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9. LA CASA DEL LAGO

Regreso a la India

La India estaba llena de forasteros; el número aumentaba año tras año. En todas las ciudades grandes a las que fui —salvo Amritsar y Lucknow—, los hoteles estaban abarrotados: una feria comercial seguía a otra, un acontecimiento público o festivo a otro, las delegaciones extranjeras de diversos tipos se pisaban los talones unas a otras.

La India a la que yo había ido en 1962 era como un país diferente. No era todavía un sitio al que fuera mucha gente por negocios. No era todavía un sitio al que desearan ir los turistas. Los hoteles de cierta calidad escaseaban. Lejos de los principales centros resultaba difícil viajar. En algunos sitios se pasaba la noche en una habitación de la estación de ferrocarril; en otros sitios, si se conseguía el permiso oficial necesario, se obtenía alojamiento en un dak bungalow, una casa de posta. Era un nombre precioso, que rememoraba los viajes a la antigua, y los servicios a la antigua. Pero cuando se llegaba al bungalow colonial, enmohecido, abrasado por el sol, con quizá unas cuantas zinnias o rosas de tallo delgado o unos arbustos inclasificables en el jardín de arena, había que llamar a voces al vigilante, y acababa apareciendo un individuo andrajoso y descalzo que se ofrecía a preparar en la cocina de su propio alojamiento la clase de comida que cocinaba para sí, que, cuando llegaba, podía oler a humo de madera o de las boñigas de vaca sobre las que se había preparado. En el dormitorio exiguamente amueblado, la «ropa de cama», de áspera pelusilla, olía al agua jabonosa, salobre o corrompida, con la que la habían lavado; el suelo se notaba arenoso o terroso al andar; el mosquitero tenía desgarrones y agujeros; los orificios de ventilación en la parte superior de la pared te producían una sensación de estar desprotegido. La noche podía hacerse larga.

La India a la que yo había ido en 1962 era como un lugar lejano, un lugar que merecía un largo viaje. Y —casi como William Howard Russell un siglo antes— fui en ferrocarril y barco desde Londres: ferrocarril hasta Venecia; barco hasta Atenas; barco hasta Alejandría; barco hasta Karachi y Bombay. Doce años antes, había viajado a Londres desde la isla de Trinidad. Allí, como nieto y bisnieto de inmigrantes campesinos de la India, crecí con mis propias ideas sobre la distancia que me separaba de la India. Me encontraba lo suficientemente lejos de ella como para dejar de ser de ella. Conocía los rituales pero no podía participar; oía el idioma, pero solo entendía las palabras más sencillas. Pero me encontraba lo suficientemente cerca como para comprender las pasiones, y lo suficientemente cerca como para sentir que mi propio destino estaba vinculado al destino de las gentes del país. La India de mi fantasía y mi corazón era algo perdido e irrecuperable.

Existía el país físico. Podía ir a él; siempre lo había deseado. Pero en aquel primer viaje yo era un viajero temeroso.

Había pensado pasar un año en la India, y —aunque no tenía una idea clara para un libro— esperaba instalarme durante una parte de ese año en algún lado y escribir algo. Llegué a Bombay un día de febrero. A principios de abril fui al norte, a Cachemira: tren hasta Delhi; tren nocturno hasta Pathankot, y después autobús durante un día y una mañana (con una parada por la noche: luz de luna en los arrozales abancalados de Banihal) por las montañas y a continuación la bajada al valle de Cachemira.

Me hospedé en un lóbrego hotel enmohecido de la ciudad. En sus habitaciones no se tenía idea del entorno, ni panorama del lago, las montañas o la nieve reciente; solo una vista urbana de patio interior atestado. No me veía quedándome allí tres o cuatro meses. Estaban las casas flotantes del lago, reliquias del Raj. Pero las bien equipadas —como barcazas blancas sobre el agua, que reflejaban la nieve reciente de las oscuras montañas de todo alrededor— eran demasiado caras para mí. Esas eran las de la porcelana buena y los muebles antiguos tallados a mano y los menús ingleses a la vieja usanza (y todavía, aquí y allá, las fotografías y en algunos casos las recomendaciones de huéspedes ingleses de hacía treinta años: antes de la independencia, antes de la guerra). Las casas flotantes más pequeñas eran penosas. Pero incluso si hubiera podido pagar las mejores, no me creía capaz de escribir y vivir en una sola habitación de una casa flotante. Me habría resultado opresivo no poder salir cuando quisiera; me habría sentido como en una cárcel.

Empezó a parecer como si, tras el largo trayecto hacia el norte, Cachemira no fuera a funcionar; pero después, al segundo o tercer día, mientras buscaba sin parar un buen sitio para alojarme, me dejé llevar por un hombrecito con una gran chaqueta azul y gorro de piel negra a lo que, según me dijo, era un hotel en el lago mismo, con jardín propio.

Costaba trabajo dar crédito, pero era tal como había dicho Alí Mohamed, el hombre de la gorra negra. Llegué a conocerlo muy bien. Lo vi durante muchas semanas salir del hotel donde tenía su base, mañana y tarde, subir a una barca con zagual con su gran bicicleta, llegar al bulevar del lago y a continuación pedalear hasta la estación de autobuses, la oficina de turismo o cualquier otro sitio en el que pudiera ganarse a un viajero, como había hecho conmigo. Aunque no era insistente ni hablador, era realmente un individuo tímido, sumiso, a quien nada le gustaba más que fumar un poco en el hooka con sus amigos en la cocina del hotel al extremo del jardín.

El hotel era como una casita. Se llamaba Liward5: así estaba escrita la palabra, y así la consideraba yo. Tenía dos pisos y tejado en pendiente de hierro ondulado. Se alzaba en su propio jardín, en el lago, no uno de los jardines flotantes, densas marañas de hierbas y tierra, que podían remolcarse, sino en terreno firme. Alquilé un dormitorio en el piso superior, en un extremo de la casa. Aquella parte de la casa acababa de ser construida para la nueva temporada —el Liward se ampliaba cada pocos años—, y por la distribución del edificio, esa habitación no tenía ninguna vecina inmediata. Tenía ventanas en dos lados, con vistas del lago, las montañas y la nieve. Tenía baño propio, completamente nuevo. Baño y dormitorio tenían un olor agradable, a madera nueva y cemento nuevo. El pequeño salón del hotel estaba junto al dormitorio; también lo alquilé, de modo que casi podría decir que tenía mi propia ala en el Liward.

