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INDIA » 8. LA SOMBRA DEL GURÚ

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Como cualquier historia de martirio, esta historia de los años postreros del último gurú refleja la persecución, la angustia y la violación de las que nació la hermandad militar sij. Aunque no era eso lo que quería resaltar Gurtej: según su interpretación, el sijismo era una religión de profecía y revelación.

Cuando le pregunté qué lo había respaldado durante aquella época de clandestinidad, dijo:

—Pensaba que sufría con mi pueblo. Y tenía otro consuelo: aquella fue la época en que más recurrí a las escrituras. El tema principal de las escrituras es que se vive en el mundo de tal manera que uno se hace aceptable a los ojos de Dios. Y yo pensaba que lo estaba haciendo. Leía y escribía mucho. Así que mi época de clandestinidad fue instructiva. Pude reflexionar sobre la naturaleza de las cosas.

—Eso mismo dijo usted sobre su internado católico, la época del colegio fuera de casa. El tiempo que pasó en la clandestinidad, ¿fue como una repetición de su infancia?

Gurtej dijo:

—No sé si el carácter es destino o si el destino es algo en sí mismo; pero se desarrollan cosas que te ponen en situaciones que te llevan en una dirección concreta.

Una causa de aflicción durante aquella época de clandestinidad fue la muerte de Kapur Singh, a los 75 años de edad. Gurtej conocía y quería a Kapur Singh desde hacía veinte años. La hosquedad que irritó a Gurtej en su primer encuentro era algo ante lo que sonreía, como sonreía ante otras peculiaridades de aquel hombre: su gusto por la comida, el hecho de que le encantase el helado. Era capaz de comerse medio kilo de una sentada. Le decía a Gurtej: «Debes tomar helado. Es bueno para el hígado.»

Gurtej dijo:

—Era un hombre bastante robusto, no muy alto, con gafas de montura gruesa. Siempre con una o dos plumas, con aspecto de intelectual de los pies a la cabeza, siempre con un libro o una revista bajo el brazo.

Kapur Singh soportó el agravio por el cese del ICS a causa del desfalco durante casi cuarenta años; lo mantuvo vivo. El agravio no fatigó a Gurtej ni despertó dudas en él.

Dijo:

—La idea de la injusticia está en todos y cada uno de los sijs.

Y, sin embargo, aún estaba dispuesto a luchar por aquel aspecto concreto de la causa de Kapur Singh. Gurtej había llegado a ser como un miembro más de la familia de Kapur Singh; le afligió no poder estar con el anciano al final.

—Finalmente conseguí cierta protección del Tribunal Supremo. Apelé al Tribunal Supremo diciendo que la acusación de sedición presentada contra mí era falsa, y que lo que intentaba el gobierno era acosarme y perjudicarme físicamente. El tribunal me concedió siete días para presentarme en el tribunal de primera instancia, firmar el recurso y solicitar una fianza. Lo hice. Y todavía, técnicamente, estoy bajo fianza.

Esa era la razón por la que, unos meses antes, Gurtej había podido ir a ver al hermano de Kapur Singh, que estaba muriéndose. Según dijo Gurtej, la familia pertenecía a una secta de sijs que, desde la época del primer gurú, eran por tradición mendigos y maestros, y quizá ese fuera uno de los factores de la admiración de Gurtej por Kapur Singh.

—Su padre era un pequeño terrateniente: unas ocho hectáreas. El otro hijo era totalmente inculto. Fue campesino toda su vida, mientras que Kapur Singh estudió en la Universidad de Cambridge. En lugar de educación, el hijo menor recibió cuatro hectáreas de tierra más. El hermano menor estaba en su lecho de muerte cuando lo conocí hace un año, y se quejaba de que los familiares de Kapur Singh intentaran quitarle esas cuatro hectáreas de más.

Gurtej, Kapur Singh, Bhindranwale: todos ellos de familia campesina. Se habían apoderado de ellos ciertos grandes acontecimientos; pero por debajo de todas las pasiones —la fe y la pureza— había cosas elementales que podían llevar a los hombres mucho más atrás: a la angustia, en el lecho de muerte, por cuatro hectáreas de tierra.

A Sanjeev Gaur, el corresponsal de Amritsar para The Iridian Express, lo atacaron y le dieron de cuchilladas un día de febrero de 1984 justo a la entrada del Templo Dorado.

