India

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INDIA » 4. PEQUEÑAS GUERRAS

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»El movimiento neorreligioso actual es el culto de Adi Parachakti. Puede encontrarlo en un sitio a medio camino entre Madrás y Pondicherry. Es un culto a la madre primordial: la religión dravidiana, al contrario que la religión aria, estaba centrada en la figura de la madre. De ahí ha surgido el nuevo culto. Un buen día, a un profesor se le ocurrió decir que había soñado con esta Madre o Shakti, que se le había aparecido y le había ordenado que difundiese su nombre. Asegura que cuando se despertó había un ídolo de Adi Parashakti saliendo de la tierra frente a él. Los seguidores de este movimiento llevan uniforme, en dos tonos de rojo. Es uno de los residuos paradójicos del movimiento racionalista.

Había otra ironía, más profunda. El movimiento antibrahmánico no era un movimiento de todas las castas de no brahmanes. Era, sobre todo, un movimiento de las castas medias. Había, como con todo en la India, un nivel aún más bajo, otro nivel de privaciones. A esas gentes, las más humildes, el MPD no les ofrecía ninguna protección.

Sadanand dijo:

—El MPD subió al poder en 1967, hablando de la opresión de las castas inferiores.

De hecho, los ataques más brutales contra las castas establecidas se produjeron después de 1967. En 1969 quemaron vivos a cuarenta harijanis. La casta conocida como zevar fue la responsable. Son una casta media, una casta atrasada que ha subido socialmente en los últimos cien años y ahora es poderosa y tiene su propia asociación de casta. Es una de las más militantes. Se autodenominan kchatriyas, los guerreros, en el orden jerárquico tamil. El Movimiento Dravidiano fue fundado por las castas medias. Cuando su gobierno accedió al poder, se convirtieron en los opresores.

Casi sin ninguna duda, el análisis de Sadanand sobre el empobrecimiento cultural causado por el movimiento era acertado. Estaba presente en la iconografía; estaba presente en las exageraciones, las simplezas y las contradicciones de los discursos de Periyar, en los que parecía que las palabras tenían valor por sí mismas, en los discursos que había que prolongar, para regodearse en ellos, dándole vueltas a los conceptos, uno tras otro. Pero también había que ver el apasionamiento de los seguidores de Periyar. Periyar había tocado una fibra sensible de aquellas gentes, algo más profundo que la lógica y la preocupación por la corrección histórica: eso también había que tenerlo en cuenta.

El señor Gopalakrishnan era el propietario de Emerald Publishers, editores de libros escolares y de libros sobre el movimiento racionalista. Me contó lo siguiente:

—Mi padre tenía un negocio muy pequeño. Pertenecía a la casta mudaliar. Éramos de clase media baja. Tenía un tenderete. Vendía cigarrillos, agua con gas, cositas así.

»Yo empecé a ser racionalista a principios de los años cuarenta, cuando tenía unos diez años, más o menos. Estudiaba en el Instituto Sri Ramakrishna de Madrás. Era un centro dominado por brahmanes. Incluso los botones y los encargados del agua, cuatro o cinco, eran brahmanes. Solo había unos cuantos alumnos en cada clase. Todos los días, algún profesor nos daba un sermón para decirnos que nosotros solo servíamos para apacentar ganado. Nos lo decían sobre todo tres profesores. Pensaban que los no brahmanes no debían estudiar, y no paraban de repetirnos: “Id a apacentar el ganado.”

»Teníamos que asistir a la oración en el salón todas las mañanas. Las oraciones eran en sánscrito. Eran las mismas todos los días: un aburrimiento. Un compañero mío, que no era brahmán, no asistía a la oración; le pegaban muchas veces por eso. Todos los chicos iban con la marca de casta. Yo utilizaba tiza, en lugar de la llamada ceniza sagrada, para pintarme las marcas horizontales en la frente. Mi amigo nunca lo hacía, y también le pegaban por eso. Era un chico muy creativo. Al cabo de diez años escribió una obra de teatro e intervino en ella como actor: era una obra con ideas racionalistas.

»Un día, mientras estaba en el colegio, tuve la oportunidad de asistir a un discurso de Periyar. Era en Saidapet, donde vivíamos nosotros, e iba a ir mucha gente, no brahmanes. Fue en esa reunión donde comprendí por qué los profesores brahmanes tenían tantos prejuicios contra nosotros. Hasta entonces no lo había comprendido. Empecé a leer libros publicados por el movimiento de Periyar, y también revistas. Tardé cuatro años en hacerme totalmente racionalista.

»En primer lugar, en 1947, dejé de ir al templo. Hasta entonces había asistido con devoción. Es algo que se me pegó desde que era un crío, de mi madre y mis hermanas: mi entorno era así. En aquellos tiempos, los sacerdotes brahmanes trataban a los fieles no brahmanes con desprecio. Los fieles lo veían como algo normal: era la tradición. A mí también me parecía normal, cuando era niño. Los sacerdotes arrojaban la ceniza sagrada a los no brahmanes con desprecio, desde lejos, mientras que a los brahmanes se les permitía la entrada en el sanctasanctórum, donde está el ídolo. Los fieles no brahmanes solo podían ver el ídolo desde lejos.

»El dejar de ir al templo fue un proceso gradual. Durante mi época de estudiante leía a Shaw, a Wells y a Russell. Sus textos me influyeron enormemente, y tuve el valor de enfrentarme con los creyentes de mi familia y de mi sociedad.

»Mi madre seguía apegada a los ritos. Al cabo de muchos años, empezó a preocuparse de que cuando muriese yo no fuera a celebrar ninguna ceremonia por ella, pero tres meses antes de morir me llamó y me dijo que no quería que celebrase ninguna ceremonia en su honor.

