India

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INDIA » 4. PEQUEÑAS GUERRAS

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La colonia estaba situada en un callejón lateral, junto al templo. Desde el callejón, los muros del templo sorprendían por su altura. La sillería era maravillosa, precisa, y la parte inferior del muro estaba pintada con anchas bandas verticales de color herrumbre y blanco, los colores sagrados del templo. Frente a aquel muro, y casi en medio del callejón, estaba la entrada de la colonia: una puerta como una pantalla, no muy alta, con hojas de madera, y con el símbolo de Garuda, el ave «vehículo» de Visnú, pintado sobre ellas.

A la izquierda de la puerta, según se entraba, estaba el jardín, con muro de piedra, separado del templo por el callejón. El jardín era antiguo, posiblemente tanto como el templo, y aquel recinto, con su gopuram o torre, daba la impresión de llevarte a viejas formas de sentir, ya superadas. La colonia (aunque saltaba a la vista que se encontraba en un emplazamiento sagrado) no era antigua. Se estableció como tal colonia a finales del siglo pasado o principios del actual, y los terrenos habían sido donados por un residente caritativo de Triplicane, para ayudar a los brahmanes de los pueblos que servían en el templo o ejercían de pandits en la ciudad.

Las puertas de la colonia se cerraban por la noche, desde las diez hasta las cinco de la mañana; entonces solo los residentes podían entrar. La colonia estaba permanentemente cerrada a las personas consideradas impuras: fumadores, borrachos, zapateros, miembros de las castas establecidas, y musulmanes. A tales personas no se les permitía la entrada. A algunas se las dejaba entrar porque prestaban servicios a la colonia, pero no se les permitía la entrada en las casas.

Desde la puerta, había un sendero empedrado que discurría entre casitas bajas y llegaba hasta un patio central. En el patio había pozos, con tornos y sogas. Cuando yo entré había muchachas y mujeres cogiendo agua, y la pastoril escena resultaba sorprendente en medio de una ciudad superpoblada. Kakustan, que era mi anfitrión y mi guía, dijo que los brahmanes solo podían beber agua de los pozos, porque ese agua tiene contacto directo con la tierra. (Yo no conocía esa norma brahmánica. Me aclaró un antiguo misterio. Fui a la India en 1971 a cubrir las elecciones de una circunscripción de Rajastán, en el noroeste, una zona desértica afectada por la sequía. Uno de los candidatos, un viejo gandhiano piadoso, muy admirado, llevaba tiempo predicando en contra de que se llevara agua con tuberías a los pueblos del desierto, por razones morales. «El agua del pozo de toda la vida es lo mejor», decía. El agua transportada por tuberías «perjudicaría la salud y la moral» de las mujeres de los pueblos. No explicaba por qué; pero —a juzgar por lo que dijo Kakustan— su público debía de entender su código de casta.)

Con el paso de los años, y al aumentar la población de la colonia, el nivel del agua descendió más de nueve metros, según me dijo Kakustan. Unos años antes se podía meter la «vasija» con la mano y sacar el agua. Después, empezó a haber racionamiento, seis ollas por familia por la mañana, seis por la tarde. «Ollas», «vasijas»: esas eran las palabras correctas, porque los brahmanes no utilizaban cubos. Yo tampoco sabía eso, pero había una explicación muy sencilla. Los cubos modernos están hechos de hierro galvanizado, y los brahmanes tenían que utilizar vasijas de latón o barro, porque estos materiales guardan una relación directa con la tierra. Y allí, en el pozo de la colonia, estaban las mujeres y las muchachas con sus incómodas vasijas, sin asa, y quizá se viera solo lo pastoril en una ciudad, sin darse cuenta de las normas de casta.

Cerca del pozo había una bomba de mano. El agua que se obtenía de allí se dedicaba exclusivamente a las letrinas, a pesar de que saltaba a la vista que tenía el mismo origen que el agua potable del pozo. Las reglas sobre la bomba y las letrinas parecían inflexibles y brahmánicas; de hecho, mostraban lo difícil que resultaba vivir como brahmanes completos. El concepto mismo de la letrina no era brahmánico: entrar en un lugar tan contaminado equivalía por sí mismo a contaminarse. En los viejos tiempos, a ningún brahmán se le hubiera ocurrido semejante idea. Los buenos brahmanes, los tradicionales, usaban sitios al aire libre, uno distinto cada vez. Así que en esto habían llegado a un compromiso, así como en otras cosas pequeñas que el extraño quizá no notara o sobre las que no hubiera pensado: llevar prendas cosidas, como camisas, sandalias de cuero, e incluso comprar manojos de hojas para comer en el mercado.

Para los brahmanes, era más correcto comer en hojas de plantas que en platos. Las hojas se usaban una vez y se tiraban; los platos se utilizaban más de una vez y técnicamente siempre estaban contaminados, por mucho que se los lavase. Había un ritualismo especial, y también cierto romanticismo, en el hecho de comer en una hoja de planta. Era algo que se había conservado entre nosotros, incluso en la lejana Trinidad. Cuando yo era niño, tras las celebraciones religiosas especiales en casa de mi abuela, se daba de comer a la gente en hojas de bananero (como todavía hacían en el hotel Woodlands de Madrás en 1962). Era maravilloso comer en una hoja fresca de bananero: de color verde oscuro, con una columna hueca más pálida, la hoja misma suave pero fuerte, con nervaduras y un ligero lustre, impermeable, sin olores ni sabores ajenos. Comer en una de esas hojas no solo señalaba una ocasión especial; estaba asociada, de una forma sumamente romántica, con la religión, y te hacía pensar en los orígenes remotos, y en las selvas por las que deambularon durante los años de exilio los héroes de las epopeyas hindúes. Pero incluso en la pequeña Trinidad las selvas estaban lejos, y las hojas de bananero no podían cogerse así como así. Había que traerlas desde varios kilómetros de distancia; tenían que ser frescas, y no siempre se encontraban. Era una forma de servir la comida inútil y costosa. En el hotel Woodlands de Madrás habían dejado de emplearlas. Las personas como Kakustan, que necesitaban comer en ellas, compraban en el mercado manojos de hojas secas, más pequeñas, más redondas. No eran frescas, ni estaban especialmente limpias, y no poseían ninguna cualidad estética. La idea de limpieza había sido superada por el ritual; lo que realmente se honraba era el concepto de hoja, de algo natural que se utilizaba una sola vez y se tiraba.

