India

India


INDIA » 7. LA ÉPOCA DE LA MUJER

Página 27 de 36

7. LA ÉPOCA DE LA MUJER

Unas semanas más tarde, cuando ya me había marchado de la India y me encontraba de nuevo entre mis cosas, vi un libro que había comprado hacía muchos años pero que no había leído de forma sistemática. El libro se titula Mi diario de la India en el año 1858-1859. El autor es William Howard Russell; en la portada aparece como enviado especial de The Times. Fue con su puesto de corresponsal de The Times como Russell se hizo un nombre en los años inmediatamente anteriores, durante la guerra de Crimea: por sus reportajes sobre las condiciones hospitalarias de las tropas expedicionarias británicas enviaron a Florence Nightingale a Crimea. Con la fama así obtenida, y sin duda con la esperanza de repetir aquel éxito, Russell volvió a marcharse, al Motín de la India, a los nueve meses de haber regresado a Inglaterra.

Tren y barco y tren hasta París; tren hasta Marsella; vapor hasta Malta y Alejandría; tren hasta El Cairo y Suez; tres semanas en vapor hasta Ceilán y Calcuta, y después, carro y ferrocarril y otra vez carro hasta el frente.

Russell tenía treinta y seis años. Era el único corresponsal destacado por la prensa británica para cubrir la información del motín «y la revuelta que lo siguió». Las «cartas» que envió a The Times fueron puntualmente publicadas en el periódico. Más adelante, el diario, que contenía estas cartas, fue preparado para la imprenta, ochocientas páginas en total, con litografías en tonos amarillos y el grabado de un mapa. Fue publicado en 1860, en dos tomos, por Routledge, Warne and Routledge: el brío Victoriano logró que una compleja tarea —un arduo viaje y una prolongada labor literaria— pareciese algo sencillo.

El Russell de la guerra de Crimea era suficientemente conocido como para figurar en los libros de historia. Yo me enteré de su existencia en el colegio, en Trinidad; fue el primer corresponsal extranjero del que tuve noticia. Al Russell del Motín Indio no lo conocía; no sabía nada dé su libro sobre la India hasta que vi aquellos dos tomos en una librería de viejo. Debieron de ser libros elegantes, de aspecto imponente, cuando estaban nuevos, con un motivo ornamental en los ángulos de las tapas duras, encuadernados en tela morada. La luz había desteñido el morado, dejando el lomo de los dos tomos de un marrón claro, había desteñido el borde superior y el inferior de las tapas, cuarteado la tela morada en una de las junturas de la encuadernación y roído la quebradiza superficie.

Me costaba trabajo leer el libro. Me parecía que el autor tardaba demasiado en llegar a la India, y lo que lo retenía en el camino no resultaba demasiado interesante. En las páginas siguientes, me vi en dificultades para seguir los detalles de las tácticas militares. En el momento en que se escribieron, aquellos detalles debían de ser la noticia más candente de la India; cuando yo los leí, no lograron captar mi atención. Me puse a buscar otras cosas de la India de 1858 y 1859.

Pero tras aquel viaje a la India, y sobre todo tras mis paseos con Rashid por Lucknow, el Diario se convirtió en un libro distinto. La larga expedición a la India que describía Russell era en realidad una expedición a la batalla por Lucknow. El grabado del mapa con que se iniciaba el texto llevaba el título de «Plan de las operaciones contra Lucknow, marzo de 1858». En ese mapa vi varios sitios que me había enseñado Rashid.

El ejército británico acampó en el parque de Dilkusha, el parque del «Deleite del corazón». El pabellón de caza de los nabab, aún no reducido a ruinas y, a ojos de Russell, como un castillo francés, era el cuartel general del comandante en jefe británico. Fue hostigado por uno de los cañones del nabab apostados en La Martiniére. Entre quienes disparaban contra las posiciones británicas desde La Martiniére se contaban algunos de los eunucos africanos del nabab: extraño que aún existieran tales personas en la India de 1858. Me pregunto qué habría pensado Rashid de ese detalle del libro de Russell. Quizá le hubieran borrado la rabia y el pesar que habría sentido por la derrota y el posterior saqueo del palacio de Kaiserbagh. Fue allí, en el ala que había quedado intacta, donde hablé con Amir, cuyos antepasados recibieron el palacio de manos de los británicos nueve años después del saqueo.

