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INDIA » 2. LA HISTORIA DEL SECRETARIO

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2. LA HISTORIA DEL SECRETARIO

Ojeadas al siglo indio

Nijil me dijo un día:

—Conozco aquí a una persona que se llama Rajan. Es el secretario particular de un influyente político y empresario. Dice que le conoció a usted en Calcuta, en 1962.

Yo no lo recordaba, y tampoco lo recordé cuando Nijil me llevó una tarde al despacho de Rajan. Rajan era un hombre bajo, fornido, del sur, de rostro cuadrado, oscuro. Su despacho —o la serie de habitaciones de la que formaba parte el despacho— era uno de los más espaciosos y elegantes que yo había visto en Bombay. Tenía un estilo internacional, con colores fríos, neutros, y un sistema de aire acondicionado estupendo. Saltaba a la vista que Rajan ejercía cierta autoridad en aquel despacho. Llevaba una camisa de cuello Mao, de manga corta, y pantalones a juego, que hubieran podido pasar por una versión de la ropa de etiqueta india, o simplemente por un traje de safari. Dijo:

—Usted vino a Calcuta en 1962, durante la guerra de China o justo después. Estaba con gente del cine. En aquellos tiempos, a mí también me interesaban mucho las películas y las artes: fue la época más esperanzadora de mi vida. Al final de una velada, nos presentó un miembro de la Sociedad Cinematográfica. Mi tarea consistía en llevarle a la casa de huéspedes de la empresa de productos farmacéuticos en la que usted se alojaba.

La dolorosa guerra como telón de fondo, la mezcla de humo y neblina otoñal de Calcuta, las habitaciones pequeñas, con luz cenital, de la Sociedad Cinematográfica, llenas de viejos muebles de oficina: empecé a rememorar algunos momentos de aquella tarde eclipsada, pero eran tenues imágenes, a las que resultaba difícil aferrarse. Y del final de la tarde no quedaba nada.

—Yo tenía veintidós años —dijo Rajan—. Estaba trabajando en una agencia de publicidad; Era una especie de administrativo. Ganaba un sueldo de trescientas quince rupias al mes. Me aseguraron que ascendería a ayudante del director publicitario, pero no fue así.

Trescientas quince rupias, veinticuatro libras, al mes.

—¿Cuándo se marchó de Calcuta?

—Es una larga historia —contestó Rajan.

Y aquella misma tarde, un poco después —sentados en el club del Brabourne Stadium, la antigua cancha internacional de criquet de Bombay, mientras tomábamos té y observábamos a los jóvenes jugadores practicando en las redes (al otro extremo de la cancha: la parte trasera del elevado escenario, montado sobre andamios, que se había erigido para la exhibición de patinaje sobre hielo de los rusos, uno de los números del Festival de Rusia que había llegado a Bombay)—, y otro día, en una habitación de hotel no lejos de su oficina, Rajan me contó su historia, y hablamos hasta bien entrada la tarde.

—Nací en Calcuta, en 1940. Nuestra familia era del sur, de lo que en la época británica se conocía como la provincia de Madrás y que hoy en día es el estado de Tamil Nadu. Mi abuelo era funcionario de poca categoría en uno de los juzgados cercanos a la ciudad de Tanjore. La gente lo respetaba por su honradez y su valor.

Por su valor en el sentido de que si pasaba algo malo, o si alguien le pedía que hiciera algo que su conciencia no le permitía hacer, se ponía violento o se resistía como mejor le parecía.

»Por encima de él estaba un británico. Una vez, se empeñó en que mi abuelo se presentase como testigo en un juicio y declarase algo que no era verdad. Lo único que sé es que la cosa acabó en pelea, y que mi abuelo se quitó un zapato y le dio un golpe al británico. Comprendió que la vida le resultaría difícil en Tanjore después de aquello. Decidió emigrar al norte con su único hijo, que por entonces estaba estudiando. Esto debió de ocurrir a principios de siglo, entre 1900 y 1905. Decidió ir a Calcuta, el cuartel general de los británicos. Allí podía ganar algo de dinero, ganarse la vida.

»En Calcuta se quedó en casa de un amigo o de un pariente lejano hasta que se acostumbró al ambiente. Puso a su hijo a estudiar taquigrafía. Los indios del sur, y sobre todo los brahmanes, dominaban mejor el inglés porque tenían más contacto con el idioma, y les salían trabajos de secretario, taquígrafo e incluso mecanógrafo. Probablemente, estas eran las profesiones más corrientes entre los brahmanes tamiles, del sur de la India, en la época británica, y es algo que ha cambiado pero solo en los últimos años. Como clase, los brahmanes del sur de la India trabajaban de profesores, sacerdotes o funcionarios de poca categoría. O, si tenían suerte, encontraban trabajo en un ministerio. Era la época en la que un trabajo para el Estado a razón de diez rupias al mes era algo muy solicitado: la aspiración de la mayoría de los brahmanes tamiles que habían cursado estudios. Y bastantes emigraron al norte, a las grandes ciudades, como Bombay, Calcuta o Delhi.