Fue una gran suerte para mí. El Liward, mi estancia en Cachemira, llegó a ser un lugar de descanso en mi año indio, un lugar de descanso en mi miedoso viajar, y tal vez me capacitara para continuar con mi aventura india. Me había desarraigado de Londres, y había invertido todo el dinero que tenía en aquel viaje por la India; me habría resultado muy duro si no hubiera funcionado, y si yo no hubiera sido capaz de aguantar.

Me quedé en el Liward más de cuatro meses. Llegué a conocer a todos los que trabajaban y fumaban en la choza de la cocina, en el extremo del jardín. Alí Mohamed —tan importante al principio— pronto pasó a ser una figura en segundo plano. El señor Butt era el propietario del hotel, pero el inglés no se le alcanzaba; nos comunicábamos mediante gestos y sonrisas. La mano derecha del señor Butt era Abdul Aziz. No sabía leer ni escribir; pero tenía un profundo sentido social y sabía leer los rostros y las situaciones; tenía una memoria prodigiosa, y hablaba inglés coloquial, aprendido puramente de oído. Fue con Aziz con quien traté durante esos cuatro meses en el Liward. Fue con Aziz con quien hice excursiones a los valles más elevados. Aziz y el señor Butt prepararon mi expedición a la cueva de Amarnath, en la época de la gran peregrinación, en el mes de agosto, y Aziz también vino conmigo en esa ocasión, para ejercer cierto control sobre la escolta que habían contratado para mí.

Y escribí mi libro. Lo que había sido una simple idea, un impulso, una serie de sugerencias, lo que al empezar a escribir se me antojaba irreal, comenzó a adquirir vida propia y a ejercer su propio poder en aquella habitación con dos vistas. Eso también formó parte del bienestar y la seguridad de aquella temporada, de la sensación de que un libro iba creciendo día a día. Aziz y el señor Butt habían improvisado una mesa para que escribiera. También me dieron un flexo.

Al año siguiente, en un opresivo piso amueblado del sur de Londres, empecé a escribir mi libro sobre la India. Tenía intención de hacerlo antes, pero tras las primeras semanas empecé a renunciar a la idea. Escribir sobre viajes era algo nuevo para mí, y no veía cómo podía encontrar una narración para un libro sobre la India: me sentía demasiado abrumado por la aflicción que veía. No llevé un diario, tomé muy pocas notas coherentes; pero el dinero se había acabado, y había que escribir un libro. Empecé a escribir al cabo de dos o tres meses enteros después de mi regreso. Al escribir, el intervalo de Cachemira se convirtió en lo que había sido el año anterior en la India: un sitio donde descansar. Al recordar los acontecimientos día tras día, encontré una narración donde en su momento no parecía existir.

Una vez escrito el libro —impuesto un orden a los recuerdos, hallada la narración, encaradas y expresadas las emociones indias—, empezaron a desdibujarse los detalles. Llegó un momento en el que ya no leía el libro. Cachemira y el hotel Liward —y el señor Butt y Aziz— mantuvieron su luminosidad, el recuerdo de una temporada en la que todo había ido bien. Después de aquello, ante mí se abría la posibilidad de volver a Cachemira en cualquier momento. Los viajes en avión habían simplificado el mundo, habían simplificado las maneras de enfrentarnos con partes de nuestro pasado. A veces me escribían cartas sobre el hotel; no sé quién me envió una fotografía para que viera los cambios que se habían producido en el edificio. Pero nunca sentí la necesidad de volver.

En esta ocasión volví. Fui por vía aérea. Así que vi el aeropuerto que, veintisiete años antes, no había visto, y al que ni siquiera me había acercado. Había estrictos controles de seguridad en el aeropuerto de Delhi, debido a la situación del Punjab. Había controles de seguridad en Srinagar: el valle de Cachemira estaba agitado.

También había agitación en 1962; pero a partir de entonces todo el mundo empezó a vivir más nervioso en la India, y con una actitud diferente ante la autoridad.

Estaban arreglando la carretera de la ciudad. Pasaba junto a muchas casas nuevas; no había visto esa riqueza de particulares en 1962. El centro de la ciudad tenía el mismo color de barro y el mismo aspecto medieval que recordaba: como si todos los colores de Cachemira, en sí mismos tan vivos como los tonos de una paleta de pintor, se hubieran mezclado y creado una sensación de suciedad y barro. Tanto el ladrillo como la madera de los edificios viejos —o de los edificios que parecían viejos— tenían color de barro. Como también lo tenían las calles, el efecto de color que producían las abigarradas ropas de la gente, y como de barro —con un parche o capa de algas verdes aquí y allá— era el color del turgente río de orillas empinadas que discurría por la ciudad. Un brazo o canal de este río estaba obstruido por pequeñas casas flotantes sin pintar, unas junto a otras; y allí se mostraban con claridad, como hileras de un barrio de chabolas, pequeñas casas flotantes permanentemente amarradas a la ribera, cada una de ellas con su correspondiente retrete en la orilla.

Se avivó algún recuerdo, ante el color gris pardusco de las casas flotantes; pero la sensación de opresión y abarrotamiento era nueva. También se me vino a la memoria que alguien me había contado en 1962 que en tiempos de los británicos (aunque Cachemira era un Estado principesco, con su propio soberano) no se permitía a los indios andar por el Bund, la principal avenida de la ciudad. Eso ya pertenecía al pasado lejano. La ciudad indocachemir había desbordado sus lindes y se había extendido por gran parte del bulevar del lago. Ese nuevo despliegue no tenía color de barro. Era un estruendoso bazar indio de cemento y cristal y pintura nueva, hoteles, tiendas y letreros. Y ante él, en una parte del lago donde en 1962 solo había agua, había una larga hilera de casas flotantes para turistas, cada una de ellas con su letrero: como si los cachemires y los viajeros estuvieran alineados y unos frente a otros como dos equipos deportivos, los viajeros disminuidos en sus casas flotantes, privados de movimiento y capacidad de maniobra, los cachemires ágiles en la orilla, dispuestos a ocuparse de cualquier grupo que llegara a tierra, con sus soldados de complemento que remaban por el lago, surgiendo de la nada, con sus botes planos, bajos, capaces de colarse en la menor abertura. A lo largo de ese trecho del bulevar del lago había un estruendo de voces humanas, como en un mercado o un bazar.

