India

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INDIA » 3. LAS METAMORFOSIS

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Prakash me dijo que había un «campamento» tibetano cerca de la ciudad de Misore, a unos ciento sesenta kilómetros al sur. Allí, en las tierras que les había concedido el gobierno indio, los tibetanos cultivaban maíz, tenían granjas de productos lácteos y tejían sus característicos jerséis. No había ningún tibetano en los jardines de la Casa de Invitados del estado cuando nosotros llegamos, pero poco a poco, en pequeños grupos desiguales, empezaron a aparecer en el césped quemado los tibetanos del campamento de Misore —que habían estado esperando en la calle—, las mujeres con la vestimenta tibetana tradicional, los hombres con pantalones vaqueros, las caras brillantes, gentes de buen ver que por entonces, tras quizá más de una generación, empezaban a perder contacto con su tierra: otro desposeimiento asiático, parte del flujo histórico.

Estuve pensando un buen rato en aquellas personas. Los monjes siguieron en la terraza, mirando, como si quisieran clavar la mirada en cada una de las personas que esperaban en pequeños grupos dispersos. E incluso cuando Prakash empezó a hablar de nuevo, tuve la sensación de que continuábamos formando parte de aquella muda escena tibetana.

Prakash dijo:

—Nuestro pueblo, debido a la larga tradición de los rajas, los maharajás y los señores feudales, siempre ha visto el poder con reverencia y con temor, y al mismo tiempo alberga odio y rechazo por él. Pero en esto hay una dicotomía. Quieren que detente el poder una persona accesible, sencilla, compasiva, benévola, al tiempo que tienen una imagen mental del poder a base de pompa, boato, autoridad y aristocracia. Y muchas veces, esas cosas no van unidas.

»En un caso como el mío, les gustaría verme como el buen abogado rural, humilde, como antes de 1983, cuando subí al poder y me nombraron ministro; pero solo respetarán mi autoridad si estoy rodeado por un grupo de funcionarios, y si adopto ciertas posturas.

»El 16 de febrero de 1983 hice voto de secreto y juré el cargo de ministro en Bangalore. Ese mismo día estallaron disturbios entre comunidades en Bellary: hubo un tiroteo de la policía, siete muertos, incendios y saqueos.

Por la noche fui a Bellary, en coche, y me puse al mando del inspector de policía del distrito, del subcomisario de Bellary y de otros funcionarios. Y logré controlar los disturbios en un día.

»Como abogado, me había presentado ante el subcomisario de Bellary en varios casos, dirigiéndome a él con el título de “señoría”, pero, como ministro, se produjo un cambio. Yo le daba órdenes. Al cabo de un día, me transformé. Y a la gente no le hubiera gustado, y la situación no hubiera quedado bajo control, si hubiera sido un simple abogado mofusil. Es una sociedad extraña, esta que hemos creado. La democracia ha hecho posible que las personas como nosotros desempeñen un papel diferente.

Y su gobierno había reducido el boato oficial. Había mucho más en los tiempos del Partido del Congreso: escoltas policiales, luces rojas para detener los coches, sirenas. En aquellos días, la gente no podía presentarse por las buenas en casa de los ministros: necesitaban una cita.

El poder procedía del pueblo. El pueblo era pobre; pero el poder que otorgaba llegaba a intoxicar. Al igual que una persona podía subir muy alto, podía arrojársela hasta lo más bajo cuando perdía poder. Así que los legisladores vivían en un continuo frenesí desde el principio, y en constante movimiento, como una colonia de pingüinos en medio de una ventisca en la Antártida: los del extremo exterior tratan de abrirse paso por entre la compacta masa hacia el calor del centro. La política del estado, las idas y venidas que llenaban las páginas de la prensa local, era una política de alineación y realineación. Cuando una mayoría empezaba a debilitarse, el voto de un político en la cámara se convertía en un valor de cambio: podía venderse un número indefinido de veces. Hacía poco, había diez hombres muy difíciles (me enteré de esto por otro político) que exigían un laj de rupias, cien mil rupias, cuatro mil libras, por cada voto que daban en la cámara. El gobierno y los partidos de la oposición tuvieron que recabar fondos para cubrir aquellos gastos, y los medios que eligieron para reunir ese dinero eran discutibles.

La política del estado, tal como la exponían los periódicos, resultaba opaca para el forastero. En la política de alineación y realineación no existían principios ni programas. Solo había enemigos o aliados: la política de los pingüinos. Lo que era aplicable a aquel estado, Karnataka, también podía aplicarse a otros estados. Había muchos artículos de los periódicos que podían pasarse por alto o darse por leídos. El conocimiento en materia de política no se adquiría aprendiéndose los nombres, al igual que no se domina la informática intentando aprender de memoria un programa de ordenador. Los programas pueden transformarse o abandonarse; los políticos podían desaparecer, o cambiar con mucha rapidez.