»Mi abuelo se instaló en Hourah, en Calcuta, en una de las orillas del río. Era una de las típicas casas residenciales de Calcuta: una casa pitea, como es debido, no kacha, algo improvisado y a medio terminar, y además en una zona respetable, de clase media. Esas casas se podían alquilar. En la zona había más gente del sur que también había emigrado, y vivir entre los suyos les ofrecía cierta seguridad. Por entonces no había animadversión hacia los indios del sur en Calcuta: eran otros tiempos. Es más, los bengalíes los respetaban. En la actualidad es completamente distinto. Desde los años sesenta, los indios del sur que viven en Calcuta se sienten fuera de lugar, a pesar de llevar aquí muchas décadas. Quizá sea una de las razones por las que yo me marché de Calcuta y me fui a Bombay... pero muchos años después.

»Mi padre empezó a trabajar de taquígrafo cuando tenía diecisiete o dieciocho años. Eso debió de ser hacia 1909, y probablemente se colocó en una empresa británica. Era muy competente, y me contó que había ganado dos veces el premio estatal de cincuenta rupias de velocidad en taquigrafía y mecanografía en inglés. Siguió viviendo en Hourah, en el alojamiento de mi abuelo, que era parte de una casa residencial. En Calcuta no existían ni pisos ni apartamentos ni casas de vecindad. No había más que casas divididas: el propietario ocupaba una parte, y alquilaba el resto, haciendo pequeños ajustes aquí y allá.

»Al cabo de unos años murieron mi abuela y mi abuelo, sin dejar gran cosa, ni dinero ni bienes. Pero con los años encontró mejores trabajos. En la década entre 1915 y 1925, llegó un momento en el que le pagaban bastante bien. No solo tenía dinero para mantener a su familia más que desahogadamente, sino para adquirir ciertos símbolos de estatus social, como caballos y faetones. Tenía varios caballos árabes y cocheros musulmanes. ¿Por qué musulmanes? En aquellos tiempos eran las personas que más se prestaban a ese tipo de trabajo. En aquellos tiempos, y para ciertos puestos de confianza, a los hindúes no les importaba estar rodeados de musulmanes.

»No conservo ningún recuerdo de aquella época de la vida de mi padre. Son cosas que me contó mi hermana mayor, sin que yo se lo pidiera. Y también me las contaron algunas personas que mantuvieron una relación estrecha con mi padre. A veces me soltaban: “Pocos indios del sur han vivido en Calcuta con tanto estatus o elegancia como tu padre.” Cuando era niño, cuando tenía trece, catorce, quince años, y estaba en el colegio, tenía que oír esos comentarios cada vez que me topaba con ellos en una reunión. En esas ocasiones hablaban de personas que habían triunfado en la vida, o de personas que habían fracasado, y del antiguo esplendor de mi padre. Cuando yo oía todo eso, sentía una mezcla de orgullo y tristeza.

»Durante aquella época de bienestar, a mi padre le dio por vestir a la británica: su sombrero de copa, su traje, su chaleco, sus zapatos bicolores, corbata. Y además, dedicaba el tiempo libre a jugar al tenis. Inauguró un club de tenis cerca de su casa. Como indio del sur que era, gastaba poco. Naturalmente, en aquéllos tiempos todos los indios del sur o brahmanes tamiles eran vegetarianos, sin excepción, de modo que doscientas rupias al mes suponían un sueldo considerable. Una familia media podía arreglárselas con treinta o cuarenta rupias.

»Mi padre era profundamente religioso, como la mayoría de los brahmanes del sur de la India. Aparte del tenis, únicamente dedicaba su tiempo libre a los pujas y los bajanes, los cantos religiosos. A la gente le gustaba cómo cantaba los bajanes. Llegó a ser dirigente de la comunidad local, y ocurrió lo siguiente: que alojaba en su casa a los emigrantes del sur, jóvenes que venían a buscarse la vida. Les daba de comer, los vestía y les enseñaba taquigrafía y mecanografía. Y además, les ayudaba a encontrar trabajo en empresas británicas.

»Mi padre respetaba a los británicos. Probablemente por su facilidad para entendérselas con ellos y su amor por la lengua inglesa no se hacía odioso. La verdad es que nunca tuvo ninguna tendencia política.

»Mi padre se casó tres veces. Su primera mujer murió, y volvió a casarse, para que su segunda mujer se ocupase de los dos hijos que tenía. Cuando murió la segunda, que dejó dos o tres hijos más, sus familiares le obligaron a casarse otra vez. En aquella época no resultaban difíciles tales matrimonios. A pesar de su indigencia, los brahmanes tamiles procreaban sin cesar. Entregaban encantados a sus hijas a cualquiera que quisiera casarse con ellas, con tal de que tuvieran asegurado lo básico: que el hombre en cuestión perteneciera a la misma comunidad y que fuera capaz de mantener a su esposa y a su familia.