»No me interesa la religión hindú. Ya no pierdo el tiempo hablando sobre ella. Cuando murió mi madre, no celebré ninguna ceremonia. Eso fue hace dos años. Lo que hago ahora ese día es regalarles vestidos a mis nietas. Nada más. Nada de sermones. Ni flores. Solo conservo el retrato de mi madre: eso es todo.

Más obsesivo, con una pasión que nada podía mitigar, era el señor Palani. Era un hombre menudo, moreno, de sesenta y tres años. Había nacido en el distrito de Coimbatore, y conservaba vivos recuerdos del descubrimiento de los prejuicios de casta en su colegio, hacía más de cincuenta años.

—Yo no había experimentado en mi propia carne ese sentimiento contra los brahmanes. A mi hermano lo admitieron en el mismo colegio en el que yo estudiaba. Yo estaba en quinto grado. Mi hermano, en cuarto. Como era un recién llegado, en un recreo se fue con otros chicos a un hotel, a beber agua. Hizo lo mismo que los demás chicos. Cogió un vaso de latón, lo metió en el cuenco de agua y se puso a beber. Era un hotel de brahmanes: la gente no se aloja allí; solo come. Era un hotel de clase media. El dueño se enfadó terriblemente al ver que mi hermano metía la mano en el cuenco de latón para coger agua. Lo vació por completo y le gritó.

»Mi hermano volvió llorando al colegio, y yo le expliqué que como no éramos brahmanes, no podíamos coger agua directamente del cuenco, que tendría que haberle pedido a algún chico brahmán que cogiera un vaso de agua y se lo diera. Los brahmanes tienen el cutis relativamente más claro que el nuestro. Mi hermano preguntó: “¿Por qué?” Se negaba a aceptarlo. Y yo empecé a planteármelo. Yo me había limitado a seguir la costumbre. Tenía once años; mi hermano, diez. Yo llevaba un año en el colegio.

»Cuando llegamos a casa hablamos con nuestro padre. Era funcionario del gobierno. Ganaba treinta y cinco rupias al mes. En aquellos tiempos, supuestamente podía cubrir las necesidades de una familia pequeña. El padre de mi padre era tejedor. Nosotros pertenecíamos a la casta de los tejedores, a la casta sengunzar. Pero mi padre había ido al colegio, hasta los dieciséis años. Por entonces tenía treinta.

»Cuando le contamos la historia, mi padre dijo: “Es la costumbre en esos sitios, de modo que, aunque sea injusto, hay que avenirse a ello.” Él respetaba las normas: no de buena gana, pero las respetaba. En los hoteles de brahmanes no entraba en los espacios reservados para ellos. En aquellos tiempos, había dos compartimentos en todos los hoteles de brahmanes, uno para ellos y otro para los demás. Mi padre no se metía en el compartimento de los brahmanes.

»Vivíamos en una casita con tejado, una casa con paredes de ladrillo y tejado de tejas. Era alquilada. Pagábamos unas cinco rupias al mes. No tenía electricidad. Teníamos una criada; le dábamos la comida y unas tres rupias al mes.

—¿Comía con la familia?

—No comía con nosotros. Comía después. No era discriminación social; simplemente nos servía. Dormía en casa, en la habitación de al lado. Nosotros, todos los hijos, dormíamos en la habitación grande. En la casa había tres habitaciones: la de mis padres, la de los hijos y la de la criada. La criada era del pueblo. Conocíamos a su familia, y les habíamos pedido que nos cediesen a una de las chicas para nuestra casa. Éramos de clase media.

—¿Fue por eso por lo que su hermano reaccionó así?

—No estoy seguro. Quizá fuera simplemente una reacción humana. —Volvió al tema de su evolución política—. En 1938 hubo una gran agitación antihindi. En 1937 se habían celebrado elecciones para la asamblea legislativa del estado, con sufragio limitado, y salió un gobierno del Partido del Congreso. Este gobierno propuso que el hindi fuera obligatorio en los colegios. Los intelectuales y educadores tamiles iniciaron una protesta, y también Periyar y su grupo.

»Periyar vino a hablar una tarde. Todavía había luz cuando empezó, y cuando oscureció encendieron las lámparas a prueba de viento. Era un hombre robusto, de estatura media, con barba. Llevaba doti tamil y camisa negra, y un chal sobre un hombro. Tenía la piel clara. Era de casta naicker, de la comunidad de comerciantes.

»Explicó que el hindi acabaría con el inglés, y que la desaparición del inglés supondría un grave inconveniente para Tamil Nadu. Con el paso del tiempo, el tamil ocuparía un lugar secundario con respecto al hindi. En cuanto empezara a decaer la lengua, también decaería todo lo relacionado con la cultura y la sociedad. Todos los asistentes al acto coincidían con él.

»A ese discurso le siguieron otros, que dieron los lugartenientes de Periyar. Eran hombres jóvenes, de clase media. Uno de ellos era el señor Anadurai. Más adelante fundó el MPD, y lo llevó a la victoria en las elecciones estatales de 1967. Era muy elocuente. Movía a la gente en cuanto empezaba a hablar. Pusieron piquetes en los colegios por el asunto del hindi, y los dirigentes del grupo iniciaron una marcha desde el extremo meridional de Tamil Nadu hasta Madrás.