—Había un viejo ratero de Amritsar que se metió a activista político, en primer lugar en el Partido del Congreso de Indira, y después como miembro de la Federación Panindia de Estudiantes Sijs. Escribí un relato sobre ese ratero para The Indian Express. El día que se publicó el relato fui al Templo Dorado, y me miró muy mal. La persona que me daba información me dijo que tuviera cuidado.

»Dos semanas después me dieron de cuchilladas dos chavales, uno de ellos con un turbante de color azafrán. Primero me preguntaron mi nombre, y después me atacaron. Me dieron cinco cuchilladas en el muslo. Y oí otra voz que decía: “Traerlo aquí dentro.” Pensé que era el momento de mi muerte, porque llevaba como un mes denunciando el descubrimiento de cinco cuerpos en sacos de yute en los canalones del Templo Dorado: personas asesinadas por los terroristas dentro del templo. Los muertos eran en su mayoría sijs, de quienes los terroristas sospechaban que eran informadores de la policía.

»Los dos hombres que me atacaron me dejaron. Empecé a caminar hacia una clínica. La gente me miraba. Me rezumaba sangre por los pantalones. La gente que miraba no podía hacer nada. Si me hubieran ayudado, habrían incurrido en la ira de los terroristas. Y entonces le pedí a un conductor de rickshaw-wallah de dos ruedas —allí hay muchos, a la entrada del Templo Dorado— que me llevara a un médico, y me ayudaron dos sijs. Después me enteré de que los dos hombres que me habían ayudado eran comunistas.

»Pero tengo que añadir que Bhindranwale condenó el ataque. Les dijo a varios periodistas que no tenía confianza en las navajas, sino en las pistolas. Y me telefonearon a casa dos ayudantes suyos para expresar su condolencia. Me dijeron que no habían respaldado el atentado.

»Después, mi periódico me destinó al este, pero de una forma sinuosa, por mi propia seguridad.

Dalip, otro periodista, me contó lo que ocurrió después de que Bhindranwale ocupara el Templo Dorado.

—La gente dejó de ir al templo. Mis dos vecinos dejaron de ir, aunque querían hacerlo. La gente estaba furiosa por lo que ocurría en el templo, pero el partido político sij nunca llegó a condenar la profanación de Bhindranwale y sus armas. El partido político sij estaba realizando una campaña conjunta con Bhindranwale desde el Templo Dorado, y le tenía miedo. Era un asesino. Le daban igual los hindúes y los sijs: en cuanto te enfrentabas a él, estabas en su lista negra.

»Fui testigo de un asesinato ordenado por él. Yo estaba sentado en la habitación 47 del tercer piso de gurú Nanak Niwas. Era una de las casas de reposo del templo donde solía estar con sus seguidores. Había hombres armados sentados por todas partes, unas ocho o diez personas. Era a mediados de 1983. De repente entró un tipo. Era sij, de mediana edad, con camisa y pijama, y tenía una expresión taciturna. Llevaba el pelo cortado y la barba torpemente afeitada. Empezó a hablar con Bhindranwale: “Santji, esto me lo ha hecho Bichu Ram, un inspector de policía. Me llevó a una comisaría y me profanó. Me ha cortado el pelo y la barba.”

»Bhindranwale le pidió inmediatamente a uno de sus ayudantes que tomara nota de los detalles. Unos quince días después, el tal Bichu Ram, que estaba a cargo de una de las comisarías, fue asesinado a tiros.

»La otra forma de funcionar, de ordenar los asesinatos, consistía en pronunciar desde una plataforma pública los nombres de las personas a las que quería ver muertas. Funcionó así desde el 19 de julio de 1982 hasta junio de 1984. Pronunciaba discursos. Siempre contra la señora Gandhi, Giani Zail Singh [el presidente indio] y Darbara Singh, el ministro principal del Punjab. Y decía que había que dar una lección a aquella gente por haber perjudicado a los sijs. Después hablaba contra algunos oficiales de policía de la ciudad. Y muchas de las personas cuyo nombre pronunciaba eran asesinadas más tarde. A Bachan Singh, un policía de Amritsar, lo asesinaron, junto con su mujer y su hija.