En la colonia, a las mujeres se les imponía una restricción de la que yo no tenía noticia. Se apartaba a las mujeres y muchachas durante la menstruación. Había una habitación especial para ellas en una esquina de la colonia. La habitación tenía dos puertas, y ambas se mantenían cerradas, para que no se contaminasen quienes pasaban por allí cerca. Kakustan me contó que una mujer con la menstruación contaminaba desde una distancia de tres a cuatro metros: si por alguna razón había que hablar con una mujer en plena menstruación había que mantenerla a esa distancia. Las mujeres de aquella habitación tenían una letrina y un cuarto de baño para ellas solas. No hacían absolutamente nada durante los tres días del período. Para ellas, según dijo Kakustan, eran días «de descanso completo y total». Leían libros o escuchaban música. La habitación tenía cabida para diez mujeres; pero en aquella época, al ser la vida moderna como era, como las chicas iban a trabajar (y otras salían al cine y cosas así: había un postigo en la parte trasera de la colonia para las mujeres con la menstruación), nunca había más de cinco o seis en ella. Por esta segregación, las mujeres detestaban la idea de la menstruación, dijo Kakustan; pero al mismo tiempo acogían bien esa segregación, porque periódicamente les permitía unas pequeñas vacaciones que en otro caso no hubieran tenido.

Solo en cinco casas de la colonia había una habitación para dormir en el piso superior; estaban todas ellas en una hilera lateral, contra el muro de separación. Todas las demás casas eran de una sola planta, bajas, pegadas al suelo. De modo que el patio central, con toda la vida en torno al pozo, estaba presidido por los edificios, más altos, de la parte trasera. Me pregunté si no les plantearía problemas de contaminación a los brahmanes del agraharam que los vieran personas de otras castas, o que la sombra de aquellas casas más altas se proyectase sobre su colonia. Kakustan dijo que aquellos edificios altos no causaban ningún problema. La gente que vivía en ellos pertenecía a la casta de los pastores, los yadavas, la casta de Krisna; había un respeto mutuo entre ambas castas.

Los demás vecinos inmediatos de la colonia eran musulmanes. Hubiera podido dar la impresión de que las cincuenta y tres familias de la colonia eran vulnerables, que fácilmente quedarían aplastadas en medio de los disturbios; pero por alguna razón nunca habían surgido problemas entre las comunidades de musulmanes y brahmanes. Incluso cabía la posibilidad —aunque Kakustan no lo dijera— de que los musulmanes hubieran actuado como amortiguador de los no brahmanes poco amistosos. De modo que, entre los yadavas y los musulmanes, la colonia disfrutaba de una especie de seguridad: según dijo Kakustan, en las puertas de las casas no había cerraduras.

La colonia —con sus puertas de madera que se cerraban todas las noches, junto al templo amurallado— hacía pensar en una antigua fundación europea, el hospicio, por ejemplo, en un recinto catedralicio, y había algo de eso en la forma de dirigir la colonia. Había un consorcio, que recogía los alquileres, se encargaba de las reparaciones de los edificios y del mantenimiento general y pagaba al guarda de la entrada. El inquilinato de las casas pasaba de una generación a otra; la mayoría de las familias de la colonia llevaban allí décadas enteras. El padre de Kakustan había llegado a la colonia a principios de los años cuarenta.

Kakustan me contó que los brahmanes sin dinero que habían emigrado —en los viejos tiempos— desde los pueblos a las ciudades se sentían atraídos hacia las zonas que rodeaban los templos no solo porque les resultase más fácil ganar algo de dinero como pandits o mendigos, sino porque el templo tenía depósitos de agua y pozos, y proporcionaba agua que venía de la tierra. Además, los templos estaban cerca del mar. Esta proximidad tenía gran importancia, porque durante los eclipses de sol y de luna, y también en otras ocasiones, a los brahmanes tradicionales les gustaba bañarse en el mar.

¡No resultaba fácil ser un buen brahmán! Cuanto más ahondaba Kakustan en el tema, más necesidades y observancias surgían, y más complicado parecía todo. Quizá no fuera posible una forma de vida totalmente brahmánica. Quizá hubiera sido siempre así; quizá los brahmanes hubieran tenido que aceptar ciertos compromisos en todas las épocas.

El padre de Kakustan llegó a Madrás a abrirse camino en la vida en 1932 o 1933. Tenía veintidós años, y estaba casado, pero no lo acompañó su esposa. No era solo que no tuviera dinero; además, no hubiera estado bien, en aquella época, que marido y mujer, como pareja, se alejaran de la casa de la familia conjunta.

El padre de Kakustan fue el primero de su familia en ir a un colegio con la mitad de la enseñanza en inglés. Solo llegó a décimo grado, pero después fue profesor. Era especialmente bueno para las matemáticas, y daba clases particulares de esta materia. Al igual que ocurría con otros brahmanes de su generación, costaba trabajo clasificarlo. Podía decirse que era un hombre de pueblo, medianamente culto; pero al mismo tiempo, en cuanto a las matemáticas, estaba dotado y era insólito. Y, por añadidura, estaban sus conocimientos hindúes y brahmánicos, algo muy a tener en cuenta.

En el pueblo de la familia había un templo antiguo. Durante setecientos u ochocientos años, desde la época de los emperadores Chola, la familia de Kakustan había disfrutado de derechos y privilegios especiales en aquel templo. Oficiaban los pujas en honor de la deidad del templo, y todo lo que se le ofrecía al dios iba primero a la deidad y después a la familia del padre de Kakustan. En aquel templo, los privilegios de la familia del padre de Kakustan superaban a los de los emperadores.

