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INDIA » 9. LA CASA DEL LAGO

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La lluvia volvió por la tarde. Las nubes ocultaban las montañas y el lago se cubrió de niebla. El Palace Hotel parecía sofocante y desolado. Había pocos clientes; la temporada turística no estaba empezando bien. Los empleados del hotel, vestidos formalmente, en mayor número que los clientes, estaban abatidos; lo formal de su vestimenta aumentaba la sensación de tristeza. El Harlequin Bar estaba vacío; no se servía alcohol.

Era un bar grande, y no había una gran multitud que ocultase su penuria: la alfombra, o un material parecido, que estaba clavada a la barra, estaba raída por algunas partes.

Un grupo secesionista musulmán había estado poniendo bombas en lugares públicos de la ciudad. El grupo también había exigido varias cosas. No quería que hubiera alcohol en el Estado; quería que fuera el viernes el día de descanso, no el domingo, y también que se expulsara a los residentes que no fueran cachemires. Mientras esperaban a que actuaran las autoridades, los del hotel se reunieron y decidieron evitar complicaciones. Era por eso por lo que el Harlequin Bar del Palace no servía bebidas alcohólicas, y por lo que —hasta que insistieron unos clientes japoneses— no se sirvió cerveza ni siquiera durante la cena en el comedor.

Por la tarde, con toda la lluvia, apareció un santón musulmán, un pir, e hizo que el hotel se despertara. El pir era un hombre muy bajo, muy delgado, de piel oscura, con algo parecido a un corte de pelo a cepillo. Tenía sesenta y tantos años. Llevaba una túnica gris oscuro que le llegaba a unos centímetros de los frágiles tobillos, e iba descalzo. Llegó al hotel en una motocicleta de tres ruedas, y al bajarse empuñó un paraguas plegable. Seis coches, llenos de gente, seguían a su vehículo. Parecía que el pir estaba iracundo. En cuanto llegó al mostrador se puso a gritar. Gritando, agitando el paraguas, aferró el brazo de una turista extranjera, la soltó y se lanzó pasillo abajo hecho una furia, derribando o golpeando objetos a diestro y siniestro.

El personal del hotel no opuso resistencia. La maldición del santón era de temer. De igual modo, había que procurarse su bendición. Actuaba como lo hacía porque era santo, y porque, como me dijo alguien, tenía «línea directa» con Dios. No podían predecirse sus movimientos ni sus cambios de humor; pero saltaba a la vista que, en aquel momento, durante aquella extraordinaria visita suya al Palace Hotel, se encontraba en estado de gran inspiración. Por eso lo seguían seis coches. A pesar de los riesgos, la gente quería ponerse en su camino. Un camarero me dijo que si tenías la oportunidad, la suerte, de sentarte frente al pir, no tenías que contarle tus problemas. Conocía tus problemas de inmediato, y —siempre si tenías suerte— se ponía a hablar sobre ellos.

Y después desapareció, con su túnica y su paraguas, en su motoneta, y los coches fueron tras él, dejando que el personal del hotel volviera a sus cosas.

A las 7.11 —un minuto más tarde que el día anterior— las llamadas de los almuecines de las mezquitas alrededor del lago anunciaron que el sol se había puesto, y que los creyentes podían romper el ayuno diario del Ramadán.

Religión, fe: no parecía tener fin, no parecían tener fin sus exigencias. Era como si formara parte de los nervios del valle superpoblado, superprotegido.

Mientras reinaron los maharajás, el sentimiento hindú estuvo protegido en el valle. La matanza de una vaca, por ejemplo, era un delito, punible con «encarcelamiento riguroso». Los retratos de los maharajás, los antepasados de Karan Singh, seguían allí, en la escalera principal del edificio, detrás del comedor principal.

Algunas desgastadas alfombras del hotel estaban en el palacio en 1962. Las habían tejido especialmente; algo se habló sobre ellas una noche. Otra noche, más adelante, a un cliente se le cayó la punta de un cigarrillo encendido en una alfombra sobre la que habíamos hablado y le hizo una quemadura. Karan Singh no se inmutó, no expresó, ni con un titubeo en el habla, ni con una mirada, que le preocupase ni que lo hubiera advertido.