Parecía un milagro que existiera un gobierno; pero con el crecimiento de la economía india, los gobiernos activos creaban beneficios para todos. Y del delirio político había surgido una especie de equilibrio: quizá por primera vez en la historia de la India, la mayoría de las personas pensaban que ellas o sus representantes, alguien de su grupo, tenía una posibilidad de llegar al centro cálido del poder y el dinero.

Prakash estaba aquel día en medio de otra crisis, que ocupaba mucho espacio en los periódicos. Fuimos andando hasta la zona asfaltada que rodeaba la Casa de Invitados, donde lo esperaban cuatro o cinco hombres de mediana edad con túnicas y dotis limpios de color crema, tejidos a mano, masticando pan, a la brillante luz, a cierta distancia de los policías vestidos de caqui del grupo del Dalai Lama. Aquel día se les iba a pedir a los legisladores que firmasen una declaración de lealtad, y se repetía el eterno contar de cabezas con tocado a lo Gandhi. Ropa hecha en casa, antaño la ropa de los pobres, que ya no llevaban ellos, sino solo los hombres a quienes los pobres habían dado el poder.

Las gentes de toda clase y condición hablaban con respeto de los días de los antiguos maharajás, y el muro de casi cinco kilómetros de longitud del parque palaciego en el centro de Bangalore servía de recordatorio del antiguo esplendor de Misore. Aquel era tan solo el palacio de; verano de los maharajás. Se alzaba entre la espesura del parque y no se veía desde la carretera. El parque, inmensamente valioso incluso como simple terreno, era por entonces objeto de litigio y estaba cerrado al público.

El palacio principal se encontraba en la ciudad de Misore, a ciento sesenta kilómetros al sur. Me enteré por Deviah de que en Misore todavía vivía un barbero que había estado al servicio del vigésimoquinto y último maharajá. También había un brahmán que había ejercido las funciones de pandit para él. Se decía que el barbero tenía miles de anécdotas que contar, pero Deviah y yo fuimos un día a Misore a ver al brahmán.

La carretera era buena, una de las carreteras del antiguo estado de Misore. Estaba sombreada durante largos tramos por los grandes árboles plantados en tiempos de los maharajás, considerados casi como una parte de la prolongada munificencia de los maharajás. Y había sembrados de un verde brillante cuya existencia se debía a las obras de irrigación emprendidas por el famoso primer ministro del vigésimocuarto maharajá.

La ciudad de Misore estaba construida en torno al palacio. Vislumbramos parte de los jardines al entrar en la ciudad. Tentadores; pero aquella amplitud y aquel esplendor tendrían que esperar. Nuestro objetivo de aquella mañana se encontraba en la ciudad misma, en una pequeña sala de ceremonias de boda, un edificio de cemento a cuyo cargo estaba el antiguo pandit del maharajá. El edificio era nuevo y bastante corriente, pero pertenecía a una fundación creada por Shankaracharya, filósofo del siglo ix. De modo que, aunque podía parecer que el pandit se dedicaba a una actividad comercial, seguía apegado a la religión.

Era un hombre menudo, de setenta y dos años. Le cruzaban la frente tres anchas líneas blancas, en horizontal, y llevaba un punto de color rojo y sándalo entre las cejas. Llevaba un pendiente de rubíes engastados en oro en cada oreja. La túnica blanca estaba abotonada sobre su pequeña barriga, una barriga curiosamente estrecha y alargada, de modo que, con la túnica abotonada, parecía que el pandit tenía forma de pepino. Las marcas sagradas blancas de la frente eran de ceniza de excrementos de vaca quemados. Los excrementos de vaca se quemaban a tal efecto en una ocasión especial, la Siva-ratri, la Noche de Siva. Deviah me contó lo siguiente sobre la Siva-ratri: Siva vela por el mundo todos los días, pero hay uno en que se queda dormido, y ese día (o esa noche) los hindúes tienen que mantenerse despiertos, para vigilar.

Vimos al pandit en el despacho de la sala de bodas. Era una habitación pequeña y sencilla, con paredes de color crema, un cofre de hierro en un rincón y ropa de cama en el suelo de cemento rojo. En otro rincón había un teléfono, también rojo, sobre una estantería, junto a un tablero con cuatro llaves. Una pared tenía estantes empotrados, pintados de verde. En uno de ellos había unos tubos fluorescentes viejos con cables (sin duda se empleaban en la sala de ceremonias y los guardaban allí como medida de precaución contra posibles robos); en otro estante, bombillas sueltas; en el tercero, un rimero de folletos, junto a varios paquetes envueltos en papel que parecían bastante viejos. De un clavo o gancho situado a un lado de la estantería verde empotrada colgaba una bolsa trenzada, aplastada contra la pared. La pared era como un mueble: un sitio para poner o colgar cosas.