Por su educación y sus antepasados, el padre de Kakustan podía igualarse con cualquiera; sin embargo, cuando se marchó de su pueblo, lo único que pudieron reunir entre su familia y él fue el dinero suficiente para el billete de tren hasta Madrás. En el pueblo dejó seis personas: su mujer, sus padres, la familia de su hermano mayor. Ninguno de ellos tenía ingresos; todos ellos dependían del joven que se iba a Madrás en tren.

Como no tenía dinero, el padre de Kakustan se quedó en casa de unos familiares, en Madrás. Durante algún tiempo estuvo viviendo de la caridad, como joven brahmán: comía en diferentes casas, en días distintos. Pero después empezó a ganar un poco de dinero, gracias a sus conocimientos. Se sabía de memoria los cuatro mil versos de los Vedas, en tamil. La gente empezó a enterarse y a llamar al joven para que recitara aquellos cuatro mil versos en los pujas. Ganaba una o dos rupias por eso, además de la comida. Con ese dinero, el de las clases particulares de matemáticas y el sueldo de profesor, al fin empezó a tener unos ingresos aceptables. Ganaba entre cuarenta y cuarenta y cinco rupias al mes, suficiente para su manutención y la de las seis personas que había dejado en el pueblo.

A principios de la década de los cuarenta, tras diez años de esa vida, el padre de Kakustan acabó por llevar a su mujer a Madrás. Encontraron una habitación por diez rupias al mes, unos setenta y cinco peniques. Empezaron a nacer los hijos, y después, con la ayuda de los amigos, el padre de Kakustan encontró casa en la colonia, más o menos por el mismo precio que pagaba fuera de ella. Debía de tener unos treinta años; al fin había conseguido una especie de seguridad. Se mudó dos veces dentro de la colonia; había gente que lo hacía. En 1943 nació Kakustan.

Fue como el inicio de una historia de triunfos. Había habido mucho movimiento, pero ¿qué decir del triunfo? Cuarenta y cinco años más tarde, Kakustan me enseñaba el sitio donde había pasado toda su infancia y adolescencia, y adonde se había ido a vivir para siempre, e iba vestido como los brahmanes. Casi con toda certeza, era el hombre más rico de su comunidad. Pero la comunidad era pobre; a pesar de lo histórico del emplazamiento, con todos sus escrúpulos religioso-pastorales, con el jardín amurallado delante, el pozo y el torno en el patio central (y con los miembros de la casta de pastores de Krisna en los edificios altos), muchas mujeres y muchachas que estaban junto al pozo, llenando las ollas de agua racionada, parecían pálidas y desnutridas.

La colonia de brahmanes era un pequeño barrio urbano de chabolas, con menos fuerza que la comunidad musulmana de los límites exteriores del recinto del templo. Y además, estaba sometida a presiones. Las costumbres brahmánicas, ya de por sí en peligro, estaban cada día más comprometidas. El peor compromiso que tuvieron que contraer fue cuando los barrenderos, los que limpiaban las letrinas, pidieron unas sumas de dinero que la comunidad no podía pagar. Entonces, para darles una lección, y para evitar otros posibles chantajes, los brahmanes empezaron a limpiar ellos mismos las letrinas. Kakustan alentó a los hombres de la comunidad. Les dijo que todo el mundo tocaba excrementos todos los días, aunque fueran los suyos, y que, por consiguiente, no tenía nada de malo que limpiaran sus propios desagües y letrinas. En cualquier otro momento, se hubiera considerado la propuesta de Kakustan como un suicidio de casta; pero Kakustan lo presentó como un triunfo, una ética de casta.

Era bajo, de poco más de metro y medio, de cutis suave y constitución armónica. Tenía los ojos brillantes, de mirada fija. Eran los ojos lo que delataban su apasionamiento, en otro tiempo el apasionamiento del renegado, de quien quiere romper a toda costa; después, el apasionamiento de quien desea honrar lo que considera el verdadero camino.

Vivía en una de las cinco casas de dos plantas, con un espacio para dormir que daba a una terraza. La habitación a la que me llevó la primera vez que fui a su casa estaba abajo, en un extremo. Quizá estuviera pegada al tabique; era oscura y poco aireada, con un ligero olor a desagüe, una especie de celda en la que todo, pintura, paredes, armarios y demás enseres mostraban el paso del tiempo y el uso de la luz fluorescente, pero no cabía duda de que todo estaba ritualmente limpio. La limpieza —como la contaminación— resultaba fácil para un brahmán: rociar agua con los dedos bastaba para purificar una habitación.

Como yo era forastero, y estaba en la India, Kakustan quería que fuera a comer a su casa, aunque llevar a un extraño a su casa no era precisamente lo que debía hacer, puesto que intentaba con todas sus fuerzas vivir como buen brahmán. Naturalmente, no comería conmigo; pero quería que yo comiese algo preparado en su cocina. Por eso fuimos al piso de abajo. Pasamos junto a la cocina para llegar a la pequeña habitación de la parte trasera, y vi, sobre una mesa o pedestal o poyo junto a la puerta, una estatuilla negra, con una llama que ardía ante ella en una lámpara de aceite cubierta de hollín, de bronce o plata. La lámpara era de un estilo que transportaba al observador al mundo antiguo: el pábilo se quemaba en el orificio de una vasija hueca de aceite en forma de hoja curvada, y estaba sujeta a un poste vertical. La imagen negra era la deidad de Kakustan: todo lo que comía tenía que ofrecérselo primero a aquella deidad.

