jodhpur.

Dos o tres generaciones —no solo de trabajo, sino también de aliento político, de seguridad política, desarrollo agrícola, crecimiento de la economía nacional— habían llevado a la familia de Buta hasta donde estaba. Dos o tres generaciones habían llevado al comienzo de una tendencia intelectual en Buta Singh. Al despertar a los conocimientos, debió de ver con una claridad especial de dónde había salido. Debió de concebir más fácilmente las ideas de injusticia y maldad que las del continuo movimiento de las generaciones, y pensar que el fundamentalismo de alguien como Bhindranwale cubría todas las necesidades emocionales; debió de presentársele como un programa: el ennoblecimiento del descontento y la idea de la persecución, y ofrecerle la historia como una idea de esplendor traicionado, y para el presente, dos temas hermanados, el del enemigo y el de la redención. Esa idea lo había atrapado y lo había arrastrado.

La policía dijo que lo habían matado por haberse negado a unirse a la cuadrilla. La nota que dejaron los singhs decía que era el responsable, con balas policiales, de la muerte de dos terroristas importantes. Podía haber algo de verdad en ambas declaraciones. Formaba parte de lo terrible de la situación, en la que los hombres tenían que curtirse en la causa, y una vez curtidos, no podían darle la espalda. Debió de sufrir. Todos decían que era un hombre muy religioso. Les había comprado cartillas de lectura religiosa a sus dos hijos pequeños; iba dos veces al día al gurdwara a rezar. ¡Qué fervor! Al principio, eso podría haber cubierto una necesidad emocional e intelectual; más adelante quizá fuera simplemente una forma de rogar para obtener protección.

Todo terminó para él en la habitación contigua. La habitación estaba a un lado del patio. Daba al sur. La puerta estaba abierta; pero, recortada contra la leve claridad del patio empastado de excrementos y el muro pintado al temple, de rosa, el portal parecía muy oscuro. Dentro, entre las sombras, destellaban unas cacerolas de cobre y de acero colocadas en estantes. En el suelo había rastros, donde habían caído Buta y su familia. No habían pasado más de cuarenta y dos horas desde entonces; pero los rastros podían haberlos dejado las personas que entraban a mirar. La nota de los asesinos, cuando la encontraron, estaba empapada de sangre. El suelo se había puesto negro de moscas, que apenas se movían.

Según me dijo Avinash más adelante, tan solo tres días antes de la matanza, la mujer de Buta Singh, la licenciada universitaria, había abierto un colegio con enseñanza en inglés en el pueblo vecino. Era algo que llevaba tiempo queriendo hacer. «Creía que mi sueño se había hecho realidad —le dijo a Avinash—. No sabía que el regreso de mi marido de Jodhpur traería la desgracia a la familia.»

Al otro lado del callejón estaba la casa de Natha Singh, el tío de Buta. Su mujer no sabía leer. Tenía cinco hijos, el mayor incapacitado. Le dijo a Avinash: «No sé qué hacer. Mi mundo está acabado.»

Cuando salimos, empezó otro arrebato de lamentos, por Natha Singh. A la derecha de la entrada verde menta con el dibujo multicolor en forma de diamante, las mujeres ora se sentaban, ora se arrojaban al suelo, en el punto en el que habían matado a Natha, después de haber vuelto con el tractor de la casa de Baldev. A ambos lados del callejón sembrado de boñigas continuaba la vida campesina: los búfalos agachaban la cabeza sobre los pesebres a un lado del callejón, contra los muros de las casas. Sacar los animales, volver a traerlos, ordeñarlos o desuncirlos, darles de comer, acostarlos: esas cosas aportaban ritmo y exactitud a la cotidianeidad y se seguían como una religión.

Habían detenido a otros dos hombres de la aldea en Jodhpur. Mientras las mujeres plañían y los búfalos comían, oímos el relato de otro hombre. El mismo día que Ranjit salió de Jodhpur, asesinaron a su hermano. Ranjit no dijo quién había asesinado a su hermano; eso daba a entender que había muerto a manos de «los chicos». Encontraron el cuerpo de su hermano a veinte kilómetros de Amritsar, no lejos de donde estábamos nosotros. Y así ocurrió que, el día en que Ranjit volvió a casa, tras cuatro años y medio en Jodhpur, también volvió a casa el cadáver de su hermano. Eso había ocurrido un mes antes.

¿Cómo podían hablar tan tranquilamente del dolor? Hasta cierto punto, los había preparado la fe; pero podían hablar así porque al modo de ellos habían sufrido muchos centenares de personas. Avinash dijo que él y otros corresponsales habían visto más de cincuenta matanzas masivas como de la que habíamos tenido noticia aquella tarde. Hacía exactamente un año y una semana, habían asesinado a 18 miembros de un clan rajastaní, la mitad de ellos sijs. El AK-47 era un arma para el puro asesinato. Podía descargar una recámara de 32 balas en dos segundos y medio; las balas se dispersaban por todos lados, y podían matar a cuantos hubiera en una habitación en esos dos segundos y medio. En una sola noche murieron veintiséis personas en una subdivisión de Amritsar, entre ellas una niña de treinta días y un cabeza de familia de 91 años.