»Yo hablaba con los sijs, pero, en general, los sijs no se prestaban a condenar los sucesos del Templo Dorado. Le echaban la culpa a Nueva Delhi: todo lo hacía Nueva Delhi. Jamás criticaban a Bhindranwale y sus hombres. Siempre que asesinaban a terroristas, los sijs se disgustaban: decían que era cuestión de mala suerte. Cuando los terroristas mataban a personas inocentes, nunca oí quejarse a mis vecinos.

Dalip se relacionaba con sijs; en parte, eso explicaba su apasionamiento. Le dije:

—Una persona que conoce bien a los sijs me ha contado que pasaba algo raro con el aspecto de Bhindranwale y sus seguidores. Tenían ojos de perturbados mentales. ¿Le parece a usted que era una especie de locura colectiva?

—Es el temor de las minorías, el complejo de persecución, el deseo de muerte. Es una nueva religión. Ha generado grandes militares y grandes deportistas, pero no grandes pensadores religiosos que fortalezcan la religión. No ha pasado nada después de que el gurú Gobind Singh estableciera el Khalsa, en 1699. Desde 1699 no ha habido grandes pensadores.

»Es la locura, el fanatismo. En realidad, no se puede explicar. La tragedia de la religión sij es que en la época posterior a la independencia se haya aceptado a un hombre como Bhindranwale como el dirigente sij más importante desde los días del gurú Gobind Singh. Mientras vivió, muchos sijs lo denominaban el décimo primer gurú. Y, en realidad, era un producto de la señora Gandhi. Ella lo elevó para que luchara contra el partido sij, los akalis.

—¿Por qué apoyaban las personas cultas a Bhindranwale?

—Por frustración.

—¿Cuándo lo vio usted la primera vez?

—El 24 de julio de 1982. En el Templo Dorado. En la famosa habitación 47. Me registró su guardia de seguridad. Las armas aparecieron por primera vez en el templo en 1982, y es una perversión de la religión.

»Llegó al Templo Dorado el 20 de julio de 1982. Salió de allí, muerto, el 6 de junio de 1984. Fue quien hizo más daño a los sijs, quien hizo más daño a la religión de los sijs. Hizo daño al Punjab, y también a la India.

»Los ayudantes me interrogaron, y cuando les dije que era periodista, sonrieron y se pusieron muy contentos, e inmediatamente me escoltaron hasta el interior.

»Lo saludé. Estaba sentado en una hamaca, muy bien vestido, con una túnica blanca de algodón que le llegaba hasta las rodillas y aquel turbante azul. Y le colgaba el revólver de un cinturón que llevaba. Tenía ojos de cólera: usted me ha preguntado por los ojos. Era flaco, y daba la impresión de tener hambre: esa clase de personas peligrosas. Dijo: “¿Quién eres?” En plan dictatorial. Yo dije: “Soy periodista.” Le di el nombre del semanario para el que trabajaba, y también mencioné el hecho de que era corresponsal de un periódico canadiense. “¿Quieres hacerme una entrevista?” “No; solo he venido por tu darshan.”

Darshan es lo que ofrece un hombre santo cuando se muestra a los demás: el devoto recibe su bendición simplemente por ver, por el darshan, del hombre santo.

—Se sintió muy halagado. Sonrió y se rió. Cuando entré estaba muy serio.

»Encontré a una señora anciana dándole fajos de billetes, y además se quitó un par de anillos de oro y se los entregó. Vigilando a la anciana había un viejo, y más tarde me enteré de que era el general Shabeg Singh.

El general de división Shabeg Singh: destituido cuando contaba cincuenta y tantos años por malversación de fondos, que actuaba de consejero militar de Bhindranwale.

—Shabeg era magro y delgado, de mediana estatura, de piel muy clara, con gafas, barba ondulada, blanca, pijama y kurta blancos. Estaba sonriendo. Le estreché la mano. Dijo: «Soy el general Shabeg Singh. Estuve al frente de los mukti bahini en la guerra de Bangladesh.» Yo dije: «Señor, usted es general. ¿Cómo estableció relación con Bhindranwale?» Necesitaba material para un artículo de opinión: mi primer día en Amritsar. Su respuesta fue: «Veo espiritualidad en sus ojos. Es como el gurú Gobind Singh.»