También yo sentía escrúpulos de comer fuera de casa, fuera del hotel Taj Coromandel, al fin y al cabo. Pero me avergoncé de tales escrúpulos, y acepté un poco de comida que habían preparado en la cocina de Kakustan, y me llevé a los labios el vaso de café, si bien al partir el pan (o puri) en la habitación trasera de su casa se me quedaron grasientos los dedos, los dedos de escribir. No pude pasar por alto esta circunstancia: hacía falta algo más que el lavado ritual fuera de la casa, que Kakustan vertiera sobre mis manos, sin quejarse, una de las seis ollas que se le permitía recoger cada noche, que malgastara la escasa agua del pozo. (Y no tenía por qué haberme sentido avergonzado, ni pensar que estaba obligado a comer. Kakustan era un hombre de mundo. La siguiente vez que fui a verlo a la colonia, unos días más tarde, le dije nada más llegar que yo era como él, y que no comía fuera de casa. Lo aceptó inmediatamente. Se echó a reír y dijo: «De acuerdo. Esta vez, yo seré el intocable.»)

Aquella primera tarde, en la oscura habitación con luz fluorescente de la parte trasera de su casa, me habló con sencillez de sus vecinos. Dijo:

—Es una comunidad pobre. Casi toda la comunidad es pobre. La primera generación estaba compuesta en su mayoría de purohits, pujaris, cocineros y unos cuantos administrativos. La segunda generación ha mejorado un poco. En las familias hay más chicos y chicas que ganan dinero, que tienen trabajo.

—¿Qué trabajo?

—Cosas que a los brahmanes tradicionales no se les hubiera pasado por la cabeza: con máquinas, mecánicos, trabajos manuales en la industria. Mi vecino de este lado es cocinero.

En la habitación del cocinero vivían quince personas. No era tan terrible como parecía: las quince personas no dormían al mismo tiempo en la habitación. Tenían lugares reservados para dormir en el patio central: en el verano, que duraba la mayor parte del año en Madrás, todo el mundo dormía en el patio o al aire libre. La mayor parte del dinero que ganaba el cocinero era en las bodas, pero tenía que contratar tantos pinches que los beneficios de una boda de mil rupias se quedaban en nada.

El otro vecino de Kakustan era «peón», botones en una oficina. Trabajaba en unas instalaciones del gobierno. Había otro chico en la colonia que conducía una carretilla elevadora. Su padre era un erudito de sánscrito, una autoridad en los rituales hindúes y los Vedas.

—Es una verdadera lástima —dijo Kakustan—. El pobre chico dice: «¿Pero qué puedo hacer, si no tengo ninguna otra posibilidad? No he estudiado, y no he seguido los pasos de mi padre.»

Dije:

—Me parece un poco raro.

—No estudió porque los padres no se preocuparon.

Y cuando volvimos a vernos Kakustan y yo, en el hotel en el que me alojaba, siguió hablando de la pobreza de la colonia de brahmanes junto al gran templo de Partasarati. Dijo:

—Hoy en día, la situación es mucho mejor que en los años cincuenta, cuando yo me criaba allí. Sentí la necesidad de otras comodidades. La gente que conocía en el colegio iba mejor vestida, tenía mejor aspecto, era más fuerte y más moderna. Yo parecía un chico de pueblo, con mi doti, las marcas religiosas en la frente y el churki.

Aparte del churki, estaba igual cuando yo lo vi. El churki, un tirabuzón o mechón de pelo en la nuca, era un antiguo distintivo brahmánico. Kakustan ya no llevaba un churki largo; solo tenía unos cuatro centímetros, pero cumplía su función. (Cuatro o cinco veces al año, en días especialmente propicios, y como una ceremonia más del brahmanismo que había recuperado, Kakustan se afeitaba todo el pelo del cuerpo: las cejas, todo, salvo las axilas y el churki. Cuando lo conocí, estaba a medias: parecía como si se hubiera rapado, y el churki no se notaba demasiado.) Cuando era niño, su padre le obligaba a llevar el churki. Era algo que no llevaban muchos chicos en los años cincuenta, y fue el motivo de sus problemas en el colegio.

Kakustan dijo:

—Con todas estas cosas, los demás chicos te despreciaban y te ponían en ridículo, y todavía pasa lo mismo. Yo reaccionaba violentamente si el chico que me ponía en ridículo era débil, y no le hacía caso si era fuerte. Me quejaba a mi padre por mi situación social en el colegio, y siempre me contestaba: «Comunícaselo al director.» También decía que para mantener la tradición familiar tenía que llevar esas marcas religiosas y el churki, porque sin ellas mirarían mal a toda la familia en el pueblo, sobre todo porque, como brahmanes, allí servíamos a la deidad.

»Mi padre se veía igualmente ridiculizado en su colegio y en toda la ciudad: en los autobuses, en la calle. Toda la comunidad brahmánica era ridiculizada por entonces, debido al antibrahmanismo desencadenado por el llamado movimiento dravidiano. —El Dravidar Kazagam, el Movimiento Dravidiano, iniciado por Periyar—. Eso era a mediados de los años cincuenta, cuando había un movimiento muy extendido contra los brahmanes y sus costumbres. Se manifestaba en que rompían ídolos, les cortaban el churki y las coletas sagradas a los brahmanes, y les borraban las marcas religiosas de la frente. En Madras, la mayoría de los restaurantes vegetarianos ostentaban el cartel de “hoteles brahmanes”, y los drávidas quitaban la palabra “brahmán”. Ahora, los hoteles de la ciudad no tienen esa palabra. En aquellos tiempos estaban los “hoteles brahmanes” y los “hoteles militares”.

El «hotel militar» seguía existiendo cuando fui al sur la primera vez. Se trataba de un sitio en el que se servía carne, y —como si aceptaran el prejuicio brahmánico contra tales sitios, como si se deleitaran en la diferencia y la absoluta libertad que otorgaba ese prejuicio— los hoteles militares del sur estaban realmente sucios y descuidados.

