India

India


INDIA » 3. LAS METAMORFOSIS

Página 13 de 36

3. LAS METAMORFOSIS

En cuanto llegué al aeropuerto de Santa Cruz, el aeropuerto de vuelos nacionales de Bombay, me sentí como un refugiado. Había una multitud a la entrada, y unos jóvenes del vecindario, con inclinación a la delincuencia, intentaban extorsionar a los pasajeros por trasladar los equipajes unos metros desde los taxis hasta la puerta.

Había policías vigilando a los jóvenes en la puerta, pero daba la impresión de que no ofrecían protección a la gente de fuera, a pesar de estar casi a la entrada; y, conscientes de ello, los jóvenes corrían de dos en dos o de tres en tres hasta la gente que acababa de llegar, caían gritando sobre maletas y bolsas e intentaban crear una atmósfera frenética, de desequilibrio. Eran menudos y delgados, aquellos jóvenes delincuentes del vecindario, y llevaban pantalones ajustados de color chocolate con leche, de fibra sintética, que mostraban su fragilidad de caderas y muslos. Sus rostros eran pequeños y huesudos, y daba la impresión de que el cuello podía quebrárseles fácilmente. Lo penoso de su físico no les hacía menos amenazadores: evocaban las figuras muy delgadas, entre aduladoras y serviles, de algunas de las ilustraciones de Cruikshank para Dickens.

Multitudes y ruido, amenazas y prisas fuera, taxis que iban y venían al sol de media tarde. Multitudes también dentro, y ruido, pero un tipo distinto de ruido, más estable: era el ruido de la gente que no iba a ninguna parte. Solo había una línea aérea para los vuelos nacionales en la India; era estatal, y era un desastre. Varios portavoces decían que los vuelos tenían que retrasarse porque muchos salían de Delhi, y muchas mañanas había niebla en Delhi. Había otros problemas. Las líneas aéreas nunca tenían suficientes aviones, y durante las últimas semanas habían retirado varios aparatos, por una u otra razón. Los servicios eran caóticos. Pero el transporte aéreo seguía siendo un distintivo y un privilegio necesarios para la gente importante, científicos, administradores y ejecutivos, y durante semanas enteras, buen número de los hombres y las mujeres más destacados del país se quedaban, en un momento dado, varados en los aeropuertos del país, como por arte de magia. Los artículos de prensa hablaban continuamente de congresos sobre temas importantes en esta y aquella ciudad que quedaban despoblados. Sin embargo, la demanda de billetes, sobre todo en aquella época, la de las vacaciones, era mayor que nunca, y yo había conseguido billete para el vuelo a Goa únicamente gracias a la intercesión de un amigo influyente.

En el vestíbulo del aeropuerto, las pantallas de información parpadeaban con noticias sobre el creciente número de vuelos retrasados o anulados. Parecía como si se hubiera producido una emergencia o catástrofe nacional. Las múltiples pantallas grises y flaneas daban constantes saltos electrónicos, silenciosamente, transmitiendo las malas noticas por encima de las cabezas de la multitud, que no iba a ninguna parte pero que tampoco estaba inmóvil, sino en constante y lento movimiento. Mi vuelo a Goa ya tenía un retraso de cinco horas. Las pantallas, siempre que (como en la lotería) aparecía el número del vuelo a Goa, prometían otro retraso de cuatro horas; pero había gente en el vestíbulo que llevaba esperando todo el día.

De vez en cuando se oían los ruidos de los aviones al despegar. Eran sonidos mortificantes: los aparatos que despegaban eran los que la gente esperaba abordar, pero en aquel momento les asignaban números de vuelo distintos, e iniciaban trayectos indirectos, con muchas escalas, antes de volver a Santa Cruz.

Mi vuelo a Goa iba a ser en un avión que venía de una ciudad inverosímil. Me lo dijo un hombre de aspecto atlético, de Delhi, que iba cinco veces al año a Goa por razones de negocios y sabía cómo funcionaban las líneas aéreas. Esa era la única información a la que atenerme, ya que a partir de cierta hora de la noche al parecer no había representantes de las líneas aéreas por ninguna parte, ni siquiera las chicas jóvenes del curiosamente denominado Mostrador de Ayuda. El consejo que me dio el hombre de Delhi fue que estuviera pendiente del anuncio de la llegada del vuelo procedente de la ciudad inverosímil sobre la que me había hablado. Si añadía una hora para la carga y descarga, sabría la hora de mi vuelo a Goa.

No debía perder las esperanzas, dijo el hombre de Delhi. Sabía con certeza que no habían anulado el vuelo. Tenía un primo en el negocio del suministro de comidas —o quizá dijera que su familia política se encargaba del suministro de comida a las líneas aéreas—, y sabía que su primo o su familia política habían recibido órdenes claras de llevar un cargamento entero de cajas de comida para el vuelo a Goa de aquel día. Según dijo, eso significaba que el avión podía partir incluso antes de medianoche. En eso consistían los privilegios en la India: conocer a alguien que conociera a alguien que tuviera relación, incluso tangencial, con una organización importante.

Durante todo aquel tiempo —la brillante luz de media tarde fue dando paso a las neblinosas horas del crepúsculo, a la noche innegable, a una débil uniformidad fluorescente en el vestíbulo— una señora mayor norteamericana había estado de pie junto al carro o carretilla de su equipaje. No estaba relajada; no se apoyaba en el carro; su cuerpo envejecido estaba rígido, como con miedo al robo y con necesidad de proteger sus cosas. Tenía los ojos inexpresivos, como si, no por el exceso tántrico o la meditación (que quizá hubiera ido a tantear allí), sino solo por la espera en el vestíbulo de un aeropuerto indio, hubiera alcanzado la calma interior cuyo secreto poseían los famosos gurús. Llevaba esperando desde la mañana y tendría que seguir esperando varias horas más. Se encontraba mentalmente tan lejos que incluso cuando la india musulmana, guapa y regordeta (que esperaba desde la tarde anterior) se levantó de su silla y se la ofreció, la señora norteamericana tardó un rato en comprender que se dirigían a ella. Cuando comprendió que le estaban pidiendo que se separase del carro, su cara de anciana se llenó de miedo y, sin pronunciar palabra, se puso aún más rígida, adoptando una postura de protección junto a sus cosas.