Hacía siete años que Gandhi había acuñado el concepto de la marcha política no violenta. Tras una larga temporada de reflexión en su asram de Amedabad, se le ocurrió la idea de ir andando desde allí hasta el mar, para fabricar sal: una teatralidad maravillosa, con un objetivo físico concreto y un resultado incierto, y también un estupendo acto simbólico de desobediencia civil, ya que la sal —tan barata, tan necesaria, que usaban incluso los más pobres— era monopolio del gobierno extranjero. La marcha de la sal de Gandhi de 1931 duró muchos días; reavivó la causa nacionalista y le dio nuevo vigor. Y en 1938, la marcha antihindi a través de Tamil Nadu sirvió a la causa dravidiana: la administración estatal del Partido del Congreso abandonó la idea de imponer el hindi en los colegios. Pero el señor Palani no mencionó a Gandhi. Dijo:

—Cinco años después, en 1943, me matriculé en ingeniería. Eso también fue muy importante para mí. En mi antiguo colegio había sido un alumno destacado. Obtuve becas y todo eso, y los profesores le aconsejaron a mi padre que cursara estudios superiores. Así que hice un curso de artes, de dos años. Un profesor de aquel centro, cuando terminé el curso de artes, se empeñó en que estudiara para ingeniero, así que solicité plaza. No me hubieran admitido en competición abierta, porque los brahmanes tenían notas mucho más altas, pero tuve la suerte, como otras personas de comunidades atrasadas, no brahmánicas, de que Periyar iniciara otra protesta, y reservaron algunas plazas para esas comunidades. Si no hubieran reservado esas plazas, yo no sería ingeniero. A eso me refiero al decir que matricularme en aquel centro fue algo muy importante para mí.

»Tengo que decirle una cosa. Cuando empecé a estudiar allí, vi que, en el comedor del hostal, a los chicos brahmanes les daban de comer en el recinto más cercano a la cocina, que estaba separado del resto del comedor por un tabique de madera. Así que los brahmanes se llevaban la parte del león en las instalaciones del comedor. Eso nos molestaba. Empezamos a ir más temprano y a coger asiento en ese recinto. Como éramos más numerosos que los brahmanes, accedieron a quitar el tabique, y a partir de entonces tuvimos un comedor común. Es que verá usted: intentan hacer algo si nosotros somos tontos. En cuanto hacemos valer nuestros derechos, no tienen la temeridad de oponerse.

—¿Y qué ocurrió con la causa nacionalista? 1943 fue un año importante. ¿Participó usted en el movimiento nacionalista?

—El movimiento nacionalista seguía, pero al mismo tiempo queríamos que se reconociese nuestra dignidad personal.

—Su hermano, ¿era activista como usted?

—El estaba estudiando en otro centro. Era simpatizante de la causa, pero no se movía tanto como yo. Me lo dejaba todo a mí.

—¿Qué pensaban su padre y su madre del aspecto racionalista del mensaje de Periyar?

—No pensaban demasiado en ese aspecto. Más bien simpatizaban con el tema lingüístico y la reserva de plazas para los no brahmanes. En 1943, aunque no estábamos de acuerdo con el ateísmo de la filosofía de Periyar, sí estábamos a su favor en cuanto a la erradicación de la superstición y los rituales.

»Nuestra civilización tamil es muy antigua. Digamos que unos cinco mil años. Las ciudades de Mohenjo-Daro y Harapa—Mohenjo Daro está ahora en Sind, en Pakistán— son dravídicas. Se remontan al año 5000 a.C. Eso dicen los historiadores. Hasta hace dos mil años, la sociedad no tenía castas. Lo que ocurrió después es que llegó una civilización extranjera, del norte, y empezaron a establecer diferencias de clase. Desde entonces, algunos intelectuales tamiles han estado protestando contra el sistema de castas. En diferentes grados, estos intelectuales se han resistido a los rituales y las supersticiones, pero sin rechazar el sistema por completo. Decían que la religión era necesaria y que Dios era necesario. Pero los arios inculcaron las supersticiones.

—¿Era usted religioso en su juventud?

—Cuando era muy joven iba con frecuencia a los templos, con mis padres, y sin ellos. Íbamos a ver, dábamos una vuelta, íbamos a ver a la deidad, a rezar para que nos diera prosperidad, educación y riquezas. Yo era creyente. Hasta los doce años. Después de oír a Periyar, fui apartándome de todo eso poco a poco. A partir de los doce años seguí siendo creyente, pero no iba a los templos. Empecé por no creer en la parte ritual de la religión. De niño leía mucho sobre mitología, pero cuando empecé a comprender que era pura explotación, dejó de interesarme.

Volvió a su historia personal.

—Salí de la escuela de ingenieros en 1948. Tenía veintidós años. Entonces ocurrió otra cosa. Entré al servicio del gobierno, y me enviaron a una ciudad pequeña. Mis padres se pusieron muy contentos de ver que me hacía ingeniero y entraba al servicio del gobierno.

»En la pequeña ciudad a la que me enviaron estaba a las órdenes de un funcionario brahmán. El día que empecé a trabajar me invitó a cenar en su casa. Era una casa de alquiler. Después de la cena, la criada llevó los platos dentro. Oí a la mujer del brahmán decirle a la criada que no debía llevar a la cocina los platos que yo había utilizado, sino ponerlos en el patio de atrás para limpiarlos y lavarlos, porque yo los había tocado. Me molestó mucho.

—¿Qué hizo usted?

—En ese momento no dije nada.

—¿Comieron ustedes juntos, el funcionario y usted?

—Comimos juntos, sentados en el suelo, con las manos. Aquella experiencia me marcó. Me guardé el insulto. No hice nada. Me habían invitado a cenar, y no me parecía correcto ponerme a gritar, rebelarme ni decir nada.

—Su abuelo era tejedor. Su padre, administrativo. Usted se hizo ingeniero cuando tenía veintitrés años. ¿No es su vida una historia de ascenso, de oportunidades?

—Yo estudié ingeniería por lo de la reserva de plazas. Y decidí luchar por privilegios semejantes en otros terrenos. Quería dedicarme por completo a la causa. Hice cuanto estaba en mi mano desde mi puesto: asignar fondos a zonas atrasadas, construir instalaciones en regiones apartadas. El MPD fue fundado por Anadurai en 1949, pero yo, como funcionario, no pude adherirme.

—La India alcanzó la independencia en 1947. No ha mencionado usted ese hecho.