»En 1935, cuando mi padre se casó por tercera vez, tenía cuarenta y tres años. Su tercera mujer, mi madre, dieciocho. Tuvieron un hijo en 1937, un niño, pero apenas vivó seis meses, en gran parte debido a la mala salud de mi madre. Yo nací en 1940.

»Por entonces, mi padre había casado a sus dos hijas mayores, y todavía le quedaba una por casar. Además, tenía un hijo de su segundo matrimonio que aún iba al colegio. Eran los inciertos años de la guerra. Hacia esa época, mi padre era guardián de un depósito o almacén. Era un puesto de responsabilidad: la mayoría de los artículos eran de importación. El almacén pertenecía a la empresa japonesa Mitsui. Mi padre había cogido este trabajo con los japoneses en 1936, después de haberse casado con mi madre. Y siguió trabajando allí hasta que, con la guerra, cesaron las operaciones comerciales de los japoneses en la India. Entonces, mi padre se trasladó a un ministerio de reciente creación, la DGMP, la Dirección General de Municiones y Producción.

»Cuando acabó la guerra, dejó su trabajo. Más o menos por entonces, el movimiento de independencia del Mahatma Gandhi empezó a adquirir grandes proporciones, y también comenzaron los disturbios musulmanes. En 1946 se produjeron terribles enfrentamientos entre musulmanes e hindúes en Calcuta.

»Pero antes de eso, mi madre cayó gravemente enferma. Cuando, estaba a punto de llegarle la muerte, le pidió a mi hermanastra mayor —que estaba casada con un antiguo militar— que me criase. Así que cuando mi hermanastra y su marido se marcharon de Calcuta, yo me fui con ellos. Tenía seis años. Mi madre murió un mes más tarde.

»Los disturbios hindú-musulmanes se produjeron casi al mismo tiempo, en Calcuta. En el transcurso de estos disturbios, quemaron la casa en la que habíamos vivido. Nos habíamos marchado de Hourah hacía tiempo para mudarnos a la ciudad. Cuando mi padre perdió su trabajo en la DGMP, al final de la guerra, nos cambiamos a una casa de vecindad, a una sola habitación, en un edificio muy grande. Ese fue el edificio que incendiaron en el transcurso de los disturbios, y que se quemó, con la habitación en la que había muerto mi madre, y donde habíamos acumulado casi todas nuestras cosas.

»En los disturbios, obligaron a mi padre a subir a un todoterreno y a dejarlo todo, a pagar todo lo que tenía, varios miles de rupias, para salvarse, a dárselo a la gente que se lo llevó. Los plantaron, a él y a otros como él, en la estación de tren de Hourah, para que cogieran los trenes al destino que habían elegido, lejos de la ciudad.

»Yo estaba en otro sitio, con mi hermana y su marido, donde trabajaba mi cuñado, de inspector de abastecimientos para el gobierno del Estado. Le habían despedido del ejército, el ejército de Auchinleck, en 1945. Era uno de los oficiales designados por el virrey, como los llamaban, y cuando dejó el ejército tenía la graduación de yemadar. A estos oficiales los habían reclutado antes de la guerra, cuando los británicos pensaban que tendrían que enfrentarse a una situación bélica al cabo de poco tiempo. De niño, yo lo admiraba. Siempre estaba deseando verlo. A mis ojos, era una especie de héroe. Siempre iba bien vestido. Nos traía un montón de regalos: chocolatinas, comida de la cantina. Lo único que no me gustaba de él era que fumaba.

»Comprendí por lo que estaba pasando mi padre en Calcuta. Veía las fotografías en los periódicos, y la gente hablaba sobre los horrores que se vivían allí. Esta secuencia —ver a mi madre morirse poco a poco durante muchos .meses en aquella habitación, con mi padre, ya muy mayor, cuidándola, y después que me dejaran a cargo de mi hermana, y tener que mudarme con ella y con su marido a un sitio completamente distinto, al otro extremo de la India, donde hablaban otro idioma, el márata, que yo no entendía—, esta secuencia me dejó totalmente hundido y deprimido.

»Ahora lo veo como depresión. Lo único que hacía entonces era sentarme a la puerta de la casa, en la escalera, acurrucado, con la cabeza apoyada en los brazos. Pasaba horas enteras allí solo, en la escalera de la casa de mi hermanastra. Me pasaba horas enteras así, confuso, sin saber qué pensar.

»De repente, una mañana, apareció mi padre, y supongo que me devolvió un poco de vida. Después volvió a marcharse, y me prometió que me llevaría con él cuando se le arreglaran las cosas. Eso fue justo antes de la independencia.

»Mi cuñado empezó a ausentarse del trabajo. Nos dejaba durante semanas enteras, sin decirnos a dónde iba. Mi hermana escribió una carta a mi padre, pidiéndole ayuda. Pero mi padre todavía no se había asentado. Por entonces tenía casi cincuenta y cinco años. Tras varias mudanzas con mi hermana y su marido —que cambiaba continuamente de trabajo, y acababa por despedirse de todos, como estaba acostumbrado a hacer—, llegó mi padre y nos llevó a mi hermana y a mí a Calcuta, donde por fin había encontrado un sitio para vivir. También encontró trabajo, en una empresa de importaciones. Eso ocurrió en enero de 1948, el mes en que murió Mahatma Gandhi.

