India

India


INDIA » 4. PEQUEÑAS GUERRAS

Página 20 de 36

Eso era lo que transmitía también el agraharam o colonia donde vivía Kakustan, en las pequeñas habitaciones que había conocido de niño. En el pensamiento cristiano, los eternos opuestos son las fuerzas del bien y el mal. En el pensamiento hindú o brahmánico, los opuestos son lo mundano y la vida del espíritu. Es posible retirarse del uno a la otra. Cuando te decepciona el mundo, puedes sumergirte en el espíritu, en la idea del mundo como juego de la ilusión.

Kakustan dijo:

—Entonces, un año después de la muerte de mi padre, pasé a ser lo que soy ahora, el hombre que tiene usted delante. Entonces decidí llevar la vida de vaidika lo más posible, vivir con todos los rigores y la disciplina que la acompañan.

—¿Qué rigores?

—No como fuera. Solo como lo que le ofrezco al dios en mi casa. —Así que la lámpara de aceite ardía permanentemente ante la imagen del dios, justo al lado del espacio dedicado a cocina—. Ni siquiera bebo agua fuera. Ni me trato con infieles. Porque, si no observo estas normas, ensuciaré al dios de nuestro templo.

»Ahora vivo en la colonia como brahmán, plenamente. La gente me respeta por el repentino cambio en mi vida y por mi estricto cumplimiento de las normas. Mi familia era pobre, y también lo es esta colonia: personas de clase media baja con unos ingresos limitados. Aunque yo tengo una posición acomodada, por la gracia de Dios y las bendiciones de mis antepasados, no quiero vivir en ninguna otra parte. Sé que vivir entre estas gentes me da una felicidad y una paz enormes.

Nos vimos muchos días, en mi hotel y en la colonia. A veces, Kakustan venía al hotel y me llevaba a la colonia; a veces enviaba a su hijo adolescente a recogerme. El hijo era muchos centímetros más alto que el padre, pero no tenía su robustez; sus ojos eran más dulces.

Independientemente de lo que hubiera elegido para sí, Kakustan albergaba ambiciones sobre su hijo y quería que el chico hiciera buen papel en el colegio. Y al igual que, unos años antes, el padre de Kakustan quizá le pidiera a alguien que hablase con él, Kakustan me pidió, la última vez que nos vimos, que hablase con su hijo y le hiciera comprender la necesidad de portarse bien, de dedicarse a los libros del colegio.

Al chico, según me dijo Kakustan, le gustaba demasiado jugar. Aquella mañana, por ejemplo, había ido a jugar al criquet. Pero eso estaba bien, le dije. Sí, de acuerdo, replicó Kakustan; pero también había ido a jugar al criquet por la tarde.

Regresábamos a la colonia, y Kakustan tenía un sencillo plan para darme la oportunidad de hablar a solas con su hijo. Los dos —Kakustan y yo— subiríamos a la terraza desde la que se dominaba el patio de enfrente y el jardín amurallado del templo a un lado. El chico me traería té, y entonces Kakustan se disculparía y bajaría al baño.

Así que, una vez en la colonia, el muchacho me trajo un vaso de té a la terraza, y nos pusimos a hablar, mientras abajo —en aquella zona en la que era el rey— Kakustan, con su atuendo de brahmán, atravesaba el patio, abarrotado a aquella hora de la tarde, con aire de seguridad, sin prisas, pasaba junto al pozo y llegaba al cuarto de baño de la esquina.

Al chico le encantaba el criquet. Dijo que le gustaba tanto batear como lanzar la pelota. Y no tuve valor para darle el sermón que Kakustan quería que le diese, para que se dedicara a los libros: no veía cómo, en las condiciones de la colonia, se podía estudiar o leer en serio. Una noche, en el sendero débilmente iluminado que partía de la entrada a la colonia, había visto a un chico sentado con las piernas cruzadas a la puerta de su casita, en la oscuridad, ante un libro abierto, poniendo en práctica la virtud en honor de sus padres, el amor brahmánico por el conocimiento reducido a aquella forma ritual.

Le pregunté al muchacho, al hijo de Kakustan, qué clase de trabajo le gustaría hacer. A sus dulces ojos asomó una expresión de asombro. Conocía la pregunta; le apenó oírmela a mí. A lo mejor era taquígrafo, dijo; a lo mejor encontraba trabajo en una oficina; dependía del «destino».

Me sorprendió que hablara del destino. Kakustan no lo había hecho nunca; pero Kakustan había sido un rebelde toda su juventud. Su hijo era un joven de la colonia, con ideas y ambiciones no muy por encima de las de los demás jóvenes de allí. Creo que a Kakustan le hubiera gustado que su hijo fuera más emprendedor; pero yo no quería presionar al muchacho. Le faltaban muchos años para terminar sus estudios y buscar trabajo; su mundo, su forma de mirar, cambiaría antes.

Y cuando Kakustan volvió a la terraza, le dije que al chico le iría bien; que su seriedad con el criquet era indicio de cierto brío, de algo prometedor, y que los libros y la futura carrera encontrarían su lugar cuando llegara el momento. Era más o menos lo que quería oír Kakustan; parecía satisfecho. Empezamos a hablar de otras cosas.