—A Periyar no le interesaban demasiado el movimiento nacionalista ni la independencia. Se limitaba a las castas y la religión. —Considerando mi pregunta como una interrupción, el señor Palani añadió—: El MPD surgió como rama política del movimiento social iniciado por él, y empezó a intervenir en la vida política del estado y del país. En aquella época dominaba el Partido del Congreso. En el transcurso de dieciocho años, el MPD le arrebató el poder. De movimiento separatista pasó a ser un partido que defendía la autonomía regional. Muchos amigos míos, personas de mi edad, empezaron a ocupar puestos de responsabilidad en la administración, así que yo aproveché su buena voluntad para iniciar programas de justicia social.

En aquel hombre bajo y moreno estaban encerradas generaciones enteras de dolor y rabia. Él era el primero en su línea que había experimentado la afrenta y, por lo que me dijo, seguía siendo el único de su familia que había abrazado la causa. Era muy apasionado; eso había que respetarlo, pero empecé a preguntarme si una rabia tan grande dejaría espacio para la vida privada, el juego de emociones más sencillas.

—¿Cuándo se casó?

—En 1951.

Es decir, tres años después de aquella cena con el funcionario brahmán.

—¿De qué casta era ella?

—De una casta de tejedores. De una ciudad cercana.

—¿Por qué de la misma casta?

—Más que nada para contentar a los padres. Y además, la chica que eligieron mis padres me pareció aceptable.

—¿Culta?

—Medianamente culta. Hasta terminar el colegio. Fue un paso concertado.

—¿Un paso hacia atrás, en cierto sentido?

—Sí.

—La muchacha, ¿era de piel oscura?

Me mostró el dorso de la mano.

—De mi color.

—¿Fue una boda religiosa?

—Sí, pero sin pandit. Un hombre mayor de nuestra comunidad celebró la ceremonia. Solo le pidió a Dios que bendijese a la pareja. Fue una via media, no un matrimonio brahmánico, ni al estilo de los de la Dignidad Personal de Periyar.

—¿Sigue usted siendo hindú? ¿No ha pensado en hacerse budista?

—No es necesario. Con tal de que te dejen propagar tus opiniones, no hace falta convertirse a otra religión.

—¿Cómo celebra las ceremonias?

—Cuando nacieron mis hijos no hubo ceremonias. En la época de nuestros antepasados había un rito para cada acontecimiento de todo hombre y toda mujer: nacimiento, perforación de las orejas, pubertad para las chicas, matrimonio, embarazo. Ahora ya no tenemos esas cosas.

—¿Qué le pasó a su hermano menor?

—También se hizo ingeniero. Se casó con una chica culta en Coimbatore. De la misma casta de tejedores. También por deferencia hacia los padres.

—¿Cómo casó usted a sus hijas?

—La boda de mi hija mayor se celebró en presencia de un número muy reducido de familiares y amigos íntimos. La de mi hija menor fue una boda de Dignidad Personal, como las de Periyar, y los casó un profesor muy conocido, de nuestro movimiento.

Era implacable con su causa, a pesar de que su propia necesidad de fe religiosa lo llevaba a contradicciones y compromisos, a pesar de que seguían manteniéndose las estructuras de casta en su propia familia, y a pesar de que, entre la basura de Madrás, las carreteras cuarteadas, la inexistencia de regulaciones municipales, del partidismo y los robos de la administración del MPD y de las administraciones sucesivas, se podía ver algo muy próximo al caos.

Sadanand Menon me había hablado del «saqueo» de los templos antiguos de la ciudad. Y realmente entristecía ver el gran depósito del templo de Milapore, vacío, casi en ruinas, con los hermosos escalones interiores combados en algunos puntos.

Le pregunté al señor Palani por el templo. Dijo:

—Me gustaría que el templo y el depósito de Milapore siguieran existiendo y manteniendo los aspectos arquitectónicos y culturales de nuestra herencia, pero al mismo tiempo estoy en contra de que esas instituciones sirvan para crear diferencias entre las personas. Dicen que solo los brahmanes pueden coger agua del depósito y llevarla al sanctasanctórum. Solo los brahmanes pueden ir allí. Muchas personas han intentado entrar en el santuario de otros templos, pero se lo impiden las leyes. Hace unos diez años, el señor Karunanidi, por entonces primer ministro del MPD (ahora es otra vez primer ministro, tras las elecciones), propuso una ley según la cual los no brahmanes tenían derecho a ser sacerdotes. Los brahmanes tomaron cartas en el asunto y la ley fue rechazada por el Tribunal Supremo de la India basándose en que, según las actuales leyes hindúes, los sacerdotes tienen que ser brahmanes.

Siempre volvíamos a lo mismo: los prejuicios brahmánicos. Era el origen de su pasión. Se mantenía fiel a esa pasión, por mucho que la protesta pudiera desembocar en la destrucción de su mundo. Y en realidad, aquella causa brahmánica, parte de la aparente integridad del mundo del sur en 1962, era indefendible.

Pregunté:

—A la criada que trabajaba en casa de sus padres, ¿qué le pasó?

—Se casó.

—¿Con un hombre de la casta de los tejedores?

—De la misma casta de tejedores, y han montado un pequeño negocio de tejidos. Les da justo para vivir.

Le pregunté cuáles eran sus sentimientos hacia los diversos gobiernos dravidianos desde 1967.

—El gobierno del MPD era muy bueno al principio; pero el poder corrompe, y los brahmanes son inteligentes. Tienen sus propios medios para diluir la dedicación de esta gente a las reformas sociales. Prometen cosas desde Delhi, desde el centro, y a cambio quieren concesiones locales. Dominan el terreno cultural. También en eso rebajan los esfuerzos y la intensidad del gobierno del estado.

Su causa hacía un todo de su mundo, sin cabida para la duda; proporcionaba explicaciones para todo. Y volví a preguntarme si en realidad no tendría ninguna faceta privada, nada a lo que no le afectara su causa. Dije:

—¿No puede usted encerrarse en sí mismo un poco, como todos los demás? ¿No puede aislarse del mundo de vez en cuando y estar a solas?