»Pasé una temporada con mi padre. Después vino mi abuela y me llevó al pueblo, en el sur, y empecé a ir al colegio. Pero la vida del pueblo no me sentaba bien, y en 1950 volví a Calcuta, con mi padre. Me daba clase en casa. No empecé a ir al colegio hasta 1952, a los once años. Como mi padre no pudo venir conmigo, fui yo solo, y como aprobé el examen, me admitieron, en octavo.

»Mi padre me enseñaba sobre todo inglés. No le daba mucha importancia a las demás asignaturas. Por su amor a la lengua inglesa, y porque ya estaba muy mayor, me hacía leer los editoriales y los artículos de fondo de The Statesman, a pesar de que muchas veces yo no me enteraba de lo que leía. Me pedía que subrayase las frases y las palabras difíciles, y por la tarde me ponía a escribir los significados como deberes.

»Los ingresos de mi padre habían disminuido, y la casa en la que vivíamos se encontraba en una zona de alquileres bajos. En el barrio había unos cuantos británicos, en las mansiones de alrededor, una considerable cantidad de musulmanes, e igual número de angloindios y cristianos. Toda la familia —éramos seis: mi padre, mi hermanastro, mi hermanastra, sus dos hijos y yo— vivía en una habitación muy grande, de unos seis por cinco o cinco metros y medio. Teníamos que compartir el grifo y el retrete comunes.

»Había pocos indios del sur en el barrio. La familia no acababa de encajar allí. Así que mi padre decidió mudarse a un sitio en el que resultase más fácil mezclarse con la gente, y en el que yo tuviera el colegio más cerca. Me había matriculado en un colegio del sur.

»Estudié allí durante tres años. Todos los años tenía problemas cuando llegaban los exámenes, por pequeñas dolencias, y en realidad fue gracias a mi rendimiento durante el curso, bastante bueno, por lo que pude pasar de un grado a otro.

»Nos habíamos mudado a un piso de tres habitaciones. Por entonces, mi hermano había empezado a ganar dinero.

»Acabé el colegio en marzo de 1955. Mi padre falleció dos meses más tarde, en un accidente que tuvo en la calle, muy cerca de nuestra casa. Mi padre era madrugador. Ese día, había ido al mercado a comprar flores para el puja de la mañana y, al volver, una motocicleta que iba en dirección prohibida, con tres personas, le dio un golpe y cayó al suelo, inconsciente. Lo encontramos en medio de un charco de sangre, con la verdura y las flores que había comprado desparramadas a su alrededor.

»Lo llevamos al hospital en taxi, junto con uno de los hombres de la moto; los otros dos se habían esfumado. Aquel hombre no estaba herido. Estaba disimulando, y cuando vio que solo mi hermano y yo íbamos con mi padre, abrió la puerta del taxi en una esquina y echó a correr. Mi padre estuvo en el hospital tres días. Fueron tres días muy dolorosos. No recobró la conciencia. Al final, murió.

»Después, toda la familia tuvo que vivir con las ciento cincuenta rupias, catorce libras, del sueldo mensual de mi hermano. Trabajaba de secretario para el director de una fábrica británica, y la fábrica estaba situada en un barrio de las afueras. Así que tuvimos que dejar el piso de tres habitaciones, y nos mudamos a un sitio más pequeño, cerca de la fábrica de mi hermano.

»Yo no podía ni pensar en ir a la universidad. No quería ser una carga para mi hermano. Y, además, quería vivir solo. Así que decidí aprender lo que tenía más a mano: mecanografía, para empezar. Había una academia no lejos de nuestra nueva casa. Costaba cuatro rupias al mes. Al principio, la pagó mi hermano, pero después empecé a ganar algo de dinero y pude pagarme las clases. Hacía trabajos sueltos de mecanografía en la academia. Por entonces estaba pendiente de cualquier puesto que pudiera salir, pero las cosas no estaban fáciles. Muchas veces tenía que caminar hasta dieciséis o diecisiete kilómetros para ir a ver a un amigo, con la esperanza de encontrar trabajo con su ayuda. Tenía dieciséis años en aquella época.

Aunque robusto, Rajan era un hombre bajo. Pensé cómo sería su condición física en la época de la que hablaba. Le pregunté:

—¿Se sentía usted fuerte o débil?

—No siempre me sentía con suficientes fuerzas físicas, pero lo que me mantenía era la decisión de vivir solo. Voy a contarle lo que hice un día. Llegué incluso a dirigirme a un británico de la fábrica de mi hermano. Me dijo: «Eres demasiado joven. Deberías estar en el colegio.» Otra persona a la que me dirigí me dijo: «Pero si ni siquiera tienes bozo.» Ni siquiera me había salido la barba.