Eran las últimas horas de una tarde de domingo, aún en el invierno de Madrás. El sol era suave; la atmósfera del agraharam, libre de tensiones; daba la impresión de que todos los que estaban en el patio jugaban.

La terraza estaba sombreada por un viejo árbol, y Kakustan y yo nos habíamos sentado en aquella sombra, en el poyo de cemento que había frente al dormitorio de su casa. Le pedí que me hablase de lo que veíamos en el patio.

¿Me había fijado en las antenas de televisión? Había veinte, dijo. En la colonia incluso había varios televisores en color. La gente no estaba tan aislada del mundo como antes.

—Y mire a esas chicas, allí —dijo—. Saltando.

La importancia de aquello se hubiera podido pasar por alto fácilmente; pero hacía unos veinte años, a aquellas niñas no les hubieran permitido jugar así, en un patio al aire libre, dijo Kakustan. Aquellas niñas estaban próximas a la pubertad, y veinte años antes ya hubieran empezado a recaer sobre ellas las sombras de la casa-prisión.

Y añadió que yo había mencionado la palidez y la debilidad de algunos habitantes de la colonia, pero algunos muchachos brahmanes hacían gimnasia. Aquel que estaba en el extremo del patio, por ejemplo, unas dos casas más allá de donde saltaban las niñas con sus largas faldas: aquel chico hacía gimnasia. Era bastante joven, de postura elegante, no muy alto, y llevaba la espalda descubierta. Tenía el físico que se ve en muchas esculturas indias: hombros anchos, cintura esbelta, el cuerpo liso, la fuerza y la tensión dentro, no expresadas en curvas o arqueamientos de los músculos.

A Kakustan le parecía bien; le preocupaba la forma física. El era menudo; su padre también; a los dos los habían ridiculizado y sometido a vejaciones físicas en la ciudad.

Desde nuestra elevada posición en la terraza observamos al joven de la gimnasia y a su padre. ¿Dónde hacía gimnasia el joven? Allí mismo, en el patio abarrotado; a nadie le importaba. Era una familia de diez personas. Las diez personas vivían en aquella única habitación cuya puerta estábamos viendo. El padre era «peón» o botones. El hijo que dedicaba tanto tiempo a perfeccionar su cuerpo trabajaba en una oficina.

Le dije a Kakustan:

—Tiene una hermosa cara de brahmán.

—Y el color —dijo él, asintiendo.

Entonces pareció avergonzado, y bajó la voz: había subido una mujer a la terraza, dijo, y yo me interponía en su camino. Estaba sentado en el poyo frente a la habitación del piso de arriba, y mis piernas sobresalían en el pasadizo que rodeaba el borde de la terraza. Si la mujer hubiera intentado pasar quizá me hubiera rozado, y eso hubiera sido incorrecto; también lo hubiera sido que me hubiera hablado directamente. Me levanté. La mujer pasó sin decir palabra; después de dos o tres pasos se internó en su pequeño espacio.

La luz vespertina se hizo más delicada y más amarilla. Las mujeres y las chicas fueron al pozo a llenar las vasijas.

La primera vez que fui a la colonia pensé, por la forma de hablar de Kakustan, que la comunidad se estaba desdibujando, haciendo demasiadas concesiones al mundo exterior. Después comprendí que quería decir justo lo contrario. La comunidad estaba aprendiendo a adaptarse: en eso radicaba su fuerza. Dijo:

—Mientras exista el mundo, los brahmanes sobrevivirán. Los brahmanes son indispensables para la sociedad.

El señor K. Viramani, un hombre bajo, vigoroso, con camisa negra de faldones largos que llevaba al estilo indio, por fuera, no remetida, se ocupaba del Periyal Zidal y mantenía viva la llama de Periyar en Tamil Nadu.

Periyar había muerto en la última semana de 1973, a los noventa y cuatro años de edad, y su segunda esposa lo sucedió en la jefatura del movimiento. Ella murió cinco años más tarde, y el señor Viramani pasó a ser el dirigente. Por entonces, el movimiento parecía haberse perdido, haber dejado de tener importancia política o social. Pero tras la victoria electoral del partido dravidiano original, volvió a ocupar el núcleo mismo de las cosas.

En calidad de heredero filosófico de Periyar, el señor Viramani viajaba por todo el Estado, pronunciando discursos y celebrando bodas de Dignidad Personal. En Tamil Nadu, donde había muchas personas que no sabían leer ni escribir, los discursos eran muy importantes. A la gente le gustaban, le gustaba el sonido de las palabras, y el señor Viramani dijo que podía hablar hasta dos horas seguidas si hacía falta. Con respecto a las bodas de Dignidad Personal, solo celebraba unas ocho o diez al mes, entre ciento veinte y ciento cincuenta al año. No muchas; pero, según dijo, los racionalistas eran tan solo un elemento «microscópico» del estado. No creía que eso disminuyese la importancia de su labor, que consistía en mantener lo más posible el mensaje de Periyar. Así que se ocupaba de las reliquias —la cama, los diversos regalos que le habían hecho a Periyar—, explicaba la iconografía de los treinta y tres cuadros de la habitación, que representaban las etapas de la larga vida del dirigente, publicaba panfletos y acompañaba a los visitantes a la tumba, leyendo en voz alta los dichos más famosos de Periyar, que estaban grabados en granito gris, alrededor de la sepultura. Sin aquella labor de años, el mensaje de Periyar se habría desfigurado, según el señor Viramani.