»Salí del Templo Dorado muy triste, pensando en el destino de la comunidad, en la respuesta del general, comparando a Bhindranwale con el gurú Gobind Singh. Estaba muy triste cuando me senté ante la máquina de escribir. Porque Bhindranwale no me había impresionado. Sabía que no era el gurú Gobind Singh. Sabía que, simplemente, lo estaba utilizando el Partido del Congreso de Indira para perjudicar al partido rival akali del Punjab. Era un hombre normal y corriente al que le estaban imponiendo la grandeza. ¿Por qué habría de aceptarlo la comunidad? ¿Por qué no lo juzgaba el general Shabeg Singh como un hombre? ¿Por qué le impresionaban tanto a la gente su expresión colérica y los hombres armados que lo rodeaban? No era un intelectual, ni un pensador, ni un hombre devoto.

Dalip quería decir, supongo, que Bhindranwale no era realmente un hombre de Dios. Pero ¿cuáles eran los aspectos religiosos evidentes de aquel personaje? Debía de haber muchos.

—Era vegetariano, amante de la música. Iba al depósito de agua del Templo Dorado todas las madrugadas, a las tres, a oír la música que tocaban los músicos ciegos en el santuario de dentro. Tocan el armonio y recitan las escrituras. Esa música es sedante, divina, y yo me quito el sombrero por su deseo de compartirla. Se siente la presencia de Dios cuando tocan esa música en medio del silencio, y no hay gente. Hacía eso todas las madrugadas, durante una hora. Y no era mujeriego.

Todas estas cosas: el vegetarianismo, la afición a la música, el ser madrugador, el control sexual, iban unidas en su relato para dar una idea de la austeridad del hombre que tanto sobrecogía a la gente al principio, cuando predicaba y la alentaba a ser como su padre, el gurú.

Dalip dijo:

—Se hizo un monstruo. —Monstruo: esa era la palabra que la gente aplicaba a aquel hombre en su última época—. Le dio por pensar que iba a gobernar el país o Kalistán. Quería tener poder sobre algo. Le gustaba que lo halagaran cuando la gente le decía que era como el gurú Gobind Singh. Subconscientemente, Bhindranwale había empezado a creerse el gurú Gobind Singh, una reencarnación del décimo gurú.

»Voy a darle otras dos imágenes de él. La primera es de mediados de 1983. Un colega de un diario indio escribió un artículo enorme en el que decía que los naxalitas habían entrado en el campamento de Bhindranwale. Hice averiguaciones sobre la historia que había escrito mi colega y comprobé que era correcta, y yo la amplié con investigaciones a partir de mis propias fuentes. Bhindranwale detestaba el artículo del periódico, pero de eso me enteré mucho más tarde. El día después de que apareciera mi artículo, fui a ver a Bhindranwale. Esa era mi costumbre, ir a verlo después de que se publicaran las cosas que decía sobre él.

»La misma habitación del Templo Dorado. La 47. Entonces ya puedo abrir la puerta y entrar tranquilamente: todo el mundo me conoce. Vino un amigo conmigo, de la facultad de medicina. Nada más abrir la puerta de la habitación 47, vi la mirada más colérica que se pueda imaginar en aquellos ojos inyectados en sangre. Sus ojos se ponían rojos cuando estaba enfadado, y se enfadaba con mucha frecuencia. Así que me di por enterado. Había ocho o nueve admiradores armados suyos en la habitación, y lo estaban entrevistando dos periodistas.

»Empezó a increparme, en un punjabí de lo más vulgar, y a voz en grito: “¿Cómo te atreves a compararme con ladrones, canallas y gente lumpen?” Eso era lo que pensaba de los naxalitas. Siguió gritándome así durante tres minutos, y después le ordenó a uno de sus hombres que trajera el ejemplar de la revista con mi artículo. Y yo, el corresponsal de la revista, me quedé como un crío que ha molestado al profesor. No podía pronunciar palabra; estaba asustadísimo: veía las armas a mi alrededor, y sabía que podía matarme si quería hacerlo.

»Llegó la revista. Me la dio. Se había tranquilizado un poco, pero todavía estaba muy enfadado. Me pidió que tradujera al punjabí lo que había escrito. Alegué que no se me daba bien traducir del inglés al punjabí. Se calmó un poco más. Y después, para mi sorpresa —me di cuenta de lo astuto que era— me hizo un gesto, mientras estaba sentado en la hamaca —yo no estaba a más de un metro y medio de distancia— para que me acercara a él.