No estaba lejos del mostrador de facturación. El aire acondicionado salía muy frío en aquel rincón. Yo no me había dado cuenta al principio, pero después me alegré de llevar una chaqueta algo gruesa. Incluso con la chaqueta, empecé a sentirme entumecido al cabo de unas horas. Me levanté del asiento al que no había querido renunciar hasta entonces, y me uní al lentísimo movimiento de refugiados del vestíbulo. Encontré una librería. Compré dos libros de bolsillo indios, un libro de tiras cómicas de Laxman y El libro de chistes de Juschuant Sing, y en cinco minutos descubrí (algo que hubiera podido suponer) que los libros de humor requieren una vida plena y una mente tranquila; que si bien el tiempo vacío se prolonga sin límites, el chiste breve, que solo requiere unos minutos de atención, puede fatigar el espíritu y empeorar una situación ya de por sí mala. Mejor limitarse a soportarla.

Había un restaurante. Estaba en la planta de arriba. Me resultó acogedoramente cálido tras el ambiente gélido junto al mostrador de facturación. Necesité una media hora, un plato de anacardos que no me hacía falta, y una tetera entera que tampoco me hacía falta, para darme cuenta de que el olor del restaurante, a rancio, a humedad, era algo más que un olor cálido: era el olor de una habitación cerrada y sin aire: el aire acondicionado estaba estropeado.

Frío abajo, calor y polvo y asfixia arriba. Fuera, en medio de la noche, estaba el aire fresco, el aire no acondicionado; pero para acceder a él habría que haber roto el cristal hermético.

Y al igual que, según ciertas personas, se puede vaciar la mente en una cámara de meditación concentrándose en una sola llama, también yo —entre los viajeros varados que se movían en lentas espirales a la acuosa luz fluorescente, personas que cada vez se parecían más a los personajes de una alegoría, oscuramente reflejadas en el cristal que las aislaba, acabada la conversación entre la mayoría de ellas—, también yo, pendiente tan solo de mi número de vuelo, descubrí que a cada cuarto de hora que pasaba me apartaban más y más de mí mismo. Me apartaban más del hombre que había sido durante aquel día, y me hacían más como la señora norteamericana que había visto (cuando tenía más dominio de mí mismo), rígida junto a su equipaje, en un carro: la arquitectura y los viajes aéreos de la India habían empezado a darme, como a ella, la idea hindú de lo ilusorio de las cosas.

No había escapatoria. A cada hora que pasaba, la posibilidad de regresar al hotel de Bombay (¿habría habitación?) y de alquilar un coche para el trayecto de doce o catorce horas hasta Goa (donde había que reservar habitación o perderla para siempre) era una idea cada vez menos practicable. De modo que seguí moviéndome entre el calor y el frío, introvertido, fiándome débilmente de los rumores.

Pero el hombre de Delhi tenía razón. Había avión para Goa; y cuando —el tiempo había dejado de importar— abordamos el avión, todos apelotonados, allí estaban las cajas de comida, según me había contado el hombre de Delhi, las cajas de cartón gris (con emparedados de pan blanco, una especie de pastel y una manzana del norte) que habían preparado sus amigos o parientes para el vuelo a Goa de aquel día.

Daba la impresión de que habían abusado del avión. La revista de a bordo estaba muy manoseada. Se había soltado una pieza de los aparatos de ventilación; cada vez que la azafata la ponía en su sitio, volvía a caerse. Pero Goa estaba al final del vuelo, muy breve. Y resultó interesante, al salir por fin al aire limpio de la noche, ver el nombre del lugar escrito en caracteres devanagari: Go-wa.

Ya estaba bien entrada la medianoche. Nos subimos a un incómodo autobús turístico. Había muy poco espacio entre los asientos, y cristales ahumados: era como una continuación de las estrecheces de Santa Cruz. Al cabo de un rato llegamos al río Mandovi. Y allí se produjo, literalmente, una ruptura en el viaje. No había puente para cruzar el río Mandovi. Había, uno nuevo, hasta hacía poco; pero al cabo de unos diez años, un buen día se desmoronó, y a partir de entonces había que atravesar el Mandovi en transbordadores, toscos aparatos que parecían tener más de un siglo, pero que habían sido construidos en cuanto se desmoronó el puente. Bajaron los equipajes desde el techo del autobús hasta la tierra india, a mano, y después, en la otra orilla, los sacaron del transbordador y otra vez los pusieron en el techo de un autobús: la tecnología fue dando paso (furtivamente, en medio de la noche india) a la India de múltiples manos enclenques que realizan tareas sencillas.

Y cuando, dos o tres días más tarde, vi el puente desmoronado a la luz del día, solo con los gruesos estribos en pie, sin las piezas de unión, me dio la impresión de que resumía toda la experiencia de aquel largo día y de aquella larga noche, la ruptura de la realidad.

Un día en Bombay, mientras Nijil me hablaba sobre sus creencias religiosas, muy arraigadas, me contó que sentía una devoción especial, sobre todo en momentos de crisis, por dos personajes: Sai Baba (no el personaje del pelo a lo afro, sino el maestro de principios de siglo), y el Niño Jesús en efigie.