El señor Viramani había nacido en 1933, en la ciudad de Cudalore. Su padre era sastre. La sastrería era una profesión «importada» (como el café era un «producto importado»), de modo que no estaba asociada a ninguna casta concreta, a diferencia de la de los tejedores. Cudalore era puerto de mar, y además de su clientela local, el padre del señor Viramani también trabajaba para los marineros extranjeros. En consecuencia, el padre del señor Viramani era un hombre acomodado, pero gran parte de su dinero se le fue en primer lugar en un pleito (era experto en lucha libre y con bastón, enseñaba a la gente estas artes y, de una forma indirecta, se vio envuelto en una grave disputa local); y después, el resto del dinero se le fue en médicos cuando contrajo filariosis, a causa de agua contaminada.

Uno de los maestros del señor Viramani en el colegio era admirador de Periyar, y ocupaba una posición importante en el Movimiento de la Dignidad Personal. Aquel maestro, un hombre de unos veintiocho o treinta años cuando lo conoció el señor Viramani, había cambiado de nombre, el de Subramaniam (nombre de una deidad hindú) por el de Dravidarmani, que significa «persona dravídica importante». Convenció al señor Viramani para que también se cambiara el suyo: de Sarangapani, nombre de un dios, a Viramani, «hombre valiente», «héroe».

Cuando tenía unos diez años, el señor Viramani actuó en una obra de teatro en el colegio, y al señor Dravidarmani le impresionó tanto el talento del muchacho que empezó a escribirle discursos sobre el tema de la Dignidad Personal para que los pronunciase en actos públicos. En 1944 se celebró una Conferencia Dravidiana en Cudalore. Asistió Periyar. También asistió un famoso poeta tamil, ateo, que era discípulo de Periyar. El poeta se llamaba Baratidasam. Tenía cuarenta y siete años, pertenecía a la casta de los tejedores y vivía en medio de una gran pobreza en la ciudad de Pondicherry (por entonces un enclave colonial francés en la India británica). Lo consideraban el Shelley y el Whitman del movimiento. Había un poema de Baratidasam que siempre se citaba en los discursos sobre la Dignidad Personal. El señor Viramani me ofreció la siguiente traducción del poema:

El mundo continúa en la oscuridad.

Aun a quienes creen en las castas se les permite vivir.

Quienes atemorizan a otros con la religión siguen medrando.

¿Cuándo tocará a su fin tanto engaño?

A menos que este engaño toque a su fin, y hasta entonces,

la libertad y las libertades solo serán comparables al mal.

A diferencia de Periyar, que era bajo y muy gordo, un anciano con aspecto de bruto, Baratidasam tenía un aspecto imponente. Era alto y muy fornido. Llevaba doti, camisa y un chal rojo (rojo, el color de la revolución). Se ponía de mal genio fácilmente y tenía fama de decir siempre lo que pensaba.

Fue en presencia de aquel hombre, y de Periyar, ante quienes el señor Viramani, a sus diez años de edad, recitó el discurso que le había escrito su profesor para que lo pronunciase en la Conferencia Dravidiana. Estaba en el más amplio estilo antibrahmánico, antihindú, de Periyar. Era sobre lo absurdo del mito hindú según el cual los brahmanes habían salido de la cabeza de Brahma, los kshatriyas o guerreros de sus brazos, los banias o mercaderes de sus muslos y los chudras de los pies. ¿Cómo podía nadie, y tampoco una mujer, parir con tantas partes del cuerpo de las que no es posible que nazca una persona?, preguntó al público aquel niño de diez años.

Periyar se quedó impresionado con el discurso, y después de aquello el señor Viramani pasó a ser uno de los oradores reconocidos del Movimiento de la Dignidad Personal. Lo anunciaban como el racionalista de diez años, y pronto empezó a escribir (o al menos a preparar) sus propios discursos.

En 1949, cinco años después de la conferencia de Cudalore, se produjo una escisión en el movimiento. Se debió a la decisión de Periyar de casarse por segunda vez, cuando contaba setenta años.

La mujer con la que quería casarse era la hija de un comerciante de madera de Vellore. La familia era seguidora del movimiento, y Periyar se alojaba en su casa cuando iba a Vellore. La hija estaba estudiando magisterio, pero la madre, aunque partidaria de Periyar, tenía la suficiente influencia de las tradiciones como para querer que su hija renunciara a la idea de ser maestra y se casara. La muchacha tenía veinticinco años: se la consideraba ya muy mayor. Cuando se enteró de los planes que su madre tenía para ella, se marchó de la casa familiar de Vellore, a casa de una profesora, en un lugar lejano.