En el extremo del bulevar del lago, y pasado aquel nuevo despliegue, estaba el Palace Hotel, con sus espaciosos jardines. En esta ocasión me alojaba allí. El hotel había sido el palacio de verano del maharajá de Cachemira. Era un edificio grande pero sencillo, de los años 30, bajo y ancho, muy apartado del lago y el bulevar. Los manzanos plantados por el último maharajá estaban todos en flor, menos uno; también lo estaban los almendros. Tras los colores de barro de la ciudad, los colores eran allí del más puro verde primaveral.

Yo conocí el palacio como tal palacio. En 1962, el maharajá Karan Singh residía allí; su puesto oficial en el Estado era el de gobernador, sadr-i-riyasat, y me invitaron a cenar al palacio más de una vez. En una ocasión fui en tonga, un carro tirado por un caballo. El caballo peleó por subir la larga y acusada pendiente del camino, resbalando. Yo hubiera podido ir más deprisa andando. Me parecía absurdo ir en el tonga, pero no sabía qué hacer. La situación les pareció indigna a los funcionarios que estaban observando: acabaron por venir en un todoterreno a rescatarme.

No me quedó ninguna remembranza de la entrada ni de las habitaciones del palacio. La alfombra estaba gastada en el pasillo de abajo. Arriba, junto a la puerta de mi habitación, había cálidos olores de cocina, y por una pantalla de cemento, un vislumbre del alojamiento del personal. Mi habitación era grande; el mobiliario parecía insuficiente; la alfombra de áspero pelo era de un verde vivo. Ninguna sensación de esplendor, comodidad o vacaciones: solo la impresión, en el húmedo aire primaveral, de un edificio grande que se venía abajo, con demasiadas cosas por arreglar, un edificio demasiado grande para los que allí estábamos, que solo se abría para la temporada, que necesitaba una vida de verano y de vacaciones que, con el revuelo político y religioso del valle, quizá no fuera a conseguir.

Sin embargo, los jardines a los que se asomaban las ventanas estaban cuidados. Habían cortado el césped, desmochado recientemente los dos árboles grandes, los arriates deslumbraban con colores de bulbos y semillas. Dos chicas japonesas con pantalones vaqueros, que se hacían fotos, posaban la una para la otra, acuclilladas ante los tulipanes rojos, emitiendo grititos resonantes. Por detrás y por debajo, entre la vegetación primaveral, por entre los ramilletes de los álamos y las suaves frondas de color lima de los sauces, se veía el lago. Las lejanas montañas tenían nieve recién caída en la cumbre. Era un panorama privilegiado, palaciego: no se veían, desde la ventana, las nuevas construcciones a la derecha de la orilla del lago, ni los bancales de la parte inferior de la montaña, ni las hileras de casas flotantes a la izquierda.

Por aquella zona, a la izquierda, estaba el hotel Liward. Y fue hacia allí, sin querer retrasar el momento, adonde me dirigí al cabo de muy poco tiempo. Cogí un taxi del hotel. Había una tarifa mínima. Por la misma tarifa hubiera podido recorrer una distancia dos o tres veces superior; incluso hubiera podido ir a pie.

Empezaron a revivir las viejas irritaciones de Cachemira, como un resumen de los años.

Confuso por la multitud que veía en el bulevar, incapaz de calcular, con el nuevo amontonamiento del lago, dónde podía estar el Liward, me bajé demasiado pronto, en otro embarcadero, y me vi metido en un regateo con el barquero sobre la tarifa hasta el Liward. El barquero tenía la estatura de un niño y, bajo la túnica marrón, el físico de un niño. Piel pálida, con marcas, descolorida a trozos; una carita cadavérica de cuello delgado, pelo de color claro, ojos brillantes. Su aspecto daba idea del hambre invernal; pero sus ojos, como su voz, regateante, estaban llenos de rabia. En 1962 no vi a nadie así en el embarcadero, pero tampoco existía aquella multitud, el estruendo humano.

Acordamos 25 rupias para ir hasta el Liward, una libra: algo excesivo, cinco veces más de lo que debía ser.

El agua del lago, al fluir por entre mis dedos, estaba fresca. Y a pesar del tráfico, el lago conservaba la claridad primaveral. Estaba lleno de pececitos, una delicia para los ojos, y los helechos del fondo del lago cabeceaban lentamente con la corriente. (Más adelante, mediado el verano, el agua se enturbiaba.) Donde antes había espacio abierto, en 1962, ahora había una larga hilera de casas flotantes, cada una de ellas con su letrero y sus escalones, y parecía que algunas de las barcas estaban unidas por un pasadizo de madera con barandilla, apoyado sobre pilotes.

Pasamos por allí a golpe de canalete; nos dirigimos hacia un canal con tiendas flotantes y barcas de servicios. Y al cabo de poco tiempo —desde luego, la travesía no podía costar 25 rupias— allí estaba el Leeward, con el nombre correcto, tal como lo anunciaba el enorme cartel. No la modesta casita y el jardín lacustre en los que yo había vivido, sino un establecimiento que sobresalía incluso por encima de la nueva aglomeración comercial: sólido, con muros de cemento, múltiples alas, múltiples aguilones.

Las fotografías del Leeward que me habían enviado hacía unos años mostraban un edificio de dos pisos. Me daba la impresión de que habían elevado el tejado desde entonces, y que habían puesto un tercer piso. Los aguilones estaban desplegados de una forma extraña por abajo: eran más gruesos, casi con la misma curva de un palo de hockey. Con el tejado a dos aguas, parecía algo tibetano o japonés.