Su familia había reinado allí durante más de un siglo; sus modales principescos eran instintivos. También me resultó interesante ver cómo los dirigentes manejaban más cosas cotidianas. Un día fuimos al cine en Srinagar. Fuimos tarde y salimos pronto, antes de que se encendieran las luces, y después volvimos corriendo al palacio. En una ocasión le pregunté a la mujer de Karan Singh si iban a los puestos de comida, a los puestos de maíz tierno tostado, por ejemplo, en la época del maíz tierno. Me dijo que sí, y que tenían la costumbre de pagar más de lo que les pedían: me dejó con la duda de si, con esa tradición, se pedía menos al gobernante que al súbdito, o más.

Quería comprar un chal, y les pedí a Aziz y al señor Butt que me ayudaran. Fui una mañana al Leeward, y por pura cortesía —Nazir estaba a mi lado— eché un vistazo a los artículos de la tienda del hotel. No había nada que me gustara, y después —para esperar al auténtico vendedor de chales del señor Butt— Nazir me llevó al salón del Leeward. Todos querían que viera aquel salón: se sentían orgullosos de él. Era una habitación grande con colores fuertes en el piso de arriba; tenía altas ventanas correderas, y se asomaba a los ajetreados canales frente al hotel. Había una fotografía del Templo Dorado: tal vez un gesto político de alguien. También había una fotografía descolorida de una chica cachemir. La chica tenía toda una leyenda, me dijo Nazir: era pobre, campesina, pero con su canto se ganó el corazón de un rey.

Aziz subió al salón. Pidió té, y se tomó una taza conmigo cuando lo trajeron. Durante el Ramadán, se permitía el té en determinadas circunstancias: por ejemplo, el señor Butt, que no estaba bien, podía tomar té. Aziz trajo unas fotografías suyas en La Meca: encantado, deleitándose en su santa aventura. ¡Qué gusto tenía por la vida!

Le pregunté:

—Aziz, ¿se acuerda de cuántas veces fui a casa del maharajá en 1962?

Lo sabía con toda exactitud, al cabo de veintisiete años. Dijo:

—Fue usted a cenar tres veces. Una vez fue a tomar el té.

Entonces se me ocurrió preguntarle algo que no le había preguntado durante todos los meses que habíamos estado juntos. ¿Dónde había nacido? Dijo que allí, en el lago. Su padre era cachemir, y también su abuelo; era cachemir de los pies a la cabeza. Su padre se había dedicado a los negocios. Una tienda pequeña. Según dijo, hasta hacía quince años la gente era pobre en Cachemira. En este momento a la gente le iba mejor; la gente estaba «bien», aunque —en eso coincidían Nazir y él— había mucha más. Pero eso, según dijo Aziz, hablando como quien ha viajado, era también el problema de Bombay, de Calcuta, de Delhi.

Pensé por qué le había preguntado tan pocas cosas a Aziz sobre sí mismo en 1962. Tal vez timidez; el deseo de no molestar; pero también quizá algo derivado de la idea del escritor que yo había heredado: la idea del escritor como persona con una vida interior, una persona que lo saca todo de las entrañas, que interpreta mágicamente lo externo de las cosas.

Aziz bajó, y al cabo de poco tiempo vi la barca del comerciante de chales que se acercaba al embarcadero flotante del Leeward. El comerciante subió solo. Llevaba unos pantalones amplios, de fino algodón marrón, metidos en gruesos calcetines de lana estirados hasta muy arriba. Era un hombre de mediana edad, delgado, de rasgos afilados, impresionante. Con su gorro negro, de piel ensortijada (como el del señor Butt), sus zapatos negros y su chaqueta negra, al estilo indio, de faldones largos, abrochada en la parte superior (el broche superior era visible), parecía más centroasiático que cachemir. Se llamaba Sharif.

Dos chicos del lago cogieron su pequeño baúl de latón, llevándolo como un palanquín. Se quitó los zapatos, extendió una sábana sobre la alfombra del salón del Leeward, bajo las altas ventanas correderas, se arrodilló, sacó unas túnicas bordadas que puso a un lado, y después, reverentemente, sacó un pequeño bulto con sus chales de mejor calidad, envueltos en algodón blanco. Yo tenía una fe absoluta en el señor Butt para que se hiciese cargo de aquel asunto, y la actitud reverente del señor Sharif hacia sus artículos confirmó lo que sentía. Sus artículos eran buenos, finos, ligeros, muy cálidos, y desde ciertos ángulos sugerían una especie de ondas en el tejido. Se quitó el gorro de piel, mostró la aguja clavada en la copa y dijo —señalándose los ojos, un tanto hinchados— que hacía algo más que vender. Confeccionaba chales.

