India

India


INDIA » 1. EL TEATRO DE BOMBAY

Página 8 de 36

—Este bloque de pisos es una cooperativa. Es decir, que la gente que vive aquí es vegetariana. Los del otro edificio (el bloque de al lado, arquitectónicamente similar) son una mezcla de vegetarianos y no vegetarianos. Aquí, el precio de los pisos es más elevado porque el bloque es de vegetarianos. Si cocinan pescado, el olor nunca desaparece. Si hay una persona no vegetariana en el edificio, a veces se ve una cabra atada en el patio durante un par de días, y cuando de repente no la ves, significa que la han matado y se la han comido. Pero en nuestra comunidad las cosas están cambiando para los jóvenes. Cuando salen al mundo exterior se dan cuenta de que los demás comen carne, y a veces piensan que son débiles, que no tienen hombría. Todo el mundo intenta adaptar las cosas según su conveniencia.

Papú pensaba lo mismo sobre los ritos: que se adaptaban continuamente.

Cogimos el ascensor, muy anticuado, para subir a su casa. Me enseñó la pegatina sobre la puerta que servía de distintivo jainista, y los signos hindúes en las puertas de otros pisos. El salón de su casa, que daba a la calle y al colegio al otro lado de la calle, era grande y estaba despejado. Era igual que el patio: su amplitud suponía un auténtico lujo. Las paredes estaban limpias, el suelo de terrazo lanzaba destellos.

Le pregunté qué tenía que hacer con los zapatos. Me dijo que no hacía falta que me los quitara; pero poco después dijo algo que me hizo pensar que debería habérmelos quitado sin preguntar. Estábamos hablando sobre los ritos, y me contó que un amigo suyo, punjabí, le había dicho que el suelo del salón en que nos encontrábamos era un suelo por el que verdaderamente se podía andar descalzo. A lo que se refería el amigo era a que, normalmente, el rito de quitarse los zapatos —antes de entrar en un templo, por ejemplo— significaba caminar sobre suciedad, ensuciarse los pies, limpios, en aras de una limpieza ritual.

Papú dijo:

—Me gusta el concepto de pureza. Me gusta como modo de vida.

Salió su madre y me la presentó: una señora de expresión grave, silenciosa, que había pasado parte de su vida en Birmania, hasta que, con la independencia del país, los indios fueron expulsados. Juntó las palmas de las manos, el gesto de saludo hindú, y recordé que iba descalza al templo todas las mañanas.

—En la India, la religión interviene en todos los terrenos —dijo Papú. Abrió un cajón—. Son informes de la empresa. —Sacó uno—. Esto es el informe anual de una empresa del sur de la India.

Me enseñó las fotografías de la cubierta. Recogían la visita a la sede de la empresa de un hombre santo, que aparecía de pie en medio de los directivos, todos ellos desnudos de cintura para arriba y con una prenda de puja.

—Es una de las fábricas de cemento más solventes del país —dijo Papú—. En el fondo, siempre tenemos en mente la idea de que respetar la religión o los ritos no puede perjudicarnos. Así que ¿por qué no íbamos a hacerlo? Me acuerdo del suegro de un amigo mío. Un día me dijo que para tener éxito en algo concreto hay que darle de comer a una vaca ciertas cosas todos los días. Trigo, por ejemplo. Darle trigo todos los días a la vaca. Bueno, en esta etapa de mi vida, si estoy persiguiendo un objetivo, no quiero dejar nada sin hacer, y sé que eso no me va a perjudicar. Así que ¿por qué no hacerlo?

»Hay ciertos lugares de culto en Bombay —templos, mezquitas, incluso iglesias— adonde va la gente en determinados días. Los martes van al templo de Sidi Vinayak, consagrado a Ganesha. ¿Por qué los martes? En realidad no se sabe, pero probablemente toda la gente que va allí lo hace por la misma razón, y basándose en el mismo principio: ¿por qué no?

—¿Una actitud materialista?

—Desde luego. Entre nosotros, el 90 por 100 recurre a Dios cuando necesita algo. Aquí hay una iglesia a la que van los hindúes. Es algo en lo que creen, pero no es su religión. Si eres hindú, ¿cómo puedes ir a una iglesia?

En el estante inclinado del centro de la pared había un ejemplar de la revista Fortune y un libro, Elementos de inversión. Papú era consciente de la incongruencia: los libros y revistas prácticos, su fe jainista, su necesidad de pureza absoluta, el entorno, las otras creencias que lo rodeaban.

Trajeron la merienda, en bandejitas de acero inoxidable. Era comida jainista, vegetariana, nada preparado con huevos. Había un puri, y diversos fritos a base de harina y lentejas.

Pensé que Papú había abandonado la idea de la visita al gran barrio de chabolas de Daravi. Pero se había animado en el salón de su casa, y después de la merienda me llevó a una habitación trasera, para mostrarme el panorama. El barrio estaba más cerca de lo que yo creía. Se encontraba justo detrás de los raíles del tren que se extendían por la parte trasera de la calle en la que se alzaba el bloque de pisos en que vivía Papú. La zona de Papú, de clase media, de aspecto tan próspero al llegar a la calle, estaba encerrada en una estrecha franja entre la zona de las «viviendas» y la del gran barrio de chabolas.

Dijo, refiriéndose a las chabolas:

—No soportaría usted el hedor.

Un poco más tarde, con la decisión y brusquedad con que la gente acomete el mal tiempo, dijo que debíamos marcharnos.

Partimos a pie. Nos separaba del barrio de chabolas un corto paseo. Empezamos a atravesar el polvoriento puente, abarrotado de gente, sobre las vías del tren. El tráfico vespertino era delirante. Apenas habíamos descendido la joroba del puente cuando Papú, perdiendo un tanto la decisión anterior, dijo que debíamos coger un taxi.