—Mi mujer se queja muchas veces de que no me preocupo por la familia y los hijos, de que solo me interesan los demás y su bienestar. Me temo que en parte tiene razón. Me he descuidado en ciertos aspectos. No he llevado una vida equilibrada ni una vida personal plena. La causa me obsesiona. Es el estado de cosas lo que me empujó a llevar esta vida.

Volví a ver a Sugar una mañana. Siempre estaba en su pequeño apartamento del piso bajo, en casa de Ragavan, cuando no dormía. Siempre estaba disponible. Recibía gente continuamente, excepto un rato a mediodía. Era un vidente local; daba consejos, y a veces se limitaba a escuchar.

Los muebles amontonados en un extremo del salón-dormitorio habían desaparecido; la habitación había quedado casi tan sencilla como decía que la quería.

Aquella mañana, las visitas eran un grupo de brahmanes de mediana edad. Y quizá —era algo que seguramente sabía desde siempre, pero no me había parado a pensarlo— todas sus visitas fueran brahmanes. Las personas de aquel grupo parecían serias pero contentas. La razón de su alegría era que habían preparado el matrimonio de una de las chicas de la familia, y hablaban, con regocijada tristeza, sobre los gastos de la boda.

El tema de los gastos de las bodas aparecía en las noticias: durante algún tiempo, la prensa estuvo publicando reportajes de diferentes lugares del país sobre las novias hindúes a las que las familias de sus maridos mataban —frecuentemente quemándolas— por no llevar una dote suficiente o regalos valiosos. En aquellos tiempos, la familia de un muchacho exigía muchas veces regalos modernos, como motocicletas u objetos electrónicos caros.

Pero las personas reunidas en el salón-dormitorio de Sugar estaban lejos de pensar en la quema de esposas. Simplemente detallaban los gastos del gran día, uno a uno, y parecía como si estuvieran disfrutando de la ceremonia por anticipado.

Sugar me dijo, con aire resuelto y la autoridad que le otorgaba su posición:

—Tendrán que gastarse un laj y medio. Eso les he dicho. Un laj y medio.

Eso eran quince mil rupias, seis mil libras. Pero se mediría más correctamente el coste si se comparaba con el sueldo del padre de la novia, sobre quien recaerían todos los gastos. Era ejecutivo, de nivel medio, y ganaba entre siete mil y ocho mil rupias al mes. La boda de su hija iba a costarle veinte meses de sueldo.

Yo casi había terminado los cálculos, y el hombre y las mujeres del grupo, y también Sugar, los repitieron de buena gana, en mi honor.

El primer gasto era el chultry, el salón de bodas. Para los dos días que habría que alquilarlo, ascendería a la cantidad de seis mil rupias. Y se trataba de un chultry modesto; en Madrás había otros que costaban hasta diez y veinte veces más. A eso había que añadir el coste de la electricidad, y de la limpieza posterior.

—Y los géneros diversos —dijo Sugar, empleando una palabra de su antigua vida de administrativo.

Con los géneros diversos, el mantenimiento del chultry no bajaría de las dos mil rupias. Y el cocinero cobraría cuatro mil.

—Eso como mínimo —dijo Sugar—. Preparar comida para quinientas personas cuatro veces diarias durante dos días... eso no es barato. El cocinero necesitará diez pinches.

—Las verduras —dijo una de las mujeres.

—Tres mil —dijo el hombre.

Sugar dijo:

—Los víveres. Eso costará diez mil rupias.

Le pregunté qué quería decir con esa palabra. Tal como la había empleado Sugar, parecía algo completamente distinto de las verduras.

Sugar contestó:

—Arroz, condimentos, gram de Bengala, gram verde, harina de arroz, tamarindo, guindillas, pimienta, sal... Esas cosas.

—Saris para la novia —dijo una de las mujeres—. Y ropa para las dos familias. Diez mil.

Sugar dijo:

—No creo que pueda hacerse por menos. Y la ropa para el novio.

El hombre del grupo dijo:

—Cinco mil.

—Joyas —añadió Sugar—. Quince soberanos de veinticuatro quilates, a tres mil la pieza.

Una de las mujeres dijo:

—Más doce mil para los pendientes de diamantes.

—Dos kilos de vasijas de plata —dijo el hombre—. Quince mil. Vasijas de acero inoxidable y de latón para la casa. Otras cinco mil.

—Los gastos de la luna de miel —dijo una de las mujeres.

Sugar intervino resueltamente:

—Diez mil para eso. —Me explicó—: Los muebles para la primera noche: cama, colchón, sábanas, almohadas, dos o tres frascos de dulces. Ropa para la ocasión para la novia y el novio.

El hombre dijo:

—Y hay que hacer regalos durante el primer año de matrimonio. Hay que regalar vestidos, y ropa al novio, y además un anillo o un reloj. La petición se hará después de la boda. Si es un anillo de diamantes, los regalos del Divali llegarán a las cinco mil rupias. —El Divali, la fiesta de las luces a finales de año—. Y hay otras cuatro o cinco fiestas. Durante el primer año, hay que dar dos mil cada vez. Súmelo todo.

Moviendo muy levemente las piernas, cubiertas con el doti, Sugar dijo:

—Un laj y medio.

Ciento cincuenta mil rupias.

Yo dije:

—A mí me salen ciento veintinueve mil rupias.

Sugar dijo:

—Serán uno y medio, cuando empiecen a gastar.

Le dije al hombre del grupo:

—Sin embargo, parecen ustedes felices.

Respondió:

—Es una ocasión feliz. Conocemos al chico. Es buen muchacho.

—¿Cómo se las arreglan las familias con dos o tres hijas?