Recordé las hojas de loto planas del lago junto al jardín del Leeward. Todavía quedaban unas cuantas, pero no eran tan visibles como la hierba alta, atrapabasuras, que crecía alrededor del embarcadero flotante. El hotel siempre había estado en una intersección de pasos navegables; pero después parecía como si una zona residencial se hubiera transformado en zona comercial. Frente al Leeward, al otro lado de todos los pasos, había tiendas flotantes amarradas a restos recortados de islotes negros, tiendas de madera basta y hierro ondulado sobre pilotes, y almacenes de artesanía. El Leeward tenía su propia tienda de comestibles en una esquina, con un gran anuncio en el muro, y cerca de allí había un almacén de artículos de cuero y lana de Cachemira.

Del embarcadero flotante salía un camino con barandilla que unía dos rectángulos de jardín. Era (aparte de la jardinera de una esquina) un poco como el jardín que yo conocía. Pero era imposible reconstruir el lugar, calcular dónde estaba antes mi salón, y dónde el dormitorio con las dos vistas. Debía de haber aumentado la isla del hotel, el terreno mismo.

En un extremo del edificio, frente a las tiendas del hotel, estaba la oficina, una pequeña habitación de paredes blancas con ventanas de cristal. Un mostrador alto; un teclado marrón; un calendario en la pared; folletos turísticos de Cachemira desplegados. También había carteles de La Meca: la piedra negra y una cúpula. No había adornos con ese giro religioso en el antiguo Leeward. Evidentemente, alguien había peregrinado a La Meca, o deseaba mostrar su lealtad.

No había nadie en la oficina. Había un chaval merodeando junto a la puerta que parecía guardar alguna relación con el hotel. Lo mandé a buscar a Aziz o al señor Butt. Vino el señor Butt. Apenas tuve que esperar. Al cabo de veintisiete años, fue así de sencillo. Llevaba una franja blanca de barba, la barba del hombre que ha hecho la peregrinación. Quizá no me hubiera fijado en él en medio de una multitud; pero allí, en su propio entorno, era reconocible inmediatamente: el gorro de piel, los colores oscuros que le gustaban, las gafas de gruesos cristales, la delgadez.

Se comportó como si no se sintiera sorprendido. En realidad, éramos los dos como actores en una obra de teatro, que hubieran ensayado aquel momento. En 1962 había nueve habitaciones en el hotel, me dijo; entonces, había cuarenta y cinco. Cobraban 125 rupias por noche, cinco libras, ocho dólares, incluyendo ropa de cama y agua caliente. Sabía exactamente cuánto tiempo había estado yo en el hotel en 1962. No tuve que preguntárselo; él me lo recordó. Había estado cuatro meses y quince días. Al igual que escribir, la ordenación de los acontecimientos y las emociones, hicieron que las cosas me resultaran manejables, a mí me ayudaron a despejar el camino, por así decirlo, pareció como si ponerle números a las cosas, hallar los números correctos, ayudara al señor Butt a clasificar las cosas y aplicar una pauta a los acontecimientos.

Tras las novedades sobre el hotel, que me contó con mucha rapidez, lo más importante que tenía que decirme era que había peregrinado a La Meca. Estaba lo de su salud. «Pero estoy bien, señor.» Y, para demostrarlo, me cogió la mano y la apretó con fuerza.

Le pregunté cuántos años tenía. Le costó trabajo traducir los numerales. Al principio dijo 86, después 76, después 66. Quizá tuviera 66; según eso, tenía 39 en 1962: le faltaba un año para cumplir los 40, y por entonces a mí me había parecido un hombre mayor.

Me habló de los demás. Alí Mohamed, que me llevó hasta él aquel afortunado día, se había marchado. El khansama, el cocinero, atormentado y temperamental, que provocaba toda clase de problemas en la zona y las dependencias en el extremo del jardín, había muerto. Pero Aziz continuaba allí, y muy en su sitio. En aquel momento estaba en su casa; volvería al hotel por la tarde.

Dije que regresaría alrededor de las cuatro para ver a Aziz. El idioma —o la inexistencia de un idioma común— se interponía entre el señor Butt y yo, como siempre había ocurrido. Al llegar al final de lo poco que teníamos en común con el lenguaje, también llegamos al final de lo que teníamos que decirnos entonces. Y yo cogí la barca del lago hasta los escalones del embarcadero y el hombrecillo de ojos enfurecidos.

En la orilla había una colina conocida como Shankaracharya. Había un templo hindú en la cumbre; en 1962 Karan Singh mantenía allí al brahmán. Yo subí muchas tardes a la colina. Conocí al brahmán. Era un eremita jovial, con gorro de lana. Cuando llovía, o cuando estaba nublado o hacía frío, se calentaba al modo cachemir, arrimado a un braserito de barro con carbón vegetal debajo de una manta. Había tantas cosas nuevas que notar; únicamente entonces —al regresar a las escaleras del embarcadero en medio del estruendoso bazar del lago y el bulevar— vi que en la pequeña colina junto a la de Shankaracharya había una gran torre de televisión, y pensé qué pasaría con el templo y con el brahmán.

Volví al Leeward hacia las cuatro. Otra vez un taxi del Palace Hotel; otra vez una barca del embarcadero de las 25 rupias. En la oficina me esperaba un jovencito muy guapo. Llevaba un chaleco acolchado azul de material sintético, tan elegante como su corte de pelo. Dijo ser «el hijo de Aziza»: eso fue lo que dijo, «Aziza»; recordé que era la forma cariñosa de Aziz.

¡El hijo de Aziz! Tenía dieciocho años. Estudiaba en un centro de Srinagar. Estaba estudiando contabilidad. ¡Contabilidad! Pero claro, con tanto movimiento en el lago y en la ciudad, eso hacía falta.

Y apareció Aziz: salió del pasillo por el que había aparecido el señor Butt, por la mañana. El señor Butt se había mantenido delgado; Aziz se había puesto anchóte, tenía barriga y la cara redonda. Llevaba muchas prendas de ropa: pantalones anchos, camisa de faldones largos, un jersey muy ceñido sobre la tripa, una especie de chaleco sin botones (con más espalda que delantera), y una chaqueta larga, de tela ligera. Curiosamente, su tamaño no tenía apenas importancia: seguía siendo el hombre que yo había conocido.