Para resaltar la extensión del barrio de chabolas, dijo:

—Mire. Ni un solo edificio alto desde aquí hasta allí.

Era una buena forma de abarcarlo. De otro modo, circulando al nivel de la carretera, se podría haber perdido de vista la extensión de la accidentada llanura, delimitada por lejanas torres.

Y a continuación, en nada de tiempo, empezamos a circular por el lindero del barrio de chabolas, algo tan repentino, tan evidente, tan abrumador, que parecía como escenificado, como sacado de un plato de cine, con personas que desempeñaban el papel de habitantes de las chabolas: barracas y chamizos unos detrás de otros, unos junto a otros, una impresión dominante de negro y gris y barro, estrechos senderos desiguales que se curvaban hasta perderse de vista; después, la carretera se elevaba; a continuación, barro negro, hombres, mujeres y niños defecando a la orilla de un lago negro, ciénaga y aguas residuales, con una infernal iridiscencia oleaginosa.

El hedor era casi insoportable; pero había que sobreponerse. El taxi se detuvo en un embotellamiento. El embotellamiento se debía a una hilera de camiones cargados al otro lado de la carretera. El barrio de Daravi era también una especie de zona industrial, con muchos talleres abiertos sin licencia, fábricas de cuero y fábricas de productos químicos entre otros, que no se hubieran permitido en una zona con mejores regulaciones urbanísticas.

Los gases de la gasolina y el queroseno contribuían al hedor. En medio de aquella pestilencia, muchas personas trabajaban con los brazos desnudos, en algo que yo no había visto hacer a nadie hasta entonces: recoger o descargar restos de tela y de cartones, entre un polvo blanco-grisáceo que se amontonaba en el suelo como si fuera nieve y amortiguaba el ruido de los pies y las manos, junto a la carretera o en pequeñas chabolas: una trapería a gran escala.

Papú dijo que raramente pasaba por allí. En el taxi, fue sentado mirando hacia el extremo opuesto del barrio de chabolas. Miraba hacia el otro lado de la carretera, donde estaban quietos los camiones, y donde, a lo lejos, se veían los bloques de pisos de Bandra, una zona de clase media, junto al mar.

Los coches empezaron a moverse de nuevo. Al llegar a cierto punto, Papú dijo:

—Esta es la parte musulmana. La gente le dirá que aquí los musulmanes son fundamentalistas. Pero ¿no le parece que esta gente lucharía por cualquier cosa que les dijeran que luchase?

El hedor a pieles y excrementos de animales, a ciénaga, productos químicos y gasolina, el polvo de los desechos de telas, la neblina ámbar de los tubos de escape de los camiones, con el sol de la tarde, sesgado...

Qué alivio dejar todo aquello atrás y entrar en la otra Bombay, la Bombay conocida y a la que uno tardaba tanto tiempo en acostumbrarse, la Bombay de calles asfaltadas y autobuses y gente con ropas ligeras.

Resultaba difícil pasar por la zona, pero aun más imaginar cómo sería vivir allí. Sin embargo, sus habitantes vivían en medio de la pestilencia y el aire espantoso, y ejercían su profesión allí. Entre ellos había incluso abogados, según me contaron. El olor a excrementos, ¿estaba solo en la periferia, en el lago negro con iridiscencias? No: el hedor invadía Daravi por completo. Pero me extrañó aún más leer en una revista de Bombay un artículo sobre la zona de Papú, Sion, en el que se presentaba Daravi, el barrio de chabolas, como algo propio de bohemios, algo que ponía sal y pimienta a la monótona vida de la clase media. Saltaba a la vista que Bombay inmunizaba en cierto modo a sus habitantes.

Tuve otra visión de Daravi poco después, mientras me dirigía en taxi al aeropuerto de vuelos nacionales de Santa Cruz. El taxista —un musulmán de Hiderabad, muy digno, nervioso por vivir en Bombay, temeroso de hundirse, con intención de volver a su región pronto, maniático con su coche y su ropa—, el taxista me fue enseñando los bloques de pisos a un lado de la carretera del aeropuerto donde habían realojado a chabolistas. Al otro lado me enseñó el fangal en el que se había desarrollado Daravi, a lo lejos, la baja línea negra del famoso barrio de chabolas.

Visto desde allí, Daravi parecía artificial, innecesario incluso en Bombay: se permitía su existencia porque, como decían, era un banco de votos, un banco de odios, algo que mucha gente podía explotar. Todas las corrientes enfrentadas de Bombay también confluían allí; todas las peculiaridades nuevas que surgían, allí se intensificaban. Y, sin embargo, la gente vivía allí, sometida a esa otra explotación, porque en Bombay, en cuanto se tenía un sitio en el que vivir, se podía ganar dinero.

Y las personas podían quedar marcadas por las condiciones en las que vivían, al igual que marcan a los animales las condiciones en que se crían: como los pollos (por traer a colación un recuerdo de Trinidad de hacía cuarenta años) criados en una jaula pequeña, a los que les resultaba imposible andar cuando los soltaban, e iban medio a la pata coja y medio volaban, como hacían en la jaula. Del mismo modo, la gente que habitaba los reducidos espacios de Bombay se acostumbraba a ellos; se acostumbraba a la vida comunitaria de aquellos espacios, y la otra vida, la vida privada, podía perturbarlos emocionalmente.