»Quería que me acercara a él, y cuando me acerqué a su hamaca, me bajó la cabeza y me susurró al oído: “Eres como un hermano pequeño para mí”, dijo en punjabí, en un susurro, “pero escribes cosas contra mí”.

»Cuando acabó aquella reunión, salí de la habitación con mi amigo, el de la facultad de medicina. Quería ver a Bhindranwale, y me había pedido que lo llevara, porque como periodista yo podía entrar y salir de la habitación 47. Le pedí disculpas a mi amigo por aquel tratamiento de choque.

»No volví a ver a Bhindranwale hasta un par de días después. Me sentía de lo más incómodo. No sabía cómo hablar de él. Sabía que había que criticarlo, pero resultaba muy difícil estar allí, en Amritsar, y atacarlo. No dije nada durante varios meses.

»Pero la revista quería artículos, y en octubre de 1983 escribí una historia diciendo que Bhindranwale estaba perdiendo popularidad, que no había mucha gente que fuera a verlo. En la revista se pasaron: “El sant aislado”, dos páginas enteras, con una gran fotografía de aquel hombre tan grande con su túnica de algodón blanco, medio sonriente, con el ceño medio fruncido. Y, como de costumbre, cuando apareció mi artículo, fui a verlo.

»Estaba dando un paseo por la terraza de la casa de reposo, gurú Nanak Niwas. No había muchas personas allí: cuarenta, cincuenta, la mayoría seguidores suyos. Se puso a caminar conmigo. Saltaba a la vista que no sabía lo del artículo. Esa fue la última vez que mantuve una charla amistosa con él. Al día siguiente volví a verlo, acompañando a un equipo de la televisión canadiense como intérprete. Ya se había enterado de lo del artículo, y a la vista de todos, en la misma terraza gurú Nanak Niwas por la que había paseado conmigo a solas el día anterior, me dijo que si no dejaba de escribir cosas contra él, no seguiría vivo. Lo dijo en punjabí, en lenguaje simbólico. Sannu uppar charana anda hai. “Sabemos cómo cogerte.”

»Después de aquello dejé de ver a Bhindranwale. No hice más reportajes sobre él. No escribí ningún artículo crítico. Tenía miedo. El 23 de diciembre de 1983 se cambió de gurú Nanak Niwas al Akal Takht, de la casa de reposo a un edificio sagrado. Fui a verlo con varios periodistas locales. Estaba sentado en el suelo; unas cincuenta, sesenta personas con él. Al lado había fruta y dulces. Me dio un dulce y un plátano, e hizo un comentario sarcástico, que no recuerdo. Era evidente que ya no le caía bien. Unas semanas más tarde apuñalaron a un colega a la entrada del templo. No tuvo nada que ver con Bhindranwale, pero en aquella atmósfera de miedo nadie acudió en ayuda del hombre apuñalado. Se limitaron a mirarlo mientras se desangraba. Le pedí a mi periódico que me trasladara a otra parte.

Al igual que Gurtej, al hablar de los campos y la cosecha, cayó en una especie de lirismo, me dio la impresión de que Dalip, al hablar de la música matutina en el Templo Dorado, consideraba con un respeto especial lo sagrado del antiguo emplazamiento. Le pregunté si le había horrorizado la operación Bluestar, la actuación del ejército en el templo.

—La Bluestar por sí misma no me horrorizó. Lo terrible fue la forma de llevarla a cabo. Fue una operación pésima. Pensé que podrían haber capturado fácilmente a Bhindranwale y a sus hombres sin derramamiento de sangre. Sentí lástima por los noventa y tres soldados que murieron. Eligieron un día muy malo para coger a Bhindranwale. Y ni siquiera lo cogieron.

Lo mataron el 6 de junio; y también mataron al general Shabeg. Lograron salir del templo muchas personas que estaban con él antes de la intervención del ejército. Vivieron.

Kuldip era uno de los que estuvieron con Bhindranwale hasta el fin, pero consiguió sobrevivir. Estuvo escondido durante cinco años.