Volvimos en el coche a Amritsar por atajos y caminos vecinales, contemplando la tierra fértil, bien cultivada. Era aún por la tarde, había luz, seguridad. Al cabo de cierto tiempo nos dio la impresión de que nos habíamos perdido. Estábamos en una carretera de tierra entre campos irrigados. Vimos a dos hombres en una bicicleta: uno de ellos pedaleaba; el otro iba en el portaequipajes. El del portaequipajes iba sentado elegantemente, de lado, con los pies juntos, sin balancearse ni inclinarse. Llevaba los zapatos entrecruzados, y levantados, como para librarlos del polvo. Cuando nos detuvimos para preguntar la dirección, se deslizó de la bicicleta, con un movimiento que tenía bien estudiado, y se ofreció a venir con nosotros para indicarnos el camino a Amritsar.

Era apuesto, como indicaba su postura en la bicicleta. Era sij, con la barba recortada. La barba recortada tenía un significado: que no había tomado amrit. Se había enterado de la muerte de Buta Singh, y de los demás asesinatos, y pensaba que era terrible. No pertenecía a ninguno de los grupos políticos puramente sijs. Tenía un pequeño negocio, y se consideraba afortunado. Disfrutaba de su éxito. Según dijo, había construido una casa, con retretes, cisterna y de todo. Había gastado cuatro lajs en aquella casa, 16.000 libras. Pero había empezado a pensar que quizá tuviera que renunciar a su casa y dejar la zona. No había tomado amrit, y no tenía intención de hacerlo. No creía que pudiera vivir según las estrictas normas amritdharis, y no quería tener problemas con los chicos, como les había ocurrido a otros.

En el catálogo sij de los tormentos y martirios de los gurús fundadores ocupaba un lugar especial el emparedamiento de los dos hijos del décimo gurú. La historia —con ecos de El rey Juan y de Ricardo III— tiene algo de mitológico.

Quien ordena la ejecución de los niños —chicos de nueve y diez años— es el gobernador mogol de la ciudad de Sirhind. Solo una persona tiene algo que objetar a tal crueldad: un noble musulmán de ascendencia afgana, el nabab de Malerkotla. Después solicita que los cuerpos sean honrosamente incinerados: a los musulmanes los entierran; a los hindúes y a los sijs los incineran. El gobernador dice: «De acuerdo. Os concederemos un crematorio. Pero solo tendrá la extensión de lo que podáis cubrir con soberanos de oro.» El nabab accede. Extiende parte de sus riquezas sobre el suelo, y allí incineran los dos cadáveres. De modo que surgen dos lugares sagrados: el lugar en el que fueron emparedados los muchachos, y el lugar en el que los incineraron. Y el aniversario del martirio queda señalado por una procesión ritual que va de un lugar a otro.

Allí donde no existe sentido de la historia, el mito puede comenzar en ese terreno justo más allá de la memoria de nuestros padres o nuestros abuelos, justo más allá de los testigos vivos. Lo del emparedamiento de los niños pudo haber ocurrido hacía 2.000,200 o 100 años. En realidad, los hechos pueden fecharse. El décimo gurú dio amrit, bautizó a los primeros sijs y estableció la orden marcial sij en 1699, en la ciudad de Anandpur. Dos años más tarde fue cercado en la ciudad por las tropas mogolas. El cerco duró tres años. El gurú escapó con dos de sus hijos; pero su madre y sus otros dos hijos fueron capturados. Los llevaron a Sirhind. En 1710, Sirhind se rindió a los sijs.

Los acontecimientos que pueden fecharse y analizarse, y situarse a una distancia adecuada del presente, también pueden empezar a aparecer, en cierta etapa, lejanos: pueden desvanecerse. Los mitos son recientes; nunca pierden su fuerza. Aunque los sijs fueron masacrados en Malerkotla por un ejército invasor afgano en 1762, también en Malerkotla, en 1947, en la época de la partición de la India y del intercambio de población entre India y Pakistán —la huida de musulmanes a Pakistán, y de sijs e hindúes de Pakistán—, también en Malerkotla, en 1947, a causa de aquel noble afgano que había tendido los soberanos de oro sobre el crematorio de los dos hijos del décimo gurú, ningún musulmán sufrió daño. En los años 60, el partido político sij, el Akali Dal, eligió como candidato al nabab de Malerkotla y obtuvo el voto de los sijs en tres elecciones.

Esto me lo dijo Amarinder Singh. Amarinder era el jefe de la familia de Patiala. Informalmente —porque se han abolido los títulos principescos, y se ha «degradado» a los príncipes—, era el maharajá de Patiala. Todos los sijs son «Singh»; con ese apellido común se trataban de ocultar las diferencias de casta y rango. El ideal se mantiene, pero casi desde el principio surgieron los caciques sijs, y el de Patiala era uno de los más importantes. Después de incorporar Sirhind —donde emparedaron a los dos chicos— al territorio de Patiala, pasó a ser costumbre familiar conmemorar el martirio de los hijos del gurú con una procesión ritual.

—Sirhind era la sede del gobernador mogol. Cuando los sijs capturaron el fuerte, no quedaba nada en el lugar. No se conservaba ni un solo emblema sij. Los mogoles lo habían destruido todo. Los emplazamientos estaban situados donde habían llevado a cabo el emparedamiento, y allí se construyó el primer gurdwara. Lo reconstruyeron posteriormente. Lo reconstruyó mi padre a principios de los años cincuenta. La tradición consistía en que, en cada aniversario, llevaban en un féretro al gurú Granth Sahib desde el lugar donde los emparedaron hasta el lugar de la incineración. —Una imitación de cortejo fúnebre, con las escrituras sijs (tal como las estableció finalmente el décimo gurú) como representación de los dos hijos del gurú—. Eso continuó hasta los años 60, cuando el partido akali se hizo con el control del gurdwara y se apoderaron de la ceremonia.

La familia tenía una obligación especial para con la fe.

—Somos la única familia a la que el gurú bendijo dos veces.