Quería 8.600 rupias. Le pedí mejor precio. Dijo que 8.500, con firmeza. Le pedí a Nazir que fuera a buscar al señor Butt. Servicial, Nazir empezó a bajar la escalera. En el descansillo (que daba a las aguas a las que se asomaba mi antigua habitación: ahora estancadas, con los nuevos edificios y embarcaciones, atrayendo botellas, envoltorios y otros desechos) Nazir se detuvo y me llamó. Quería saber hasta dónde quería llegar, hasta qué punto hablaba en serio. Dijo que el señor Butt conocía muy bien al señor Sharif, y que le había dicho que me enseñara piezas buenas y que me hiciera un buen precio.

Volvió a aparecer Aziz. Dejamos al señor Sharif arriba, y bajamos a la oficina. Nazir trajo el chal que rae gustaba. Aziz lo palpó y dijo que le daba una garantía de dos años: era lo que había dicho el señor Sharif. Vino el señor Butt, entrando desde el jardín. Y entonces el señor Sharif bajó las escaleras, de modo que nos reunimos todos en la oficina, en torno al chal de color chocolate con leche.

Aziz dijo que 8.500 era demasiado. El señor Sharif discrepó. Aziz dijo que yo no era un turista de tres días. Sin decir palabra, el señor Sharif salió de la oficina y bajó a la tienda del hotel por la terraza con suelo de mármol. Pensé que se sentía ofendido por algo. Pero Nazir dijo:

—Va a rezar.

El señor Sharif cogió una alfombrilla de la tienda, la colocó en la terraza de mármol blanco justo a la puerta de la oficina y, con la lluvia, empezó a inclinarse y a rezar. En la oficina continuamos debatiendo el asunto.

El señor Butt dijo que el señor Sharif era un buen hombre. Habían ido a La Meca juntos. Nazir dijo que el señor Sharif dirigía las oraciones en la mezquita. No solo era un hombre con autoridad, sino también un hombre de palabra.

Y el señor Sharif continuó inclinándose y rezando, mientras la lluvia tamborileaba sobre el mármol blanco a escasos centímetros de él.

Aziz dijo:

—Ofrezca 7.500.

Así quedó arreglado. Al parecer, se hizo y se aceptó la oferta sin que volvieran a hablar de mí. El señor Sharif terminó sus oraciones, enrolló la alfombrilla, la llevó otra vez a la tienda, volvió a la oficina, cogió un periódico en urdu de dos semanas atrás, y empezó a leérselo al señor Butt (cuyas gafas tenían ya unos cristales muy gruesos). Lentamente, tras haber terminado la lectura, dobló el chal, y después, con el mismo cuidado, envolvió el chal doblado en una página del periódico urdu que había leído.

Mientras ocurría todo eso, Aziz me enseñó una tercera fotografía de su viaje a La Meca, y le pregunté al señor Butt lo que no le había preguntado durante todos los meses que pasé en 1962. ¿Qué hacía antes de inaugurar el Leeward? Dijo que era contratista; que había inaugurado el hotel en 1959, con cinco habitaciones. Treinta años más tarde, el hotel tenía 45 habitaciones.

Había llegado mucho dinero al valle; había subido mucha gente; existía toda una generación nueva de personas educadas. Pero gran parte de esa mejora había sido absorbida por el crecimiento de la población.

La nueva riqueza se mostraba en las nuevas construcciones de clase media en la orilla septentrional del lago, y al principio de la colina con el fuerte de Hari Parbat. Al mismo tiempo, tras las casas flotantes continuaba la antigua vida aniquiladora del lago (pintoresca a la luz del sol; no tanto con la humedad y el frío tras la lluvia), y el lago estaba más poblado. Había más chicos que nunca que gritaban y competían por conseguir clientes en el embarcadero. El efecto, aunque el entorno fuera diferente, era como el del gueto musulmán del antiguo bazar de Lucknow.