Mantenía la fuerza, la ligereza en el andar, la expresión neutra, la mente inquisitiva, el leve guiño, como si fuera miope.

¿Qué novedades? Pues dijo que el chico —refiriéndose a su hijo, el guapo— quería ser médico; pero lo habían convencido de que no lo hiciera. No había mejor negocio que el del hotel. Y cuando se reunió con nosotros, el señor Butt se rió y dijo, como Aziz, que no había ningún negocio como aquel.

Le pregunté a Aziz por el gorro de piel del señor Butt. Había descrito, en mi anterior libro, el efecto de la fuerte lluvia un día en el gorro: tras haber encontrado aquellas palabras, y sin haberlas olvidado, recordé el gorro. Pensé si, como la barba blanca del señor Butt, tendría un significado religioso, o si querría decir que el señor Butt pertenecía a un clan concreto.

Aziz dijo:

—Puede pagar 1.000 rupias por esa gorra.

Al parecer, eso era todo. Fue entonces cuando me di cuenta de que también Aziz llevaba un gorro de piel, y la memoria —en una docena de vivas imágenes— me dijo que Aziz siempre había llevado gorro de piel, que el gorro formaba parte de su aspecto, y que lo había visto solo una vez con la cabeza descubierta, tras unas bromas en la cocina, que le hicieron salir riendo y todo despeinado al jardín. Pero no había tenido que encontrar palabras para su gorro; no había adquirido ninguna importancia para mí.

Le conté a Aziz mis problemas en el embarcadero, y que me cobraban 25 rupias. El barquero estaba esperando con su barca para la vuelta. Aziz hizo un gesto y llamó al barquero. Me dio la impresión de que al barquero no le gustaba que lo llamaran; pareció como si no se diera cuenta.

También pareció como si Aziz se olvidara del barquero. Sacó una caja de fotografías, y el señor Butt y él se pusieron a buscar fotos antiguas. Encontraron una del hotel, de 1962, en la que aparecían el jardín y mi salón. Y encontraron otra, sobreexpuesta, del personal de la época. El señor Butt estaba en ella, y Aziz, y también Alí Mohamed, que se había marchado, embotado y serio, y el khansama muerto. El khansama era alto y realmente hermoso, con un rostro más atormentado de lo que yo recordaba. Quizá sus iras no se hubieran debido solo a que fuera temperamental; quizá estuviera enfermo a veces, y con dolor.

No había más de cinco o seis personas en aquel antiguo grupo. Ahora, el hotel tenía 20 empleados, y tenía incluso gerente.

Entonces, ¿qué hacía Aziz?

El hijo de Aziz dijo:

—Es el comandante en jefe.

Y, al comprenderlo, el señor Butt sonrió.

Le pregunté a Aziz por la salud del señor Butt. El señor Butt había dado a entender por la mañana que no se encontraba nada bien. Aziz dijo que el señor Butt no debería fumar, pero que fumaba hooka a escondidas; no podía dejarlo. Y el señor Butt, sin sonreír, hizo un grave gesto de impotencia.

Le recordé a Aziz lo del barquero, y la tarifa de 25 rupias por la travesía.

Aziz dijo:

—¿Usted paga veinticinco rupias esta mañana?

Y cuando le dije que sí, adoptó una expresión seria, como un médico que se topa con un síntoma malo e inesperado. Pero después, como un médico, estaba dispuesto a hacer cuanto pudiera. Volvió a llamar al barquero, y en esta ocasión el barquero apareció. Aziz y el señor Butt hablaron con él. Aziz me contó después que le había dicho al barquero que yo era un viejo amigo del hotel, no «un turista de tres días». Y durante aquella conversación con el barquero, el señor Butt dijo más de una vez: «Cuatro meses y quince días.» Al final, el barquero sonrió y Aziz dijo que podía pagarle lo que yo quisiera. No me pareció suficiente. Aziz lo sabía; me sugirió que le diera 15 rupias.

Me volvió a la memoria la imagen de un Aziz frívolo, destocado, en el jardín del antiguo Leeward; una frivolidad extraña entonces, y que costaba trabajo imaginar después, en el hombre digno, triunfante, que estaba frente a mí. ¿Qué edad tenía entonces? Para mí, en aquella época era un hombre maduro, un hombre sin edad.

—¿Cuántos años tiene, Aziz?

—Cuarenta y ocho, cincuenta.

Eso era demasiado joven. Pero no parecía saberlo; y tal vez, al no poder leer ni escribir, al tener que confiar tan solo en la memoria, la capacidad de relacionar los acontecimientos de su propia vida con los acontecimientos de fuera, no tuviera medios de saberlo.

Hablamos de la peregrinación al Himalaya, a la cueva de Amarnath, que me habían preparado ellos, con muleros, una persona para montar la tienda, un cocinero, y Aziz al mando de todo. Ahora iban helicópteros a Amarnath, dijo Aziz, y había enormes cantidades de peregrinos, cuatro laj, 400.000, 500.000.

Aziz dijo:

—¿Recuerda ghora-walla?

Se refería a uno de los muleros de nuestro grupo. Debía de haber escrito algo sobre él; los detalles debían de estar en mi libro, pero el hombre como tal, y los acontecimientos con él relacionados, se me habían ido de la memoria. Pero Aziz lo recordaba, y me volvió el recuerdo de un mulero que nos abandonó en un paso de montaña y que, antes de eso, había hecho que parte de nuestro equipaje cayera montaña abajo, y que Aziz tuvo que encargarse de recuperarlo.

Me hubiera gustado, en 1962, tras el viaje a Amarnath, haber pasado unos cuantos días más sin hacer nada en las cimas del Himalaya, con el grupo del Leeward y su equipo. Pero Aziz no quiso. Me empujó a volver a Srinagar, para otra celebración —musulmana— religiosa. En la mezquita de Hazratbal, al otro lado del lago, había una reliquia famosa, un pelo de la barba del profeta. Se exhibía una vez al año, y Aziz estaba obsesionado con volver para eso.