En algún lugar de la ruta del autobús entre Bangalore y Madrás, en 1962, en alguna parte de aquella región de tierra roja, vi por primera vez un hotel militar. Era una choza instalada sobre el suelo, parte de la informal parada del autobús. Las palabras inglesas del cartel anunciador —en aquel paisaje de aspecto antiguo y colores simples, como una visión exótica de un grabado inglés del siglo xviii— parecían remontarse a las guerras de la East India Company contra el sultán Tipú. Las curiosas palabras parecían retener algo de la historia india, algo de la anarquía india del siglo xviii, cuando los ejércitos, integrados por mercenarios indios, luchaban por la tierra, sin relación con las gentes que trabajaban en las aldeas o el campo.

De una clase de guerra a otra, de una clase de conciencia a otra: en la sala principal del museo del Periyar Zidal, entre los treinta y tres cuadros que representaban las etapas o estaciones de la vida de Periyar, había uno que mostraba al gran hombre en 1957, con casi ochenta años, tachando «brahmán» del cartel anunciador de un hotel o restaurante. En aquel retrato, Periyar aparecía con barba blanca, majestuoso. Tenía una brocha con pintura blanca en una mano; estaba Subido a un banco o taburete para alcanzar el letrero, y realizaba su tarea pausadamente, sin que nadie le interrumpiese: ni policías, ni políticos, ni los clientes ni el propietario del hotel. Los colores del cuadro eran sencillos, los detalles, curiosamente literales (el letrero, el taburete o banco al que estaba subido Periyar, la brocha bordeada de blanco), como ilustraciones de un texto muy conocido, y producía la sensación del tranquilo mundo de una tira cómica infantil.

Al hablar sobre las humillaciones que tuvo que soportar de muchacho por su atuendo tradicional de brahmán, Kakustan dijo:

—Me rebelaba siempre que podía, y me pegaban, incluso cuando les decía a mis padres que tenía que adaptarme a las nuevas formas de vida: sobre todo, quitarme el churki y ponerme pantalones. Lo pasábamos muy mal por el churki. Era lo peor. En el colegio, se reían de mí cuando participaba en las carreras y en un deporte que se llama kabadi. Al correr, se me desataba el churki y quedaba suelto, y todos se morían de la risa. En el kabadi, mis contrincantes me agarraban por el churki, me cogían por el pelo, y así ganaban.

»Estuve en el colegio hasta 1958. Después me matriculé en un centro para el curso preuniversitario, y lo irónico del caso es que me admitieron por el churki y las marcas religiosas. La persona que me recomendó era brahmán, y respetaba los mismos valores que mi familia. Pero en ese centro solo estuve seis meses. Mis compañeros me ridiculizaban aún más, y eran adultos, no niños.

»Todo aquello me entristecía mucho. Empecé a sentirme completamente distinto de mi padre, y le rogué que no me obligara a pasar tantos sufrimientos. Pero se mantuvo firme. Dijo que el respeto y las tradiciones de la familia eran más importantes que unas experiencias pasajeras. A mí no me convenció. Dejé de estudiar. Pensaba que tenía que independizarme.

Independizarse: extraña palabra.

Kakustan dijo:

—Independizarme de aquellas costumbres. Tenía dieciséis años. Pensaba que tenía que ser tan moderno como los demás.

—¿No le dio miedo dejar de estudiar?

—No. Tenía la esperanza de hacer lo que quería en cuanto me marchase de casa. Se lo conté a mi madre, confidencialmente. En parte me dio la razón, pero en parte no. Comprendía mis sentimientos.

Intenté encajar aquel drama familiar de treinta años atrás en la colonia que había visto. En el patio alrededor del pozo, la gente debía de parecer más abiertamente brahmánica, en cuanto a la indumentaria y las restricciones: gentes antaño con autoridad, que de repente solo estaban seguras en aquel reducto. Intenté pensar en el estallido de las pasiones de padre e hijo en el pequeño espacio privado de que disponía la familia en la colonia: la habitacioncita oscura detrás de la cocina, en la planta baja, el dormitorio junto a la terraza común arriba, desde donde se dominaba —al subir la estrecha escalera de piedra y cemento a un lado de la hilera de casas— el descuidado jardín del templo, reliquia de días más tranquilos.

—Me quedé unos días en casa. Mi padre estaba muy enfadado. No me hablaba. No quería que estuviera allí. Yo había traicionado a la familia, y a él le había desprestigiado. Quería que estudiara en la universidad y que trabajara en un banco o de funcionario del gobierno central, pero manteniendo mis deberes religiosos en el templo de nuestro pueblo, donde nos honraban por nuestra condición de brahmanes. Citaba ejemplos de personas que habían hecho las dos cosas: llevar la coleta, el churki, y al mismo tiempo trabajar en puestos buenos, seguros y modernos.

»Por mediación de unos amigos de la colonia, gente de mi edad o un poco mayor, encontré trabajo de recadero con un vendedor de bombillas, con un sueldo de una rupia al día. Eso era en 1959. Pero como la relación padre-hijo era tan tensa, en casa no había paz. Además, había líos entre mi padre y mi madre, se peleaban, y a veces me pegaba uno de los dos. Así que me marché de casa.

»Decidí ir a casa de mi hermana, que estaba casada. Vivía en Vellore, una ciudad a unos cien kilómetros al oeste de Madrás. Su marido, que antes había estado en el ejército, era maestro. Fui a Vellore en autobús. Conseguí el dinero para el billete con los libros del colegio. Mi padre los había comprado nuevos. Yo se los di a un vendedor ambulante a un precio de risa.

»Me marché un sábado. Todos los miércoles y sábados me daba el tradicional baño de aceite, y mi madre me enjabonaba el pelo, que tenía muy largo. Aquel sábado hizo lo mismo. Comí, por la mañana, hacia las diez y media, e inmediatamente después me escapé a la parada de autobús, sin decirle a nadie que me iba a Vellore. Tenía muy poco dinero, lo justo para el billete de autobús, y fui andando desde Triplicane hasta Parry's Córner. Unos ocho kilómetros, con un sol de justicia. Tardé como una hora.