Nijil era de familia hindú, y el hecho de que hubiera elegido a Jesús —al principio eso fue lo que le entendí— me extrañó. Pero Nijil tenía en mente una imagen especial, y me explicó la razón de su fe. En una ocasión tuvo un problema jurídico muy importante, relacionado con su trabajo. En aquella situación angustiosa, un buen día encontró un folleto con la efigie del Niño Jesús. En el folleto recomendaban que se dirigieran oraciones al Niño Jesús cada nueve horas en épocas de necesidad. Eso es lo que empezó a hacer Nijil. Le suponía levantarse a horas incómodas cada dos o tres días, pero también que sus días girasen en torno al acto de la oración. Nijil vivió con esta devoción a la imagen del Niño Jesús durante muchas semanas, y finalmente se resolvió el problema jurídico que tanto le había preocupado. Y después, siguió sintiéndose agradecido. Era algo irracional: eso me dijo. Lo sabía, pero no podía evitarlo.

Seguramente, Nijil me contó dónde estaba la imagen, pero a mí no se me quedó grabado. Una mañana, a la entrada del hotel de Goa, vi un minibús nuevo, bien cuidado, con las palabras niño Jesús pintadas sobre el parabrisas. Le pregunté al conductor. Me señaló una estatuilla de plástico de color crema —como uno de esos juguetes de las cajas de cereales—, que estaba en el salpicadero del autobús. El conductor era cristiano, de Goa. Me contó que la estatua original estaba en una iglesia de la Vieja Goa.

Era una estatua famosa, de probada eficacia. La estatuilla de plástico del salpicadero del autobús era un mínimo símbolo de la auténtica. En realidad, la iglesia de la que me habló el conductor del minibús era la famosa catedral de la Vieja Goa, donde estaba enterrado san Francisco Javier.

Esta catedral, y los demás edificios portugueses de la Vieja Goa, Mandovi arriba, eran asombrosos por su entorno. Tan lejos de Europa (a seis meses de navegación, incluso en el siglo xviii); con una luz tan deslumbrante; las blancas playas recordaban más a las playas de las islas vacías del Nuevo Mundo (pero vacías solo después de que hubieran sido «despobladas»: seguro que habían estado pobladas y llenas de gente en la época del descubrimiento) que a los pueblos y las ciudades de la India, con su enmarañado pasado. Una parte de aquel pasado indio estaba allí mismo, en la Vieja Goa: en el Arco de los Virreyes, que se erigió sobre el arco de un monarca musulmán —apenas establecido— que habían destituido los portugueses. Por aquel arco, según se decía, pasaba cada nuevo virrey de Goa, con toda ceremonia, cuando llegaba.

En otro edificio antiguo, transformado en museo, había una galería de retratos de todos los virreyes de Goa. Los retratos formaban series. Uno de ellos era de Vasco da Gama. Un nombre fantástico, pero su retrato, como el de los virreyes, era torpe, una especie de anuncio. El arte de los colonizadores no encajaba con su audacia. Esta deficiencia se ajustaba a lo que cualquiera podía saber del breve período del esplendor portugués, y quizá explicara por qué, fuera de la Vieja Goa, quedaba tan poco de Portugal, aparte la irrealidad de los edificios eclesiásticos de estilo rococó, manchados de humedad, de la Vieja Goa.

Sin embargo, era lo temprano del Imperio portugués en la India lo que seguía fascinando. Algo me lo recordaba todos los días cuando —lejos de la Vieja Goa, en el río Mandovi, y simplemente al avistar los restos de las grandes fortificaciones militares, de piedra rojiza, todo círculos y líneas rectas, en una playa tropical— iba al hotel a comer y veía una reproducción de un antiguo grabado europeo de Goa en el salvamanteles. La leyenda grabada constataba el año de la salvaje y victoriosa llegada a la India del virrey portugués, Albuquerque: 1509. Conquistó Goa al año siguiente. Justo dieciocho años después de que Colón descubriera las islas del Nuevo Mundo, y antes de que tal descubrimiento demostrase su valor; nueve años antes de que Cortés iniciase la conquista de México. En la India, antes de que naciera Akbar, el emperador mogol.

Enemigos de la idolatría, enemigos de todo lo que no fuese la verdadera fe, instauradores de la Inquisición y de la quema de herejes en Goa, destructores de los templos hindúes, los portugueses crearon en Goa algo parecido al vacío del Nuevo Mundo, como los españoles en México. En la India crearon algo que no era de la India, una simplificación, algo en lo que quedó anulado el pasado indio. Y tras cuatrocientos cincuenta años, lo único que dejaron en aquel vacío y aquella simplificación fue su religión, su lengua (pero sin literatura), sus nombres, una población medio latina, y el culto, en la catedral, a la efigie del Niño Jesús.

Casi todo lo demás de Portugal se había ahogado en el vacío colonial. Antes había una estatua del poeta portugués Camóes en la plaza mayor de la Vieja Goa: Camóes, el autor de Los Lusíadas (1572), la epopeya de la expansión de Portugal y de la verdadera fe a otros países. Pero quitaron la estatua (la pusieron en el museo) cuando Goa pasó a formar parte de la India independiente, y en aquella plaza portuguesa del siglo xvi erigieron una estatua del Mahatma Gandhi.

Camóes conoció Goa, el este de África, Malasia y China; fue, como Cervantes para España, un aventurero en las guerras imperiales. Fue el primer gran poeta de la Europa moderna que escribió sobre la India y los indios, y escribió con los conocimientos, adquiridos a costa de muchas penurias, de una década y media de nomadismo en el siglo xvi. Su poema transmite una sensación maravillosamente viva del suroeste de la India, no solo por lo que cuenta de los reyes, las castas, la religión y los templos (en el fondo se aprecia la presencia del gran reino hindú de Vijayanagar, destruido por los musulmanes siete años antes de que Camóes publicara su poema), sino por miles de pequeños detalles: el gobernador indio, por ejemplo, que recibe a Vasco da Gama, mastica pan al ritmo de los versos portugueses del siglo xvi de Camóes.

Hubiera podido pensarse que Goa se sentiría tan orgullosa de Camóes como de san Francisco Javier. Pero habían retirado la estatua, y aunque en los salvamanteles del hotel se proclamaba la antigüedad de la Goa portuguesa, en la librería del hotel no había ningún ejemplar de su poema, y nadie conocía su nombre. La India tenía sus prioridades y sus valores propios. Los turistas que llegaban en autobuses a la plaza de la Vieja Goa iban menos por la arquitectura (y la estatua del Mahatma Gandhi) que por la efigie del Niño Jesús de la catedral. Compraban manojos de cirios y los encendían en el claustro.