Le gustaban las grandes celebraciones religiosas, una mezcla de fe, feria y vacaciones, y sus nuevas fueron, como las del señor Butt, que había peregrinado a La Meca. Había ido dos veces. Se tardaba tres meses en hacer la peregrinación. El gobierno indio se encargaba de arreglar el viaje. Primero se iba a Yedda, y después se iba con taxis y autobuses a La Meca. En todo el camino entre Yedda y La Meca había retretes. No era Amarnath. Todo estaba limpio en La Meca. Hablaba como un hombre de fe; también como una persona que sabía un par de cosas sobre hoteles y alojamientos.

Dos peregrinaciones a La Meca: eso significaba dinero, tiempo libre, un éxito importante. No era eso lo que yo hubiera profetizado para Aziz en 1962. Y, realmente, me pareció extraordinario que Aziz y el señor Butt, con tal diferencia de habilidades y caracteres, hubieran trabajado juntos en la misma línea durante todos aquellos años. Se habían apoyado mutuamente; el señor Butt le permitió a Aziz que creciera, y el negocio creció hasta unos límites que no podían ni imaginar.

Le pregunté a Aziz por los curiosos aguilones del hotel. Dijo:

—Estilo, estilo. Tendría que ver los edificios nuevos por aquí.

Tenía algo que contarme sobre mi libro. Cuando se publicó, llamaron al hotel del ministerio de Turismo. Dijeron que no les gustaba lo que se había escrito sobre el Leeward. Habían leído que los clientes del hotel tendían ropa a secar en el césped y que la colgaban en las ventanas. Al ministerio de Turismo no le hizo ninguna gracia. Aziz dijo que tuvo que insistirle al funcionario del gobierno, con firmeza: «No ha comprendido el libro.» Una antigua pelea, pero que seguía siendo pelea: Aziz contó la historia dos veces.

Éxito; pero el lago estaba abarrotado. La India entera estaba abarrotada, dijo Aziz, como si fuera algo a lo que la gente tuviera que acostumbrarse. Hacía cuarenta años, se podía beber agua del lago (y yo recordaba gente en las excursiones en barca, en 1962, que incluso utilizaban el agua del lago para preparar el té especial de Cachemira). Según dijo Aziz, y el señor Butt movió la cabeza en señal de asentimiento, los desagües de algunas casas flotantes iban a parar al lago.

Y entonces, bruscamente —como una explicación del silencio o la tranquilidad del momento, y de la falta de hospitalidad—, Aziz me dijo que era el Ramadán. No debían hablar mucho. Iban a romper el ayuno a las siete y diez de la tarde.

Nazir, el hijo de Aziz, vino conmigo en una barca hasta el bulevar. Me dijo que el señor Butt le había hablado, a él y a otras personas, de cuando estuvimos con ellos fumando el hooka. Recordé el momento. El humo del tabaco cachemir, picado burdamente, agradable al olfato, tentador, se te agarraba a la garganta y a los pulmones: era más fuerte que ningún otro tabaco que hubiera probado, con el humo caliente del carbón y el tabaco apenas enfriado por el agua del recipiente del hooka.

No creía que nadie del Leeward tuviera ya tiempo para esos juegos. El ambiente era distinto. Allí, el lago estaba demasiado urbanizado, demasiado ajetreado.

Desde el lago, el bulevar y el embarcadero llegaba el estruendo de las últimas horas de la tarde. Parte del estruendo era una voz amplificada, trémula, que destrozaba los nervios. Era la voz amplificada de un almuecín en la mezquita del bulevar: algo nuevo para mí, aquella mezquita, un edificio pequeño y sencillo, que formaba parte del nuevo despliegue, formado por muchas casas, del bulevar, bajo la colina de Shankaracharya. La sencillez misma de la mezquita parecía expresar la urgente necesidad de la nueva multitud del lago.

Tras su conversación con el barquero, Aziz dijo que tenía que pagarle 15 rupias por la travesía. El barquero sonrió y pareció que aceptaría lo que se decidiera. Pero no era al barquero a quien tenía que pagar; era al hombrecillo de voz y ojos coléricos del embarcadero, y se empeñó en las 25 rupias. Nazir, que había venido conmigo en parte para protegerme de aquella imposición, estaba avergonzado. Sin embargo, me di cuenta de que no discutió con el hombre del embarcadero; se limitó a ofrecerse a pagar él mismo el resto del dinero. Claramente, el lago tenía sus propias normas, diversos territorios y esferas de influencia. Las órdenes del Leeward, y de Aziz, no funcionaban allí. Pagué lo que me pidieron. Y después, solícito, Nazir me metió en un taxi y me devolvió al Palace Hotel.

Quedaba más de una hora de luz solar. La vista del lago desde el jardín del hotel me incitó a salir otra vez. Bajé las escaleras del Palace Hotel y cogí una barca durante media hora. Casi nada más partir, se pusieron a nuestro lado dos niños muy pequeños, en su barca, y lanzaron flores de mostaza a la mía. Aquel gesto me cogió por sorpresa. Sonreí, los niños me devolvieron la sonrisa y pidieron bakshees. Eran los típicos mendigos: la sonrisa, el lloriqueo, la agresión.

Y después, les llegó el turno a los vendedores. Llegaron uno tras otro, y acosaron mi barca. Un hombre dijo: «Vamos a hacerlo uno después del otro.» Pensé que estaba bromeando, haciendo un comentario sobre mi situación; pero hablaba completamente en serio. Y se quedaron conmigo, dos a un lado, tres al otro, de modo que me vi en el centro de un pequeño dibujo floral, un dibujo como de margarita, de barcas lacustres. Mostraban sus artículos detalladamente: azafrán, piedras, joyas baratas, y todo tipo de cosas inútiles de pasta de papel. Las barcas de los vendedores las conducían niños pequeños. Los vendedores iban reclinados en almohadas y cojines, y daban la impresión de tener una de las ocupaciones más lujosas del lago. Un par de ellos iban cubiertos con mantas desde el cuello; debajo de aquellas mantas tenían braseritos de carbón.