Amarinder empleó la forma colectiva de la palabra «gurú», como hacen con frecuencia los sijs. La primera bendición se la dio el sexto gurú, Hargobind (1606-1644), que consoló al lloroso hijo de la familia: «¿Por qué ese llanto? Sus caballos beberán agua del río Jamuna.» Así había profetizado el gurú que el territorio de Patiala acabaría extendiéndose hasta ese río.

Un antepasado posterior fue uno de los bautizados por el décimo gurú. Fue a aquel antepasado a quien, en la batalla de Chamkaur, no mucho después de la catástrofe de Anandpur, escribió el décimo gurú pidiendo ayuda.

—El gurú estaba rodeado por las tropas mogolas en el fuerte, pero logró enviar un mensaje. En esa carta dice lo siguiente: «Mi casa es tu casa. Y estoy en peligro. Ven.» Pero cuando llegó mi antepasado, la batalla había acabado. —En aquella batalla murieron los otros dos hijos del gurú—. Esa fue la primera generación del Khalsa.

Más adelante, cuando el gurú iba camino del sur, donde murió, en 1708 (dos años antes de que los sijs lograran capturar Sirhind), hizo una profecía sobre la familia de Patiala y la conquista final de su Estado.

Aquella carta del gurú desde Chamkaur tenía un valor especial para la familia. De aquella carta había sacado el padre o el abuelo de Amarinder el actual lema de la familia: «Mi casa es tu casa.» El lema anterior era: «La luz del cielo es nuestra guía», y aún podía verse en la antigua loza de Patiala.

En el tejado del palacio había un gurdwara. El único objeto de adoración para los sijs es su libro sagrado, reunido en el transcurso de los años por los diversos gurús, hasta concedérsele también la categoría de gurú. Pero en aquel gurdwara había asimismo reliquias del décimo gurú. Tras lavarme las manos y cubrirme la cabeza, me enseñaron algunas de las reliquias: una espada del gurú, en su vaina revestida de terciopelo; varias lanzas; una carta, cuya transcripción debió de realizar un secretario o escriba.

En el tejado del palacio, antiguas devociones: los acontecimientos históricos de hacía trescientos años absorbidos por la religión (el décimo gurú murió dos años después de que naciera Benjamín Franklin). El palacio propiamente dicho reflejaba transformaciones más recientes. Era un palacio nuevo, construido en los años 50, suntuoso, pero sin los motivos orientales como los que había prodigado el arquitecto europeo del maharajá de Misore en el palacio de esta ciudad en 1912. El nuevo palacio de Patiala era como una grandiosa casa de campo europea, de aire internacional o neutro, destinado al bienestar, con buen aprovechamiento del clima indio, que lo convertía en una comodidad más. En las múltiples salas de recepción había fotografías firmadas, como las que pueden ver los visitantes en las casas señoriales de otros países en los días abiertos al público. Pero allí, las fotografías —de gobernantes— indicaban un mundo cambiante, una visión cambiante, una India emergente: el káiser, Víctor Manuel, la familia real belga, Tito, Nehru, Indira Gandhi.

Había muchos cuadros, al parecer comprados en Europa en su mayoría; pero pocos eran destacables.

Hubo una escuela de pintura sij, que se desarrolló justo antes de la época británica. Las obras de esa escuela eran de pequeño formato, sobre papel, un arte cortesano, privado, la mayoría rostros, las láminas reunidas en álbumes o enrolladas y guardadas en las bibliotecas de los palacios. El gusto o el criterio no se traspasaron al arte de Europa, de mayor tamaño, en óleos, destinados a exhibirse en las paredes y con un objetivo no siempre claro. De modo que, aunque abundaba el dinero, el padre y el abuelo de Amarinder no compraron ni antiguos maestros ni ninguno de los grandes nombres del siglo.

El cuadro más impresionante era un retrato de cuerpo entero, de tamaño mayor que el natural, del padre de Amarinder. Los maharajás de Patiala eran famosos por su gran estatura. El rajá de Patiala al que conoció William Howard Russell en 1858 medía más de uno ochenta, y era de constitución fuerte. En el cuadro, la exageración del tamaño del padre de Amarinder, con su porte regio, producía una sensación de monumentalidad, y resultaba asombroso. A juego con él iba un gran cuadro de salón, colgado sobre la amplia escalera, con la celebración de acción de gracias del 25° aniversario del rey-emperador Jorge V en Londres, en 1935, con el abuelo de Amarinder y otros príncipes indios, entre los que destacaban Cachemira y Bikaner, junto al príncipe de Gales, el futuro Jorge VI y la reina Isabel, y sus hijas Isabel y Margarita.

Amarinder dijo:

—Mi abuelo era un autócrata de los pies a la cabeza. Subió al trono cuando tenía nueve años. Llegó a ser soberano plenamente a los dieciocho años de edad, en 1907. Fue soberano absoluto desde 1907 hasta 1938. Llevó a Patiala al primer plano de la actualidad. Reunió un equipo de personas capaces para gobernar el Estado. Fue mecenas de los deportes, y de la música. Pero era un autócrata.

El concepto que tenía de su propia importancia se reflejaba en el palacio en el que vivió: el antiguo palacio de Patiala, en el otro extremo de la ciudad de Patiala.

—Tenía mil habitaciones y más de una hectárea y media de extensión. Ahora es un centro de deportes. Desde la habitación de mi padre a la mía había una distancia de 1.200 metros. La medimos un día, teniendo en cuenta todos los escalones. Era demasiado grande. Así que mi padre construyó este palacio en los años 50. También es enorme, pero en su momento a la familia le pareció, en comparación con el antiguo palacio, que estábamos un poco apretados.