El pandit había nacido en 1916. Su padre no era de Misore, sino de Tamil Nadu; actuaba como representante de un terrateniente que estaba ausente, y también se dedicaba al comercio de cereales. La madre era de Misore. Como las mujeres vuelven a casa de sus padres para dar a luz, el pandit nació en Misore. Después, sus padres se lo llevaron a Tamil Nadu; pero cuando contaba diez años murió el padre, y el padre de su madre regresó con él a Misore y lo matriculó en el Colegio de Sánscrito de la ciudad de Misore.

El estado le concedió una beca para esta institución. A cualquiera que quisiera estudiar sánscrito le daban una beca. La suya empezó con dos rupias al mes, unos dieciséis peniques. Dos rupias eran suficientes para un niño de diez años en 1926; el sueldo de un administrativo de primera categoría ascendía por entonces a treinta rupias.

El pandit no se explayaba en la conversación. Esperaba a que se le hiciesen preguntas, y Deviah traducía sus respuestas.

Deviah tradujo lo siguiente:

—Fue mi abuelo quien me llevó al Colegio de Sánscrito. Era cocinero de palacio, y no sé si se habría enterado de lo de la beca cuando me llevó al colegio. Nosotros no vivíamos en el palacio; vivíamos en una casa alquilada fuera de allí. Mi abuelo cocinaba para los pujas de palacio. Preparaba la comida que se consagraba. Ganaba dieciocho rupias al mes. Aunque era cocinero de palacio, nunca comía allí. Comía en casa: era su costumbre, como brahmán. Vivió hasta los noventa y dos años.

El pandit estudió en el Colegio de Sánscrito durante veinte años, desde 1926, cuando tenía diez, hasta 1946. Durante esos años, le fueron aumentando poco a poco la beca de dos rupias con la que había empezado.

Una de las cosas importantes que estudió fue astrologia. Estudió esa materia durante cinco años. Tuvo un profesor que era un astrólogo muy famoso.

—Un astrólogo nunca acaba de aprender. Al igual que la ciencia sigue desarrollándose, con los nuevos descubrimientos, yo nunca he dejado de aprender astrologia.

En la mesa a la que estaba sentado el pandit había una bolsita de plástico azul oscuro o gris: de plástico, no de cuero, que es una piel de animal y algo impuro. En la pared, por encima de su cabeza, había un dibujo de colores enmarcado que representaba a Siva y su consorte. La luz había desteñido los colores. Las dos figuras poseían toda la belleza que había sido capaz de darles el dibujante: una belleza femenina, de carácter casi erótico.

El pandit dijo:

—Podemos conocer el grupo sanguíneo de una persona por el día en que nació. Hay tres grupos sanguíneos, y podemos saber si las personas son compatibles o no. No es necesario hacerles análisis de sangre. No existe ninguna diferencia entre astrología, medicina y darma-sastra. —Deviah tradujo esto último por «saber tradicional»—. Para aprender astrología, primero hay que aprender todas las demás ciencias. Antes de prescribir ciertas medicinas, hay que buscar ciertas condiciones planetarias, porque hay medicinas que solo funcionan en determinadas circunstancias. Ciertas medicinas solo funcionan bajo los rayos del sol, de la luna, de Marte o Mercurio.

Podía predecir el futuro.

—Si me dice la hora correcta a la que nació (pero tiene que ser el minuto exacto), yo se lo explicaré todo correctamente. Si hay un error de un minuto, la diferencia es enorme. El lugar de nacimiento también tiene gran importancia.

En 1946, al cabo de veinte años, terminó sus estudios en el Colegio de Sánscrito. Había vivido todo aquel tiempo de la beca del estado. Durante el último año en el colegio, ascendía a quince rupias al mes. Tenía entonces treinta años, y al fin era libre de casarse. Se casó con la hija de un hombre que trabajaba de administrativo en palacio. Además, encontró trabajo de bibliotecario en el Colegio de Sánscrito, con un sueldo de cuarenta y cinco rupias al mes. Conservó ese puesto dieciséis años.

Uno de los proyectos en los que trabajó como bibliotecario del Colegio de Sánscrito fue la traducción de todos los Puranas, los antiguos textos sagrados del hinduismo, al kanada, la lengua local de Misore. Este proyecto fue patrocinado por el maharajá, que se enteró de la tarea que desempeñaba el pandit. Los maharajás de la India perdieron su título en la India en 1956, pero continuaron recibiendo rentas del erario público, y el de Misore siguió teniendo considerable importancia ceremonial como gobernador del estado, como rayapramuj.