También parecía desarrollarse un tipo de vida más antiguo en el centro de la ciudad vieja, donde las pequeñas barcas con cubierta atascaban los canales, donde las tiendas de ladrillo y madera eran como yo las recordaba, y donde, tras la lluvia, las calles se llenaban rápidamente de polvo: el polvo del barro seco. Sin embargo, en la linde de aquella vieja ciudad había muchos edificios nuevos de aspecto importante, entre ellos la universidad y un edificio del gobierno relacionado con la ganadería. Pero también, en las aldeas de más allá, como si las dos formas de vida fueran muy diferentes, estaba el inmemorial mundo de los arrozales.

La gente trabajaba en pequeños campos anegados con las manos desnudas o con arados de madera. Las casas eran básicas, ladrillos marrón-rojizos entre soportes de madera, con dos o más plantas. Los tejados de hierro ondulado en pendiente estaban abiertos por los extremos de los hastiales, y en aquel espacio (y en algunos casos en una buhardilla del tejado) se almacenaba leña, paja o forraje, o grano. El agua corría colina abajo, formando múltiples canales; sauces y álamos proyectaban frías sombras, y había burdas cercas, torcidas, a base de cantos rodados y ramas de árboles en los patios húmedos. Y como en todos los demás sitios, la madera, el ladrillo y la ropa de la gente tenía allí el color del barro.

Aun con aquella vida aldeana, de tan miserable aspecto —la gente sentada en el entarimado de las tiendas de una sola habitación, arropados con mantas gris-marrón o sacos de yute—, había señales de grandes obras públicas, como si se necesitara un enorme esfuerzo para mantener incluso ese modo de vida, para proporcionar electricidad, construir una carretera, ofrecer cualquier clase de transporte. Y siempre, los niños: muy pequeños, en grupos sonrientes, en mayor número que los adultos. El recuerdo imperecedero era el de los niños.

Por encima de cierta altitud parecía que la gente vivía en medio del barro sin árboles. Había pequeñas parcelas cultivadas de tierra empapada alrededor de casas bajas de piedra o madera, con la gente sentada o acuclillada en la linde del barro. Por encima del barro y del agua, a salvo, había haces de paja colgando de las ramas o en las horquillas de árboles secos o moribundos. Incluso allí había niños, con túnicas amplias, grises o marrones, que les hacían parecer adultos en pequeño y que, desde lejos, dificultaban el juzgar su tamaño.

Esto lo vi en un viaje en coche a Sonamarg con Nazir. Sonamarg está en la carretera de Ladak, al noreste. Era algo nuevo para mí; quizá fuera que en 1962 no había buena carretera o no estaba abierta a los viajeros. A altitudes superiores llovía entre las paredes de nieve: se derretían por abajo, creaban pequeñas cavernas y salientes de nieve, y la superficie de asfalto recién despejada era erosionada y excavada por arroyos de nieve derretida.

En Sonamarg nos vimos rodeados de chicos delgados, vociferantes, que querían que nos deslizáramos por las pendientes nevadas. «Treinta rupias, 30 rupias.» Los chicos llevaban gorro y tenían la tez con rojeces. Por los signos de la carretera, Sonamarg parecía delimitar una especie de frontera entre Cachemira y Ladak. No era más que una serie de cabañas del gobierno y tiendas y alojamientos turísticos. No había sembrados ni casas; los chicos debían de ser de una aldea un tanto alejada.

A Nazir le hubiera gustado que yo hubiera cogido un trineo, para hacer lo que se hacía en las vacaciones, y para darle trabajo a los chicos. El padre de Nazir era un triunfador. El propio Nazir, con su bonito corte de pelo, sus vaqueros y zapatillas deportivas, su anorak azul oscuro (le pregunté por él: era un producto de Taiwan, y le había costado 500 rupias, 25 libras), era la viva imagen del joven de clase media. Pero allí, como en el lago, tenía un sentimiento de solidaridad con los niños cachemires.

Al volver, al bajar al valle, más suave, haciéndome una idea de su tamaño, relativamente restringido, al regresar rápidamente a las multitudes y los espacios pequeños (a las afueras de Srinagar, Nazir me señaló un huertecillo, propiedad del señor Butt, pero no nos detuvimos), tuve la sensación, como la que había tenido en algunos embarcaderos, de que incluso en aquel entorno de montañas y ríos alimentados por la nieve la gente se había quedado tan confinada y encerrada como en los estrechos callejones del gueto de Lucknow.