»Pasaba rachas de tristeza y melancolía. Era casi como lo que sentía cuando me sentaba en las escaleras de la casa de mi hermana. Muchas veces, incluso pensé en ponerle fin a mi vida. Estaban los trenes suburbanos. Y siempre podía recurrir al río Hooghly. Pero el consejo de un íntimo amigo hizo que cambiara de idea.

»No tuve adolescencia. Pasé directamente de la infancia a la edad adulta. Y me sentía desnutrido. La comida en casa disminuyó tras la muerte de mi padre, porque mi hermano tenía muchas bocas que alimentar con sus escasos ingresos. Otro elemento que en aquella época influía en mi vida, no demasiado feliz, era la relación con mi hermanastro, que nos mantenía a todos. Nunca nos llevamos bien. Era casi nueve años mayor que yo, y me daba unas palizas tremendas. Fue en una de esas ocasiones, después de una paliza, cuando empecé a pensar en quitarme la vida.

»Las cosas se animaron un poco al año siguiente, 1957, cuando un día me topé con un amigo que me dijo que podía encontrarme trabajo en un negocio maruari. Los maruari estaban sustituyendo a los británicos en Calcuta, y eran los principales empresarios de la ciudad: todavía lo son. Estaban ocupando las fábricas de yute, las plantaciones de té, las minas de carbón, etcétera.

»Entré a trabajar en uno de esos negocios familiares, de mecanógrafo. Cobraba un sueldo de noventa rupias al mes, siete libras. Apenas tenía lo suficiente para comprarme otro par de pantalones y una camisa. Había un largo trayecto hasta la oficina y lo mismo para volver. En aquel mes no me gasté más de diez rupias en mí mismo, y entregué el resto de lo que gané a mi hermano, para contribuir a los gastos de la familia. Iba en el tren de segunda clase. No iba al cine. No me gastaba más de dos anas, una octava parte de rupia, en el almuerzo.

»Un mes después de empezar a trabajar, me llamó uno de los directores. Había colocado al revés el papel carbón al mecanografiar un informe. Me despidieron. Por suerte, al cabo de siete días me topé con otro amigo —íbamos en el mismo tranvía— y me llevó a ver a otro patrón, que también era maruari. Me entrevistó en su casa. Su empresa era de prensa, y en la actualidad es la mayor de la India.

»Iba a trabajar en el departamento de publicidad, que acababan de abrir. Ganaba ciento veinticinco rupias. Así que empezó a irme un poco mejor. Entregaba cien rupias a la familia, y dedicaba las otras veinticinco a mis gastos, entre otras cosas las clases en un centro en el que acababa de matricularme, para estudiar comercio.

»Entonces pudimos volver al antiguo barrio al sur de Calcuta. Nos mudamos a un piso que compartíamos con otra familia. Las relaciones con mi hermano siguieron como antes, pero dejó de pegarme cuando le devolví una bofetada que me dio.

»Me quedé un año en el grupo de prensa. Después me marché y entré en Lipton, con un sueldo de diez rupias al día. El gerente me recomendó a su agencia de publicidad, y durante seis años, de 1958 a 1964, trabajé en esa agencia. Entonces fue cuando le conocí a usted. Fue una buena época para mí. Era miembro del British Council. Mi amor por la lengua inglesa me acercó a personas que dominaban esa lengua: periodistas, cineastas, publicistas y otra gente relacionada con la publicidad.

»Me gustaba la publicidad como profesión. Era algo diferente. Me hacía pensar. No me resultaba monótono. Mis otros trabajos sí que eran monótonos. Y sobre todo me gustaba la gente de la profesión: los dibujantes, los contables, los impresores, los que escribían los textos de los anuncios. Empecé a trabajar en la agencia con un sueldo de doscientas setenta rupias. Al director le gustaba cómo hablaba inglés, y trabajé para él. Le gustaba el interés que mostraba por mi trabajo. Me ascendió y colaboré con él en varias campañas. Al poco tiempo me aseguraron que llegaría a ayudante del director publicitario. Además, me llevaba bien con otras personas de la empresa, porque era el más joven de todos y podía hablar con soltura en su idioma, el bengalí. Los bengalíes aprecian mucho eso. Me aumentaron el sueldo, quince rupias anuales. En 1964 ganaba trescientas treinta. Me prometieron un ascenso, a ayudante del director publicitario. Y cuando vi que no me ascendían, me marché indignado.

»Empecé a trabajar de ayudante de un productor de anuncios y cortos, porque le caía bien. Aprendí los principios básicos del cine. Me pagaba trescientas cincuenta rupias. Incluso llegué a rodar algunas secuencias yo solo, pero en 1965, la guerra de Pakistán puso fin a la empresa de cine, y tuve que buscar otro empleo. Durante aquella época conocí a personas importantes del mundo de la creación en Calcuta.

Eso me hizo muy feliz. Siempre había pensado que tenía un impulso creativo, que no había podido expresar porque no llevaba una vida como era debido ni tenía la base adecuada.

»Alguien me dijo que debía ir a Inglaterra. Por eso entré a trabajar en Air India, por el viaje gratis a Inglaterra. Al final del primer año fui a Inglaterra, pero tuve que volver, por el continuo problema de la familia con mi hermanastra y su marido. Al final del segundo año en Air India hice un viaje a Estados Unidos.