Periyar conocía a la hija. Cuando le contaron lo que Había pasado, se la llevó de casa de la profesora y la instaló en la suya, en la ciudad de Erode. Se negó a dejarla volver con su madre. La hizo su secretaria; la joven también fue su enfermera, y al cabo de seis años se casaron. Ella tenía treinta y un años por entonces; Periyar, setenta.

Esto fue lo que me contó el señor Viramani, deseoso de que comprendiera por qué se había casado Periyar a edad tan avanzada. Había acumulado muchas propiedades, y no quería que pasaran a sus familiares. Quería que sirvieran para el movimiento, y pensó que lo mejor sería dejárselo todo a su secretaria-enfermera. Pero, según las leyes hindúes, solo podía nombrarla su heredera legal casándose con ella.

No todo el mundo comprendió los motivos, y se desgajó una sección considerable del movimiento, que formó un grupo aparte. Sin embargo, el señor Viramani, por aquel entonces un racionalista de quince años, se mantuvo fiel a Periyar. Se mantuvo fiel cuando fue a la universidad, cuando empezó a estudiar derecho. Y después, cuando aún no había terminado sus estudios, ocurrió algo importante.

En 1957, Periyar fue condenado a seis meses de cárcel por quemar la constitución india. (Existía una ilustración de este episodio, literal, clara y fría, en la habitación de las reliquias del Periyar Zidal.) Hasta aquel momento, el señor Viramani se había limitado a hacer propaganda del movimiento, con vigor y gozando de gran reputación, pero aún a distancia de Periyar. Cuando el gran hombre ingresó en prisión, el señor Viramani se vio recorriendo el estado con la mujer de Periyar, la señora Manyamai, como él la llamaba.

Cuando Periyar salió de la cárcel, llamó al señor Viramani. El dirigente estaba en la ciudad de Tiruchy. El señor Viramani fue allí inmediatamente.

Periyar le dijo: «¿Qué va a pasar con tu futuro? ¿Piensas casarte?»

Aquella pregunta le sorprendió, porque Periyar estaba en contra de los matrimonios a edad temprana; pensaba que perjudicaban el ascenso de los no brahmanes. El señor Viramani tenía por entonces veinticinco años, y aún le quedaba más de un año para terminar en la facultad de derecho.

El señor Viramani dijo: «No creo que el matrimonio me sea necesario en este momento, señor. No tengo independencia económica, y me gustaría dar lo más posible al partido.»

Periyar replicó: «Pero es precisamente por los intereses del partido por lo que te sugiero que te cases.»

La muchacha o joven con la que Periyar quería que se casara el señor Viramani era la hija mayor de una pareja cuya boda se había celebrado en 1933, según el modelo de la Dignidad Personal. Esa boda se hizo famosa por motivos políticos, porque su validez se puso en entredicho ante los tribunales en 1952. Pero —sentimientos aparte— la verdadera razón por la que Periyar quería que el señor Viramani se casara con la hija de aquella pareja era que la familia era bastante acomodada, pues el padre pertenecía a una comunidad de comerciantes, y la madre era de una familia de terratenientes, y el matrimonio con su hija le permitiría al señor Viramani dedicarse por completo al movimiento.

Cuando el señor Viramani lo comprendió, le dijo a Periyar: «Si es por el bien del partido, obedeceré sus órdenes.»

Entonces, la señora Manyamai fue a ver a los padres del señor Viramani, a darles la noticia de que su hijo iba a casarse, y después llevó al señor Viramani a Tiruanamalai, a la casa de la chica. Después de coger un tren y un autobús, llegaron por fin a la granja en la que estaban la chica y su madre. La casa tenía muchas tierras fértiles: arrozales y sembrados de cacahuetes. Tras los preliminares de costumbre, la muchacha salió y sirvió algo de comer (curioso vestigio del antiguo ritual), y después volvió adentro. Pero, en realidad, conocía muy bien al señor Viramani, por sus apariciones en público.

Seis meses más tarde se celebró la boda. Periyar y la señora Manyamai enviaron las invitaciones en su nombre, de modo que la ceremonia fue como otra conferencia dravidiana. La ceremonia tuvo lugar un domingo por la tarde, a las cinco. Eligieron la hora muy a propósito, porque los hindúes ortodoxos la consideran una hora especialmente aciaga. Baratidasam, el poeta ateo, la figura whitmaniana del movimiento, leyó en voz alta un poema que había escrito para la ocasión.

La historia continuó de una forma curiosa: en el examen final, el señor Viramani tuvo que contestar a una pregunta sobre el matrimonio de Dignidad Personal de sus suegros, celebrado en 1933.

El matrimonio funcionó tal como Periyar había previsto. El señor Viramani tuvo libertad para trabajar para el Dravidar Kazagam, el Movimiento Dravidiano, y mantener vivo el nombre y el mensaje de Periyar. Y después de todos los altibajos de los últimos treinta años, el retrato de Periyar, de tamaño mayor que el natural, aparecía en muchos sitios de Madrás, y el señor Viramani, guardián de la llama, se movía por la ciudad como un héroe.