Al día siguiente por la tarde, en el Leeward, me despedí de todos, como media hora antes de que rompieran el ayuno al final del día de Ramadán: me despedí del señor Butt, de Aziz, del señor que llevaba la tienda del hotel (al que no le había comprado nada) y del joven esbelto que era el gerente del Leeward. Estaban todos en el pequeño despacho blanco con paredes de cristal de abajo, con el teclado, el calendario y los dos carteles de La Meca que mostraban la piedra negra y una cúpula dorada. Y justo antes de que me marchara, me preguntaron, por pura cortesía, si quería té.

Las últimas novedades del señor Butt —las que quería que me llevara y que recordara— eran sobre su peregrinación a La Meca. No habló sobre ello como si se hubiera tratado de una penitencia; me habló de ello como de algo alegre y satisfactorio. Le hizo sonreír y reír en el momento del adiós. Mi última conversación con Aziz fue sobre dinero. Nazir, su hijo, había pasado mucho tiempo conmigo, y en algunas de nuestras excursiones se había gastado dinero. ¿Cómo podría recompensarle? Ni hablar de pagarle, dijo Aziz. Bakshees era otra historia: eso podía ser una rupia, cuatro peniques, o un laj, 4.000 libras. Eso no me sirvió de nada, pero Aziz no quiso ir más allá. Cuando propuse cierta cantidad, el rostro de Aziz permaneció impasible, y así fue como lo dejé.

Al volver en la barca al bulevar, con la sensación del final del día de Ramadán cerniéndose sobre nosotros, le hice una oferta a Nazir. Aceptó lo que le ofrecí, pero me di cuenta inmediatamente de que lo hacía por pura cortesía. Su rostro cambió; miró hacia otro lado. Me dio la impresión de que yo había tratado mal el asunto: a pesar de que había estado de turista conmigo, probablemente Nazir me había tratado como amigo. En ese momento volví a experimentar, pero más agudamente, lo que había notado desde el principio: que mi relación con Nazir, un joven inesperadamente apuesto, con sus propias ideas sobre la elegancia y la personalidad, no podía sino ser más complicada que mi relación con su padre.

Yo quería salvar la situación. Dije que mi gesto era de pura amistad hacia él, Aziz y el señor Butt. Se lo dije dos veces. Se ablandó un poco; me dio la impresión de que también comprendía que tenía que hacer algo por su parte para salvar la ocasión, que iba a acabar muy pronto, en el embarcadero, y antes de la llamada crepuscular de las mezquitas.

Desapareció su rigidez. Y mientras bajábamos por el abarrotado canal, pasando junto a la casita flotante con la tienda de artículos de cuero y piel, la tienda de comestibles y el Salón de Peluquería Sunshine, hablamos sobre sus estudios. Le iban a dar el certificado de estudios al cabo de unos meses. Después, durante dos años, iba a estudiar comercio en una escuela —como preparación para la carrera de contable y, tal como esperaban el señor Butt y su padre, para su vida en el negocio hotelero— y a continuación iría a la universidad.

Desde la tiendecita de su abuelo en el lago, hasta sus perspectivas como licenciado y contable, pasando por el éxito de su padre como hotelero, se había producido un movimiento ascendente, paso a paso. ¿Continuaría?

Nunca había salido de Cachemira. Por el momento, el valle (y las montañas de alrededor) era todo el mundo que conocía. El aún formaba parte de él. Veintisiete años después de haberlo conocido, Aziz seguía siendo más o menos el mismo. No ocurriría lo mismo con Nazir. Ya tenía indicios de la existencia de un mundo exterior. Ya, a través del intercambio mensual de cartas con una chica extranjera, se le había ocurrido que existía la posibilidad —siempre en las manos de Alá— de una boda con una extranjera. Al cabo de veintisiete años —difícil de imaginar para mí, al final de la mediana edad, esa extensión de tiempo, esa frontera de sombras—, Nazir no sería el mismo. Le surgirían nuevas formas de ver y sentir, y no formaría parte del valle del mismo modo que entonces.