Y, antes del antiguo palacio —el tipo de palacio indio que hizo cuajar la idea de las extravagantes riquezas de los maharajás en la época del Imperio británico—, existió la fortaleza de Patiala.

—La antigua fortaleza de Patiala se utilizaba cuando había que luchar. Hay una torre desde la que se puede disparar.

La fortaleza empezó a construirse en 1714, en el emplazamiento de la ermita de un faquir o santón musulmán. Se alzó la antorcha del faquir hasta la fortaleza que se construyó entonces, y desde entonces se ha mantenido esa antorcha.

Fue en la fortaleza donde, en 1858, el por entonces maharajá (o rajá) de Patiala y sus cortesanos, con sus mejores ropas y joyas, recibieron con toda ceremonia a William Howard Russell, para honrar a un representante importante del poder supremo indio, triunfante. Es bastante improbable que el rajá de Patiala comprendiese en qué consistía el trabajo de Russell, pero debía de saber que la opinión de Russell era importante, e hizo todo lo posible por causarle buena impresión. Se alejó un poco de la fortaleza, en su elefante enjaezado, para recibir a Russell. Le ofreció un elefante, y también le ofreció una mano, ceremoniosamente: todo un ritual de cortesía y bienvenida a modo de pantomima.

La fortaleza estaba ahora semiderruida. Estaba en medio de la zona del bazar en la ciudad de Patiala, con calles enteras, o grandes tramos de calle, en los que se vendían zapatos, o determinadas comidas, o prendas bordadas: especialidades de Patiala. El primer patio, en el que entró Russell a lomos de un elefante, lo utilizaban ahora algunas personas como urinario. Una casa construida en fecha posterior para visitantes importantes, una casa con columnas clásicas, estaba desmoronándose. En ella se alojaban ocupas, y alguien había escrito burdamente con tiza: insegura.

En el interior, la fortaleza se convertía inmediatamente en un laberinto de pequeños patios, pasillos y escalones. Había un jardincito de estilo mogol, plácido, a pesar de estar semiderruido, tras el ladrillo y el cemento. A finales del siglo xix y principios del xx llegaron a Patiala ideas de elegancia de Gran Bretaña y Europa. En el siglo xviii, la elegancia venía dada por los mogoles. Sin embargo, existe cierta ironía en los préstamos que tomaron los sijs de los mogoles en cuanto a elegancia en el siglo xviii: hoy en día, mucho después que se hubiera eclipsado el poder mogol, se sigue manteniendo la cúpula ornamentada mogola del siglo xviii en el gurdwara sij, emblema del lugar de culto de los sijs en la misma medida que la aguja de la iglesia cristiana.

Aparte del jardín, la fortaleza estaba bien terminada, toda pavimentada: no se veía tierra por ningún lado. Pasillos, patios, terrazas, tejados: ladrillo y cemento, más perecederos que la madera, deshaciéndose. Aquí y allá había habitaciones pequeñas, opresivas, con exceso de decoración, oscuras, con oscuros espejos en las paredes y techos tallados. Aquí y allá se había desmoronado un techo, y se veía que la forma aldeana de construir los tejados de ladrillo, como en las casas de la aldea de Jaspal —con los ladrillos en el extremo de vigas de madera— era también la forma de construir de quienes habían trabajado para los rajás y los gobernantes. Imposible restaurar o conservar la antigua fortaleza: estaba en la naturaleza misma del ladrillo el que se desmoronara. Un palacio como aquel solo podía durar mientras se viviese en él. Aquí y allá, leves tentativas de restaurar —parches de yeso, enjalbegado— contribuían a la sensación que daba la fortaleza de haber sido reconstruida una y otra vez, aumentada habitación tras habitación y espacio tras espacio hasta su límite, y finalmente abandonada.

En algunas habitaciones de arriba, y a pesar del deterioro, proseguían los ritos religiosos relacionados con la fundación de la ciudad y la fortaleza de Patiala, en una mezcla de devociones musulmanas, hindúes y sijs. Allí había que quitarse los zapatos, porque aún estaba consagrado. Se mantenía la antorcha del faquir musulmán que se había elevado a la primera fortaleza en 1714: era una de las maravillas de Patiala: solo se empleaba roble para aquellas llamas, y se ofrecía la ceniza para hacer una marca sagrada (una forma hindú). Se mantenían imágenes hindúes de Krisna y Kali en una habitación contigua. En otra habitación, que se abría a una azotea, un lego recitaba escrituras sijs, mientras un sirviente descalzo balanceaba un plumero sobre los libros sagrados, que estaban cubiertos de sedas muy finas. De modo que, en la cúspide de la fortaleza abandonada, al igual que en la del palacio contemporáneo, había algo que recordaba el inicio de las cosas del clan o la familia.

El clan debió de estar pendiente de un hilo en la primera parte del siglo xviii; pero declinó el poder mogol; cesaron las invasiones e incursiones de los afganos; los sijs se hicieron con el control. Al final, el Estado de Patiala tenía un territorio de casi 18.000 kilómetros cuadrados. Una gran parte de esto surgió a principios del siglo xix.

—En la tercera década del siglo xviii, los gurjas decidieron tomar toda la cordillera. En 1830 iniciaron una marcha para atacar nuestras montañas. Se reunieron todos los rajás de las montañas y pidieron ayuda, y enviamos nuestras tropas. Fue una guerra de seis meses. Los gurjas fueron derrotados. La cabeza del general nepalí estuvo colgada de la puerta de Patiala hasta que se deshizo.