Una tarde, en 1962, en un día de luna llena, el pandit había terminado el puja y estaba en casa, cuando llegó un criado de palacio. Lo enviaba el secretario del maharajá, con el recado de que el príncipe quería verlo en palacio. El maharajá debió de decírselo al jefe de sección, el jefe de sección al secretario y el secretario a su criado.

El pandit ya debía de tener alguna idea de lo que quería el maharajá, o quizá se la diera el criado, porque, cuando le llegó aquel aviso, lo comunicó inmediatamente a palacio, a su suegro y a su abuelo, administrativo de palacio el uno, cocinero el otro.

El abuelo fue corriendo a casa. Estaba contento por su nieto, pero también nervioso. Le dijo al pandit: «Tú te has educado para dedicarte al estudio, como vaidika, pero el trabajo que vas a hacer ahora es de lukika, un trabajo mundano. Tal vez no encajes. Piénsatelo.» También le dio a su nieto instrucciones detalladas sobre la conducta a seguir en presencia del maharajá.

Alrededor de las tres de la tarde, cuando debía de hacer mucho calor, el pandit salió de casa y fue andando hasta palacio. Iba vestido como los brahmanes, con doti y un chal sobre los hombros. Por lo demás, iba descubierto de cintura para arriba. Iba descalzo. Era su costumbre: jamás había llevado calzado de ninguna clase; tampoco cuando lo vi yo llevaba nada en los pies, y cuando miré bajo el escritorio o mesa al que estaba sentado, vi sus pies descalzos apoyados en el suelo de cemento rojo, la piel oscura y endurecida de las plantas, encallecida y agrietada. Tampoco le supuso ningún problema ir con la espalda al descubierto con el sol de la tarde: el pandit estaba acostumbrado.

Había como medio kilómetro hasta palacio. El secretario lo recibió en una de las habitaciones interiores, y lo envió inmediatamente al maharajá, que estaba en la biblioteca. La biblioteca constaba de tres salas, cada una de ellas de unos doce metros de largo por siete de ancho. Todas estaban llenas de libros, sin apenas sitio para sentarse. Había libros en todas las lenguas.

El maharajá estaba sentado en una de aquellas habitaciones. El pandit se aproximó a él y le rindió homenaje como le había enseñado su abuelo: juntó las palmas de las manos e hizo una profunda reverencia. El maharajá llevaba yiba y doti, y estaba muy «sociable».

—¿Cómo era?

—Era un hombre alto, con la constitución de un rey. Fornido. —No estaba pensando solo en la figura sedente que había visto aquel día en la biblioteca; pensaba en el hombre que llegó a conocer más adelante—. Por la mañana, después del puja, cuando salía con las marcas sagradas en la frente, parecía Dios.

El maharajá —pero no fue esa la palabra que empleó el pandit: empleó la palabra «Alteza», en inglés, pronunciada de tal forma que sonó como un elemento de la lengua local—, el maharajá, Alteza, le dijo al pandit que había sido elegido para trabajar en palacio.

—Yo no había solicitado aquel puesto ni nada parecido. Así que me armé de valor y le dije a Alteza lo que me había dicho mi abuelo, que había vivido toda la vida como vaidika y que no podía empezar a vivir como lukika. Y Alteza replicó: «Te quiero aquí solo para el trabajo de vaidika. Quiero que seas mujzesar.»

»Sabía yo cuáles eran las obligaciones de un mujzesar: organizar todos los pujas de palacio, elegir a los purohits o sacerdotes y controlar lo que hacían, para asegurarse de que se oficiaban correctamente los pujas y los ritos.

El maharajá estuvo hablando con el pandit media hora. Le dijo lo que tendría que hacer. Había diez purohits fijos en palacio; el pandit tendría que controlarlos, así como a los que llamaran en ocasiones especiales. También tendría que cuidar de las joyas del templo palaciego. Al personal de palacio se les daba una paga extraordinaria de veinte rupias al mes, y el maharajá le dijo al pandit que también se le daría a él. Se les daba porque el personal estaba de servicio permanentemente y no tenía días libres. El sueldo ascendería a ciento cincuenta rupias; como bibliotecario en el Colegio de Sánscrito ganaba cuarenta y cinco rupias mensuales.

—Mi deber era hacerlo. Tenía que hacer cuanto me dijese Alteza. Yo ya estaba al servicio de Alteza, porque el Colegio de Sánscrito era de su propiedad.

Tras la audiencia en la biblioteca, el pandit regresó a la casa familiar. Les contó la noticia a su abuelo y a su suegro, y su abuelo se alegró. Dijo: «Todos tenemos buen nombre en palacio. Debes desempeñar bien tu trabajo y mantener nuestro buen nombre.»