—Es una vida dura, una vida ascética, yendo de un sitio a otro. La policía siempre averigua dónde estás, y entonces tienes que marcharte.

Había sido activista de la Federación Panindia de Estudiantes Sijs: nombre extraño, porque el grupo era conocido por sus tendencias violentas, y las personas más destacadas en él no eran realmente jóvenes, y podía considerárselas estudiantes solo en el sentido más amplio de la palabra.

Kuldip tenía unos cincuenta años, pero parecía mayor. Tenía la cara llena de pliegues y arrugas, con otra red de finas arrugas fruto de las preocupaciones, que expresaban tensiones internas incluso por debajo de las tensiones que eran producto de su vida de fugitivo. Vestía con colores sumamente pálidos —el turbante era de un marrón muy pálido—, como si no deseara llamar la atención. Aquellos colores, el rostro arrugado, los ojos pequeños, tranquilos, sugerían un abandono más profundo.

Llegó una hora antes de lo que habíamos acordado, y subió directamente a la habitación de mi hotel. Tuvo que esperar hasta que terminé una larga llamada de teléfono. No pareció importarle la espera. Estaba sentado discretamente en el sillón, y me costó trabajo creer que aquel hombre discretamente vestido y sentado en la habitación del hotel fuera el «activista» del que me habían hablado. Incluso llegué a pensar que era de la policía. Cuando empezamos a hablar le pregunté por su vida de fugitivo. Dijo:

—Hay tantas personas que están conmigo a las que han torturado y matado... Centenares han sido asesinadas por estar donde no debían. Están muriendo por la libertad de la raza humana.

¿La libertad de la raza humana?

Lo decía en serio. El movimiento sij del momento estaba destinado «a solucionar la injusticia política y social del mundo». El objetivo era «el poder político guiado por los principios religiosos sijs y por la fuerza religiosa sij». El objetivo definitivo era «un sistema religioso universal, un sistema espiritual universal, los valores humanistas universales».

—Esto es simplemente el experimento microcósmico en el Punjab. Ya tuvimos este experimento en la época del remado de Ranjit Singh en el Punjab. Querríamos recuperar el sistema sij de aquella época, el sistema sij del siglo xix, antes de la anexión del Punjab por parte de los ingleses. Y queremos aplicar ese sistema al mundo entero.

Yo no me esperaba ese lenguaje. Quizá, por entonces, él era o había sido estudiante, y estaba abierto al lenguaje y a las opiniones de alguien como Kapur Singh.

¿Cómo definía el sistema sij del siglo xix?

—Un sistema secular, y también socialista, un sistema socialista sij. Lo que importa es tener la religión y el sistema político sij, y al mismo tiempo el socialismo. La religión y la espiritualidad son partes intrínsecamente inseparables de la personalidad humana. De un modo parecido, la pasión de dominar, de tener poder político, también forma parte de la personalidad humana. Pasa lo mismo con los animales, y también con las aves. Entonces, ¿por qué no con los seres humanos? Los animales tienen sus dirigentes, y las aves también. De una forma parecida, Khalsa [la hermandad sij, tal como la estableció el gurú Gobind Singh en 1699] quiere dirigir el mundo, porque en su carácter tiene los elementos inseparables de ese liderazgo.

Pensaba que se alcanzaría ese objetivo al cabo de diez o quince años. De momento, la lucha iba mal.

—No hay disciplina. No hay un liderazgo central. Hemos perdido el control, y eso favorece al gobierno. Algunos de estos elementos antisociales son personas semirreligiosas atraídas por el aspecto emocional del movimiento. No son personas muy leídas, y no tienen ninguna consideración con la gente leída y culta, porque la gente leída no quiere matar por matar. No cabe duda de que también hay agentes del gobierno metidos en esto, y se les echa la culpa a los sijs. Pero nuestro grupo —la Federación de Estudiantes Sijs— no tiene tantos elementos malos, relativamente.

Había nacido en una región del Punjab que fue a parar a Pakistán en 1947, en el momento de la partición.