La casa en la que vivía el señor Viramani era de su mujer. Estaba en Madrás, en la zona de Adiyar, cerca de la Sociedad Teosòfica. Era una casa grande, de cemento, construida hacía quince años. Tenía tres plantas, y los Viramani ocupaban una de ellas.

En una pared del salón, colgada muy alto, había una fotografía de gran tamaño, en blanco y negro, de Periyar y la señora Manyamai. Periyar estaba sentado, sujetando su grueso bastón de empuñadura curva. Yo ya conocía los demás elementos de su estampa: la larga barba ondulada, el doti, el chal, la camisa negra. La señora Manyamai, de mirada serena, estaba de pie, sólida y rolliza, con sari negro, junto a la silla, y su mano derecha reposaba sobre el respaldo.

Parecía lógico que aquella fotografía ocupase un lugar de honor en el salón de la casa del señor Viramani: aquel matrimonio de Periyar había sido como un precursor del suyo.

La señora Viramani sirvió el té y se retiró: cumplidora y correcta, sin apenas hablar y, no obstante, actuando como quien sirve a una causa. Aunque, de no haber sabido cuál era la causa, tal vez no se hubiera adivinado, por su talante tan moderado, tradicional y recatado.

En aquella atmósfera familiar, bajo la fotografía de Periyar, el señor Viramani me habló de la faceta práctica del dirigente. Había nacido en el seno de una familia rica de comerciantes, y se había enriquecido aún más.

—Era muy cuidadoso con todo. No solo era custodio de los derechos humanos, sino de los derechos de propiedad del partido. Multiplicó esos derechos invirtiendo en fábricas y bancos. En 1973, su capital, o el capital de su partido, ascendía a más de dos crores (veinte millones de rupias, un millón de libras). Ahora, son unos diez crores (cuatro millones de libras).

»La gente le daba dinero, y. cuando, por ejemplo, tenía noventa y nueve rupias, le cogía una rupia a la señora Manyamai y las cambiaba por un billete de cien, para no poder gastarlo fácilmente. La señora Manyamai se reía. —El señor Viramani también se rió—. “¡Frugalidad, es tu nombre Periyar!” Todo el mundo lo sabe en Tamil Nadu. Cobraba incluso por su firma. En lugar de guirnaldas, le pedía a la gente que le diese dos rupias.

Cobraba por los discursos, y pronunciaba dos o tres al día. Recorría una media de más de trescientos kilómetros diarios, en la furgoneta que le habían regalado sus seguidores. Pronunció el último discurso cinco días antes de su muerte, a los noventa y cuatro años. Se casó con la señora Manyamai a los setenta, para que ella heredase sus bienes, pero el matrimonio duró veinticuatro años, y su mujer solo vivió cinco años más que él. Entonces, el señor Viramani recogió la antorcha.

El hijo mayor del señor Viramani era ingeniero, y estudiaba en Boston. El hijo menor tenía una licenciatura en comercio, y se dedicaba a los plásticos. Y la hija mayor también estaba en Estados Unidos, especializándose en sistemas de información. El padre del señor Viramani había sido sastre en la ciudad de Cudalore. El mundo se había abierto a sus nietos de una manera que él no hubiera podido ni siquiera imaginar.

En la pared frente a la de la fotografía de Periyar y su mujer había un calendario de los Tigres Tamiles de 1989, colgado encima de una librería. Tenía una fotografía grande, en color, de los dos dirigentes de los Tigres Tamiles, Pirabakaran y Mataiya. Aparecían en un bosque inundado de sol que daba sensación de calor, con vestimenta de guerrilleros, de camuflaje. Los dos eran gordos y tenían una abultada barriga, y sonreían, como ante lo absurdo del uniforme que se habían puesto para la fotografía del calendario; pero no resultaban nada cómicos. Habían llevado el caos a Sri Lanka, y su calendario de 1989 estaba allí, en el salón de la casa del señor Viramani. El movimiento racionalista de Tamil Nadu, el movimiento antibrahmánico, también incluía esta idea del esplendor tamil, pasado y presente.

Hasta aquel viaje a Madrás, Periyar era apenas un nombre para mí, y nunca había oído hablar del señor Viramani; pero el señor Viramani llevaba cuarenta años en el núcleo mismo de una inmensa revolución local que, con el crecimiento económico e intelectual que se había producido en la India independiente, había adquirido las características de una pequeña guerra. Hasta entonces, el señor Viramani había estado en el bando de los ganadores.

No podía decirse lo mismo de Kakustan. Más de la mitad de su vida era una historia de reclusión y huida, hasta que los sentimientos familiares y el fervor filial lo empujaron a regresar y a abrazar conscientemente un modo de vida arcaico. Pero quizá no fuera justa la comparación entre el señor Viramani y Kakustan. Quizá hubiera podido establecerse una comparación mejor entre los brahmanes que habían cambiado los viejos conocimientos por los nuevos, los ritos de los templos por la ciencia, los brahmanes que (cási del mismo modo que el señor Viramani) habían roto con las viejas costumbres de una forma más radical.