Patiala nunca llegó a llevarse bien con el gran gobernante sij, Ranjit Singh.

—Cuando Ranjit Singh amenazó, Patiala concertó un tratado con los británicos.

Patiala se mantuvo neutral en las guerras entre los ingleses y los sijs.

Incluso antes de que los sijs fueran derrotados, en 1849, los británicos reclutaron dos batallones de soldados de complemento sijs en Patiala. Cuando estalló el motín, ocho años después, Patiala se mantuvo fiel al tratado con los británicos. Ese apoyo tuvo una importancia crucial; sin él, es posible que los británicos hubieran sido derrotados en el norte de la India.

—En nuestro archivo familiar hay una carta del último emperador mogol, Bahadur Sha. En nuestro archivo conservamos los documentos personales de los gobernantes; los demás documentos han ido a parar al Estado. En el palacio tenemos un bibliotecario que se cuida de los archivos. Los amotinados presionaron a Bahadur Sha para que fuera su gobernante titular, y él envió cartas a todos los estados indios pidiendo apoyo. Pero en aquella época sus dominios no eran ni siquiera Delhi. Sus dominios se reducían literalmente al Fuerte Rojo. La carta estaba en un inglés muy florido; probablemente la redactó un escriba. Era un rollo de 60 centímetros de largo. Pero teníamos ese pacto de defensa mutua con los británicos, y eso era lo que teníamos que respetar.

En junio de 1858, cuando más o menos habían sofocado el motín, William Howard Russell fue «con un grupo» a ver al Emperador derrotado al Fuerte Rojo de Delhi. El Fuerte Rojo estaba ocupado por soldados británicos y gurjas (reclutados por entonces, como los sijs, para sustituir a los soldados de otras comunidades de amotinados). El Emperador estaba acuclillado en un pasillo vacío junto a una azotea. Era un hombre menudo, marchito, de 82 años; estaba descalzo, con una túnica de muselina sucia y un gorro de fina batista. Vomitaba en una jofaina de cobre; Russell no preguntó el porqué. La mente del anciano estaba muy lejos de la gente que había ido a contemplarlo. Tenía la costumbre de la poesía, y Russell cuenta que uno o dos días antes había compuesto un poema, que había escrito «unas claras líneas en la pared de su cárcel con la ayuda de un palo quemado». Eso no despertó ni la curiosidad ni la compasión de Russell; solo sus burlas. No pensó en averiguar qué significaban aquellas palabras.

Por entonces, había británicos en la India que hablaban de volar el Jama Masjid de Delhi, al igual que otros hablaban antes de destruir el Taj Mahal y vender el mármol. Incluso el rajá de Patiala se había hecho sospechoso a ojos de los británicos, y Russell oyó quejas de que se había comunicado con el emperador Bahadur Sha.

Por lo que contó Amarinder, parecía que había algo de verdad en la historia. Dijo:

—Un hermano del maharajá le tenía mucho cariño a Bahadur Sha, porque era poeta. Y fue a ofrecerle ayuda al Emperador. Tras el motín volvió a Patiala, y entonces los británicos le pidieron que se lo entregara. Patiala se negó, y los británicos no pudieron forzar nada porque quedaban muy pocos gobernantes leales.

»Así que se llegó a un acuerdo. El hermano del maharajá se marchó de Patiala. Y acabó renunciando al mundo: primero vivió en Rishikesh, en el Himalaya, uno de los centros hindúes de aprendizaje y peregrinación, y después, en los inicios del siglo, se fue al sur, a Bangalore. —Bangalore estaba en el estado principesco de Misore, un tanto apartado de la jurisdicción británica—. Allí murió, en los años 50, con más de cien años. Empezó a considerársele maestro y también una especie de sadhu. Su mujer siguió viviendo en la antigua fortaleza de Patiala. Su matrimonio se celebró cuando eran niños. Ella fue a la fortaleza de niña, y su marido la dejó cuando tenía nueve años. Y siguió viviendo en la fortaleza, negándose a marcharse, hasta los años 30. Nunca había visto nada fuera de allí. Había purdah estricto en aquellos días. Nunca había visto un coche, un tren, gente fuera del palacio, un bosque, un sembrado. Mi abuelo quería que fuera a pasear en coche. Insistió sin cesar, y —debió de ser a principios de los años 30 o finales de los 20— un día la llevó por la fuerza en el coche para que viera las cosas que no había visto hasta entonces. Mientras vivió en la fortaleza no consintió que nadie le sacara agua del pozo. Era porque quería llevar la vida difícil que creía que soportaba su marido.

Resultaba difícil creer aquella historia. Suponiendo que el hermano del rajá de Patiala tuviera dieciséis años cuando fue a ofrecer ayuda a Bahadur Sha, tendría que haber nacido en 1840 o 1841. De haber muerto en los años 50, a la hora de su muerte habría contado más de ciento diez años de edad. Y su esposa niña habría muerto a los noventa, más o menos. Sin embargo, el relato de Amarinder contenía muchas de las grandes transformaciones que había sufrido la India desde el motín hasta la independencia. La vida de aquellas personas debió de incluir no solo la transformación de los sijs, que pasaron de colonos rufianescos a granjeros y hombres de negocios; también la transformación de sus gobernantes, de caciques a maharajás al estilo del Raj.