»El sueldo en Air India era de trescientas cincuenta rupias. Era muy poco; habían devaluado la rupia en 1967. Incluso tuve que coger otro trabajo, de media jornada, por las tardes. Acabé por contestar a un anuncio de una fábrica. Gracias a mi experiencia, me dieron un puesto en la dirección, con un sueldo tres veces mayor que el de Air India. Al poco tiempo, los jefes me ascendieron y me pusieron a cargo del departamento de ventas.

»De modo que, después de tantos años, me vi al otro lado; pero no podía identificarme completamente con la dirección, porque sabía muy bien cómo era la vida para los demás. Por entonces, la situación política empezaba a ponerse turbulenta en Bengala. Los trabajadores andaban revueltos. Los izquierdistas se habían hecho más o menos con el control de los sindicatos y el Estado, y también empezaron a deteriorarse las condiciones físicas en la ciudad. Cada día había más empresas en manos de los capitalistas maruari. Y en 1973 se produjo la crisis del petróleo. Yo estaba a cargo del abastecimiento de petróleo para la fábrica. Pasé una época realmente difícil, además de la escasez de energía, de las dificultades de transporte y de las actividades sindicales a las que tuve que enfrentarme como miembro de la dirección. Podría decirse que había encontrado la clase de trabajo adecuado, pero en el momento más inoportuno. Detestaba ir a trabajar por las mañanas.

»A finales de 1973 lo dejé: los problemas de mi puesto, las condiciones de vida en Calcuta. Todo eso me empujó a marcharme de Calcuta. Solo veía la alternativa de Bombay, porque las veces que había ido antes a esa ciudad —por mi trabajo en Air India— me habían impresionado su carácter cosmopolita y las oportunidades que ofrecía.

»Así que, sin un puesto de trabajo, solo con unos pequeños ahorros, me trasladé a Bombay. En Bombay me quedé en casa de un familiar, casi de mi misma edad, que dirigía un estudio fotográfico en un barrio de las afueras, muy lejos del centro. Como no había habitación para mí, vivía en el estudio, compartiendo el retrete con otros inquilinos del edificio, y tenía un espacio al aire libre para bañarme. Almacenábamos agua para las fotografías, y me bañaba con ese agua.

»Y dormía en una especie de desván que me construí. Tenía un tamaño casi dos o tres veces mayor que el de un ataúd normal. Estaba debajo del tejado, encima del falso techo de la parte delantera de la tienda. Me encaramaba allí trepando por la reja de la ventana y me deslizaba por la pequeña abertura. Me encontraba cómodo. El aire entraba por la abertura, alrededor de la persiana. A veces, ese pequeño desván resultaba el sitio ideal para leer y escribir: escribía de cuando en cuando, cartas, no artículos.

»Ganaba muy poco dinero, al empezar a trabajar en el estudio. Enviaba la mayor parte a los míos, a Calcuta, porque los cuatro hijos de mi hermana estaban creciendo, y mi hermanastro tenía que ocuparse de su propia familia.

»En un principio pensé que podría mantener el negocio de fotografía con mi pariente, porque sabía un poco sobre el tema, como aficionado; pero pasado algún tiempo, cuando se acabaron los ahorros que tenía, resultó que mi pariente no servía de gran ayuda. Cuando necesitaba dinero no me lo daba, y cuando le pedía lo que me había gastado en el estudio no me lo devolvía.

»De modo que era una relación tensa, pero, sin tener otro recurso, seguí viviendo allí, durmiendo y leyendo en mi cuchitril, porque el alojamiento era un auténtico problema en Bombay. Cuando la situación empeoró, decidí abandonar la idea del negocio fotográfico y tener que depender de mi pariente.

»Como primera medida, puse un anuncio en las páginas de The Times of India. Debió de costarme unas catorce o quince rupias: el periódico cobraba tarifas especiales a quienes buscaban empleo. Recibí cuarenta respuestas.

»El anuncio que escribí decía algo así: “Secretario del sur de la India, con más de diez años de experiencia, inglés impecable, busca puesto de trabajo interesante en publicidad, relaciones públicas, viajes, etcétera.” Elegí entre las respuestas, decidiendo no replicar a las de empresas situadas en los barrios periféricos del Ferrocarril Central, sobre todo fábricas. Allí, los transporte s eran difíciles y me hubiera supuesto transbordar a medio camino de donde vivía con mi pariente, una hora y media en la línea del Ferrocarril Occidental.

»Resolví acudir solo a cuatro entrevistas; todas ellas tendrían lugar cerca de la Terminal Victoria, en Churchgate, y eran oficinas, no fábricas ni talleres. El primer día no pasó nada. No acepté el trabajo por diversas razones: sueldo, ambiente y las personas que me entrevistaron. Incluso me enfadé con una de ellas cuando me hizo una pregunta absurda: “¿Por qué se ha marchado de Calcuta después de tantos años? Con las mujeres tan guapas que hay... Debería haberse quedado al menos por las mujeres como rasgolla que hay allí.” Me pareció demasiado degradante para las mujeres. Probablemente, pensó que yo sobrepasaba lo que él necesitaba. Era una empresa comercial, y el hombre uno de esos personajes incultos que de repente se ven con dinero.