»Me asaltaba un temor continuamente: ¿Estaba haciendo lo que debía? ¿Cómo reaccionaría mi madre? Eso me causó gran inquietud durante todo el trayecto hasta Vellore. A medio camino, incluso pensé en volver a casa, pero la otra mitad de mi mente me impulsaba a continuar, y me decía que, al fin y al cabo, solo iba a casa de mi hermana.

»Durante unos días me acogieron bien en Vellore, en casa de mi hermana, pero después empezaron a ponerse de parte de nuestros padres, cuando les expliqué por qué había ido allí. Mi hermana escribió una carta a mis padres para decirles que estaba con ella. Mi padre había estado buscándome con tranquilidad, sin dar a entender que estaba preocupado por mi desaparición.

»Mi cuñado intentó buscarme un trabajo en Vellore, pero Vellore es una ciudad dominada por los musulmanes, y yo tenía el obstáculo de mi aspecto de brahmán. Siempre que iba a buscar trabajo con mi cuñado, lo primero que me preguntaban era: “¿Por qué no llevas pantalones y te pones un poco más moderno, si quieres encontrar trabajo?” Pero a pesar de haberme ido de casa, no tuve valor para cortarme el churki ni ponerme pantalones. Era un gran dilema. No tenía trabajo, y no podía volver a casa. Pasé varias noches en blanco, a pesar de enfrentarme con valentía a la situación.

»Debí de pasar un mes en casa de mi hermana. Después, de mala gana, volví a Madras. No volví a mi casa. Me fui a casa de una amiga de mi madre. La casa no estaba en la colonia de brahmanes.

»El hijo de la amiga de mi madre también llevaba churki y las marcas de casta, y hacía lo que le ordenaban sus padres. Era un chico sumamente inteligente, y destacaba en matemáticas y estadística. Ahora es catedrático de una gran universidad norteamericana. Ya por entonces, cuando fui a su casa —él era dos años mayor que yo—, admiraba a Ramanujan, un genio de las matemáticas cuyas obras discutía y debatía durante horas y horas con sus colegas, tan brillantes como él. Sobre todo discutían los problemas de Ramanujan que aún estaban por resolver. Aquellos chicos estudiaban en la universidad. Yo no podía seguir sus discusiones, pero sí admirar su dedicación a los estudios que cursaban, una dedicación que yo no tenía.

»Lo que más me impresionaba era el interés del padre del chico por aquellas discusiones, que fomentaba ofreciéndoles café. Imagínese estas discusiones en una casa tan pobre como la de mi padre en el agraharam, la colonia. Tenía su ironía. El marido de la amiga de mi madre era profesor de sánscrito, pero su hijo era un genio de las matemáticas. Mi padre era profesor de matemáticas, y yo era un completo desastre para eso.

»La discusión sobre matemáticas se prolongó hasta después de medianoche. Yo sentí no poder participar, y aquella primera noche literalmente lloré por haber decepcionado a mi padre.

A Kakustan se le llenaron los ojos de lágrimas. Intentó continuar hablando como si tal cosa, pero se echó a llorar por aquellos recuerdos de hacía treinta años. Se levantó y dijo:

—Me voy un rato; perdone.

Se fue a la parte trasera del vestíbulo del hotel y se puso a dar paseos: una figura pequeña con vestimenta de brahmán, vistosa, de poco más de metro y medio, dando vueltas, luchando contra su aflicción, la mirada baja, abstraído como un monje o un santo en su celda, ajeno al entorno del hotel.

Las lágrimas, ¿eran por sí mismo, por lo que hubiera podido ser si no le hubieran empujado a rebelarse? ¿O por la amargura que le había causado a su padre hacía treinta años? Las lágrimas eran por las dos cosas: dijo, cuando volvió y se sentó, ya recuperado, que era la diferencia entre las dos familias lo que le había entristecido de nuevo.

—Pasé unos diez o quince días en ese ambiente, culpabilizado por haber abandonado mi casa y mis estudios. Este chico del que le he hablado me enseñaba matemáticas, e intentaba consolarme, decirme que nada estaba perdido, que todavía podía subirme al tren. Eso me animó a continuar mis estudios.

»Volví a casa, al agrabaram. Me instalé allí, pero no pude volver al centro de estudios. Estábamos a mitad de curso. Cogí un trabajo. Me hacía falta dinero, para cubrir mis necesidades sociales: invitar a mis amigos a hoteles, ir al cine y demás. No habría podido hacer nada de eso si hubiera dependido de mi padre. Todo eso estaba prohibido. En casa, ni siquiera tomábamos café: era un producto extranjero, un producto inventado por los británicos. Incluso hoy en día no se toma café en las casas estrictamente brahmánicas, por sus efectos intoxicantes, por la cafeína.

»Volví a trabajar con el vendedor de bombillas. Sacaba veintiséis rupias al mes. A mi familia le daba veinte, y yo me quedaba con seis, para satisfacer mis necesidades, sin que lo supiera mi padre. Estuve en ese trabajo un año. Al haber probado el poder del dinero, no tenía ganas de ponerme a estudiar otra vez. Así que volví a lo de antes.

»El trabajo era muy duro. Literalmente, tenía que repartir las bombillas por toda la ciudad: a veces iba en bicicleta, y otras andando, cuando se me pinchaba una rueda. Hacía tanto calor que se me estallaban los neumáticos. Incluso a mi padre le impresionaba lo arduo de mi trabajo, que empezó a afectarme la salud. Me quedé muy delgado, de tanto comer mal. Así que mi padre me encontró un trabajo en una empresa de consultores de ingeniería, para hacer copias de anteproyectos, a sesenta y cinco rupias al mes, o sea, un gran paso adelante. Sesenta y cinco rupias, cinco libras al mes, en 1960.

»Un día, quemé una de las pruebas. El ingeniero me dio una bofetada, y se marchó sin decir palabra. Fue culpa mía, no suya. Se lo conté a mi padre cuando volví a casa. Me aconsejó que me lo tomara como un paso más en mi vida. Me sorprendió: pensaba que a lo mejor mi padre también me pegaría por el error que había cometido.