Amarinder dijo, con un movimiento de la mano:

—Mi abuelo no hubiera podido comprender esto. —Y con «esto», Amarinder se refería a la independencia, el parlamento, el sufragio universal—. Verá: mi abuelo tuvo prisionero a mi abuelo materno, y lo mantuvo lejos de Amritsar durante nueve años, por ser miembro del Praja Mandal. Así era como llamaban al Partido del Congreso quienes luchaban por la libertad en los estados principescos. Mi abuelo materno también era hombre de carácter. No se volvió atrás. Las propiedades confiscadas a mi familia se las devolvieron únicamente cuando se casaron mis padres.

Dos generaciones separaban al enjoyado gobernante que vio William Howard Russell en la fortaleza de Patiala en 1858 del maharajá con dominio absoluto sobre el palacio de Motibagh con sus mil habitaciones desde 1907 hasta 1938. Un papel fue consecuencia del otro: la relación con los británicos realzó el esplendor del gobernante. Fue algo completamente distinto para el padre de Amarinder.

—Mi padre tuvo una vida difícil. Subió al poder en 1938, cuando murió su padre. Tenía veinticinco años. Primero fue la guerra de 1939, y después, a partir de 1945, el movimiento de independencia. Mi padre era canciller de la Cámara de Príncipes. Así que vivió en medio de la inestabilidad. Con la independencia, fue el primero en firmar el documento de adhesión, y Patiala se fusionó con todos los estados del Punjab. Supuso un declive personal para mi padre. Pasó de soberano a gobernador de un Estado. Pensaban en Patiala como posible capital del Punjab indio; pero el ministro principal de aquel momento frustró la idea. Pensaba que Patiala siempre tendría influencia en los asuntos del Estado, y se le ocurrió construir una ciudad totalmente nueva en Chandigarh. Y después, en 1958, la Unión de Estados del Punjab se fusionó con el Punjab, y mi padre pasó a ser un don nadie. —Se presentó como candidato a la asamblea del Punjab, pero no le gustaba la política. Lo nombraron embajador; eso no alivió su pesar—. Era introvertido. Se guardaba los problemas para sí. Cuando murió, en 1974 (tenía solo 61 años), los médicos dijeron que su corazón era como el de un hombre de 85.

Amarinder no tuvo problemas de adaptación. Había nacido en 1942; tenía cinco años cuando llegó la independencia.

—Yo me he criado en un entorno moderno.

Tuvo una educación palaciega: niñera inglesa, tutora alemana cuando era párvulo, y enseñanza a cargo de «un gran maestro» de las escrituras, las leyendas y el folklore sijs. También recibió una educación completa fuera del palacio, en escuelas preparatorias de Simia y Kasauli, en un famoso colegio privado indio, y después ^en la Academia Militar India de Dehra Dun. Ingresó en el ejército, en el regimiento sij más antiguo, descendiente directo de los dos batallones reclutados en Patiala en 1846. Le encantaba la vida militar, y le hubiera gustado seguir la carrera militar. Pero tuvo que dejar el ejército para encargarse de los asuntos de la familia. Más adelante, «se convirtió a la política», y quizá ejercitara algunas de las habilidades de sus antepasados del siglo xviii en los primeros tiempos del Estado de Patiala.

Entonces apareció el predicador Bhindranwale. Hubo una crisis terrorista, y el ejército que tanto amaba Amarinder recibió la orden de entrar en el templo que él consideraba sagrado.

—Cuando la suerte estaba echada no podía dejar que desaparecieran trescientos años de historia. Fueron los sijs quienes hicieron Patiala. Los dos gurús nos han dado su bendición. Tenía que estar con mi pueblo.

Cuando regresé a Chandigarh volví a ver a Gurtej. Fue entonces cuando me dijo —supongo que era algo de dominio público— que tras la operación Bluestar, el nombre en clave de la acción militar en el Templo Dorado, vivió en la clandestinidad durante más de cuatro años. Por primera vez habló con cierto detalle de Bhindranwale. Kapur Singh, el funcionario cesado del ICS, fue el primer héroe y mentor de Gurtej; Bhindranwale fue el segundo.

—Siempre fue religioso. Hasta el final. Era hijo de un pequeño campesino del distrito de Faridkot. El distrito se llamaba así por Farid, un santón musulmán sufí del siglo xiii; sus pareados aparecen en nuestras escrituras. Bhindranwale nació en 1947. Eran nueve hermanos. El era el hijo de una segunda esposa. El padre tenía siete hijos de su primera mujer, dos de la segunda. El padre no podía mantenerlos a todos, y a una edad muy temprana, a los cuatro o cinco años, enviaron a Bhindranwale al seminario.

Gurtej también nació en 1947. Igualmente, a él lo enviaron a un internado cuando tenía cuatro o cinco años. Y también era de familia campesina, aunque su abuelo era rico, porque tenía 1.200 hectáreas.

—El padre tenía un poco de tierra, y por entonces no existía la agricultura intensiva. Uno de los hijos entró en el ejército; ahora tiene jubilación de capitán. Otro se fue a Dubai y ahora ha vuelto, bien situado, y se dedica a la agricultura. Los demás también se dedican a la agricultura.

»Bhindranwale pasó aquellos años en el seminario, y no supimos nada de él hasta 1976. Por entonces ya estaba casado, con dos hijos. Su mujer debió de quedarse en el pueblo: fue un matrimonio concertado. Se conocía a Bhindranwale como hombre contemplativo, totalmente ajeno al mundo que lo rodeaba. A veces trabajaba en las tierras de su familia, y se sabía que era buen trabajador. La siega comienza el 13 de abril. Es una época muy calurosa; el sol pega con fuerza. Bhindranwale empezaba a segar a primeras horas de la mañana y no paraba hasta la noche, sin comer ni beber. Era un hombre muy decidido. Me lo contó uno de sus hermanos.