El señor Ghate era un alto cargo del Sena. Se había criado en la zona fabril, en una habitación de una chaul o casa de vecindad de obreros fabriles; y seguía viviendo en una chaul, a pesar de tener la posibilidad, por su elevada posición, de vivir en un alojamiento mejor y también en una zona mejor. Lo había intentado unos años antes, pero la cosa acabó mal. Su mujer padeció mucho en la amplitud y el retiro relativos del apartamento independiente al que se mudaron. Fue algo más que melancolía: sufrió un grave trastorno mental. El señor Ghate se mudó de nuevo a una chaul, a las dos habitaciones que ocupaba cuando lo conocí, volvió a la sensación de una multitud envolvente y a los ruidos de la vida a su alrededor, y a ser feliz de nuevo.

Fui a la chaul del señor Ghate en compañía de Charu, un joven brahmán maharashtra. Sin Charu, el señor Ghate quizá no me hubiera recibido. El señor Ghate, según me dijo Charu, era uno de los hombres «toscos» del Sena, y «tosco» era la palabra brahmánica de Charu para referirse a una persona dura y agresiva.

El señor Ghate vivía en la planta superior del bloque. Sin Charu, no creo que hubiera podido llegar ni a la escalera interior del edificio: me sentía desmoralizado, asfixiado, con el estómago casi en la boca, por el olor de la entrada, con restos de basura húmeda y gatos y gatitos carroñeros en un pequeño patio, por el olor intenso y cálido, que se me agarraba a la garganta, de desagües atascasdos. Fue Charu, con su sentimiento del deber brahmánico, con su deseo de mantener una cita, quien (vigilándome continuamente, y a veces incluso tendiéndome una mano, como un padre que lleva por primera vez a su hijo desde la arena de la playa hasta el agua) me condujo, por las escaleras de la chaul, mientras pasábamos junto a puertas abiertas que ofrecían atisbos del espacio vital de las familias.

Debería haber ascendido aire caliente; pero en la última planta el aire estaba más fresco. El emblema de un tigre en una puerta, el emblema del Siv Sena, identificaba el apartamento o habitación del señor Ghate. Daba a la carretera. Las ventanitas, de cristal deslustrado y marcos pintados de verde, estaban abiertas tras el alambrado antirrobo; los gases de los vehículos que entraban resultaban incluso refrescantes.

El señor Ghate tenía dos habitaciones pequeñas. Una, detrás de la entrada con cortina, era la cocina. La habitación en la que nos recibió, donde seguramente dormían por la noche, por el día se transformaba en una especie de oficina del Sena. Estaba llena de papeles, guardados en un armario empotrado de una pared lateral: un inesperado toque de modernidad. Entre otros objetos decorativos, en una pared había un cartel, quizá en principio de una empresa petrolífera, con una fotografía en color de un tigre y las siguientes palabras, en inglés: Se observa mucho... mirando.

El padre del señor Ghate había sido obrero fabril. Ganaba cuatrocientas rupias al mes, algo más de treinta libras. Era una familia numerosa, cinco hermanos y dos hermanas. Nacieron cuatro chicas, pero dos de ellas murieron. La única habitación en la que vivían todos era la habitación normal de una chaul, de poco más de tres por tres metros, y les había dado bastante buen resultado cuando eran pequeños. Por las mañanas, para desayunar solo tomaban té, nada de comer. Desde las siete hasta la una los niños estaban en el colegio. Eso significaba que por la mañana, durante un mes o así cada vez, el padre del señor Gathe disponía de cierto espacio. El padre del señor Gathe tenía turnos en el trabajo de la fábrica; todos los meses cambiaba el turno.

Recordé lo que había dicho el señor Raote sobre la cultura que poseía todo maharashtra, y le pregunté al señor Ghate si de niño iba al gimnasio. Me dijo que no, pero la pregunta tenía cierta importancia para él, porque inmediatamente añadió que había practicado algunos deportes. Le pregunté por la religión: ¿Cómo, viviendo en una chaul, había aprendido cosas sobre la religión y las enseñanzas de los santos? Dijo que no era religioso; de modo que se había producido una especie de ruptura con el pasado. Pero también dijo que su padre hacía puja en casa, aunque ni su padre ni su madre eran cultos, y hasta que él empezó a prepararse para la universidad su familia nunca tuvo un solo libro.

Parecía una vida reducida a lo básico, una vida dura. Pero todos habían seguido adelante. Las cosas cambiaron cuando se casó. Su mujer dejó la chaul de su familia por la del señor Ghate, y después les nació un hijo. Llegó un momento en el que en la habitación de poco más de tres por tres metros vivían diez personas. Surgieron «diferencias» y constantes peleas. Por eso, el señor Ghate se llevó a su mujer y a su hijo a un «alojamiento para personal» —un apartamento independiente en un bloque de pisos— de un barrio a treinta o cuarenta minutos en tren.

Hubiera debido suponer una nueva vida: el distanciamiento de la familia, el fin de las peleas, y el espacio: después de nueve metros cuadrados para diez personas en la chaul, disponían de veintisiete metros cuadrados para tres personas en el apartamento nuevo; pero resultó desastroso. La mujer del señor Ghate había pasado toda su vida en una chaul. Cuando tuvo que quedarse sola gran parte del día en sus veintisiete metros cuadrados independientes, sin ver a nadie, sin nadie con quien hablar, se asustó. Comenzó a padecer una grave claustrofobia, y estuvo a punto de sufrir una crisis nerviosa.

Así que volvieron a la zona fabril, donde se habían criado, y el señor Ghate tuvo la suerte de encontrar sitio en una chaul. El apartamento o conjunto de dos habitaciones como el que tenía se llamaba en Bombay «cocina con una habitación». La estancia principal era un poco mayor que la habitación de una chaul normal, de nueve metros cuadrados. Vivían allí cinco personas, y no había problema de espacio.