La Vieja Goa era muy antigua. La separaban del presente casi tantos años como los que mediaban entre la derrota definitiva de Cartago ante Roma. Y Portugal (aunque continuó viviendo hasta el siglo xx europeo), allí se había convertido en museo. La nueva clase media india eran los turistas. Suponía un giro histórico impresionante. Portugal llegó en 1498 y alcanzó su esplendor entre 1509 y 1510. Justo medio siglo después, el gran imperio hindú fue derrotado y físicamente aniquilado por diversos monarcas musulmanes; en el norte, y casi al mismo tiempo, el poder mogol empezó a conocer su momento de esplendor. Hubiera podido parecer entonces que la India hindú, sin los nuevos conocimientos y los nuevos utensilios de Europa, sus gobernantes sin el concepto de país o nación, sin las ideas políticas que hubieran podido contribuir a mantener al pueblo libre del dominio extranjero, hubiera podido parecer que la India estaba al borde de la extinción, algo a dividir entre la Europa cristiana y el mundo musulmán, y todos sus símbolos religiosos y su compleja teología reducidos a un sinsentido, como los dioses aztecas en México o el simbolismo del Angkor hindú.

Pero no fue así. Entre todos los giros de la historia, entre todas las aventuras imperiales de esta parte del mundo, anunciadas por la llegada de los portugueses a la India, y finalmente entre la insólita presencia británica en la India, había vuelto a desarrollarse una India hindú, más entera y unificada que cualquier India del pasado.

La historia de Goa es sencilla. En el largo vacío colonial, el pasado anterior a los portugueses dejó de tener importancia: era algo que se veía en los libros. Después, los cuatrocientos cincuenta años de dominio portugués fueron como una sola idea fácilmente asimilable. Salir de Goa, ir al sur y al oeste por la carretera de montaña, estrecha y tortuosa, hasta el estado de Karnataka, significaba volver a entrar en la India y en su complicada historia.

Al igual que el dominio portugués confirió gran sencillez a la historia de Goa, el dominio británico aportó un rumbo a la historia posterior de la India y facilitó su comprensión. En cierta etapa, se veía que los acontecimientos desembocarían en el dominio británico, y después, se veía que los acontecimientos desembocarían en el final de ese dominio. Leer sobre los acontecimientos de la India antes de la llegada de los británicos es como leer sobre una situación de flujo permanente, de cosas en parte hechas y en parte deshechas, temas más propios de los anales que de la historia narrativa, que funciona al máximo cuando trata sobre la construcción o la destrucción de grandes cosas.

Había nombres históricos en la carretera que atravesaba Karnataka. Uno de aquellos nombres era Biyapur. Era el nombre de un reino musulmán, establecido casi al mismo tiempo que los portugueses en Goa (de hecho, Goa fue desgajada de Biyapur). Yo no asociaba mentalmente el nombre con Goa ni con la Vieja Goa, sino con una delicada escuela de miniaturistas del siglo xvii, con influencias persas: el nombre mismo me evocaba las caras y las posturas, la vestimenta y los colores especiales. Pero ¿cómo encajaba Biyapur en la historia de la región? ¿Cuáles eran las fechas, las fronteras? ¿Quiénes eran sus gobernantes y sus enemigos? Resultaba difícil recordarlo todo: tuve que mirarlo en libros, y aun así (a pesar de que después me enteraría de que había durado dos siglos) no conseguí más que datos escuetos sobre fechas y gobernantes. Al fin y al cabo, los logros no habían sido tan importantes: no había nada en su historia que pudiera retener la memoria, al contrario que en la pintura (y en la arquitectura, según me enteré por mis lecturas: cierto tipo de cúpula). Y así, el nombre de Biyapur, y los demás nombres históricos en la carretera del sur, eran como recuerdos dispersos en la mente de un anciano.

Había habido demasiados reinos, demasiados reyes, demasiados cambios de fronteras. El estado de Karnataka era de nueva creación, un estado posbritánico, posterior a la independencia, un estado lingüístico, una respuesta al nuevo orgullo, al nuevo sentimiento de identidad, que habían fomentado los nacionalistas.

La tierra era sagrada, pero no era la historia política lo que le confería ese carácter. Los mitos religiosos afectaban a todas las tierras fuera de la Goa colonial. Una historia dentro de otra historia; una fábula dentro de otra: eso era lo que la gente veía y lo que llevaba en la sangre. Esos eran los mitos, sobre los dioses y los héroes de las epopeyas, que conferían antigüedad y misterio a la tierra en la que vivía la gente.

En la carretera del sur que pasaba por Karnataka había autobuses llenos de hombres jóvenes vestidos de forma extraña, con túnicas negras y ropas negras también en las piernas. Parecían jóvenes que iban de excursión, pero el negro que llevaban resultaba inquietante. Cuando llegué a Bangalore me enteré de que los hombres de negro iban de peregrinación. Se dirigían a un santuario en el estado de Kerala, en el extremo meridional. En el santuario honraban a Ayapa, gobernante y santo hindú de épocas pasadas. La peregrinación era sobre todo para los hindúes; pero, cosa insólita, también se les pedía que honrasen a Vavar, árabe y musulmán, que había sido amigo y aliado de Ayapa.

Solo los hombres podían hacer esa peregrinación, y durante cuarenta días tenían que vivir en continua penitencia. Ni carne ni alcohol, ni ninguna actividad que pudiera desembocar en puro placer; y tenían que mantenerse alejados de las mujeres. La última etapa de la peregrinación era un ascenso de más de cincuenta kilómetros, montaña arriba, hasta el santuario de Ayapa. Allí, en un día concreto de enero, aparecía una luz divina. No todos los peregrinos iban por la luz; la mayoría de la gente subía al santuario en días en los que no había luz.