—Mis bisabuelos fueron generales del ejército de Ranjit Singh. Mis antepasados lucharon en las dos guerras entre los ingleses y los sijs, en 1843 y 1849. Uno de ellos mandaba sobre trescientos hombres, y el otro igual. Hacia 1900, la mitad de la familia se convirtió al islam. Se enamoraron de un chica musulmana, y se convirtieron. Nuestros padres se sintieron fatal. —En 1947, la parte sij de la familia se fue a la India, a una zona del Punjab indio que más tarde pasó a formar parte del Estado de Haryana. Tenían unas 32 hectáreas allí—. Una décima parte de lo que teníamos en Pakistán. Ese fue el precio de nuestro sacrificio por la libertad.

Pregunté si era tierra de regadío. El agua era un tema del que todos hablaban en el Punjab: había gran resentimiento (a pesar de los ricos sembrados del Punjab) por el agua de sus ríos que iba a parar a otros estados.

—Tierra de regadío, pero no muy rica.

Uno de los hermanos labraba las tierras de la familia; otro era profesor; otro quería ser abogado. Era el modelo sij: todas las personas de clase media que conocí aún tenían relación con la tierra, y muchas podían recaer fácilmente en antiguas pasiones campesinas.

—Ahora nos hemos acostumbrado a Haryana —dijo Kuldip—.

Pero no nos va muy bien. Solo tenemos para vivir al día.

Le pregunté por su carrera.

—En los primeros tiempos quería ser ingeniero, solo por lo mucho que me gustaba la palabra «ingeniero». Pero no aprobé las matemáticas. Después quise ser profesor de química o física. La vida de profesor me parecía muy fácil, muy tranquila.

Le comprendí. Sus palabras me devolvieron a los comienzos de mi propia vida, a mis propias incertidumbres, cuando (la segunda persona de mi familia que iba a una universidad) la vida de la universidad me parecía tranquila y protegida, y quería prolongar mi estancia allí.

Kuldip dijo:

—Pero también fracasé en eso. Saqué unas notas muy bajas. Por entonces tenía veinticinco años. Estaba dando clase de ciencias aplicadas en una escuela. Después quise ser abogado, pero esa línea no me gustaba. Después empezó a atraerme la literatura inglesa. Tenía treinta años. Esos estudios de literatura me fascinaban. Me licencié en literatura inglesa en una universidad. Me llevó dos años. Encontré trabajo de profesor de inglés en una escuela.

—¿Cómo se mantuvo mientras estudiaba todo eso?

—Mis padres me daban dinero al principio. —Debía de ser dinero de las tierras—. Después me mantuve yo solo, y durante algún tiempo también mantuve a mi hermano, que era más joven que yo.

Durante varios años, desde los veintitantos, estuvo en contacto con un hombre santo muy conocido, a quien consideraba su «venerado padre».

—Iba a escucharlo. Había otras personas a su alrededor. Era en la ciudad de Sirsa. Después empezó a atraerme el estudio de la religión. Pero me gustaba más el estudio de la literatura que el de la religión. La literatura es real. La religión es oscura. Los gurús sijs hicieron el estudio de la religión como el estudio de la literatura.

Pensé que se refería a que las escrituras sijs son como literatura: los gurús importantes también eran poetas.

Después, cuando tenía casi cuarenta años, encontró otro trabajo, de investigación en un departamento de una universidad. Fue entonces cuando fue reclamado por la política en primer lugar y después por el movimiento de Bhindranwale.

—Prometió cubrir todos los gastos del diario en inglés que estábamos preparando en Chandigarh.

Cuando le pregunté a Dalip qué pensaba que atraía a la gente hacia Bhindranwale, contestó: «La frustración.» No entendí realmente a qué se refería; pero con lo que me contó Kuldip sobre su carrera, errática, a trompicones, y aún por terminar, empecé a comprender un poco mejor a aquellos hombres de comunidades agrícolas a quienes habían desligado de un cierto modo de vida y estaban sin convicción ni vocación en el nuevo mundo. Le pregunté:

—¿Qué le atrajo a usted hacia Bhindranwale?

—Su personalidad magnética.

—¿Pensaba que tenía ojos furibundos?

—No; ojos espirituales. Por supuesto, tenía la furia de un león... cuando se enfurecía. El movimiento estaba totalmente bajo control hasta lo de la Bluestar, y eso preocupaba al gobierno.

—¿Era un tirano? ¿Quería dominar?

—No era un tirano. Seguía los principios del gurú.