Adquirió las habitaciones en 1985, y la mecánica de la adquisición fue como sigue. En un principio, las chaul, muchas de ellas con varias décadas de antigüedad, de los comienzos de la revolución industrial india, iban unidas a las fábricas y estaban destinadas a alojar a los trabajadores. Técnicamente, los propietarios de las fábricas seguían siendo los dueños de las chaul, pero (debido a las leyes de control de alquileres) ya no cuidaban de ellas y prácticamente las habían abandonado, de modo que los inquilinos tenían libertad para vender el contrato de arrendamiento de las habitaciones. El comprador le pagaba una prima al inquilino y después le pagaba el alquiler al propietario de la fábrica. En 1985, el señor Ghate había pagado una prima de treinta y cinco mil rupias por sus dos habitaciones, unas mil cuatrocientas libras, pero solo le pagaba de alquiler mensual al dueño doce rupias, cincuenta peniques, circunstancia que sin duda explicaba por qué los dueños de las fábricas habían dejado de ocuparse de las chaul.

El señor Ghate había pasado a ser inquilino protegido; me dijo que podía vivir en sus dos habitaciones para siempre. Y por su forma de hablar, eso era lo que tenía intención de hacer, tras haber intentado marcharse. No todos eran como él, dijo. Muchas personas que no tenían medios soñaban con mudarse a un apartamento. El sí tenía medios; podía pedir un préstamo a un banco; pero se sentía contento donde estaba.

Reanimado por el aire de su habitación, más fresco, empecé a verla un poco con sus ojos. Me di cuenta de las comodidades que tenía. Había un ventilador en el techo; había una recia escalerilla para subir al desván. Debajo del desván había una trascocina, con diversos objetos: un armario para la ropa, un taburete de madera, un tendedero (del que colgaban toallas en aquel momento), un trozo de manguera y un cubo de basura de plástico azul con tapa que se levantaba con un pedal. La trascocina estaba a espaldas del señor Ghate, junto a la ventana abierta. El espacio delantero de la habitación era más bien el despacho, y allí estaba el armario grande. Como si quisiera disculparse por la extravagancia, el señor Ghate dijo que lo había comprado el año anterior, porque debido a su trabajo del Sena tenía que manejar muchos papeles.

Había algo más que papeles tras las puertas de cristal del armario. En el estante superior había vasos y platos de plástico y acero inoxidable. En otros estantes había fotografías, y una placa de color dorado con el nuevo lema del Sena, en márata, del que me habían hablado: Dilo con orgullo: «Soy hindú.» Al haber adquirido más poder, el Sena intentaba tener un carácter menos local. Apelaba a un sentimiento hindú más general, y a algunas personas este hecho les resultaba tan preocupante como el anterior llamamiento para que Maharashtra fuera para los maharashtras.

Yo quería enterarme de más detalles de la vida en las chaul. Charu y el señor Ghate estuvieron hablando un rato en márata y después Charu resumió la conversación.

—Le gusta vivir aquí. Se ha criado en este ambiente. Piensa que una habitación o un apartamento más grande no cambiaría nada para él. Ni envidia ni detesta la riqueza de otras personas. Solo valora a las personas por su mente.

—¿Qué es lo que le gusta de la vida aquí?

Me dio la impresión de que, hablando en márata con Charu, el señor Ghate se dejó llevar por el entusiasmo al describir las ventajas de vivir en una chaul. Charu dijo en su nombre:

—En una chaul siempre se sabe qué pasa en todas partes. Se sabe qué ocurre en todas las demás familias. Se oye todo, se ve todo. Por eso las personas viven juntas, comparten los problemas. En un apartamento no hay vida.

Había mucha vida en aquella chaul. Solo en la última planta, donde estábamos nosotros, había cuarenta habitaciones. Cinco cuartos de baño para las cuarenta habitaciones. Se veía gente constantemente.

—¿No quiere cierta intimidad?

Charu replicó enérgicamente.

—No quiere intimidad. Dice que los que quieren intimidad pueden irse a un bloque de pisos. —Noté cierta rudeza en sus palabras, después dé lo que había dicho antes sobre la gente que no tenía medios pero quería vivir en bloques de pisos—. Si se necesita cierta intimidad para leer o escribir, siempre se puede conseguir después de la una de la madrugada.

—¿El señor Ghate se queda despierto muchas noches?

—Sí. Muchas noches se queda leyendo hasta las dos y media o las tres. Si no, aquí no se puede leer ni escribir.

—¿No piensa el señor Ghate que un poco más de intimidad contribuiría a que mejorase la educación?

—La inteligencia de una persona, o lo que lee, no depende de que viva en un bloque de pisos o en una chaul. Es más bien una cuestión de predisposición, de aptitud, de carácter.

Y me contó un caso famoso y reciente, el de un chico que vivía en una chabola de la zona y había sacado las mejores calificaciones en un examen estatal de Maharashtra.

—El señor Ghate, ¿no debería ofrecerles una vida mejor a sus seguidores?

La respuesta, según la traducción directa de Charu, fue dura.

—No quiero ayudar a nadie a llevar una vida de lujo. Esta zona es un barrio obrero.

—¿Quiere que todos sigan siendo obreros?

La pregunta cambió un tanto con la traducción. Al parecer, Charu la planteó con carácter personal, y recibió una respuesta con el mismo carácter.

—El señor Ghate trabaja en un banco. Un hermano suyo trabaja en una empresa estatal. Otro, más joven, en una fábrica. Pero ese hermano no ha estudiado mucho; no tenía la suficiente capacidad intelectual para ello. Ahora gana mil rupias al mes. No es un buen sueldo. Para vivir bien en Bombay, hay que ganar dos mil rupias como mínimo.

Intenté volver a formular la pregunta, de otra manera.