Como todas las personas que trabajaban en palacio, el pandit necesitaría uniforme. Fue inmediatamente al sastre de palacio para que le tomara medidas. Encargó dos trajes, por los que le cobrarían doscientas rupias, más que el sueldo de un mes; pero como, por alguna razón, el maharajá quería que empezase a trabajar de inmediato, se vio en el apuro de no saber qué ponerse: los uniformes que le había encargado al sastre no estarían listos hasta varios días después.

El pandit dijo:

—Hice una locura. Le pedí el uniforme a mi suegro. Teníamos la misma talla. Y fue una locura, porque un brahmán no debe llevar ropa de otras personas: era algo tan impuro como beber de un recipiente que ya hubiera utilizado otro. Llevé el uniforme de mi suegro tres días. Después recogí los míos del sastre, los dos trajes. Me los dio fiados. Yo no tenía doscientas rupias. Los pagué con mi sueldo, en tres o cuatro plazos.

Llevaba pantalones blancos y chaqueta larga. La chaqueta era blanca por las mañanas, negra por la noche. Llevaba el turbante de Misore, blanco con una franja dorada, y una faja también blanca. Sin zapatos: nadie iba calzado, ni siquiera el maharajá. El maharajá solo se calzaba cuando salía de palacio.

En las paredes de color crema de la sala para bodas en la que hablábamos había huellas digitales de mugre, la eterna mugre de la India. El suelo era rojo oscuro, y había rodapiés del mismo color de varios centímetros de altura. Unas puertas verde claro se abrían a otras habitaciones; en una puerta con candado —que quizá diera a la sala de ceremonias propiamente dicha— había un alegre letrero en un rollo ondulante con la leyenda de Prohibido el paso. Y, como en una calle de una ciudad india, donde nada estaba completamente limpio ni acabado, en aquella habitación, en el rincón del cofre de hierro, había un montón de polvo a medio quitar y pelusas viejas, junto con los trapos y la escoba con los que se hubiera podido limpiar y barrer. El escritorio al que estaba sentado el pandit era de acero, pintado de gris.

La jornada laboral del pandit como mujzesar era larga. Duraba desde las seis de la mañana hasta las dos de la tarde. Entonces iba a casa una hora, y volvía a palacio, hasta las siete; eso en días normales. En ciertos días, como los de las festividades de Dusera, podía quedarse hasta medianoche. Se debía a que en esas fechas se exhibían las joyas del templo, y el pandit tenía que quedarse para comprobar que volvían a guardarse en la cámara acorazada del templo.

Cuando el maharajá estaba fuera, «de acampada», el pandit quedaba libre y podía descansar. El maharajá se iba de acampada cuatro o cinco veces al año, durante unos quince días cada vez. En ocasiones iba al extranjero; entonces estaba fuera un mes.

—Alteza hacía peregrinaciones. Alteza tenía una costumbre: que si leía en un texto antiguo, un Purana, algo sobre determinado templo, en cualquier parte del país, decía: «Vamos.» Al día siguiente ya estaba preparado, y lo acompañaban unas veinticinco personas. Disponía de dos vagones especiales, que se enganchaban a los trenes normales. Se llevaba cocineros, guardaespaldas, un purohit, un astrólogo. A veces también se llevaba a su familia. Alteza tenía la «manía» de visitar templos. No había templo que no viera: era muy devoto.

En 1965, al pandit, por su condición de mujzesar, le concedieron una vivienda: una casita con dos habitaciones y un «salón». El alquiler era el 10 por 100 de su sueldo. Tres años más tarde, en 1968, le dieron un uniforme especial para las ceremonias. Ese no tuvo que pagarlo; se lo regaló el maharajá. La chaqueta larga era roja, con vueltas doradas y botones también dorados. Los botones llevaban el símbolo del fénix y las letras JCRW, las iniciales del maharajá: Jaya Chama Rajendra Wodeyar. Los pantalones eran de seda, de color bizcocho.

Pensé si no lo vería demasiado llamativo, como brahmán que era.

—Me sentía orgulloso de él. Cuando me ponía esas ropas, nadie podía pararme en ninguna parte, ni en la calle ni en palacio.

Incluso se fotografió con aquel uniforme. Subió de categoría en el servicio. El maharajá lo llamaba Shastri Narayan, «Señor de los Shastras», «Gran Erudito». Pero después empezaron a aparecer señales de que las cosas iban mal en el exterior. En 1971, los maharajás de la India fueron «desacreditados» por el gobierno de la señora Gandhi, y el maharajá perdió sus rentas libres de impuestos, dos millones seiscientas mil rupias, equivalentes en aquella época (tras la devaluación de 1967) a ciento treinta mil libras. A pesar de todo, siguió ascendiendo a su mujzesar. En 1972 lo nombró subsecretario; en palacio había dos subsecretarios. Cuando empezó a trabajar allí, el pandit cobraba un sueldo de ciento cincuenta rupias; con los años esta cifra se duplicó, pasando a trescientas; por último, como subsecretario, ganaba quinientas.