»Continué nueve meses en la empresa. Después me enviaron a uno de los emplazamientos de obras de la empresa. Estaban haciendo obras para una de las grandes industrias del sur. Allí, por segunda vez en mi vida, me ayudaron mi aspecto y mis modales de brahmán.

»Al director de la empresa para la que trabajábamos le encantó mi estricta adherencia a la forma de vida brahmánica. Le encantó ver a un chico brahmán, con churki, a cargo de unas obras, como maistry, sobre todo en aquella época, en la que los sentimientos antibrahmánicos habían llegado al punto culminante. Era 1961.

»Yo no sabía que el director era muy importante, que controlaba muchas empresas. Me preguntó por mi padre, y me encargó que le dijese que quería conocerlo. Yo estaba un poco nervioso, y mi padre también. No sabíamos qué quería ni quién era. Se conocieron, y el director se llevó bien con mi padre desde el principio. Cuando se enteró de la educación que había recibido mi padre y de su facilidad para recitar los cuatro mil himnos de los Vedas en tamil, le pidió que se los enseñara. Y mi padre lo hizo. Aquel feliz encuentro con uno de los grandes industriales del sur alegró tanto a mi padre que no entendía cómo un extraño podía estar tan encantado conmigo, cuando yo no conseguía convencer a nadie en casa.

»Al terminar el trabajo que estaba haciendo nuestra empresa, aquel señor tan importante me ofreció un puesto en su organización. Quería que empezara como “ayudante”, con un sueldo de noventa y siete rupias, cincuenta y dos de sueldo básico y cuarenta y cinco de subvención. “Ayudante” es lo mismo que botones, pero meterse en esa organización, para cualquier trabajo, equivaldría hoy en día a meterse en IBM. Hice más de mecanógrafo que de botones, y por fin empecé a ascender, y desde entonces no paré, gracias a Dios. Por entonces tenía diecisiete años.

»La empresa abrió una sucursal en Vellore. Me trasladaron allí, para que estuviera con mi hermana casada y fuera independiente. Cuando estalló la guerra con China, en 1962, empecé a meterme en política, algo que no había hecho hasta entonces. Di mis anillos y pendientes —regalos de mi tío cuando celebramos la ceremonia del hilo— para ayuda de la guerra. Mis padres se pusieron furiosos, y también mi hermana, porque lo que había dado llevaba generaciones enteras en la familia.

»Un día vino una visita de Delhi. Era un primo carnal. Trabajaba en las oficinas de una empresa americana, en Delhi. Se quedó pasmado al verme con ropa tradicional, y también con el sueldo insignificante que me pagaban. Me dijo que dejara el trabajo y me fuera a Delhi, que, por lo que hacía en la empresa de Vellore, él me encontraría algo allí por el doble de dinero. La oferta me pareció fascinante. Decidí aceptarla inmediatamente, pero no sabía cómo reaccionaría mi padre.

»Tal como me esperaba, mi padre no estaba muy dispuesto a dejarme ir a Delhi, por si me echaba a perder aún más. Hubo muchas discusiones durante cuatro meses, muy acaloradas, entre mi padre y yo. Pero al final fue él quien me compró el billete. Costó unas cuarenta y dos rupias, y además me dio un poco de dinero suelto. Para el viaje, mi familia me dio idli, dosas y fritos. Era demasiado, y tuve que tirar lo que me quedó.

Su idea era que a lo mejor el tren se quedaba parado, y no querían que yo lo pasara mal. Las familias del sur de la India siguen haciendo lo mismo con los viajeros hoy en día.

»El 3 de mayo de 1963, mi vida empezó a ir por unos derroteros totalmente distintos. Cogí el Grand Trunk Express en la Estación Central de Madrás a las siete y media de la mañana. Llegué a Delhi al cabo de cuarenta horas, a las once y media de la mañana del 5 de mayo: según el calendario gregoriano, el día de mi cumpleaños.

»Lo primero que hice en Delhi —como me había indicado mi primo— fue ir directamente de la estación a una barbería, a cortarme el churki. Fue un momento angustioso, muy doloroso. Mi madre y mi hermana me lo arreglaban desde hacía dieciocho años, como a un hijo. Estaban orgullosas de mi pelo. Lo envidiaban. Lo tenía insólitamente largo, más que mi hermana. Cuando me lo desataba, me llegaba a la pantorrilla. Me lo lavaban, le ponían aceite, lo peinaban y me hacían una trenza.

»Me angustié aún más cuando el barbero, que era joven, un hombre realmente delgado, con bigote, empezó a asaetearme con preguntas, para saber si yo estaba seguro de lo que iba a hacer. Me dio tres oportunidades. Me dijo, en hindi: “¿Estás seguro? ¿Estás seguro? ¿Estás seguro?” Yo repetí la respuesta: “Sí”, aunque en el fondo estaba temblando y preocupado por lo que diría mi padre. El barbero era tan amable, tan considerado, que empezó a cortarme el pelo lentamente, desde abajo, en lugar de cargárselo de un golpe, para darme la oportunidad de pensármelo mejor. Aquel día perdí el fervor religioso, como Sansón su poder físico.

Ahí debería haber acabado el relato, con la huida a Delhi, el corte de la trenza y el inicio de una nueva vida; pero Kakustan había vuelto, para siempre, a la colonia de la que había huido. La suya era una historia de doble transformación, y fue la segunda transformación lo que me contó otro día. Dijo:

—De repente me vi en Nueva Delhi, y viví allí durante dieciséis años. Tenía un pequeño puesto en la empresa americana en la que trabajaba mi primo. También trabajaba de taquígrafo en el periódico de un sindicato.

La taquigrafía: la antigua vocación de los brahmanes del sur de la India, la vocación que se desprendía del cumplimiento de los ritos, otra faceta de su talento para las matemáticas y la física.