Me enteré de todo esto por un joven que se hizo amigo mío en Bangalore. Se llamaba Deviah; escribía sobre temas científicos para un periódico. Era de familia campesina; seguían enviándole a Bangalore productos de las tierras familiares de vez en cuando, con el autobús nocturno. Deviah había peregrinado hacía ocho años por primera vez. Era cuando se sentía muy mal y angustiado por pensar que había hecho muy poco durante los cinco años pasados desde que acabó la universidad. Pensaba que la peregrinación lo había cambiado: la disciplina de cuarenta días de penitencia, la larga caminata hasta el santuario, los compañeros de la caminata, y el ver cómo se ayudaban las personas entre sí. Creía, además, que después tuvo suerte en su profesión; y a partir de entonces hacía la peregrinación casi todos los años.

Deviah no creía en la luz divina. Pensaba que podía ser simplemente alcanfor ardiendo, y obra humana, pero eso no contribuía a disminuir su fe. No disminuía su fascinación por la historia de Ayapa.

Esto fue lo que me contó Deviah.

—Ayapa fue un personaje real, que vivió hace unos ochocientos años. Nació en circunstancias extrañas. El rajá Rajashekhar no tenía hijos. La reina y él hicieron penitencia ante Siva y le pidieron que les concediera un hijo. Un día en que el rajá Rajashekhar había salido de caza por las orillas del río Pampa (que en Kerala tiene un carácter tan sagrado como el Ganges en el norte: puede lavar los pecados), encontró a un niño con una campana atada al cuello. Se puso a buscar a los padres del niño. Apareció un rischi (en realidad, era el mismísimo Señor Siva) y le dijo al rajá que el niño le estaba destinado a él. Según dijo el rischi, el rajá debía llevar al niño a palacio y criarlo como si fuera suyo. «Pero ¿de quién es hijo?», preguntó el rajá Rajashekhar. El rischi contestó: «Lo descubrirás el día del decimosegundo cumpleaños del niño.»

»Así que el rajá se llevó al expósito a palacio y lo cuidó. A propósito, ese palacio sigue allí. No es como los palacios de los maharajás que se ven en la actualidad. Es una casa bastante pequeña. El rajá cuidó al niño como si fuera suyo, y todos empezaron a comprender qué sucedería a Rajashekhar cuando llegara el momento. Durante todos los años en que el rajá no tuvo descendencia, el primer ministro había llegado a creer que su hijo heredaría el reino algún día. Así que odió a Ayapa desde el principio.

»Cuando Ayapa tenía diez años, ocurrió algo inesperado. La reina tuvo un hijo; pero el rajá se había encariñado tanto con Ayapa, el expósito, el regalo de los dioses, que dejó bien claro que sería él quien le sucediese en el trono.

»La reina y el primer ministro empezaron a conspirar. Tenían el siguiente plan: la reina fingiría ponerse enferma. Diría que tenía dolor de cabeza. El médico de palacio (que también participaba en la conspiración) haría como si pusiera en práctica todo cuanto sabía. El dolor de cabeza de la reina no desaparecería, y al final, el médico diría: “Solo hay una cosa que puede salvarle la vida a la reina. Hay que darle la leche de una tigresa.

»Eso era lo que planeaban hacer la reina, el primer ministro y el médico, y eso es lo que hicieron. El rajá estaba desesperado. ¿Cómo obtener la leche de una tigresa? ¿Quién iba a ordeñar una tigresa? Pero la reina y el primer ministro sabían muy bien qué ocurriría. Sabían que Ayapa era valiente, y también que, aunque solo tenía diez años, en cuanto se enterase de lo que necesitaba la reina, iría a buscar leche de tigresa. Y eso fue lo que Ayapa dijo que tenía intención de hacer. El rajá sabía que sería suicida que Ayapa intentase ordeñar una tigresa, y le prohibió al muchacho que saliera de palacio; pero Ayapa se escapó valiéndose de estratagemas y engañó al rajá para salvar a la reina.

Así acababa la primera parte del relato. Cuando Deviah empezó a contar la segunda, dijo:

—Hasta ahora hemos hablado de historia. Ahora vamos a entrar en el terreno de la mitología. Para comprender por qué nació Ayapa, tenemos que retroceder tres mil años.

Y, remontándonos fácilmente por los siglos, empezamos a viajar hasta la época de los dioses. Deviah dijo:

—En realidad, Ayapa era hijo de Siva y Visnú.

Ambos eran deidades masculinas, pero por razones de la narración había que considerar a Visnú una encarnación femenina: Deviah no tenía ningún problema con tales transformaciones. De modo que el Ayapa que fue a la selva a buscar la leche de tigresa no era simplemente el niño que creían la reina y el primer ministro. Era el hijo de dos de los dioses de la trinidad hindú.

Deviah añadió:

—Cuando andaba por la selva se topó con un demonio, y lo mató.

Había otro relato relacionado con este demonio. Deviah estaba dispuesto a interrumpir la línea narrativa principal e introducir el añadido. Le pedí que no lo hiciera.

Dijo:

—Como quiera. Para resumir, el monstruo o demonio que mató Ayapa en la selva era un monstruo femenino, y aterrorizaba a los devas. —Eran los dioses, que residían y celebraban consejos en el lugar en el que residen los dioses. (Ayapa debió de matar al monstruo con unos medios inaccesibles para los dioses. Tenía que haber otro relato al respecto, y casi seguro que Deviah lo conocía.) Cuando murió el monstruo, los dioses se regocijaron. Naturalmente, sabían del apuro en el que se encontraba Ayapa—. Así que, agradecidos, los dioses se transformaron en tigres y tigresas, y Ayapa volvió al palacio del rajá Rajashekhar a lomos de un tigre. Según se cree, el tigre era Brahma.

El hijo de Siva y Visnú a lomos de Brahma: la trinidad hindú al completo.