Nazir y yo fuimos a dar una vuelta por el lago. Apenas habíamos desatracado del embarcadero flotante del Leeward —todavía estábamos frente al hotel— cuando aparecieron los pequeños pordioseros, remando rápidamente, arrojando ramilletes de flores de mostaza a nuestra barca, y diciendo, en un susurro sibilante, recatado, pero al mismo tiempo penetrante: «Bakshees, bakshees.» Nazir les dio un par de rupias a cada uno. Dijo: «Si no les das dinero, no te dejan en paz.» Fue igual de amable con los vendedores, permitiendo que la barca se retrasara lo justo para no molestar ni a los vendedores ni a mí.

Al traspasar la larga hilera de casas flotantes nos vimos en aguas abiertas, y no se nos acercó nadie. Pasamos junto a lo que, según mis recuerdos, era el pabellón lacustre del maharajá. Se me vino a la memoria el recuerdo de una carretera elevada flanqueada de álamos, entre el bulevar y el pabellón del lago: ya no existía tal carretera.

Un día de 1962 tomé un té en el pabellón del lago con Karan Sing y su mujer. Karan Sing sentía gran interés por el pensamiento hindú, y cuando tomamos el té en aquella ocasión habló de Shankaracharya, filósofo hindú del siglo ix nacido en el sur que, en su breve vida de treinta y dos años, recorrió todos los rincones de la India (cuando la India era todavía la India, antes de las incursiones de los mahometanos), predicando y asentando las bases religiosas que aún existían. La colina junto al lago en la que estábamos nosotros llevaba el nombre del filósofo; Karan Singh tenía un interés personal por el templo de la cima.

El entorno del té que tomamos era espectacular: el pabellón, el lago todo alrededor, las montañas, la carretera flanqueada de álamos, el largo camino que ascendía entre huertos y jardines hasta el palacio. Pregunté quién lo había trazado. Esperaba que me dijeran el nombre de un arquitecto. Mirando a su alrededor, Karan Singh se limitó a decir: «Papá.»

Eso fue lo que determinó el momento para mí; pero ya no había calzada real, ni altos álamos: solo espacio abierto, una brisa que se reforzaba desde la otra orilla del agua, y que empujaba nuestra barca contra los burdos postes y los alambres flojos, herrumbrosos, que rodeaban la isla del pabellón, donde los edificios parecían húmedos y cerrados, a la espera del verano y de la gente.

Entre Nazir y el chico empujaron la barca con la pértiga y rodearon la isla del pabellón. Las aguas del lago seguían picadas; pero se calmaron tras una calzada elevada en la que había tendida una gran tubería negra que llevaba agua potable a la ciudad. A lo lejos estaba la mezquita de Hazratbal. Tenía cúpula y alminar blancos, y la blancura se recortaba contra el apiñamiento negro pardusco de las casas de dos y tres pisos.

La cúpula y el alminar eran nuevos. Hazratbal era antes una mezquita sencilla. Un año hubo revueltas en Srinagar cuando desapareció la famosa reliquia de Hazratbal, el pelo de la barba del profeta. Le pregunté a Nazir por él.

Dijo:

—Lo encontraron en Srinagar, en una casa particular.

(Alguien me dijo más adelante que una mujer bien relacionada, que se había puesto enferma, expresó el deseo de ver la reliquia, y se la llevaron.)

Hablando de esto y aquello, Nazir dijo que mantenía correspondencia con una chica inglesa que se había alojado en el Leeward. Se escribían una vez al mes. Dijo, con una seriedad inesperada, y sin incitarme a que yo le preguntara nada:

—Está en las manos de Dios que me case con una chica cachemir o inglesa. Solo Dios conoce el futuro.

Y aquella referencia a Dios era seria, no una simple expresión. Nazir dijo que las chicas de Cachemir eran agradables, pero que las chicas extranjeras eran más «expertas», y yo no le pregunté a qué se refería.

Le pregunté por la religión. Dijo que iba a la mezquita todos los días. Iba solo, durante una media hora, a rezar por «todos». Los viernes iba dos horas y media, a rezar por todos los demás. Era religioso desde los diez años de edad.

Vimos pescadores, dispersos, inmóviles, casi emblemáticos al recortarse contra las brillantes aguas abiertas, de pie o tumbados en sus barcas bajas. Nos acercamos lentamente a ellos bordeando la orilla en las aguas tranquilas a cada golpe de pértiga: fue un momento maravilloso de calma justo a unos minutos del alboroto que rodeaba las casas flotantes y el embarcadero del bulevar.

Uno de los pescadores tendió una pequeña red donde antes había puesto el cebo: una lata señalaba el lugar. Tras haber tendido la red, el pescador movió un largo palo dentado, sujeto dentro de la red, para remover los peces ocultos entre los juncos y helechos. Cuando subían los peces quedaban capturados en la red con contrapesos; se arrastraba la red hasta la barca, y se guardaba el pescado en una parte cubierta, llena de agua, del casco de la barca. Otros dos hombres pescaban con arpón: sujetando el instrumento, ambos agachados a cierta distancia del borde de la barca plana, con un paño oscuro sobre la cabeza, para ver mejor los peces de abajo a través del agua. Permanecían agachados unos minutos, como pequeños bultos inmóviles al borde de una barca, hasta que intentaban arponear un pez, sujetando con firmeza el arpón hasta el momento de lanzarlo.

De las aguas abiertas nos dirigimos a los jardines, fijos o flotantes. En los bordes de los jardines fijos había sauces, cuyas raíces formaban una jaula que evitaba la erosión del suelo. Justo a unos cientos de metros del lago turístico, y como si no pudiera existir un término medio, estaba aquella antigua vida agrícola de los habitantes del lago: los hierbajos y helechos se arrancaban de las raíces del lecho por medio de un palo curvo, y los subían chorreando, mezclados con el negro cieno del lago, hasta las barcas de fondo plano, y después los llevaban para fertilizar los jardines, donde lo removían todo junto, hierbajos, cieno y agua, con anchas palas de madera.