El hombre dijo:

—Por eso no se casan últimamente las señoras de la clase media brahmánica. Se ponen a trabajar. En nuestra comunidad brahmánica, todos los ahorros van a parar a la boda de las hijas. Se equilibra si tienes un hijo y una hija. Si solo tienes hijos, es una suerte.

—¿Cómo pueden exigir tanto hoy en día?

—Los padres del chico, que son los que se lo llevan todo, pues dicen: «Nosotros lo hemos educado y ahora nos resulta lucrativo.» Así que, como compensación de lo que se han gastado en él, quieren un capital.

Las cosas no estaban fáciles para los muchachos brahmanes por entonces. Se reservaban las plazas de los centros de enseñanza y los puestos gubernamentales para las comunidades atrasadas, las castas y tribus establecidas y los antiguos soldados con minusvalías físicas. El 50 por 100 de las plazas estaba reservado a las comunidades atrasadas, y se hablaba de que iban a elevar la cifra al 70 por 100. Eso significaría que solo se ocuparían el 5 por 100 de las plazas en competición abierta, es decir que solo el 5 por 100 de las plazas sería accesible a los brahmanes.

El hombre dijo:

—Por eso estamos emigrando a otros sitios, a pastos más verdes.

En su momento, Milapore tuvo fama por ser una de las dos o tres zonas brahmánicas de Madrás. Después, solo el 40 por 100 de la población de Milapore era de brahmanes. Los demás no lo eran, e incluso había varias castas establecidas. Las casas se pusieron a la venta de la forma habitual, y las compró la gente con dinero, no necesariamente brahmanes. En otra época, en los pueblos había agraharams, calles para los brahmanes por las que no se permitía pasar a nadie más. Todo aquello había desaparecido. Los brahmanes se habían marchado de los pueblos, para mejorar su situación. Dejaron los agraharams de los pueblos, y otras personas compraron las casas. Se produjo un cataclismo, pero los brahmanes no eran de los que se rebelaban, protestaban ni se quejaban, y la gente de fuera no sabía que se hubiera producido tal cataclismo.

Dije:

—Entonces, Tamil Nadu va a ser un lugar chudra.

Lo dije con toda la inocencia del mundo, pero aquel hombre pareció sorprenderse, y Sugar hizo aspavientos, cubriéndose la cara con las manos. Dijo:

—No escriba eso. Como se le ocurra escribirlo, le quemarán la casa. Aquí no debe decir chudra. Debe decir dravidiano. ¿Sabe cómo nos llaman? En tamil, la palabra correcta para denominar a un brahmán es parparían. Cuando quieren burlarse de nosotros, nos llaman papaan. Decir chudra es como para ellos decir papaan.

Las visitas preocupadas por el tema de la boda se levantaron, dispuestas a marcharse. La alegría ante la futura boda les hacía hablar de la situación de los brahmanes (a pesar de ser de clase media, y vulnerables) casi con frivolidad.

Cuando salieron, Sugar parecía cansado. Dijo:

—Ya lo ha visto. No paran de venir. Yo curo a la gente. ¿No lo sabía? Curo con la fe. He visto a unas mil o dos mil personas. Veo a dos, tres, cuatro, cinco personas todos los días. Todos los días.

Su doti no parecía limpio, ni la camiseta amarilla. En sus blandos hombros había cierta humedad. Parecía estar en baja forma, enfermo.

—¿Cómo los cura?

—Dándoles excrementos de vaca quemados, cantando mantras, consolándolos con palabras amables.

Me quedé un tanto perplejo: daba la impresión de querer distanciarse de lo que hacía por la gente. Parecía cansado. Añadió:

—Vienen por las bodas. —Quería decir que iban en busca de consejo sobre la boda de sus hijos o de otros familiares—. Yo tengo que hacer predicciones.

—¿Y cómo lo hace?

—Algo me pasa por la cabeza, y se lo cuento.

Dejó el asiento bajo en el que estaba, frente a mí, y se sentó en la silla que estaba justo al lado de la mía, contra la pared. Estábamos los dos de espaldas a la puerta. Miramos la pared azul del salón-dormitorio, con las imágenes religiosas y las estanterías colgadas del centro, amontonadas tras las puertas correderas de cristal. Dijo:

—Acierto al 100 por 100. —Se refería a las predicciones que hacía para la gente, y volvió a darme la impresión de que había cambiado su actitud hacia lo que hacía por otras personas—. Si digo que el día 15, puede ocurrir el 10 o el 20, con pocos días de diferencia.

—¿Cuándo empezó a tener este don? En 1967 no lo tenía.

—Me llegó de repente, en 1970. No sé cómo. Me lo descubrió el señor R., y me dijo: «Empléelo como es debido, para que le resulte útil a mucha gente.» A partir de entonces hago estas cosas. Antes iba con mucha frecuencia a casa del señor R. Vivía en Madrás. En una casa pequeña; era pobre. No puedo decir que sea mi gurú. Le caigo bien, y él me cae bien a mí: eso es todo. Dios los cría y ellos se juntan, y él también posee este don. Yo no puedo hacer milagros como Sai Baba: no quiero que piense usted eso.

»Lo que ocurrió fue lo siguiente. Un amigo mío, hombre de negocios, de clase media, un buen amigo, de unos cincuenta años por entonces, vino a decirme que su hermano estaba muy enfermo, que tenía fiebre de cuarenta grados. “Sugar, dame algo para mi hermano, para que se le baje la fiebre.” Y tenía otros síntomas, ataques y cosas así. Este amigo mío vino a casa, yo lo recibí, y le pedí que se sentara aquí un rato. Cogí cenizas de excrementos de vaca, entoné el mantra sudarsan y se las di.

—¿Por qué lo hizo?