Deviah dijo:

—La expedición de Ayapa por la selva duró dos años. El dolor de cabeza de la reina se había curado hacía tiempo. De hecho, desapareció en cuanto Ayapa se marchó de palacio para ordeñar la tigresa. Y el día que Ayapa regresó al palacio del rajá, tenía doce años de edad.

Entonces, todo el mundo comprendió cuál era la identidad de Ayapa, que había regresado a lomos de un tigre. Era lo que había profetizado el rischi, el mismísimo Siva: que se conocería el linaje del expósito en su decimosegundo cumpleaños. Y entonces, todos los enemigos, todas las conspiraciones de la reina y el primer ministro, se desvanecieron como la bruma de la mañana y, con el paso del tiempo, Ayapa entró en posesión de su herencia.

El malvado primer ministro, que quería que gobernase su hijo, contrajo una enfermedad incurable, una enfermedad real. Una noche, se le apareció Ayapa en sueños y le dijo que fuera a lavar sus pecados al río Pampa. Asi lo hizo, y se curó; después, pronunciando el nombre de Ayapa, el primer ministro corrió hasta el templo que, por orden divina, había construido Ayapa en la cima de una montaña. Él, el primer ministro o antiguo primer ministro, fue así el primer peregrino de Ayapa.

Pero ¿qué pasaba con el árabe del relato? Pertenecía a la figura histórica de Ayapa, según dijo Deviah. Debió de ser un bandolero o un pirata. Primero, Ayapa lo derrotó y después se hizo su aliado. Nadie intentó obligarle a renunciar a su religión; tras su muerte, se construyó una mezquita sobre su tumba. La mezquita se alzaba al principio del recorrido de cuarenta kilómetros montaña arriba hasta el templo de Ayapa, donde cada año brillaba la luz divina, el 14 de enero. Todos los peregrinos tenían que presentar sus respetos a la mezquita. Por eso había tantos musulmanes en la peregrinación de Ayapa. Era algo que también atraía a Deviah: le gustaba la mezcla de las dos religiones.

Antes de aquel viaje, yo no había oído hablar de la peregrinación de Ayapa. Y tal vez, si no hubiera conocido a Deviah, no me hubiera fijado demasiado en las figuras vestidas de negro; posiblemente las hubiera tomado como parte del abarrotado paisaje indio y no se me hubiera ocurrido preguntar por ellas. La aparición de la luz divina en el templo coincidía con una fiesta de la cosecha en el sur, y con una gran feria religiosa en el norte; la peregrinación, el ascenso hasta la montaña sagrada, quizá fuera un injerto en algo muy antiguo, algo relacionado con el cambio de las estaciones. Como la peregrinación de Ayapa y Vavar, se celebraba desde hacía siglos, según dijo Deviah; pero, por alguna razón, y a pesar de los cuarenta días de penitencia y del largo recorrido hasta el santuario, había adquirido gran popularidad en los últimos años. Se esperaban un millón doscientos mil hombres en el santuario para el momento de la aparición de la luz divina, y algunos periódicos decían que tal vez unos veinticinco millones de hombres habían hecho la peregrinación en el transcurso del año, aunque esa cifra parecía demasiado alta incluso para la India.

Tal vez la popularidad del culto a Ayapa tuviera algo que ver con el hecho de que la gente hubiera empezado a tener un poco más de dinero, de que las carreteras fueran mejores, los viajes más fáciles, y de que se dispusiera de más autobuses; de que hubiera más hombres, jóvenes y viejos, que por las mejores razones del mundo, podían alejarse de sus familias una temporada y hacer turismo. Los autobuses de Ayapa podían ser como autobuses turísticos; a veces llevaban a los peregrinos a algunos de los puntos turísticos que había en el camino, aunque eso estaba mal, según Deviah, porque visitar los lugares turísticos era un placer, y el peregrino de Ayapa no debía hacer nada que pudiera considerarse placentero.

La gente tenía un poco más de dinero. Se notaba en el paisaje de Karnataka, en la carretera al sur de Goa. Aún era visible la pobreza india, con los muladares, el aspecto desastrado de las casas y los callejones; pero los sembrados, de caña de azúcar, algodón y otros productos, parecían abundantes y bien cuidados; en muchos casos, las casas de las aldeas eran limpias, con paredes de cemento y tejados de tejas rojas. No había nada semejante a la miseria que había visto hacía veintiséis años, cuando viajé en un autobús lento, que hacía múltiples paradas. No había aquellos esqueletos andantes, de ojos enloquecidos. La revolución agrícola era una realidad allí; se veía que había aumentado la cantidad de alimentos. En toda la India, cientos de millares de personas, acaso millones, habían trabajado para ello durante cuatro décadas, de la mejor forma posible: muy pocas con una idea de tragedia, sacrificio o misión; casi todas, simplemente por trabajar.

No había rincón de aquella tierra que no tuviera relación con los dioses: una burla cuando era una tierra de escasez y hambrunas; pero ya había empezado a encajar. Los tractores arrastraban remolques cargados de algodón en fardos de arpillera, grandes, gordos, con el algodón a punto de reventar, como una especie de líquido reforzado, por entre los sacos pardos. Al mismo tiempo, la gente que se veía en los patios de las aldeas se dedicaba a tareas que parecían bíblicas: trillar, aventar. La tierra era casi hermosa, casi indolora para el observador.

Era una especie de regeneración que se había producido con mucha lentitud. Seguramente habría habido movimientos falsos, fracasos, trabajo perdido. Lo mismo que parecía ocurrir en aquel momento: había estado funcionando un departamento especial para la selva, plantando eucaliptos en grupos junto a la carretera. La plantación fue todo un éxito; un kilómetro tras otro, surgió algo parecido a la sombra a ambos lados de la carretera, algo que resultaba refrescante al mirarlo. Pero todo aquello, el trabajo de años enteros quizá tuviera que ser destruido, desnudar la tierra de nuevo, empezar desde cero: lo último que se decía sobre el eucalipto consistía en que era un árbol asesino, ávido de humedad, que desecaba en lugar de proteger el sembrado junto al que se erguía.