Y no por primera vez, al hablar de la vida de la aldea, la vida del campo, Gurtej se dejó llevar —tranquilamente— por una vena lírica.

—El director del seminario murió en 1977. Había designado a Bhindranwale como sucesor suyo. El director del seminario murió durante la controversia de los nirankaris. —Los nirankaris: sijs reformistas para algunos; herejes para otros—. El legado que le dejó a Bhindranwale fue la continuación de su lucha.

Al año siguiente, el día de la fiesta de la cosecha o la primavera, un día importante en el calendario religioso sij, se produjo un choque entre los dos grupos de Amritsar, y murieron varios seguidores de Bhindranwale. Bhindranwale pasó a ser una figura con este acontecimiento.

Gurtej dijo:

—Yo lo conocí en 1980. El sumo sacerdote que me había dado amrit en 1974 estaba muerto, y fui a su aldea para asistir a las últimas ceremonias. Y allí vi a Bhindranwale. Era un hombre muy sincero, un hombre de palabra. Nunca se desdecía. Era un hombre de Dios. Tenía una fe ilimitada en Dios. Cuando tomaba decisiones solo consultaba con su conciencia. Llevaba una vida de mendigo.

»En 1980, el dirigente de los nirankaris fue asesinado en su propia casa, en Delhi —igual que Indira Gandhi algo más tarde—, supuestamente por alguien que trabajaba de carpintero allí. La prensa del Arya Samaji culpó a sant Bhindranwale del asesinato y pidió que lo detuvieran. Poco después fue asesinado el dirigente de prensa del Arya Samaji, cerca de Jalandhar, y fue por este motivo por lo que se ordenó la detención del sant.

»Los arya samajis controlan la prensa hindú del Punjab. La historia del Punjab de este siglo está llena de controversias entre los arya samajis y los sijs: la esencia del problema consiste en que los arya samajis atacaban la identidad de los sijs, distinta de la suya. A principios de este siglo, los arya samajis convirtieron públicamente a algunos sijs chamar —intocables— al hinduismo en Jalandhar. Y les cortaron el pelo, lo trenzaron como una cuerda, y la cuerda se vendió en subasta pública. La idea consistía en ridiculizar a los sijs y al sijismo.

»Cuando se dio la orden de detención del sant, él estaba predicando en un pueblo de Haryana. Se enteró allí mismo, quizá gracias a la administración de Haryana, que no quería problemas en su zona. El grupo de policías punjabíes llegó después de que el sant se hubiera marchado, y se enfadaron tanto que le quemaron los autobuses y le destruyeron los libros sagrados. Después de aquello, su detención se llevó a cabo en Mehta Chowk, en el seminario. El día de su detención se congregó una gran multitud. Cuando se lo llevaron, le rogó a la gente que se mantuviera en calma. La policía recurrió al tiroteo (en la ciudad misma) y murieron 34 personas. La policía aseguró que había sido atacada con espadas.

»Esas tres cosas lo hundieron: que quemaran sus autobuses y sus libros sagrados, que lo acusaran de conspiración y que mataran a su gente. Estuvo en la cárcel varios meses. Lo soltaron, sin fianza. En 1982 fue al Templo Dorado. Las circunstancias fueron las siguientes. Habían detenido a dos o más seguidores suyos. Y después, también detuvieron a quienes había enviado para que supervisaran la protección legal de aquellos hombres. Fue entonces cuando decidió iniciar una campaña.

»Era un hombre alto, de uno ochenta y cinco, como yo, y delgado. Un hombre franco, sin pelos en la lengua. Tenía costumbres muy sencillas. Comía muy poco. En eso se distinguía de Sardar Kapur Singh, a quien le encantaba comer. Tenía una mente aguda. Se podían discutir cosas con él. Sabía, por ejemplo, que yo comía carne, pero no le importaba. Nunca me pidió que dejara de comer carne. Mantuve una larga discusión con él sobre si el consumo de carne coincidía o no con los principios del sijismo. Eso fue en enero de 1983, en el Akal Takht del Templo Dorado. La discusión duró dos horas. No dejaba de decirme, en tono jovial: “Demuéstrame que comer carne está de acuerdo con los principios del sijismo y me ventilo un kilo y medio en un abrir y cerrar de ojos.”

»Nos llamó para discutir en varias ocasiones, a veces solo para la interpretación de pasajes de las escrituras. El seminario apoyaba la interpretación tradicional. La interpretación del seminario está más próxima a la concepción hindú de las escrituras, y está expresada en terminología hindú. La mayoría de los ejemplos son de la mitología hindú. Yo era partidario de la interpretación más reciente, científica, establecida hacia 1960.

Le pregunté por aquella interpretación científica.

—La inició Sahib Singh: es la interpretación de las escrituras basada en la gramática de la lengua. Era un hombre santo, un maestro.

Estas palabras —las anoté sin comprenderlas plenamente, y reflexioné sobre ellas al cabo de muchas semanas— arrojaron un poco de luz sobre una frase difícil de la primera página del panfleto de Kapur Singh, El proceso de un funcionario sij en la India secular: «La base de la gramática y la lengua son ciertos postulados metafísicos, pautas culturales y predisposiciones humanas, cuya demostración lógica quizá no sea posible, pero sin cuya aceptación no se pueden estudiar ni comprender adecuadamente ni la lengua ni la gramática...»