—En la empresa americana de mi primo me daban cincuenta rupias al mes. En el periódico del sindicato sacaba doscientas. Y mi segunda transformación empezó precisamente allí, en el periódico.

»El movimiento sindical en la India estaba basado en los principios de la filosofía gandhiana: la verdad y la no violencia, los deberes antes que los derechos: producir antes de exigir. Eso es precisamente lo que dice el Gita, y esos eran los principios del Congreso Nacional Sindicalista de la India. Empezábamos el trabajo de la mañana en la redacción con una oración. Eso me influyó, igual que el artículo religioso que se publicaba a diario en la última página del Hindú, un periódico de Madrás. Y, además, leí los escritos de Mahatma Gandhi, sobre todo su autobiografía.

»En la redacción había una atmósfera religiosa y espiritual. Fuera, me fascinaba la vida de Nueva Delhi, la vida del dinero, de la belleza, de todo. Me atrajo durante algún tiempo, aquella vida de la ciudad. Y también me preocupó, porque no tenía dinero para ello. Pero después, empezaron a tirarme más los libros religiosos que estaba leyendo, y al cabo de cierto tiempo volví a cambiar, y abracé la vida religiosa.

»En aquella época me licencié por la Universidad de Delhi, y me casé. En Vellore, sentí atracción por la hija de mi hermana, y decidí casarme con ella en cuanto pudiera. La familia estaba de acuerdo, pero yo dije que primero debía terminar sus estudios. Yo pagué los gastos de las clases, y el último día de los exámenes finales empezó el proceso de la boda.

»Cuando dejé el periódico del sindicato encontré otros trabajos, también en periódicos y revistas. Por uno de esos trabajos tuve que ir a la ciudad de Ahmedabad, en 1980. Tenía treinta y siete años. Mi padre fue a verme, para el cumpleaños de mi segundo hijo. Estaba muy contento porque al fin me veía bien situado, a pesar de que ya no tenía el churki. Si todavía lo hubiera llevado, se habría alegrado el doble.

»La primera mañana que pasó allí me vio haciendo el puja matutino. Era algo que hacía rutinariamente, pero a él le sorprendió. Hablamos un rato sobre el puja que había hecho aquella mañana, y los textos relacionados con él. Me dijo que había cometido un error, y me dio a entender que si hubiera estudiado más cuando era joven, no habría cometido ese error.

»Yo le pedí perdón por el error, y también por todo lo que había ocurrido antes.

»Le rogué que me iniciase en nuestros ritos tradicionales. También le pedí que me enseñara los cuatro mil versos de los Vedas en tamil, y los demás mantras que iba a necesitar para las ceremonias del templo de nuestro pueblo ancestral.

»Dijo que me enseñaría. Empezó ese mismo día, porque era viernes, y un día propicio. Se fue a Madrás al cabo de quince días. Antes de marcharse, me prometió que me daría clases diarias durante dos o tres años. Pero no volvió. Murió a los seis meses de haberse marchado de Ahmedabad.

»Se celebraron complicadas ceremonias durante los once días posteriores a su muerte. Todos los que asistieron, los familiares, los pandits védicos, recordaron la grandeza de mi padre, de mi abuelo, de mi tío, y de la vida religiosa de nuestra familia, sobre todo en lo referente al servicio de la deidad del templo. Me enteré de que mi abuelo había muerto tras una discusión religiosa con el pujari del templo sobre un rito que no se había oficiado debidamente. Mi primo murió en circunstancias parecidas. Se opuso a ciertas ceremonias que empezaron a celebrarse en el templo, y después se tendió junto a la puerta y la gente le pasó por encima. Murió unos días más tarde, de la pena y la conmoción.

»Cuando lo oí contar, pensé que si mi abuelo y otros familiares habían ofrecido su vida por la deidad familiar, ¿no debía yo seguir su ejemplo?

»Así que decidí trasladarme a Madrás.

»Allí encontré trabajo. Me resultó fácil, con la experiencia que tenía. Y la condición que impuse a la empresa fue que no pusieran ninguna objeción a mi indumentaria, a que llevase el churki y el atuendo tradicional de los brahmanes: todo lo que yo no había comprendido cuando era joven. Para mí era muy importante que aceptaran esa condición, porque había vuelto a Madrás sobre todo para cumplir con las obligaciones de mi familia en el templo.

Le pregunté:

—¿Por qué tanto hincapié en lo externo? La fe, ¿no es algo que se lleva dentro?

Kakustan dijo:

—Quizá si en nuestra vida y nuestras tradiciones familiares no hubiéramos tenido obligaciones en el templo, todo habría sido un poco más flexible, como en muchas familias brahmánicas. En todos los ritos del templo, lo primero era lo externo, porque sin lo externo yo no tendría derecho a servir a la deidad. Lo externo es tan importante como lo interno. Cuanto más puro lo externo, más puro lo interno.

Había padecido mucho por lo externo. Tenía derecho a decir lo que decía.

—Me marché del agraharam en 1963. Volví en 1981. Volví a la casa de mi familia, a la colonia, y era una persona diferente, un brahmán totalmente comprometido. En el primer aniversario de la muerte de mi padre, al final de las ceremonias que se celebraron, rompí por completo con el pasado: pasé de lukika a vaidika, del mundo material al mundo del espíritu.

Eran palabras que había oído por primera vez en la ciudad de Misore, de labios del brahmán que había ejercido como maestro de ceremonias religiosas con el último maharajá de Misore. En el palacio en el que servía el brahmán había un esplendor y un fasto ajenos a las necesidades humanas, casi como si en el concepto hindú de las cosas una de las funciones de la riqueza consistiera en recordar a la humanidad la vanidad de los sentidos. Pero en el relato del brahmán no se mencionaban las enormes riquezas del príncipe. Las necesidades físicas de las personas eran limitadas: eso era lo que transmitía la sencilla habitacioncita en la que el brahmán me contó la historia de su vida.

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