La carretera tenía mucho tráfico, reflejo de las actividades agrícolas; pero los camiones, decorados con cariño, iban sobrecargados a la manera india, y los conducían rápidamente, unos junto a otros, como si el metal fuera irrompible y convirtiese a un hombre en un dios, como si pudiera pedirse cualquier cosa de un motor, un volante y unos frenos. Entre Goa y Bangalore se habían destrozado diez o doce camiones aquel día, y sin duda se habían matado varias personas, en siete accidentes graves. Algunos camiones se habían salido de la carretera y habían caído a charcas; otros habían chocado entre sí. Las cabinas se habían estrujado; los cristales se habían hecho añicos. Había ejes rotos, ruedas aplastadas en ángulos extraños; y en ocasiones, los camiones, como animales vulnerables, de vientre blando, habían volcado bajo las crueles cargas, dejando al descubierto la miseria y la herrumbre de sus interioridades de metal y la tersura de sus neumáticos con tapacubos nuevos.

Por aquella tierra vieja, nueva, llegamos a la ciudad de Bangalore. Estaba a mil quinientos metros sobre el nivel del mar, y era conocida en los viejos tiempos por sus lluvias y su clima suave, su hipódromo, sus comodidades urbanas, al estilo de Simia. Bangalore —aunque había sido una zona de acantonamiento o guarnición— había formado parte del estado principesco de Misore, uno de los mayores de la India británica. Tenía un palacio. La familia real de Misore era conocida no solo por sus grandes riquezas, únicamente comparables a las riquezas, fabulosas pero ociosas, del nizam de Hiderabad, sino por su responsabilidad como gobernantes, el orgullo que sentían por su estado y su pueblo. Se los conocía por haber construido universidades, hospitales y sistemas de irrigación, por haber plantado árboles a los lados de la carretera y haber trazado grandes jardines públicos. Bangalore había sido un lugar al que se retiraba o apartaba la gente para alejarse de la India hirviente de los negocios y el trabajo.

Bangalore había cambiado desde la independencia. El clima que antes atraía a las personas que se .retiraban empezó a atraer a la industria, y Bangalore había crecido. Era el centro del programa de investigación espacial indio, y uno de los centros más importantes de la industria de la aviación india. Todas las instituciones científicas estaban en Bangalore. Las carreteras bordeadas de árboles de la ciudad-jardín de los maharajás estaba llena del ruido, el olor y los gases de motocarros y coches. Ya no era una ciudad para caminar.

Me interesaba el desarrollo de la ciencia y la tecnología indias. ¿Qué clase de personas habían dado el paso y proporcionado a la India una revolución industrial en cincuenta años?

En Bombay había hablado brevemente con el doctor Srinivasan, presidente de la Comisión de Energía Atómica India, en una reunión social en su apartamento. Me dijo que su abuelo había sido purohit, sacerdote, una especie de pujari. Su padre, que tenía por entonces ochenta y seis años y vivía en Bangalore, había sido maestro de escuela.

Un día, a últimas horas de la tarde, fui a ver al padre del doctor Srinivasan, dos o tres días después de mi llegada. El anciano llevaba doti, y una fina marca roja de casta que le recorría el centro de la frente. Era un hombre extraordinariamente apuesto, menudo, delgado, delicado en todos los sentidos. Tenía el rostro de un hombre de profunda vida interior. Me enseñó una vieja fotografía de tamaño pasaporte de su padre, Shadagopachar, el purohit. Shadagopachar llevaba vestimenta de purohit, con un hombro descubierto. Tenía los ojos brillantes, dirigidos a la cámara, pero su rostro quedaba enmascarado por las marcas de casta: la fina línea roja de la frente y dos mucho más gruesas que ascendían desde las cejas. Las dos gruesas marcas blancas eran de barro, un barro refinado que todavía se vendía en pastillitas en las tiendas. El barro blanco de la frente era el símbolo de los pies del Señor.

La familia emigró a Bangalore desde una ciudad a unos sesenta kilómetros de distancia en la última década del siglo xix. En Bangalore, a Shadagopachar le enseñó sánscrito y todos los Vedas su tío; pero los puro-hit ganaban muy poco dinero —cuatro anas, un cuarto de rupia, por un puja— y Shadagopachar también trabajaba en el gobierno del maharajá, de administrativo de baja categoría. Recogía expedientes, los ataba y los archivaba, y con aquel trabajo ganaba entre once y quince rupias al mes. Los licenciados ganaban entre veinticinco y treinta rupias, unas dos libras, en aquella época, pero Shadagopachar no tenía licenciatura.

Shadagopachar quería que su hijo aprobase los exámenes universitarios porque los licenciados podían encontrar mejores trabajos en el gobierno y ganar mucho más que como purohit.

—Pero nos enseñaban sánscrito a todos. Nos enseñaban a todos las oraciones de la mañana y de la tarde. También había una oración a mediodía, pero como teníamos que ir al colegio la hacíamos por la mañana, antes de ir a clase. Cuando me licencié, solicité un trabajo en el ministerio de educación. Eso era en 1925.

Así empezó su carrera en la enseñanza; pero también conservó los conocimientos de sánscrito y la instrucción religiosa general que había recibido de su padre. De esa confluencia —la nueva educación, los complicados conocimientos abstractos del purohit o del brahmán, la preocupación por la ejecución correcta de rituales complejos, la inmovilidad que acompañaba a la ejecución de algunos de aquellos rituales— había surgido una generación de científicos. Los conocimientos del antiguo sánscrito hindú —que un administrador y erudito de finales del siglo xviii como sir William Jones consideraba tan profundo y arcaico como el griego y que trató de sonsacarles como con una arqueología romántica viva a los brahmanes del norte, reservados, vinculados a su casta— fomentaron los nuevos.