Con las torres esculpidas de sus templos, sus comidas especiales, idlis y dosas, su música y sus bailes, el museo de los grandes bronces, Madrás aún podía parecerle al viajero una cultura completa. Se tardaba tiempo en comprender que se había producido una usurpación, que los brahmanes estaban a la defensiva, aunque siguieran siendo los músicos y los bailarines, aunque siguieran siendo los cocineros, los sacerdotes de los templos.

Resultaba difícil no entristecerse ante la descomposición de una cultura; pero la causa brahmánica —si acaso existía tal— no podía aislarse de todas las demás causas indias. Era mejor ver la descomposición de una cultura —el ascenso del señor Viramani, la huida y la transformación de los brahmanes— como parte de un movimiento de avance más general.

Baratidasam, el poeta ateo del Movimiento Dravidiano, llevaba un chal rojo, el rojo de la revolución. La bandera del MPD, el partido político que había surgido del Movimiento Dravidiano, era roja y negra: roja por la revolución, negra por la causa dravidiana. Hubiera podido pensarse que los dos colores juntos simbolizaban a todos los insultados e injuriados de Tamil Nadu, a todos los que había dejado excluidos la especial rigidez brahmánica del sur. Pero el Movimiento Dravidiano solo representaba a las castas medias —el propio Periyar pertenecía a una de comerciantes— que, en otras partes de la India, ocupaban un lugar bastante honorable dentro del sistema de castas. Como con todo en la India, por debajo de esas castas medias, triunfantes por entonces, había otras, que también habían recibido un empujón, que también habían empezado a reclamar sus derechos.

Siete u ocho años antes, en el norte de Tamil Nadu estalló una rebelión campesina, o una rebelión maoísta. Fue aplastada. En los cuarenta años, aproximadamente, después de la independencia, el estado indio tuvo que vérselas con muchos tipos de insurrección, y en muchas partes del país. El estado aprendió a actuar, a pisar fuerte en unos casos, a abrir la mano en otros.

Había supervivientes de aquella rebelión campesina. Se habían reincorporado a la vida civil, y probablemente les iba mejor de lo que les había ido jamás. La policía seguía en contacto con aquellos hombres, y fue a través de la policía como logré concertar una cita con dos de ellos.

Los trajeron de un distrito lejano, y la reunión tuvo lugar en mi habitación del hotel. Los acompañaba un policía vestido de paisano. Por mi parte había dos periodistas: uno de ellos, un reportero de sucesos, como intérprete, y el otro, comentarista deportivo, como observador, de modo que éramos seis personas en la habitación del hotel. El número contribuía a crear una atmósfera de formalidad. El té con galletas y el solícito camarero del servicio de habitaciones del hotel nos pusieron a todos aún más rígidos.

Yo no sabía qué pensar de los antiguos rebeldes.

Eran de piel muy oscura, de constitución fuerte, y llevaban una especie de uniforme: dotis largos y holgadas camisas de color crema, por fuera. Tenían abundante cabello, largo y bien engrasado, peinado hacia atrás desde la frente y por los lados, y cortado en línea recta justo por encima del cuello de la camisa.

El mayor de los dos era el portavoz. Era más robusto, tenía la nariz más recia y la piel más lustrosa. Dijo que su hermano era comunista, y que había sido su hermano —asesinado por un terrateniente— quien lo había adoctrinado. El, el portavoz, adoctrinó a su vez al otro hombre, su cuñado, que era más joven. Resultó una tarea fácil. Su padre trabajaba en los Ferrocarriles, en la cantina. Un día, perdió los dedos de los pies en un accidente que sufrió en la estación de clasificación. Entonces, el hijo solicitó trabajo en los Ferrocarriles. Deberían habérselo dado: en los Ferrocarriles existía la tradición de que cuando un hombre tenía que jubilarse por un accidente, daban trabajo a un miembro de la familia, por una cuestión humanitaria. Pero el hijo no lo consiguió, porque otras personas habían sobornado al ayudante del jefe de estación o a otro trabajador de esa categoría.

El policía asintió: así eran las cosas, en ese aspecto, y me pareció interesante su actitud compasiva. Los periodistas coincidían con él. Era lo que ocurría con esos trabajos.

En su pueblo había muy pocos brahmanes. Era una región de castas atrasadas y de adi-dravid, los primeros dravidianos, aborígenes, agrupados en tribus. Aquellas gentes eran explotadas por los grandes terratenientes o zamindares. Allí, se consideraba gran terrateniente a quien poseyera más de veinte hectáreas. Muchos de ellos pertenecían a la comunidad de los rediar, que había llegado del estado vecino de Andra Pradesh, pero también había zamindares adi-dravid.