—Alteza recibía los catálogos de varios libreros. Encargaba entre trescientos y cuatrocientos libros al mes. Se los compraba el secretario de palacio. Alteza adquiría libros de Penguin y de la Oxford University Press. Yo tenía que leer, hojear o probar las nuevas adquisiciones, y hacerle un resumen de lo que pensaba que podía interesarle. Le interesaban la filosofía y la historia. Hablaba de filosofía conmigo y también con otras personas. Ciertos párrafos los quería mecanografiados, para sus discursos y sus escritos.

»Alteza tenía dos manías, dos locuras. Los templos, y en segundo lugar, los libros, comprarlos y leerlos. Se quedaba leyendo toda la noche. Yo tenía relación con sus dos manías. En su sala de lectura no se le permitía la entrada a nadie. Tenía su propio sistema de ordenar o guardar libros. Los ponía en el suelo, y nadie podía tocarlos mientras estuviesen allí. Cuando terminaba uno, me lo traía y me pedía que lo catalogara y lo colocara en las estanterías de la biblioteca.

Yo quería saber qué clase de libros ingleses leía el maharajá y discutía con su mujzesar, su Shastri Narayan. Esperaba oír los nombres de Aldous Huxley, Bertrand Russell, Christopher Isherwood; pero el pandit no pudo ayudarme: no recordaba el nombre de ningún escritor inglés.

En 1973, dos años después del «desacreditamiento» de los maharajás, el personal de palacio se puso en huelga en demanda de mejores sueldos. En su momento, había quinientos trabajadores. En la época de la huelga, trescientos. El maharajá concedió a los huelguistas el aumento que pedían. Fue excesivo para él. Al año siguiente, les dio a todos una gratificación y los despidió. El pandit recibió diecinueve mil rupias, casi mil libras, pero no mucho después, el maharajá lo llamó, y a otras cinco o seis personas, y volvió a contratarlos. Siguió siendo mujzesar y subsecretario, con un trabajo tan duro como antes.

—Para algunos, Alteza nunca cambió —dijo el pandit.

Pero el favor del maharajá tuvo su precio. Debido a la irregularidad en su horario de comidas, le salió una úlcera. Por su condición de brahmán le resultaba imposible comer fuera de su casa. No podía comer en palacio; ni siquiera su abuelo había comido nunca allí, a pesar de haber sido cocinero. Y debido a las largas horas de trabajo en palacio, se le trastornó la digestión.

Un día, en 1974, cuando tenía cincuenta y ocho años, empezó a vomitar sangre. Lo llevaron al hospital. Estuvo ingresado ocho días. Estaba a punto de recibir el alta cuando le llegó la noticia de que el maharajá había muerto. Así ocurrió, tan repentinamente. Los médicos le aconsejaron que no pensara en la muerte del maharajá, que le perjudicaría. Retrasaron el alta; lo retuvieron en el hospital dos días más. De modo que, tras tantos años de servicio personal como mujzesar y supervisor de los pujas, no había estado presente en el momento de la muerte del maharajá ni en los importantes ritos posteriores.

El pandit dijo:

—Hasta el día de hoy sigo intentando no pensar en la muerte de Alteza.

No creo que exagerase. El relato que habíamos oído había salido a la superficie con grandes dificultades; llevó muchas horas. Durante casi cincuenta años, como estudiante, bibliotecario y mujzesar, había vivido de la munificencia de los maharajás, y durante doce había servido personalmente a uno de ellos. Pero la historia de su vida y su servicio al maharajá existían en su mente como varias historias distintas, pequeñas historias distintas. Hasta entonces, creo que nunca había hecho una narración seguida de las pequeñas historias.

Tras dejar el hospital, se quedó en casa durante un año. Y después vio anunciado el trabajo de director de la sala de bodas y lo cogió.

—Es un trabajo.

¿Había logrado de verdad apartar de su mente una parte tan importante de su vida? ¿No albergaba ningún sentimiento hacia palacio?

—Ningún sentimiento. Los tiempos ya no encajan con esa forma de vida. Los tiempos han cambiado.

Pronunció estas palabras con sencillez, sin el menor énfasis. Aún existía una familia real, pero ya no había maharajá. El hijo del anterior era diputado del Partido del Congreso.

El pandit iba a palacio cuatro veces al año, a presentar ofrendas al cabeza de la familia real. Iba vestido como un brahmán, igual que siempre: con la espalda descubierta, doti y chal, y descalzo, pero ya no como empleado o sirviente de palacio. Iba en calidad de hombre por derecho propio, como representante de una gran fundación religiosa muy antigua —aunque solo dirigía una sala de bodas para ellos—, y los regalos que llevaba no eran los regalos de un sirviente, sino ofrendas sacerdotales: una guirnalda, dos cocos y kumkum para las marcas rojas sagradas de la frente.