Las mujeres trabajaban acuclilladas en sembrados de espinacas, y los niños con ellas, como trabajaban con los adultos en todas las partes del lago, en jardines y barcas. Entre las franjas de los jardines, los canales cubiertos de algas estaban flanqueados por sauces de ramas colgantes. Las casas eran de madera y ladrillo de un rojo claro. La gente se lavaba a un lado de un estrecho terreno, y al otro lado las jóvenes utilizaban el agua para lavar platos y cacerolas. Algunos hombres se reunían entre los juncos y hablaban desde sus barcas, como hubieran podido hacerlo en una calle. Algunos hombres y chicos pescaban con caña y sedal. Pasó una barca con un vendedor de requesón. Lentamente —mujeres y chicas empujaban sus propias barcas con pértiga, las mujeres y las chicas más visibles allí, entre los jardines—, volvimos a las concurridas vías del lago, tras las casas flotantes.

Pasamos junto a un poblado entre sauces, casas rústicas de polvoriento ladrillo rojo con armazón de madera. Un puesto de una sola habitación, con una plataforma a pocos metros por encima del agua, tenía una gran fotografía del ayatolá Jomeini de Irán (cuyos enemigos en Irán decían que en realidad era indio o cachemir).

Nazir dijo en un susurro, hablando como con respeto, nerviosismo y distancia, como si hablara de personas muy extrañas:

—Todo esto es shií.

Aziz me había hablado de esa forma de los shiíes en 1962. Habló de ellos como personas diferentes de él; en una ocasión llegó a decir que los shiíes no eran musulmanes. Apenas entendí entonces a qué se refería. Una tarde, sin saber realmente qué iban a llevarme a ver, sabiendo solo que era una celebración shií, fui a ver la procesión de Moharrem en la ciudad antigua. Recordaba la ocasión como una serie de imágenes medievales: recordaba especialmente las caras pálidas, semicubiertas, de las mujeres recluidas, enmarcadas en los pequeños marcos de madera de las ventanas superiores, contemplando las sangrientas escenas de autoflagelación de abajo.

A mí me resultó difícil, al salir del suave mundo lacustre de canales rodeados de sauces, lotos y huertos, creer en lo que tan repentinamente tenía ante mí: cuerpos ensangrentados, ropa empapada en sangre, cadenas, látigos terminados en cuchillos y hojas de afeitar, las caras exaltadas, como de deficientes, de los celebrantes, y su porte casi arrogante. Empujaban a la gente para abrirse paso. Yo estaba dispuesto a creer lo que me contaron entonces, que gran parte de la sangre a la vista era en realidad de animales. No comprendí la carga histórico-religiosa de la celebración, la imperecedera aflicción que trataba de expresar. Solamente me alarmó, y me alegré de apartarme de aquello, me alegré de volver a mis cosas y a lo que conocía.

Nazir dijo que su padre le había contado mis quejas por los tambores shiíes durante el Moharrem. Y me dio la impresión en ese momento de que la distancia con la que Nazir (y su padre antes que él) hablaba de los shiíes ocultaba cierta sorpresa ante el hecho de que las gentes del lago junto con las que navegábamos, en apariencia pacíficas, tuvieran aquel otro lado, extático.

Se había nublado. Las nubes descendieron sobre las montañas en un extremo del lago. Empezó a soplar una fuerte brisa cuando salíamos del canal a las aguas abiertas a espaldas de las casas flotantes y el hotel Leeward. Empezó a hacernos retroceder, y desmanteló la toldilla de nuestra barca. El viento también levantó el envés, rojo oscuro o pardo, de las hojas de loto, planas y redondas, dejando al descubierto el lugar en que —entre los juncos, la alta hierba y la basura alrededor de las casas flotantes y las barcas de servicio— estaban los lotos. Yo había estado buscando los lotos. Las flores rosas salían en junio y julio; las recordaba como una de las maravillas del lago. Pero el loto también era un cultivo allí: incluso en medio del viento, podía verse a un hombre en una barca recogiendo raíces de loto, con una vara o herramienta especial para arrancarlas bajo el agua y empujarlas hasta la barca: algo inacabable, la carga y descarga en las barcas.

Parados, con problemas con la toldilla, fuimos «abordados» por dos niños mendigos, que nos lanzaban flores de mostaza, con su barca pegada a la nuestra, y pedían bakshees.

Nazir los echó de allí. Fue la primera vez que le oí levantar la voz; y respetaron su voz. Me explicó lo siguiente:

—Son una mala familia.

Quizá hubieran violado el código del lago, de algún modo. Eran de rostro delgado y muy pequeños, muertos de hambre del lago (como tantos otros), pero había algo predatorio y perturbador en el frenesí con que, con sus delgados brazos, indiferentes al viento y la lluvia, tras habernos localizado, remaron hacia nosotros.

La larga hilera de grandes casas flotantes para turistas nos ofreció cobijo. Avanzamos a su abrigo, junto al paso de madera con barandilla que parecía unirlas. Y después, habiéndose calmado el viento, torcimos por el canal principal del río, volvimos a la confusión de tiendas y barracas apoyadas en pilotes o muros de piedra, barcas de servicio con paredes de viejo hierro ondulado, estructuras de madera y hierro ondulado en trozos de tierra negra, empapada, casi desnuda: Almacenes Únicos J & K, Fabricantes de Arte y Artesanía Cachemires; una tienda de comestibles; un puesto de carnicería con cajas de refrescos embotellados en la plataforma de madera delantera; la Nueva Casa Pandit de Chales y el Almacén de Arte Mir frente a la tienda de artesanía y la tienda de comestibles del Leeward, en la esquina, y unos al lado de los otros, en una estrecha barca de servicio amarrada a su propia islita, una tienda de artículos de piel y cuero, otra de comestibles y el Salón de Peluquería Sunshine.

Y en aquella zona, lo que se podía oír cuando cesó la lluvia, lo que empezó a notarse, era el clamor del parloteo humano por todas partes, como en un mercado cubierto, roto de tanto en tanto por los chillidos de los niños.

Se decía que ya había dos mil casas flotantes en el lago. Cada una de ellas necesitaba una barca de servicios, o un jardín acoplado. Y lo que decía la gente era que el lago, del que vivían todos, allí y en la ciudad, el lago que atraía a los turistas, y que no era muy grande, se estaba encogiendo.

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