Al cabo de veintisiete años, yo había logrado hacer una especie de viaje de vuelta, librarme de mis nervios de indio, abolir la oscuridad que me separaba de mi pasado ancestral. En 1858, William Howard Russell describió (y lo comentó) un vasto país físicamente en ruinas, incluso lejos de las batallas del Motín. Unos veinticinco años más tarde, mis antepasados, nacidos en una parte del país por la que viajó Russell (de la forma a la que se tenía acceso por entonces), fueron en calidad de sirvientes contratados a las plantaciones de azúcar de Guayana y Trinidad. Yo llevaba en la sangre esa idea de miseria, derrota y vergüenza. Fue la idea que me llevé a la India en aquel lento viaje en tren y barco, en 1962; era la causa de mi nerviosismo. (Fue la idea que, sorprendentemente, resurgió durante la escritura de este libro, cuando intenté leer por primera vez el Diario de William Howard Russell, y me di cuenta de que rechazaba el libro, al hombre, e incluso su gran talento para la descripción.)

Lo que no comprendí en 1962, o me lo tomé como algo cotidiano, fue hasta qué punto habían reconstruido el país, ni siquiera hasta qué punto la India había vuelto a sí misma, tras su propio equivalente de la Edad Media, tras las invasiones musulmanas y los vandalismos del Norte, minuciosos, repetidos, los imperios cambiantes, las guerras, la anarquía del siglo xviii. La vuelta de la India a sí misma del siglo xx llevó tiempo; incluso podría parecer que era una cuestión de suerte. Tardó mucho tiempo en aparecer un reformador bengalí como Ram Mohun Roy (nacido en 1772); tardó mucho más tiempo en aparecer Gandhi (nacido en 1869). La paz británica tras el motín de 1857 puede considerarse algo afortunado. Fue una época de reclutamiento intelectual. La India había iniciado una nueva vida intelectual; le llegaron nuevas ideas sobre su historia y su civilización. El movimiento por la libertad reflejó todo esto y resultó ser la verdadera liberación.

En los aproximadamente ciento treinta años desde el Motín —los últimos noventa años del Imperio británico y los cuarenta primeros de la independencia empiezan a aparecer cada vez más como una parte del mismo período histórico—, la idea de la libertad se ha propagado por toda la India. La independencia se la trabajaron personas más o menos en la cumbre; la libertad en la que desembocó ha ido descendiendo. Ahora, la gente tiene ideas sobre su propia situación y sobre su valía. El proceso se aceleró con el desarrollo económico que se produjo tras la independencia; lo que estaba oculto, o no era fácilmente visible en 1962, lo que estaba simplemente en estado embrionario, se ha transformado en algo más claro. La liberación de espíritu que ha llegado a la India no podía ser una simple descarga. En la India, con sus múltiples estratos de desolación y crueldad, tenía que llegar como perturbación. Tenía que llegar como ira y revuelta. India era entonces un país de un millón de pequeños motines.

Un millón de motines, fomentados por veinte clases de excesos de grupo, excesos sectarios, excesos religiosos, excesos regionales: podrían parecer los inicios del autoconocimiento, los inicios de una vida intelectual, negada ya por la anarquía y el desorden antiguos. Pero había en la India lo que no existía doscientos años antes: una voluntad central, un intelecto central, una idea nacional. La Unión India era mayor que la suma de sus partes, y muchos de esos movimientos de exceso fortalecieron el Estado indio, definiéndolo como origen de la ley, la urbanidad y la sensatez. La Unión India le dio al pueblo una segunda oportunidad, haciéndole abandonar los excesos con los que, en otro siglo, o en otras circunstancias (como demostraban los países vecinos), quizá hubieran tenido que vivir: el chovinismo destructivo del Siv Sena, la tiranía de muchas clases de fundamentalismo religioso (la gente siempre dispuesta en la India a dejar que la religión llevara la carga de su dolor), la corrupción de estrella cinematográfica y la política racial del sur, la futilidad y nulidad de la beatería marxista en Bengala.

Ya se experimentaba el exceso como tal exceso en la India. Lo que también estaba ayudando a definir los motines era la fuerza de la vida intelectual en general, y la integridad y el humanismo de los valores a los que los indios ya pensaban que podían recurrir. Y —extraña ironía— los motines no podían evitarse sin más ni más. Formaban parte del inicio de una nueva vía para muchos millones, parte del crecimiento de la India, parte de su restablecimiento.