—¿Qué ambiciona para las personas que viven en esta chaul?

Tampoco acerté esta vez. Dio la impresión de que la pregunta se refería al futuro de la chaul, y el señor Ghate respondió literalmente.

—Esta chaul tiene noventa años. La construcción es sólida, y se mantendrá otros cincuenta años; pero tengo mis dudas sobre el futuro. Las familias que viven aquí son pobres. Si se estropea algo en el edificio no podrán arreglarlo ni comprar una casa en otro sitio. Tendrán que marcharse de Bombay, si le pasa algo a la chaul.

En la pared a sus espaldas, justo debajo del desván, había fotografías y emblemas del Sena. Además del cartel del tigre, había una placa grande, del color del bronce, que representaba a Ganesha sobre fondo de color azafrán, y un dibujo enmarcado de la coronación de Sivaji: una idea como algo sacado del cine indio, de poder, esplendor y brillo.

Aquella idea debía de tener gran significado para el señor Ghate. Me pregunté cómo encajaba con el trabajo que desempeñaba para el Sena y las condiciones de la chaul. Cuando miraba la chaul, ¿qué veía realmente? ¿Quién se ocupaba del edificio, quién limpiaba los espacios comunes?

El señor Ghate dijo que lo limpiaban los propios inquilinos. Pregunté por qué no habían hecho nada con los desagües atascados y la basura en descomposición de la entrada. Contestó:

—Bombay nunca será bonita. Hay ciertos defectos inherentes a la ciudad. Limpiaron los desagües hace tiempo, pero volvieron a atascarse. Además, hay problemas con la gente. Falta de sentido cívico.

Pronunció las últimas palabras en inglés.

El Sena, con su especial filosofía social, ¿no debía hacer algo al respecto?

—Es un problema perenne. Hay que empezar por los niños. No es un problema económico. Esta gente tira la basura por la ventana.

Le pregunté por su pasado, sus orígenes. Su familia, era de una aldea cerca de Goa, me dijo. Todavía tenía parientes allí, y venían todos los años, a pasar diez o quince días. Les atraía Bombay y les hubiera gustado vivir allí; pero sabían que no lograrían fácilmente llevar una vida decente en la ciudad, y siempre volvían.

Se oyeron voces de mujer en la cocina, tras la puerta con cortina. La señora Ghate, que había estado allí dentro todo el tiempo, descorrió la cortina y dijo que había ocurrido un accidente en la chaul. Acababa de llegar una anciana a dar la noticia y quería saber si podía ver al señor Ghate.

El dijo que sí. La anciana estaba un poco agitada. Se quedó en el umbral y dijo entre lágrimas que dos de los niños de su habitación se habían quemado. Su padre estaba en la fábrica, y no había nadie para ayudarla.

El señor Ghate replicó de inmediato que llevaría a los niños al hospital en su coche. Salió apresuradamente a resolver el asunto, y Charu y yo nos quedamos solos en la habitación.

Charu me contó más cosas sobre la vida comunitaria de los habitantes de Bombay. Dijo que el amor a la vida en común procedía de la vida en la familia ampliada o mixta: era una vida desbordante, de continuas aglomeraciones y relaciones cambiantes, apasionadas, entre los diversos grupos o sectas de esas familias. Añadió que su mujer, que estudiaba para obtener el título de especialista en desarrollo infantil, no podía leer a solas; prefería leer cuando había alguien cerca hablando. Seguía gustándole estar con su familia en su antiguo piso, por la compañía, el calor, la constante seguridad que proporcionaban las voces humanas.

La cortina de la puerta seguía descorrida, como la había dejado la señora Ghate. Vi que había un cajón de puja en la cocina, muy sencillo, nada que ver con el santuario en un hueco de la pared del señor Raote. El señor Ghate había dicho que no era religioso; el cajón de puja de la cocina debía de ser para su mujer.

Cuando volvió con nosotros, el señor Ghate parecía preocupado. Había llevado a los niños al hospital; pero le inquietaba su mujer. Se dejaba llevar fácilmente por las depresiones. Conocía a la familia afectada, y el accidente de los dos niños ya había empezado a tener consecuencias negativas para ella.

Sin embargo, aquel incidente vino a demostrar la importancia que revestía para el Sena tener un representante en un sitio como la chaul. Se conocía el Sena por su labor social, y la gente pensaba que podía acudir a él.

Pregunté si la vida comunitaria de la chaul y de los barrios superpoblados facilitaba la organización política.

—La chaul es como una familia más grande. El barrio, una familia incluso mayor.

¿Y también podían organizarse fácilmente otros grupos?

No contestó.

Era un hombre serio, de piel oscura. La preocupación por su mujer, de la que hablaba tan abiertamente, era el único rasgo de delicadeza que mostraba. Se había casado en 1970. Por entonces tenía veintiún años, y su mujer dieciocho. La historia de amor que me contaba se parecía en ciertos aspectos a la del señor Raote, de la lejana Dadar. La muchacha que más adelante sería su mujer vivía en otra chaul. El empezó a ir a aquella chaul a darle clase a una amiga que iba un poco floja en matemáticas. Conoció a la familia de la muchacha; empezó a darle clase a ella también; surgió el cariño.

El padre de la muchacha era profesor. (El del señor Ghate, obrero de una fábrica, jamás tuvo un libro propio.) No le gustó nada que el señor Ghate dejara los estudios de ingeniería. Además, por aquella época, el Siv Sena tenía mala fama, de violento. La familia de la chica pensaba que el señor Ghate era un vago. Fue la oposición familiar al señor Ghate lo que desencadenó la primera depresión de su mujer.

El señor Ghate dijo:

—Es sumamente sensible.