—No sé. Me empujaron unas fuerzas. En el momento en que lo hago no soy Sugar. No soy yo. Le di las cenizas a mi amigo al cabo de unos segundos. Se fue a casa y se las dio a su hermano, se las frotó en la frente. El hermano estaba estupendamente al día siguiente. Fue a la oficina. Por entonces yo también estaba trabajando en una oficina.

»Después de eso, no pude dormir durante dos días. Fui a casa del señor R., a hablar con él. “Me pasa algo raro. No puedo dormir. Se me aparecen figuras negras.

Figuras humanas. Negras.” Él me preguntó: “¿Qué hizo ayer?” Le conté toda la historia. Me regañó. “¿Quién le ha dicho que tenía que darle cenizas y esas cosas a su amigo? De aquí en adelante, no vuelva a hacerlo.” Y me dijo que repitiera el mismo mantra sudarsan. Al cabo de uno o dos días me puse bien.

»Desde ese día ya no hago nada así sin pedir permiso. Estoy viendo esas figuras negras, mientras hablo con usted. Dos figuras. Con cuernos. Madan: el hombre con cabeza de vaca. Es una figura malévola. Puede hacer muchas cosas. De momento es muy amable conmigo. Tiene que darme permiso cuando viene alguien a pedirme esto o aquello. Lo oigo en mi cabeza, que me da permiso.

»Quiero librarme de este don. Quiero librarme de todas esas cosas. Del templo, de todo. Quiero paz. La gente viene y me da la lata con su horóscopo, con que no encuentra trabajo para sus hijos o no pueden casar a sus hijas, con que pierden cosas. Y: “Sugar, estoy enfermo. Haz algo.” No sé cómo librarme de estas cosas. No me gustan. Viene usted y me dice que su hija no está bien. “Haga algo.” ¿Qué salgo yo ganando?

»Usted no ha visto a esa gente. Es por esa gente por lo que he puesto un cartel en la puerta pidiendo que no vengan a cierta hora: es cuando descanso.

»Es solo por estas cosas por las que no estoy bien. Me llega poco riego sanguíneo al cerebro. Me mareo con frecuencia. No puedo subir escaleras. Estoy dejando estas cosas poco a poco, pero sin decírselo a la gente.

Pregunté:

—¿Qué hará cuando lo deje?

Su vida en el pequeño apartamento parecía construida en torno a recibir visitas, a esperarlas. Resultaba difícil imaginar cómo se entretendría si dejaba de ver gente.

Dijo que seguramente leería.

—Sigo leyendo libros. De Jack Higgins, Wilbur Smith, Haley, el de Aeropuerto. Y muchos más. Para pasar el tiempo leo esas cosas. Cualquier libro: me da igual que sea el Gita o cualquier porquería.

Hacía veinte años observé eso en él: su capacidad para leer novelas románticas, populares, de Inglaterra, tan alejadas, en todos los sentidos, de su vida y su experiencia en Milapore.

Dijo:

—Quiero libros para pasar el tiempo. Me mantienen la mente ocupada. A veces canto mantras. Algunos los canto dos mil o tres mil veces, el mismo durante todo el día.

Estábamos sentados el uno junto al otro.

Dije:

—Tendrá usted que librarse de ese don.

—Lo haré. Tengo confianza. Me conozco bien, y lo haré. Aquí no tengo paz. Quiero marcharme de la ciudad, lejos de aquí, pero los médicos no me lo permiten. Tengo que estar a pocos kilómetros de mi médico. —Señaló la silla apoyada contra la pared de enfrente, bajo la alacena con puertas de cristal—. Puedo sentarme ahí y leer su cara, darle todos los detalles, si usted se sienta frente a mí. Pero después tendré dolor de cabeza. Sufriré durante dos días enteros.

Pero lo que yo había oído, la vez anterior que fui al pequeño apartamento, era que la gente encontraba paz con él. Un hombre contó que vaciaba su mente, que había pasado cuatro horas en medio de la oscuridad con Sugar, durante un corte de electricidad, sin apenas decir palabra.

Sugar dijo, casi con irritación:

—No vienen aquí en busca de paz, sino a ver qué puedo soltarles. A ellos les viene muy bien oír hablar de sus dificultades y de cómo librarse de esas cosas. Dicen que quieren paz, pero lo que quieren es consejo.

Me acordé del terrateniente, del hombre «adinerado», como lo llamaba Sugar, sentado pacientemente en su silla, y del joven ejecutivo, con su delicada cara de brahmán y las marcas sagradas recién hechas en la frente, inclinado hacia delante, con los pies bajo la silla, las palmas de las manos en el borde.

Sugar dijo:

—Pero yo no pienso abrir la boca. Que se sienten aquí, que hablen de política y de otras cosas y después que se marchen.

»El señor R. sabe lo que estoy pasando. Él también sufre. Es viejo: tiene ochenta y seis años. Hace predicciones exactas. Puede hablarle de su casa de Londres, de cómo mantenerla. Puede decirle todas esas cosas mientras usted está aquí sentado enfrente de él.

Le pregunté:

—¿Por qué le caí bien en 1962?

Nos conocimos una tarde, al final de un día de marcha, después de haber montado las tiendas de campaña, no lejos de un río de montaña. La temperatura, a pesar de ser agosto, descendía rápidamente; la montaña estaba gris y parda. Y él estaba allí, a la luz del crepúsculo, embozado en un jersey de lana áspera. Empezamos a hablar sin más.

Sugar dijo:

—Nos habíamos conocido en mi otra vida. Usted hubiera podido ser mi hermano, mi amigo, mi padre. Sentí algo allí arriba, en el Himalaya. No olvidaré su nombre. Siempre lo recordaré.

—Me pareció que era usted un hombre triste. ¿Estaba triste?

—No sentía tristeza entonces. Nada. Mi padre vivía. Mi madre vivía. Me gustaba ver sitios del Himalaya. Fui el primero de mi familia en ir al Himalaya.

—¿Puedo hacer algo por usted?