Cuando volví a Bombay me puse en contacto con Paritosh, el guionista de cine. Paritosh trabajaba en el cine comercial, y le encantaba la forma fílmica: era su vocación, casi su fe. Pero no le interesaban quienes hacían películas en la India. Le hacían sufrir, le ponían furioso, y tenía sus altibajos.

Cuando lo conocí, hacía cinco meses, acababa de salir de una mala racha. Durante esa época le había vuelto la espalda a Bombay y al cine y había regresado a su ciudad, a Calcuta, para descansar y recuperarse. Pero después —se casó en aquella época— llegó al final de su estado de rechazo, y volvió a Bombay para empezar de nuevo. Vivía en una zona del centro de la ciudad, en un apartamento vacío, de una sola habitación. «Esta es mi única habitación en el mundo», me había dicho, elevando los brazos, mirando al techo, con lo que la habitación pareció muy pequeña. Pero tenía perspectivas: había vuelto a Bombay para trabajar en una película con un productor que conocía y que en su momento tuvo éxito. De vez en cuando se reunían en un hotel del vecindario y discutían el guión.

Paritosh estaba decidido a seguir hasta el final y triunfar. Dijo que pensaba que podía ganar algo de dinero. Pero su primo, que me había llevado a verlo, y había estado con nosotros en la habitación, se sentía más pesimista. Se interpondría el temperamento de Paritosh; se pelearía con alguien, o algo ocurriría, y Paritosh volvería adonde siempre había estado. Presté atención a lo que decía el primo mientras regresábamos a la estación de trenes de cercanías por las calles abarrotadas cercanas a un mercado, y me deprimí, al pensar en el escritor, de tan buen aspecto, en su habitación vacía. Después, al cabo de cinco meses, quería saber qué había pasado.

No tuve que viajar para ver a Paritosh: ni trenes de cercanías atestados, ni recorridos asfixiantes en taxi entre el humo marrón de las carreteras de Bombay. Vino a tomar café a mi hotel. Era un hombre ocupado; tenía cosas que hacer. Por su rostro se difundía el placer que sentía con sus ocupaciones; había desaparecido parte de la rabia.

Había escrito su película. Y el productor encontró un patrocinador. Pudieron empezar a rodar, y mostrar primeras copias del negativo de las escenas iniciales a los distribuidores. Los distribuidores compraron la película. Al patrocinador le devolvieron casi inmediatamente su inversión, y puso dinero para una segunda película: Paritosh hervía de ideas. Paritosh ya había recibido su paga como guionista por la primera película; era una cantidad importante; había comprado un apartamento mayor en una zona mejor. En cinco meses había cambiado su suerte: era algo posible en la Bombay rica, sórdida, llena de energía; era por lo que la ciudad atraía gente continuamente.

Había obtenido mayor participación económica en la segunda película. Esa película, me dijo Paritosh, sería más para sí mismo. La primera, con la que había comprado el apartamento, era comercial, popular; pero no utilizó aquellas palabras para criticar su trabajo: simplemente describió un tipo concreto de película.

¿De qué trataba? ¿Qué clase de historia y de personajes poblaban su cabeza cuando lo vi en su pequeña habitación? ¿Cuál era el material con el que había contado? La película se desarrollaba en un barrio bajo de Bombay, uno de los muchos barrios de chabolas de la ciudad. El héroe era un joven habitante del barrio; era un hombre con posibilidades, pero lo corrompió un gángster. Una película comercial, pero tópica, y fuerte. (Y además, como ocurre con frecuencia en la ficción, con un reflejo inconsciente de la situación del creador.)

Según me dijo Paritosh, para hacer la película tuvieron que construir ellos mismos el suburbio o barrio de chabolas. Por motivos legales no pudieron utilizar un lugar real. Hicieron fotografías de varios sitios reales, y crearon una especie de montaje de un suburbio de Bombay. Mientras rodaban la película, todos vivieron en las chozas del plato. Justo el día anterior, me dijo Paritosh, habían empezado a desmantelar el falso suburbio en el que habían vivido durante muchas semanas. Sintió una punzada de dolor.

Diciembre de 1988 - febrero de 1990

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