Los gurús daban órdenes de matar al enemigo en la guerra. Pero no debería expresarlo así. Los gurús no tenían enemigos: les imponían la enemistad. De forma parecida, impusieron la enemistad a ese hombre.

¿Y las armas en el Templo Dorado? ¿No era eso contrarío a la religión?

—En el sijismo no es malo que haya armas en los gurdwaras, siempre y cuando no se utilicen injustamente. El gurú Gobind Singh a veces personifica a Dios Todopoderoso con los nombres místicos de armas. Hay muchos versos en los que alaba la fuerza de las armas al tiempo que alaba a Dios Todopoderoso.

—He oído decir que Bhindranwale empezó a creerse el gurú Gobind Sing.

—A veces recordaba ante los fieles los actos del gurú. Estaba próximo en espíritu al gurú. En la religión sij, se dice que cualquiera que verdaderamente sigue los mandatos del gurú se acerca tanto a él que se convierte en el gurú, y el gurú en él.

Me habló de los últimos días de Bhindranwale.

—Yo estuve viviendo con él en el templo desde el 29 de marzo de 1984 hasta el 6 de junio de 1984. Lo vi por última vez el 5 de junio. Por la tarde. Hablamos sobre la situación. Su postura era firme. Me dio coraje. Todos allí estaban preparados para cualquier cosa. El general Shabeg estaba fuera. Me envió a Santji.

»Recuerdo las últimas palabras de Shabeg: “El mejor lugar para morir es el lugar más elevado de tu religión, y un lugar relacionado con tus antepasados.” Y también dijo: “El lugar en el que nos encontramos tiene las dos cualidades más elevadas. Así que lo mejor es morir aquí.” Estábamos en el Akal Takht. —El edificio del ayuntamiento, podría decirse, del Templo Dorado: la sala capitular—. Traer comida del langar —la cocina común del templo: la cocina común en el lugar de culto es una idea sij importante— era muy difícil. Así que la gente llevaba la comida por encima del muro del templo, por los tejados de las casas contiguas. Eso se hizo solo un día. Teníamos gran cantidad de channa seco —garbanzos—, y se distribuyó entre nosotros. El agua se guardaba en cubos.

»Cuatro de nosotros nos apostamos tras las dos banderas del primer piso. Nadie se preocupaba. Estábamos todos contentos. Se celebraba el kirtan. —Canto de himnos, en el templo central de cúpula dorada del estanque—. Y estaban cantando un pareado: “Nadie puede matar a aquel cuyo Dios es todopoderoso.” Jisda sahib dada hué usnu marna koi. Eso nos animaba.

—¿Sabía lo de los cuerpos metidos en los desagües?

—No lo sabía.

—¿Le apena ahora?

—No. Todo vale en el amor y en la guerra.

De repente se puso nervioso, y dijo que tenía que marcharse. Dijo que me llamaría por teléfono en Delhi al cabo de unos días. Bajé la escalera con él. No se dirigió a la recepción del hotel. Se dio la vuelta con rapidez y echó a andar junto a los arriates del cuadro de césped delantero, pasó sobre un parterre bajo y salió a la calle por la verja del hotel.

Uno o dos días después, la policía anunció que podía estar a punto de comenzar en Delhi una campaña terrorista con bombas. Aquello dio un nuevo giro a lo que Kuldip me había contado sobre sus movimientos, pero me siguió costando trabajo asociar al hombre de rostro arrugado y ojos sumisos, que había estado sentado tan sosegadamente en mi habitación, con actos violentos.

Gurtej dijo al principio de mi estancia en Chandigarh, cuando le pregunté sobre el hincapié que hace el sijismo en el sufrimiento: «El mundo es un lugar desdichado para vivir, y hay que erradicar la desdicha. Solo existen dos maneras. O bien se hace sufrir a otro, o sufre uno mismo.»

El día que Kuldip había mencionado, la telefonista del hotel de Delhi llamó a mi habitación y dijo: «Hay un señor al teléfono que desea hablar con usted, pero no quiere dar su nombre.» Antes de que pudiera decidir qué hacer, la persona que llamaba colgó. No recibí ninguna otra llamada así; no volví a saber nada de Kuldip. En cierto modo, me sentí aliviado, porque las noticias sobre la campaña terrorista me habían puesto —como a los habitantes del pueblo de Jaspal, y de otros pueblos— en un dilema.

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