»Las cuatro entrevistas que había concertado iban a durar dos días, a razón de dos diarias. Al final del primer día me sentía bastante abatido. No quería volver a Calcuta. Por otra parte, no quería hacer mi vida aún más triste por no tener mucho dinero y seguir con mi pariente. Por eso decidí que si no encontraba trabajo al día siguiente, tendría qué regresar a Calcuta, desde donde mi hermana me escribía con insistencia.

»Al día siguiente fui desde el estudio fotográfico hasta Churchgate. Al llegar a la estación de Churchgate entré en el restaurante Satkar, que estaba enfrente de la estación. El letrero decía: “Té y bocadillos.” Pedí un idli y un café —el idli costaba unas sesenta paise y el café cuarenta—, porque pensé que era lo único que podía permitirme, con el dinero a punto de acabárseme.

»Cuando estaba terminando el café, miré las cartas de las empresas que había elegido, para ver quiénes eran los que todavía me quedaba por visitar. Y vi el anuncio de un señor que se autodenominaba simplemente “concejal”. Su domicilio estaba en la calle “A”. Le pregunté al camarero dónde estaba la calle “A”. Me dijo: “Está usted precisamente en ella.” Comprobé que la dirección que daba el concejal se encontraba a un tiro de piedra.

»Fui allí y descubrí que se trataba de un despacho en una residencia. Después de esperar un rato, entró un caballero. Fue la primera vez que vi al hombre con el que trabajaría durante los catorce años siguientes. Era un hombre alto... no, de estatura media, uno sesenta y cinco o uno setenta. Muy guapo, nada grueso. Iba bien vestido, acicalado.

»Me llevó a su despacho, y tras una breve conversación, de quince minutos, enseguida me dijo que trabajase con él. Aunque aquel hombre me impresionó, por su rapidez para tomar decisiones, no acepté la oferta de inmediato, pues tenía que reflexionar sobre el sueldo que me ofrecía, novecientas rupias. Pero saltaba a la vista que estaba deseando contratarme. Casi daba la impresión de haber adivinado mi situación, y después decidir cuánto pediría y hacerme la oferta. Hasta la fecha no he averiguado si sabe mucho sobre mí, sobre mi educación, mi vida fuera del despacho.

»Me dijo que lo llamara en cuanto tomara una decisión, y que confiaba en no tener que esperar mucho, porque él ya había decidido que yo era la clase de hombre que estaba buscando. Volví al restaurante —había otro camarero— y, tras sopesar la situación, casi llegué a la conclusión de que más valía trabajo en mano que ciento volando. Le telefoneé al día siguiente, y empecé a trabajar el lunes.

»Cuando encontré este empleo, mi pariente, el del estudio fotográfico, hizo un esfuerzo por arreglar nuestra relación. Pero a mí no me interesaba. Continué tres meses más en el cuchitril del estudio. Después estuve cambiándome de un sitio a otro, viviendo como huésped de pago con varias familias, que tenían sus propios problemas, de todo tipo. Tenía una maleta de ropa y otra con libros y chucherías. Dos maletas con mis cosas: eso era todo lo que tenía.

»En el trabajo con mi nuevo patrón empecé a conocer gente importante, algo que me gustaba. Ocupaba un puesto dirigente en el municipio, y observé que era un hombre ambicioso. Pensé que con él tendría posibilidades de ascender. Y, de hecho, él ha subido en todos los sentidos. Ahora es más famoso, poderoso y rico que cuando empecé a trabajar para él.

»La gente que trata conmigo en el despacho seguramente dirá que yo también he subido; pero yo creo que no ha ocurrido exactamente lo que yo esperaba. Durante mucho tiempo, mientras trabajaba allí, seguí con mi vida nómada de huésped de pago, con mis dos maletas, hasta que conocí a una familia muy amable —algo muy difícil de imaginar en una ciudad como Bombay—, que tuvo la generosidad de ofrecerme una habitación para mí solo, aunque en un edificio viejo. Eso fue en 1980. Yo tenía cuarenta años. A esa edad tuve una habitación para mí solo por primera vez en la vida. Era un sueño en una ciudad como Bombay, donde la gente tiene que dormir en las aceras y en las tuberías de desagüe, y quizá sea lo mejor que me ha ocurrido.

»Hasta hace tres años viví de esta generosidad, en una habitación de aquella casa vieja, con un retrete compartido con cuarenta personas. Entonces no podía pensar en el matrimonio. Aunque era algo estupendo para Bombay, con mi sueldo no hubiera podido comprarme una vivienda. Pero después he tenido la suerte, a pesar de las desventajas, de poder adquirir un piso o apartamento.