Los terratenientes contrataban a las mujeres por tres rupias al día y a los hombres por cinco rupias. El salario mínimo en aquella época era de cinco rupias para las mujeres y nueve para los hombres. El objetivo de los maoístas consistía en enemistar a los trabajadores y los terratenientes. Lo hacían hablándoles a los trabajadores del salario mínimo, y alentándolos a pedirlo. Muchas veces, los terratenientes se negaban a dárselo y traían trabajadores de otros pueblos. A veces, los terratenientes adoptaban una postura más dura. El hermano del hombre de más edad había sido asesinado por un zamindar. Después, fue la guerra: había que matar a aquel zamindar.

Hubo tres tentativas de asesinarlo. Lo vigilaron, y un día, cuando iba en un autobús, subieron seis maoístas; pero no pasó nada. Los rebeldes se quedaron indecisos, pensando en los demás viajeros, y el zamindar escapó aprovechando la confusión. La segunda vez lo esperaron en un sembrado, una mañana. Llegó; dispararon contra él; fallaron. La tercera vez lo consiguieron. Un grupo de ocho hombres irrumpió en casa del zamindar, y tiraron bombas de mano. Mataron a tres personas: el zamindar, su amante y un niño pequeño. No sabían de la existencia del niño, y su muerte los entristeció.

Después de aquello solo cometieron otros dos asesinatos. En aquella etapa se limitaban a cumplir órdenes. Las órdenes eran más bien decisiones: las decisiones se tomaban en las reuniones del grupo. Su deseo consistía en derrocar al gobierno, y su objetivo, cuando se trataba de personas a las que consideraban los «enemigos», sencillamente en matarlas.

Entonces intervino la policía. Rodeó con una «llave» la zona de operaciones de los maoístas, y fue cerrándola gradualmente. Mataron a treinta maoístas. Los dos hombres que estaban en la habitación del hotel tuvieron suerte. Se habían entregado a la policía poco antes, y estaban en la cárcel, acusados del asesinato del zamindar, de su amante y del niño. (Así fue como contaron la historia: en este punto era oscura e insatisfactoria, pero debido a la formalidad de la situación, al lapso que mediaba entre lo que decía el portavoz y lo que decía el intérprete, a lo resumido de la traducción, no se me ocurrió hacer más preguntas en su momento. Solo después se puso de manifiesto lo oscuro del relato.)

La policía no pudo llevar a los dos hombres a juicio. No encontraron testigos, y la razón era que los dos hombres habían avisado, diez días antes de la vista, de que cualquiera que se presentara a declarar no seguiría vivo al día siguiente. Aquellas palabras se pronunciaron con toda tranquilidad en la habitación del hotel, y el agente de policía vestido de paisano, asintiendo, conteniendo el aliento, también se las tomó con tranquilidad, como si formara parte del juego.

Por último, soltaron a los dos hombres. Como habían liquidado a su grupo, no tenían nada a lo que volver; y al llegar aquí, aunque nadie lo había preguntado, ambos dijeron que no habían traicionado a nadie. El hombre más joven, el cuñado, dijo que la policía le había cortado los «nervios» de un pie. Enseñó una cicatriz oscura, como la señal de una quemadura, en un pie, calzado con sandalia. Pero incluso después de aquello, añadió, no delató a nadie de su grupo. El agente de policía no dio muestras de haberse molestado ni intentó intervenir en lo que decía el hombre más joven; parecía como si también aquello, la vileza con los nervios y el pie, formara parte del juego y todo el mundo lo supiera.

Con ayuda de la policía —y sin duda como elemento de la estrategia de rehabilitación seguida por el estado—, los dos hombres se metieron en los negocios. A ninguno de ellos les fue bien. El de más edad se metió en el negocio de los tomates, y por alguna razón decidió enviar su producto a Calcuta. Perdió vienticinco mil rupias, unas mil libras. Su cuñado empezó a fabricar bidis, cigarrillos baratos a base de hojas. Dijo que sus empleados se escaparon con el dinero. Ninguno de los dos hombres parecía hundido por el fracaso comercial; daban la impresión de sentirse bastante satisfechos.

Yo no sabía qué pensar de lo que había oído. Había tan pocas imágenes en lo que habían dicho, tan pocos detalles... Quizá se debiera a la traducción, o a lo formal de la reunión, o a que habían contado su historia demasiadas veces. Había algo transparente en ellos. Me recordó la transparencia de los gángsteres que había conocido en Bombay: ellos, los gángsteres, eran transparentes porque, al fin y al cabo, su vida era muy sencilla. Y quizá los soldados de infantería de una revolución, como podrían haber sido aquellos dos hombres, también tuvieran que ser personas sencillas, que recibieran mensajes sencillos, asequibles a su capacidad y sus necesidades.

Les pregunté qué sabían de Periyar. E inmediatamente, incluso con la traducción del reportero de sucesos, dieron la impresión de decir más de lo que habían dicho hasta entonces, y tal vez se debiera a que no se esperaban la pregunta.