Un día estaban los dos juntos, la chica y él, sentados en un hotel. Un hotal, un restaurante sencillo. Los vieron las hermanas y el hermano de ella. El señor Ghate pensó que a la muchacha le resultaría difícil volver a la habitación de su familia después de aquello, de modo que la llevó a casa de un tío suyo, en un bloque de apartamentos. Se casaron al día siguiente. No era esa su intención cuando la llevó a casa de su tío; pero comprendió que era lo único que podía hacer: la decisión de casarse fue totalmente suya. La boda se celebró según los ritos védicos, más sencillos que los ritos hindúes tradicionales.

De modo que se había casado por amor. ¿Habían seguido su ejemplo otros miembros de la familia?

Dijo que una hermana suya había contraído matrimonio por amor hacía aproximadamente un año.

—¿Cree que ocurre cada vez con más frecuencia?

—Sí. —Pero a continuación, a pesar de la romántica historia de su matrimonio, adoptó una expresión grave. Saltaba a la vista que le disgustaba el matrimonio de su hermana—. Los matrimonios por amor no duran, a menos que haya entendimiento entre las mentes.. Un matrimonio no sobrevive si está basado en la atracción física.

—¿Hubo oposición al matrimonio por amor de su hermana?

Respondió de una forma ambigua.

—No hubo oposición. Se casó por pura atracción física.

—¿En qué trabajaba el marido?

—Es médico ayurveda.

Ayurveda, la medicina tradicional hindú.

—¿Bien situado?

—Bastante bien situado, pero no independiente. Por eso quería yo que mi hermana se pusiera a trabajar. Viven en Sion. Hace poco le encontré trabajo.

Sion era el barrio de Papú. ¿Sería un eufemismo de Daravi?

Pregunté:

—¿Están en una vivienda de Sion?

—Viven en un edificio de apartamentos como es debido, pero la verdad es que no lo sé. Ahora no tengo nada que ver con mi hermana. Ya le he encontrado trabajo, y no quiero saber nada más de ella.

—Pero ¿por qué?

—Ese chico no sabe defenderse en la vida.

—¿Cuánto gana su hermana en el trabajo? En el que usted le ha encontrado.

—Unas novecientas rupias.

—¿No quiere saber qué tal le va?

—Pues no. Le he conseguido trabajo. Tienen un hijo. Pero no, no. Mi hermana no está en la misma onda, y eso no me gusta nada. Tiene una forma de vida mediocre, y sus expectativas también son mediocres. Según ella, yo no soy demasiado culto. Pero creo que mi forma de pensar es superior a la suya. Lo que ella piensa es: «Hay que tener un piso propio. Hay que tener mucho dinero.» Pero ella no tiene aptitudes.

Charu tradujo sus palabras, y no acabé de entender a qué se refería el señor Ghate. Antes había dicho que valoraba a las personas solo por su mente, y quizá después quiso decir que las ambiciones materiales de su hermana excedían su preparación y la hacían parecer ridícula.

—Y no encaja con la gente —añadió el señor Ghate—. Mi mujer sí, pero mi hermana no puede encajar con mi mujer.

Quizá el problema radicara en eso.

—¿Es su hermana una chica guapa? ¿Tiene buen aspecto?

—No totalmente. —Pronunció estas palabras en inglés. Con el movimiento de cabeza de un lado a otro, el gesto afirmativo de los indios, añadió, también en inglés—: Regular. —Se reafirmó en su postura—. Yo no le doy mucha importancia a la relación de sangre. Mis familiares nunca me han ayudado. Solo me han ayudado mis amigos. Ahora que tengo nombre y posición, muchos de la familia acuden a mí, pero yo no les hago demasiado caso.

—¿Por qué dice que su hermana tiene unas ambiciones mediocres?

No respondió.

Se lo planteé directamente a Charu.

—Como miembro del Sena, ¿no debería animar á las personas como él a tener ambiciones?

Hablaron entre ellos, Charu y el señor Ghate, y Charu me contó la respuesta del señor Ghate.

—Lo importante para una persona es saber si realmente está preparada para tener esa ambición. La gente viene a mí constantemente en busca de ayuda, pero yo no creo que en justicia la merezca. Tiene que ser digna de ella.

Le pregunté por el cartel con el tigre de la pared. Dijo que se lo había dado un amigo. Pronunció las palabras «Se observa mucho... mirando» en inglés. Las pronunció torpe, entrecortadamente, pero dio la impresión de cargarlas con un significado especial, incluso misterioso. Le pregunté por el dibujo de la coronación o durbar de Sivaji: ¿En qué año tuvo lugar? No lo sabía.

Su hermana había intentado escapar. Él no la había perdonado, ni por eso ni por el matrimonio por amor que, en su propio caso, consideraba parte de su fortaleza y su carácter. Era un hombre duro, formado por la vida de la chaul de la que ya nunca podría apartarse. Con aquel orgullo del Sena al que se aferraba, tal vez pensara —junto con todo lo demás— que su hermana había violado los viejos conceptos de honor y corrección.

Quizá la hermana acabase bien; quizá fuera capaz de valerse por sí misma, sin la ayuda de la familia, el clan y la casta; pero no cabía duda de que también era así como, en Bombay, la gente caía al abismo por entre las grietas, y algunos —los afortunados— eran arrojados de nuevo a sitios como Daravi, no lejos de donde, con aquella ambición tan absurda a ojos de su hermano, una invitación a crear problemas, la muchacha tenía un apartamento en «un edificio como es debido», casi seguro en una de las «viviendas» sin carácter que habían sumido a Papú en una profunda tristeza unos días antes.