»Y entonces, un amigo pensó que debía sentar la cabeza. Este amigo sabía que había cumplido con las responsabilidades para con la familia de mi hermana. Puso un anuncio en mi nombre en las páginas de contactos matrimoniales del periódico. Es el tipo de anuncio con el que he conseguido tantas cosas, y otra vez el anuncio entró en mi vida y cambió el curso de los acontecimientos.

»Entre las personas que contestaron estaba mi futuro suegro. En el anuncio explicaba mi edad y mi educación. No ocultaba nada. Decía que buscaba una señora que quisiera llevar una vida sencilla. Me llegaron unas noventa contestaciones, quizá cien. De diversas partes de la India. Creo que recibí tantas porque en el anuncio decía: “Casta, comunidad, viudas, divorciadas, sin excepción.” Sin embargo, buscaba una señora que ya viviera en Bombay, porque eso evitaría muchos problemas. La vida en Bombay es dura —la gente que no sabe hindi tiene problemas de idioma—, los transportes son difíciles, el modo de vida es difícil aquí. No resulta fácil aclimatarse a él.

»En la media hora que pasé con mi futuro suegro, él comprendió lo fundamental de mi carácter. Nos vimos en la cafetería del hotel Ritz. Fue a mi despacho, pero lo tuve esperando allí un par de horas, a un hombre de setenta años, porque cuando llegó yo estaba ocupado. Es keralita, pero brahmán. Un hombre de estatura media, calvo, de hablar pausado, con el auténtico sello de la paciencia en el rostro y en su actitud. Era jubilado, y antes trabajaba de ingeniero electricista, a cargo de la sección de compras de una empresa del sector público: un aspecto de la India en vías de industrialización. Había recorrido todo el país, y sus hijos eran de mentalidad abierta.

»Como una semana después fui a su casa, alrededor de las diez y media de la noche, después de todo un día de trabajo. Ella estaba en la cama. Su padre la despertó. Llevaba diez años trabajando en un banco nacionalizado, le interesaba el yoga, y no era muy habladora. De aspecto era normal. No estaba gorda, pero debido a su estatura no parecía delgada. Medía como un metro y medio. Llevaba gafas.

»Y después de las conversaciones ante su padre y su madre, pensé que debía volver a verla para que pudiera expresar sus opiniones a solas, sin los padres. Volvimos a vernos al cabo de tres días, en casa de su primo. El primo comprendió mi actitud, e hizo los preparativos necesarios para que tuviéramos intimidad. Hablamos tomando café durante algo más de media hora: ella acababa de volver de su trabajo en el banco. No vestía demasiado bien. Me dio la impresión de que no le preocupaba mucho su vestimenta.

»La llamé a la oficina al cabo de tres días, y en esa ocasión nos vimos en un restaurante. Y, en términos generales, coincidimos en que debíamos casarnos. La boda se celebró unos cuarenta días después. Yo quería un matrimonio civil: sin dote, sin toma y daca, sin la multitud de parientes y amigos; sin fiesta, sin celebraciones, sin regalos. Pero como ellos no querían un matrimonio civil, avisé a mi primo para que celebrase los ritos. Yo no tenía ninguna religión: nunca había hecho ningún esfuerzo especial por comprender la teología ni los principios hindúes.

»Al fin soy feliz porque tengo un objetivo en la vida, ahora que tengo mi propia familia. He puesto punto final a mi vida errante. Llegué al matrimonio a los cuarenta y cinco años de edad. Mi mujer tenía entonces treinta y nueve. Los dos habíamos esperado mucho tiempo esa merced. Y Dios nos ha enviado otra bendición —en una época tan tardía de nuestra vida—, tener un hijo.

»Sigo con la sensación de que podría haber llegado mucho más alto, si hubiera tenido un poco más de comprensión, de apoyo. O tal vez si hubiera estado en otro país. Lo que me obsesiona continuamente es la sensación de que mi destino es no subir más de lo que ya lo he hecho. Incluso en este trabajo he sido como la escalerilla de un barco. Las aguas del mar suben, el barco sube, y también la escalerilla, pero la escalerilla no puede elevarse por sí misma. Yo no puedo independizarme de mi patrón y subir en la vida.

»De todos modos, tengo un sentimiento de plenitud. Cuando murió mi padre, estábamos prácticamente sin una rupia, a pesar de nuestro antiguo bienestar. Mi hermana empezó a criarme cuando era pequeño. Y cuando la abandonó mi cuñado, me tocó a mí encargarme de ella y criar a sus hijos. Conseguí hacerlo. Hoy en día están todos bien situados. Los considero símbolos de mis logros en la vida.

»Pero yo pensaba que sería una persona creativa, como las que conocí en Calcuta, la primera vez que le vi a usted. Esa clase de vida y de amigos siempre se me ha escapado de las manos. Empecé de secretario, y todavía lo soy, y probablemente acabaré igual. No me he elevado por encima de lo que lograron elevarse mi padre y mi abuelo, a principios de siglo. Lo único que me consuela es que, incluso siendo secretario, no me va tan mal como a la mayoría. Y, además, quizá no siga creyendo que soy solo secretario.

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