Respetaban a Periyar, dijo el hombre de más edad. Su padre había sido seguidor suyo. Pero Periyar solo había luchado contra la casta. «Nos espoleó, pero no fue relevante para nuestra lucha.» Esa fue la primera traducción del reportero de sucesos. Después la corrigió. Según una traducción más literal, había dicho lo siguiente: «No teníamos ninguna conexión.» Y eso daba una idea más clara del vacío que existía entre el Movimiento Dravidiano y los maoístas.

Les pregunté por el aspecto antirreligioso del mensaje de Periyar. El hombre de más edad dijo que ellos no eran religiosos, pero que sus mujeres sí, aunque incluso las mujeres habían empezado a prescindir de los brahmanes en las ceremonias.

Aquello me pareció sincero. De modo que, justo al final, empecé a pensar que, cualesquiera que fueran sus relaciones con la policía, los dos hombres podían haber sido lo que aseguraban haber sido.

Antes de marcharse, el cuñado me preguntó si podía ir al cuarto de baño. Yo sentía ciertos recelos, pero el agente de policía le hizo una señal con la mano para que entrase. Esperamos. No se oyó la cisterna. El hombre salió, y cerró cuidadosamente la puerta.

Más tarde, al abrir la puerta del baño, tan cuidadosamente cerrada, descubrí que no había echado agua de la cisterna en la taza y que el asiento y el suelo estaban llenos de pis. ¿Sería solo inexperiencia social? ¿O habría también —en aquel hombre que había librado la guerra de clases— un profundísimo sentimiento de casta hacia la impureza de las letrinas, lugares tan impuros que no merecían que uno se fijara en ellos, lugares en los que se fijaban otras personas, que debían limpiar otras personas?

Hablé sobre este tema con Suresh, el comentarista deportivo, un par de días después. Dijo que aquellos dos hombres pertenecían a lo más bajo. Aunque yo no me hubiera dado cuenta, seguramente debieron de llamar la atención en el vestíbulo del hotel. Estaban muy por debajo de los chudras, y fuera del alcance del Movimiento Dravidiano. ¿Tendrían noción de lo que era limpio e impuro desde el punto de vista religioso? En ese sentido, aunque las diferencias de casta y de comunidad no fueran fácilmente visibles para las personas de arriba, se mantenían con rigidez, dijo Suresh.

Probablemente, la camisa, el doti largo y el pelo largo y engrasado de los dos hombres tenían como modelo a algún actor famoso del cine tamil popular. Aquel aspecto esmerado era indicio de que habían avanzado, de que habían abandonado las costumbres aldeanas. La ligera barriga de ambos también representaba un aspecto de la dignidad que acompañaba a su rehabilitación. Dijeron que habían renunciado a la revolución, y que lo único que querían era ocuparse de sus familias. Y eso —a pesar de las otras ambigüedades que pudiera haber en su relato— sí parecía cierto, dijo Suresh.

Fui a despedirme de Sugar. Estaba siempre en su pequeño apartamento de la planta baja, prisionero de su fama.

Lo encontré aconsejando a un hombre que le había llevado dos horóscopos escritos con ordenador e impresos. Se consideraba la posibilidad de un matrimonio, y Sugar estaba dando su opinión sobre los horóscopos. Se mantuvo firme. El horóscopo de la muchacha no era conveniente; al cabo de unos seis meses, el muchacho encontraría a alguien más conveniente. Al alto funcionario que hacía la consulta no parecía importarle. Era de la familia del chico. En los matrimonios concertados, los chicos llevaban ventaja; las chicas y sus familiares eran los solicitantes.

Dije:

—¿La chica tiene un horóscopo malo?

—No malo —dijo Sugar—. No es conveniente.

Me extrañó verlo, con su propia melancolía, tan dispuesto a desempeñar el papel de tirano como vidente. Pensé que, a pesar de lo que me había dicho sobre el egoísmo y la falsedad de las personas que iban a verlo, y de lo que había dicho, que quería dejarlo todo, le gustaban su trabajo y su fama de hombre santo.

Entonces debió de pensar que tenía que ofrecerme algo. Lo hizo de la forma que ya era natural en él. Me miró desde el otro extremo de la habitación y dijo:

—Cuando le vi en el Himalaya, en 1962, su cara estaba brillante. Fue una de las cosas que me atrajo de usted. Ahora parece preocupado. ¿Tiene algo que ver con su vida? ¿Con su trabajo?

Yo dije:

—Estaba más preocupado en 1962, pero era más joven. Como usted.

—¿Volverá a Madrás? Venga a verme. Venga a verme antes de dos años. —Estaba ejerciendo sus dotes proféticas consigo mismo—. Después de dos años...

Movió la cabeza y, desplomado en la silla, su enfermedad y su soledad como puras cargas, dejó que su mirada abarcase el pequeño espacio que había hecho suyo —el salón-dormitorio, sin el montón de muebles que había visto allí la primera vez, con las láminas sagradas en la pared y los estantes colgados con las pastillas para el dolor de cabeza, la entrada contigua entre la cocina, que él no podía limpiar y que no podía permitir que limpiase nadie, y la habitación del templo con sus imponentes imágenes—, el pequeño espacio que pronto dejaría vacío.

Ir a la siguiente página

Report Page