Nada en el relato del antiguo mujzesar me había preparado para la extravagancia del palacio del maharajá. Un incendio del siglo pasado había destruido el antiguo palacio; el que existía, el palacio al que había ido el pandit para su primera entrevista con el maharajá, tardó quince años en construirse, desde 1897 hasta 1912, justo después —por pensar en otra extravagancia comparable— del castillo Vanderbilt de Biltmore, en Tennessee. Había trazado los planos un arquitecto europeo, y respondía a la idea imperial británica de finales del siglo xix sobre lo que tenía que ser un palacio indio: arcos mogoles festoneados, vidrieras escocesas con trazado indio de pavo real; en el salón principal, columnas huecas de hierro fundido (pintadas de azul), fabricadas en Inglaterra, con adornos —el guía conocía el nombre del fabricante—; suelos de mármol y baldosines, piedra arenisca de estilo mogol, incrustaciones de mármol blanco con piedras de colores formando motivos florales y azulejos eduardianos.

Muchos visitantes del palacio —a todos se les pedía aún que se descalzaran— eran jóvenes vestidos de negro, peregrinos de Ayapa. Llegaban autobuses enteros, y tenían un ligero aire de vanidad, un tanto turbulenta, como el de los hinchas de un equipo de fútbol fuera de casa. A Deviah no le gustaba. Decía que los días anteriores a la peregrinación debían ser de penitencia, días sin placeres; los peregrinos de Ayapa no debían interrumpir el viaje para meterse en un palacio.

Había una galería muy ancha, umbría, fresca, donde el marahajá se mostraba ante sus súbditos en los viejos tiempos. Los arcos festoneados enmarcaban los jardines deslumbrantes, pardos; allí, las vistas tenían las mismas dimensiones que las vistas por entre los arcos y puertas del Taj Mahal. Y allí especialmente —mientras sentía el fresco mármol bajo mis pies, en el profundo escondrijo de la galería con columnas, con el calor y la dura luz de fuera, como un privilegio complementario— pensé en el pandit y en su patrón: el privilegio y la dedicación unidos por la necesidad mutua.

Entre los tesoros de palacio que se exhibían había una galería de deidades hindúes. Algunas de aquellas deidades parecían afectadas, como el palacio mismo, por una mezcla de estilos: el creciente naturalismo del arte indio en el siglo xx había transformado los antiguos iconos hindúes en objetos similares a muñecas.

Deviah pensaba lo mismo. No le gustaban las imágenes como de «calendario» de los dioses hindúes, tan extendidas.

—Los dioses parecen chicas, mujeres. No puedo aceptar la idea de unos dioses como mujeres. Rama era un hombre valiente, cuando se lo conoce.

El palacio, con sus estridencias y su mezcla de estilos, su interpretación europea de la magnificencia india, expresaba —paradójicamente— una especie de autodegradación india ante la idea de Europa. La galería de deidades, que hablaba de una fe hindú como salida de la tierra misma, expresaba lo contrario. El aspecto de muñeca de algunas deidades —a pesar del toque moderno y de la influencia de la cámara— incluso aumentaba el misterio.

A la familia real de Misore le interesaba de forma especial el festival de Dusera. En el transcurso de los diez días que duraba se exhibían las joyas del templo palaciego hasta la medianoche, bajo la vigilancia del mujzesar, y el último día, el maharajá participaba en la procesión por la ciudad. Según dijo el guía, a la gente de Misore le entristeció que —tras el «desacreditamiento»— el maharajá tuviera que dejar de aparecer en la procesión de Dusera. A partir de entonces ocupó su lugar una gran imagen de la deidad familiar, y la imagen estaba allí, entre el panteón de deidades.

En una galería que rodeaba el salón principal de palacio estaba la vigesimocuarta celebración del festival del maharajá. Había paneles con partes de un cuadro realista continuo, al óleo, basado en fotografías, de casi toda la procesión de Dusera de 1935. Según dijo el guía, podía identificarse la cara de todo el mundo. Los uniformes de los cortesanos y las diversas categorías de sirvientes eran como antes, con los pies descalzos como rasgo inesperado, no inmediatamente perceptible. Los pintores también se habían deleitado en representar los detalles de la calle, los edificios, las tiendas y los vehículos, los letreros y anuncios de las tiendas. El cuadro no estaba acabado. Habían trabajado en él nueve pintores durante tres años, desde 1937 hasta la muerte del vigesimocuarto maharajá. Al vigesimoquinto, al que había servido el pandit, no le interesaba el arte, y la secuencia pictórica de Dusera —como muchos monumentos antiguos de la India, y por la misma razón: la muerte de un príncipe— quedó inacabada.