—Dios cuidará de mí. Tengo fe en él. Ragavan me cobra poco por el apartamento. Paso todo el día aquí, así que se puede decir que, en cierto modo, les cuido la casa. Nos comprendemos mutuamente.

—Hábleme sobre los excrementos de vaca quemados que le da a la gente. ¿Dónde los quema?

—Los compro. —De modo que era un artículo corriente, que se vendía en los establecimientos de objetos para los pujas. No era nada especial, algo que hubiera hecho él—. Se llama vibudi. Se puede comprar en bolsas, de uno o dos kilos. El que yo compro no está perfumado. Lo compro a tres rupias el kilo. El perfumado lo venden a una rupia, o a una rupia y cincuenta paisa, el paquete de cien gramos. No sé cómo lo hacen.

Por la puerta entró una joven delgada vestida de negro. Sugar y ella no intercambiaron ni media palabra. Se puso a arreglar y barrer el espacio del centro, el espacio entre el templo y la cocina, lugares que debían de estarle prohibidos, porque seguramente no pertenecería a la casta de los brahmanes.

Había habido una revolución. Habían «saqueado» los templos. Calles y paredes estaban desordenadas y pintarrajeadas con eslóganes y emblemas electorales. Se decía que Milapore tenía solo un 40 por 100 de brahmanes; pero en el pequeño espacio que aún le pertenecía a Sugar, parecía continuar el viejo mundo.

En Bangalore, Kala me habló de un antepasado suyo, brahmán, que había abandonado su pueblo para ir a la ciudad de Madrás, y que era tan pobre que su madre y él vivían de la comida consagrada del gran templo de Milapore. Aquella historia —de viejos dioses, viejos templos, brahmanes pobres— a mí se me antojó sacada de una época remota, legendaria. Pero la historia pertenecía al nuevo mundo, a una zona rural que se estaba superpoblando, y a la dispersión de los brahmanes. Lo que oí en el apartamento de Sugar sobre la desaparición de los agraharam o asentamientos de los pueblos se refería a aquella misma dispersión, a la diáspora de un pueblo desde su hogar ancestral.

Pero en esta clase de viajes, el conocimiento puede llegar lentamente; a veces, el viajero escucha de una forma selectiva, y —porque parece que encajan con el país o la cultura— no presta demasiada atención a ciertas cosas. Cuando conocí a Kakustan, al principio de mi estancia en Madrás, y me enteré de que era brahmán y de que quería vivir plenamente como tal, no comprendí cuán insólita e incluso heroica era aquella decisión suya.

Vivía en una colonia de brahmanes o agraharam cerca de uno de los templos antiguos de Madrás. Fue su padre quien se mudó allí; antes, durante generaciones enteras, los hombres de la familia de Kakustan habían sido sacerdotes de un templo del pueblo, a unas dos horas de la ciudad en autobús. Por su profesión, Kakustan pertenecía al mundo moderno. Trabajaba para una gran empresa, y redactaba informes económicos y valoraciones de proyectos. Pero la custodia del templo familiar había recaído sobre él. El haber aceptado la responsabilidad formaba parte de su resolución de vivir plenamente como brahmán, y por eso, en su despacho o viajando por cuestiones de negocios, Kakustan iba vestido como un sacerdote brahmán. Llevaba las marcas de casta en la frente, el cráneo afeitado; no iba con la espalda descubierta, pero sí llevaba la túnica larga de color crema de los brahmanes.

Para mí, la India era una tierra de indumentarias de casta. (Si bien bastante menos que un país como Inglaterra, donde todo un ritual de indumentarias y colores, distintivos de los distintos trabajos, grupos, clases sociales, deportes, actividades de ocio, gradaciones de comidas, distintas horas del día y épocas del año, mantenía a muchas personas en un continuo frenesí pacífico: en la India, todos tenían una sola vestimenta.) Y el aspecto anticuado de Kakustan, cuando lo conocí, me impresionó menos de lo que hubiera debido. Con respecto a vivir plenamente como brahmán, pensé que se refería a ser vegetariano puro, a no comer huevos, pescado, ajo ni cebolla, a seguir las normas básicas de la limpieza ritual, no comer ni beber de recipientes que hubieran usado otras personas, a servirse de la mano derecha para las actividades limpias, de la izquierda para las impuras, y a esforzarse por evitar la contaminación.

Pero el brahmanismo de Kakustan iba mucho más lejos. La pureza a la que aspiraba le prohibía tomar alimentos que no hubiera ofrecido previamente a su dios en casa, incluso le prohibía beber agua que no hubiera consagrado de la misma manera. En el terrible calor de Madrás, eso suponía jornadas laborales plagadas de dificultades. Y, en realidad, las restricciones brahmánicas que se había autoimpuesto eran además una especie de penitencia, un acto de devoción y expiación por su padre y sus antepasados.

Kakustan había sido un brahmán pobre. De niño, en Madrás, le habían hecho sufrir por las imposiciones brahmánicas de su padre. Las ideas antibrahmánicas de Periyar habían calado en los niños de Madrás, y a Kakustan lo atormentaron de tal forma en el colegio y en la calle que rompió con la fe del pasado. Quiso volverle la espalda a sus deberes de brahmán, y se peleó con su padre. Logró evadirse; llevó su propia vida en otro sitio. Pero al llegar a la madurez empezaron a corroerle los remordimientos y volvió a Madrás, a vivir en el mismo agraharam, la colonia de brahmanes, y en la misma casa en la que se había criado. Vivía allí decidido a ser brahmán de la forma más pura posible.

La colonia en la que vivía Kakustan estaba en el distrito de Triplicane, en Madrás. Como zona brahmánica, ocupaba el segundo puesto en importancia con respecto a Milapore, y a ojos de sus fieles, el templo de Partasarati, que tenía unos mil años de antigüedad y estaba en el centro mismo del distrito de Triplicane, igualaba al de Milapore.

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