La gente conocida, y también los articulistas de los periódicos, decían que la sociedad india se estaba «criminalizando». A lo que se referían era a que, con todas las frustraciones de la India, los partidos políticos y la gente metida en negocios utilizaban a la mafia para que les hiciera el trabajo o para acelerar las cosas: para disuadir de deserciones políticas, inducir a hacer donativos a los partidos, obligar a pagar deudas y presionar para adherirse a un contrato no escrito de «dinero negro».

La delincuencia producía excelentes beneficios. Los grupos mafiosos luchaban por su territorio, como los políticos, y las guerras entre ellos aparecían en las noticias de Bombay. Los periódicos y revistas publicaban artículos sobre estas guerras, que eran como relatos de las opacas disputas políticas en muchos estados de la Unión India. Eran opacas por la misma razón que lo eran los políticos: no existían ni principios ni líneas de partido; únicamente personalidades. Solo había enemigos o aliados, y las relaciones entre los mafiosos y los políticos cambiaban sin cesar. Los asesinatos en las atestadas calles de Bombay eran, como la política, una cuestión de poder y jefatura. Y, cuando remitía la tormenta, los periódicos y revistas competían por presentar el perfil del jefe de la banda que empezaba a erigirse en rey de los bajos fondos de Bombay.

Este jefe era como un político, pero en otro sentido: se escribía tanto sobre él, se le hacían tantas entrevistas (aunque tenía su sede fuera de la India, en el Golfo, en Dubai), que todos los artículos sobre el tema eran parecidos. Al igual que muchas personas expuestas a la opinión pública, el jefe se había convertido en los perfiles que de él trazaba la prensa: no tenía nada nuevo que decir.

Pensé que me convendría más conocer a alguien de posición más baja, no a un jefe de la mafia, a alguien que no concediera tantas entrevistas, alguien que no hubiera formalizado hasta tal extremo su propia experiencia y que aún tuviera algo que decir. En realidad, no creía que pudiera concertarse semejante cita —yo era un viajero, alguien que iba de paso, sin nada que ofrecer—, pero a los mafiosos de Bombay les encantaba que les dieran publicidad, y les interesaban especialmente quienes escribían en inglés. También querían que los conocieran fuera.

Mi contacto era Ayit. Un día, a última hora de la tarde, cogimos un taxi para ir a Dadar: un camino que yo ya había empezado a conocer. Cuando bajamos del taxi, anduvimos un poco, entre la relajada muchedumbre de aquella hora, hasta llegar a una cacharrería que estaba al lado de un cine. Esperamos allí un rato, entre la gente de la cola, hasta que una persona nos saludó; después llegó otro hombre. Fue a este a quien seguimos. Pasamos por varias calles de un barrio residencial, de aspecto acomodado, y acabamos por entrar en una casa sombreada de árboles, por una puerta lateral, perdiendo de vista lo que quedaba de la luz del día.

Era un piso de un bloque de apartamentos nuevo. El apartamento de la planta baja en el que entramos estaba bien amueblado, al estilo burgués de la India, como de tienda de muebles. Y me resultó extraño, entre aquel mobiliario tan femenino, y a la débil luz del techo, en una atmósfera de decoro indio (los zapatos se quitaban a la entrada y se dejaban junto a la puerta), ver caras indias que expresaban amabilidad y civismo indios, y oír en voces angloindias, paladeando lo teatral del momento, que me encontraba entre gángsteres.

Había unos seis o siete hombres en el pequeño cuarto de estar. Eran jóvenes, de veintitantos años, y todos ellos, salvo el jefe, que inició la conversación, tenían la cara que hubiera sido de esperar en profesores universitarios u hombres que trabajasen en bancos. Muchos estaban de pie cuando entramos, y continuaron de pie.

El jefe estaba sentado, solo, en un sofá enorme, con demasiado relleno. Como un príncipe misericordioso, me pidió que me sentara a su lado. Tenía la piel oscura, la boca bien formada, con el labio inferior grueso y curvo, y ojos prominentes de párpados bien definidos, la clase de rasgos que resaltaban los pintores de algunas cortes de Rajput.

Yo no sabía de qué hablar con él. Esperaba ver solamente a un hombre, no encontrarme en una habitación llena de gente. También me desconcertó que de repente desapareciese la luz del día y la sustituyese la débil luz de una bombilla colgada del techo, que me obligaba a mirar con mucha atención y era como irritante físico.

Hasta entonces había tenido la esperanza, en todas mis conversaciones, de poder tomarme las cosas con calma, de enfocar el tema de la delincuencia y el gangsterismo con cierta circunspección y acometer al mismo tiempo el material que me interesaba. Pero, por lo que dijo el jefe, saltaba a la vista que él quería comenzar in medias res. Quería hablar inmediatamente de las guerras que se producían entre los gángsteres, y proclamar los derechos de sus hombres y su grupo. Pero yo sabía muy poco sobre el gangsterismo de Bombay. No conocía a los personajes, ni las rivalidades ni las famosas batallas, y no podía aprovechar las claves que me ofrecía el jefe.

Finalmente pareció comprender mis dificultades. Debió de sentirse decepcionado, pero no lo demostró. Por el contrario, me ayudó con el relato para principiantes que seguramente pensaba que estaba escribiendo. Me dijo que sabía que tarde o temprano lo mataría la bala de un policía. Me dio la impresión de que quería que yo citara la frase. Y después, como si deseara desvelar a un reportero novel el material sensacional que, a su juicio, necesitaba ese reportero, me contó lo que hacía su grupo en el terreno de la delincuencia.