El pandit no me dio ningún indicio de ese abandono en lo que contó sobre su amo, ni tampoco de lo que vería en la sala de trofeos: el vigesimoquinto maharajá había viajado por muchos países, y había matado animales salvajes. Entre los trofeos destacaban el cuello y la cabeza, imponentes, de una jirafa de expresión atónita. La mataron en África y la disecaron en Misore: por entonces vivía allí uno de los taxidermistas más hábiles del mundo. Otro trofeo era la parte inferior, curvada, de la trompa de un elefante, rígida y transformada en cenicero o cubo de basura, con una rejilla de metal en la parte superior para apagar colillas de cigarrillos y puros.

La gente siempre estaba dispuesta a hablar de la época de los maharajás; pero ninguna de las personas que conocí parecía conocer la historia completa del fin del vigesimoquinto y último maharajá de Misore. Las distintas personas conocían distintos retazos, que no siempre encajaban. Pidió demasiados préstamos a los hombres de negocios de la localidad: esa era una versión. Otra consistía en que tuvo favoritos indignos. Según una tercera historia, se vio envuelto en un pleito, y la perspectiva de que un ujier del juzgado gritara tres veces su antiquísimo nombre —al desnudo, sin los títulos—, en un lugar donde antes su palabra era la ley, le atormentaba de tal modo que tomó una sobredosis de tranquilizantes.

Una versión de su muerte era que se había tragado un diamante machacado. Kala decía que tragarse un diamante para suicidarse era algo que se repetía continuamente en las películas en lengua kanada: las personas que se veían en terribles apuros mordían los diamantes de sus anillos y después se retorcían de dolor. De modo que la historia del diamante machacado otorgaba la debida grandeza a la tragedia del último maharajá, que seguía constituyendo un misterio.

Me contaron que tenía cincuenta y cinco años cuando murió. Según eso, era tres años más joven que el pandit, si bien él no mencionó la edad del maharajá y dejó ese aspecto un tanto ambiguo. La desgracia persiguió al maharajá incluso después de su muerte, según me contó alguien. Quienes lo rodeaban intentaron quitarle los anillos de las manos, y tuvieron que tirar con fuerza, porque era muy gordo: eso era lo que ocultaba la respetuosa descripción del pandit: «fornido», «con la constitución de un rey», «parecía Dios». Y, según esta última versión, a una mala muerte le siguió una cremación desafortunada. La pira era de madera de sándalo. La madera de sándalo es cara (la monopolizaba el antiguo estado de Misore). La gente sustrajo de la pira trozos de madera a medio consumir, y al día siguiente descubrieron que el cuerpo no se había quemado del todo.

La tragedia del último maharajá, desacreditado, empobrecido y finalmente endeudado, había dado lugar a numerosos cuentos populares; pero en los recuerdos del pandit no tenían cabida tales cosas. Se mantenía fiel al hombre que había conocido: sus recuerdos se limitaban al hombre puro y devoto al que había servido directa e indirectamente durante dieciocho años.

En Bangalore, cinco kilómetros de muro delimitaban las doscientas cincuenta hectáreas de los terrenos que rodeaban el palacio de verano. El emplazamiento, enorme y valioso, era objeto de litigio; no se permitía la entrada al público; para ello se necesitaba un permiso especial. Los jardines estaban descuidados; a veces rodaban películas allí. El palacio era de granito rojo-grisáceo de Bangalore, y se decía (caprichosamente) que reproducía el castillo de Windsor. La hierba estaba agostada, parda; los senderos eran de laterita roja; en algunas partes había hormigueros de hormigas rojas de nueve o diez metros de altura, como agujas a punto de derretirse salidas de la imaginación arquitectónica de Gaudí. Los postes de luz estaban rotos, un par de ellos inclinados, muchos de los globos blancos también rotos o desaparecidos. Y alrededor, el tráfico, los humos y el ruido de cigarras de los cláxones de Bangalore, una ciudad dedicada al comercio, la ciencia y la industria.

En la carretera entre Bangalore y la ciudad de Misore, en una isla del río, estaba el fuerte del sultán Tipú, monarca de finales del siglo xviii. Fue vencido por los británicos, por Wellington. Una vieja historia que no todos conocían en Inglaterra, al haber ocupado su lugar en la imaginación otras guerras posteriores, otros villanos posteriores. Los británicos instalaron a los maharajás de Misore en el trono de Tipú. No eran advenedizos: los Wodeyar fueron sátrapas de los poderosos reinos hindúes de Vijayanagar en los siglos xiv y xv. Debido a un insólito giro de la situación, les fue devuelto el poder. Estaban retrocediendo rápidamente hacia el difícil pasado indio, fuera del alcance de la imaginación, como tantos otros nombres históricos de la carretera que partía de Goa.

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