Quizá fuera una coincidencia, pero los dos científicos que conocí más adelante en Bangalore —hombres de disciplinas diferentes y de distintas partes del país— también tenían abuelos purohit o sacerdotes.

La familia de Subramaniam era de un pueblecito que, con la reorganización de los estados indios tras la independencia, se encontraba en el vecino estado de Andra.

—Mis antepasados vivieron en esa región mucho tiempo. Hay un paraje no lejos del pueblo (ese paraje está en mitad de la selva) y allí hay un pequeño santuario. Nuestra familia dice que la deidad de allí es la nuestra.

»El primer antepasado mío del que sé algo es mi tatarabuelo. Lo rodea una extraña leyenda. Según esa leyenda, había un tigre que estaba causando muchos problemas en la región. Este antepasado mío decidió solucionar el asunto. Se envolvió en unas mantas, cogió un machete, fue al sitio donde el tigre atacaba a la gente y se puso allí, como si dijéramos invitando al tigre a que lo atacase. El tigre lo atacó, y mi antepasado lo mató a machetazos. Yo oí esta historia cuando era niño. Era simplemente una historia de valor físico, quizá exagerada. Y hasta ahí puedo retroceder en el pasado.

»Mi familia se consideraba parte del estado de Misore, el estado del maharajá. Mi abuela (vivió hasta la década de los sesenta) dividía el mundo en tres partes. La primera era la Tierra del Rajá, Raja Simay. Era el estado de Misore, donde las cosas eran buenas, bonitas y placenteras, y donde vivía la gente afortunada como nosotros. La segunda parte del mundo era la que ella llamaba Kumpani Simay, la Tierra de la Compañía. En aquella época yo no relacionaba las palabras: se refería a la East India Company, la Compañía de las Indias Orientales, y ella seguía utilizando esa palabra en la década de los cincuenta. Esa región formaba parte de la India, pero no era tan bonita como la Tierra del Rajá. Cierto que algunos parientes nuestros vivían en ella, pero la gente que vivía allí era digna de lástima. Más allá de estas dos regiones se extendía el resto del mundo. Esta forma de pensar era algo natural para mi abuela.

»Somos una familia de brahmanes. En cierto sentido tenemos algo de sacerdotes, pero mi abuelo no era sacerdote. Era un pequeño terrateniente, y también funcionario del estado, de baja categoría. Como funcionario del pueblo debían de pagarle diez rupias, tal vez cinco. En el pueblo debían de considerarlo desahogado, pero no rico. Había muchos que eran más ricos que él.

»Mi abuelo comprendió que la educación en inglés era algo fundamental e hizo todo lo posible para que su hijo recibiera esa educación. Y por eso mi padre, que nació a principios de siglo, fue el primer hombre de nuestra familia que asistió a colegios en los que la enseñanza se impartía en inglés. Mi padre se limitó a solicitar la entrada en un colegio y lo admitieron. Hoy en día la gente se pisa el cuello con tal de meter a sus hijos en los colegios: hay una gran demanda. Pero entonces, mi padre solo tuvo que presentar la solicitud. Probablemente iba andando al colegio. En nuestro pueblo no había instituto de enseñanza media. Muchas personas tenían que recorrer largas distancias a pie para ir al colegio. Yo, sin ir más lejos —y eso era en los años cuarenta—, caminaba varios kilómetros.

»No sé qué llevó a mi padre a la ciencia. Personalmente, pienso que la tradición científica no es ajena a la India. Creo que la ciencia se presenta de forma natural a los indios. Hay muchos indios a los que les gusta pensar que tienen una tradición en la búsqueda de conocimientos, y la ciencia es conocimiento tal como lo entendía Baskara, uno de nuestros viejos o antiguos científicos. Hoy en día, se puede comprar en la India el tratado de astronomía de Baskara, del año 600 o 700, y existe un famoso tratado de medicina más o menos de la misma época. Quisiera dejar claro que yo ni por un momento creo eso que van diciendo por ahí algunos, que todo —las bombas atómicas, los cohetes, los aviones— fue inventado por los antiguos indios.

»Pero los conocimientos indios se quedaron anticuados. La prueba está en que lo que Newton escribió en 1660 no se entendió o no se apreció en la India hasta mediados del siglo xix. Por otro lado, en el año 1000, y durante uno o dos siglos más, en la India había unos conocimientos que hubieran sorprendido en Europa. Sobre todo en matemáticas. En el año 1000, los indios se sentían seguros de sus conocimientos. Tenemos testimonios de ello. Pero hacia 1800 se desvaneció esa seguridad. El rajá Ram Mohun Roy fue el primero en reconocer públicamente que, de hecho, había muchas cosas sobre las que no sabía nada.

Ram Mohun Roy era de Bengala. Combatió la cremación de las viudas en las piras funerarias de sus maridos. En líneas más generales, trató de purificar el hinduismo, y de traer a la India los nuevos conocimientos de Europa. Fue el primer reformador del país, y las fechas de su vida son impresionantes: nació alrededor de 1772, y murió, en el transcurso de una misión a Inglaterra, en 1833.

Le dije a Subramaniam que había leído algo sobre el emperador mogol Jehangir (que sucedió al gran Akbar, reinó entre 1605 y 1625, y era amante de las artes): Je hangir se burlaba de la idea de un Nuevo Mundo al otro lado del Atlántico.

Subramaniam dijo:

—Y Aurangzeb —que reinó entre 1650 y 1700, una época de rápida decadencia de los mogoles— hablaba con desprecio sobre Inglaterra. Decía que era una isla minúscula, y su rey como un rajá menor de la India. Eso era a finales del siglo xvn.

»En mi familia, fue mi abuelo quien lo comprendió, que nuestros conocimientos estaban anticuados; pero era demasiado tarde para que pudiera hacer nada. Nació hacia 1880 y murió cuando tenía cincuenta y cinco años. Pero, ya le he dicho, estaba decidido a que su hijo recibiera la nueva educación.

Ir a la siguiente página

Report Page