Y me pregunté si, en aquellas discusiones religiosas en el Templo Dorado, no se habrían filtrado las ideas de Kapur Singh a Bhindranwale a través de Gurtej, y si no le habrían alentado a volverse contra lo que había aprendido en el seminario y declarar al corresponsal de la BBC, cuando empezó a empeorar la crisis del Templo Dorado, que los sijs no eran como los hindúes sino más bien como los judíos, los musulmanes y los cristianos, gentes de un profeta y de un libro.

En aquella entrevista, Bhindranwale también dijo —en inglés, en un tono entrecortado por la pasión— que los sijs estaban sometidos a tal persecución en la India que tenían que «dar una copa de sangre» a cambio de un vaso de agua. Semejante exageración en boca de un dirigente religioso me dejó confuso; pero por entonces no había empezado aún a penetrar en las ideas sijs sobre el tormento y el dolor de sus gurús.

Lo que me dijo Gurtej a continuación me dio una idea sobre el estado de ánimo de Bhindranwale en la atmósfera cargada, recluida, del Templo Dorado durante los últimos días.

Dijo Gurtej:

—Estaba fascinado con la personalidad y los sacrificios del gurú Gobind Singh. Recordaba los últimos días del gurú Gobind Singh de memoria. Se acordaba de lo que hacía día a día. Lo vivía como en carne propia. Si te lo encontrabas en un día concreto de diciembre te decía: «En tal día como hoy el gurú estaba haciendo tal y tal cosa.» Es más: recordaba la hora del día. Era asombroso. Miraba el reloj y decía: «Dentro de dos horas, el gurú estaría preparando a sus hijos para la batalla.» Y así sucesivamente. En el mes de diciembre empezaron los sufrimientos del gurú, porque fue entonces cuando dejó su fortaleza de Anandpur Sahib.

Anandpur: la ciudad en la que fueron capturados por los mogoles la madre del gurú y los dos hijos pequeños, a quienes emparedarían más adelante.

Encerrado en el Templo Dorado, Bhindranwale debió de empezar a verse como el décimo gurú asediado en Anandpur.

Gurtej dijo:

—La gente no acudía a él para hablar ni de historia ni de las escrituras. Su familia raramente le hacía una visita. Cuando iban a verle, era como creyentes. No tenía tiempo para la familia en aquella época.

»Yo solía ir a verlo al templo una vez al mes. Nunca menos de dos horas. Había cierto grado de entendimiento entre nosotros. En una ocasión dijo: “Deberías venir a verme con más frecuencia.” Yo dije: “Tengo que ocuparme de mi familia.” Él dijo: “¿Cuántos hijos tienes?” Yo dije: “Dos.” Él dijo: “Yo también tengo dos hijos. Dios se ocupa de los niños.” Y citó un pasaje de las escrituras sobre las aves migratorias que abandonan a su prole. Dijo: “Recorren miles de kilómetros volando, y Dios las mantiene.”

Le pregunté a Gurtej por los asesinatos perpetrados en nombre de Bhindranwale, y por los que, según se contaba, había ordenado él.

—Son invenciones. Su objetivo era difamarlo.

Tras la operación Bluestar —el asalto del ejército al templo, durante el cual murieron Bhindranwale y muchos de sus seguidores, y también muchos soldados— anunciaron oficialmente que Gurtej se encontraba entre los que habían muerto. Eso alarmó a Gurtej. «Se presentó un pleito de sedición contra mí por un folleto sobre los derechos humanos de los sijs. El sentido de que anunciaran mi muerte era que se habían dado instrucciones a los soldados de que me eliminasen.» Así que Gurtej empezó a vivir en la clandestinidad, y estuvo escondido durante más de cuatro años.

—También apareció mi nota necrológica en The Indian Express. En líneas generales era halagüeña, pero decía que yo no comía con musulmanes, lo que es totalmente falso. Escribí una carta a The Indian Express en la que decía: «Que cualquier musulmán prepare una comida vegetariana sabrosa y me invite.» —La cuestión no era el vegetarianismo. Gurtej no era vegetariano—. Pero no como carne tal como la matan los musulmanes o los judíos. Es un mandamiento del décimo gurú, cuando tomamos amrit. Con frecuencia, esos tabúes religiosos tienen un significado más profundo.

Lo fundamental de la nota necrológica de The Iridian Express debió de ser que Gurtej respetaba estrictamente los votos sijs. Kapur Singh había escrito un libro muy grande sobre la importancia de los votos sijs; Gurtej me dio un ejemplar del libro. Y después —dejando a un lado la cuestión de su vida clandestina después de Bluestar— me contó una historia para explicar el mandato del décimo gurú a sus seguidores, que prohíbe las relaciones con mujeres musulmanas.

—Una de las historias que aparecen en uno de nuestros textos sijs, Los fundamentos del sijismo, de Sewa Dass, se refiere a una persona a la que convirtieron por la fuerza al islam a principios del siglo xviii. Se presentó ante el gurú, que presidía a los fieles, y dijo: «Me han convertido a la fuerza.» «¿Cómo te han convertido?» «Me han obligado a comer carne de vaca.» «No por eso eres musulmán.» «Me han circuncidado.» «Nadie es musulmán por eso.» «Me han hecho repetir el Kalma.» «Es el nombre de Dios. No por eso eres musulmán.» Uno de los feligreses se sorprendió. Le preguntó al gurú: «Entonces, ¿cómo se hace uno musulmán?» Y el gurú dijo: «Casándose con una mujer musulmana, o teniendo tales relaciones con ella.» De lo que se desprende que el matrimonio es un acto voluntario. «Si aceptas que eres musulmán, únicamente entonces te haces musulmán.» Así fue como el gurú consoló a aquel hombre.

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