Una parte de sus actividades consistía en proteger a ciertas personas: en esa línea, «trabajaban» con los dueños de los puestos del mercado. Hacían el juego de los números. Recientemente habían abierto un nuevo campo, con un secuestro para un partido político: habían cogido a un dirigente estudiantil de otro partido durante las elecciones del sindicato de estudiantes. Un negocio rentable y creciente para ellos era alentar a la gente a que dejara las viviendas protegidas, a que renunciase a tierras o edificios para explotarlos de otra manera. También se dedicaban a las «galletas»: a robar «galletas» de oro fundidas, una de las formas más extendidas de guardar el dinero negro. Lo mejor de ese asunto era que cuando alguien perdía las «galletas» no podía recurrir a la policía. El negocio de las galletas era un buen negocio: lo único que se necesitaba era información, y la información podía obtenerse de la policía. En otra época, cuando eran más jóvenes y el dinero no abundaba en Bombay, se dedicaban a la reventa de entradas de cine. Un negocio limpio, sencillo: compraban todas las butacas para una película de éxito y las revendían a más precio. Pero eso era en los viejos tiempos; ya no les compensaba. Lo único que no hacían era asesinar a sueldo: no podían matar a una persona contra la que no tuvieran nada.

El jefe mantenía una actitud confidencial. Estaba reclinado junto a mí en el sofá con demasiado relleno y hablaba sin elevar la voz. Parecía un empresario definiendo sus servicios, folleto en mano. No se movía ni gesticulaba mucho; su tono de voz era monótono; toda la energía, y la poca confianza que inspiraba, asomaban a sus ojos.

Los demás hombres de la habitación no estaban quietos. Iban de un lado a otro continuamente, miraban por la ventana con reja de hierro: la luz de la farola de la calle caía sobre los árboles justo al lado de la puerta. Alguien silbó, dos o tres veces. Y a continuación —la cortesía india— entró un hombre, con refrescos de cola para las visitas.

El jefe —de rostro oscuro, perfecto— me inquietaba cada vez más. Estaba actuando, desde luego: la inmovilidad física, su actitud tranquila, confidencial, la ausencia de gestos, todo era estudiado. Pero incluso cuando sus palabras se teñían de humor, no las pronunciaba con esa intención: quería decir lo que decía; creía en el poder y en la autoridad física.

Y en la habitación había otro hombre que también empezó a inquietarme. Se había quedado de pie, alerta; a veces miraba por la ventana. Llevaba una mano vendada. Al principio vi buenos modales y buena educación indios en su cara; pero después empezó a parecerme vacía, y a resultarme más difícil interpretarla. Era brahmán, o miembro de una casta no inferior, que había ido por mal camino.

Aquella mano estaba vendada, me dijeron, porque le había dado un tajo alguien de otro grupo: cosas de la guerra entre bandas que tenía lugar por entonces. Mientras el jefe hablaba de la agresión, el hombre empezó a quitarse la venda, para mostrar la terrible herida, los dedos retorcidos: por fuerte que sea la voluntad, la carne es solo carne.

—Está bien —dijo el jefe, con su monótono tono de voz—. Vizal está bien. Esa mano todavía puede empuñar una navaja.

Y que no fuera yo a pensar que había que preocuparse por la herida: ya había sido vengada. La había vengado el propio jefe. Un día estaba en un restaurante del vecindario —no un hotal, sino un restaurante como es debido, uno muy famoso al que acudían los gángsteres— y vio al agresor fuera, en un coche. Salió corriendo del restaurante y, sin más ni más, sin pensar en las consecuencias, disparó contra el agresor, que estaba en el coche. Este cayó de rodillas y se abrazó 11orando a las piernas del jefe, suplicándole que lo perdonase. (Así contó la historia: en un momento dado, el agresor estaba en el coche, y al siguiente, fuera.) Cambiando la pistola por una navaja (para que la historia tuviera lógica), el jefe le puso el arma en los hombros, le asestó repetidamente leves cuchilladas mientras el hombre estaba arrodillado y le dijo: «Estás llorando. Ya no tengo que matarte. Estás llorando y agarrado a mis piernas. ¿Por qué habría de matarte?»

Mientras contaba la historia, repitió esas frases dos o tres veces. Hasta entonces no había hecho muchos gestos; pero de repente se puso a representar las cuchilladas, con movimientos desde atrás hacia adelante, que le había asestado en los hombros al hombre arrodillado.

Fue un gran momento para la banda, aquel momento de venganza, con el agresor aferrado a las piernas del jefe. Vizal y otro más corroboraron las palabras del jefe, y junto con los demás secundaron la continuación de la historia. Después de aquel incidente, el agresor dejó de ser un hombre. Se convirtió en un personaje ridículo; nadie le tenía miedo; tuvieron que echarlo de la banda, y era un don nadie en Bombay: nadie lo aceptaba.

—Vizal está bien —dijo el jefe—. Tiene la mano bien. Puede coger una navaja. —Y a continuación, como si fuéramos colegas y estuviera refiriéndose a cosas que los dos sabíamos (y también con el fin de llenar un vacío en la historia que me había contado), añadió—: Me gustan las navajas. Son más seguras. Con las pistolas nunca se sabe. Disparas, te crees que el otro está muerto, y resulta que la bala solo le ha dado en las costillas.

Contó que habían atacado a una banda rival un día de Navidad, en un funeral. Se metieron entre la gente, con navajas. Los cogieron por sorpresa, y causaron muchas bajas hasta que los demás acompañantes del féretro se dieron cuenta de lo que ocurría.

Una de las cosas que al principio me dejaron perplejo —aparte de la luz y la gente que había en la habitación— fue la idea que yo tenía, quizá por haber entendido mal algo que había dicho Ayit, de que las personas entre las que me encontraba eran de religión musulmana. Yo empecé a hablarles como si lo fueran, y después descubrí que eran hindúes, con sus propios sentimientos de comunidad.

Ir a la siguiente página

Report Page