Una de las litografías en tonos amarillos llevaba por título El pillaje del Kaiserbagh. Se hizo en Inglaterra más adelante, y servía de ilustración al texto de Russell: «Fue una de las escenas más extrañas y angustiosas que puedan presenciarse; pero también sumamente impresionante... Imagínense unos patios tan extensos como Temple Gardens, rodeados de palacios, o al menos de edificios hermosamente estucados y dorados, con frescos en los arcos ciegos... Por los portalones rotos salen soldados cargados con el fruto del saqueo o pillaje. Chales, soberbios tapices, brocados de oro y plata, cofres de joyas, armas, vestidos magníficos. Los hombres han enloquecido de violencia y sed de oro, están literalmente ebrios de pillaje... Yo había oído esa expresión muchas veces, pero nunca lo había visto en la realidad. Hicieron pedazos las escopetas de caza y las pistolas para coger los engastes de oro y las piedras preciosas de las culatas. En una hoguera que encendieron en el centro de uno de los patios quemaron brocados y chales recamados para llevarse el oro y la plata... ¡Ah, qué día tan agotador...! Ya era espantoso tener que andar a trompicones por los interminables patios, que eran como baños de vapor, rodeados por los cuerpos de los muertos, atravesando escenas dignas del Infierno... sofocados por el mortífero olor de los cadáveres en descomposición, de ghee2 putrefacta, o por infectos aromas nativos; pero aun peor la enardecida muchedumbre de vivanderos con que nos topamos en Hazrutgunj: rapaces como buitres, y casi igualmente repulsivos...»

Dos días antes, Russell había conseguido «un botín de muy poco valor»: un retrato del rey de Oude, que recortó del marco. Encontró el retrato en una habitación del Badshabagh, «un gran jardín cercado, uno de los más hermosos palacios de verano del rey de Oude». Un pequeño botín, tras tantos horrores: el foso que rodeaba el Badshabagh «estaba lleno de cadáveres de cipayos, que los culies sacaban a rastras y arrojaban de cualquier manera, por orden de los soldados: con la rigidez de la muerte, las piernas y los brazos extendidos, se quemaban poco a poco con sus túnicas de algodón... Pasamos literalmente sobre una rampa de cadáveres apenas cubiertos de tierra». En las habitaciones interiores estaban quemando más soldados muertos. «Era antes del desayuno, y yo no podía aguantar el olor.»

A manos de Russell llegó un objeto más valioso, fruto del saqueo del Kaiserbagh: «una nariguera de pequeños rubíes y perlas, de la que colgaba un diamante».

En esa ocasión tuvo la oportunidad de adquirir un brazalete de esmeraldas, diamantes y perlas, pero el soldado que lo había cogido quería cien rupias en efectivo, allí mismo, y —«¡Adversa fortuna!»— todo el dinero de Russell lo llevaba su criado indio cristiano, Simón, que estaba en el campamento. Russell se enteró más adelante de que un joyero —no se dice si en Inglaterra o en la India— le compró el brazalete a un oficial por siete mil quinientas libras, una cantidad muy elevada en 1860.

Las ruinas de la Residencia aún podían enfurecer a Rashid; difícilmente hubiera soportado aquella descripción del saqueo de su amada Lucknow. Y quizá le hubiera resultado aun más difícil soportar las descripciones que escribió Russell de Lucknow antes de su destrucción, «más extensa que París y más rutilante». Desde la cúspide del pabellón de caza del Dilkusha se dominaba el siguiente panorama: «Una vista de palacios, minaretes, bóvedas, cúpulas, columnatas, alargadas fachadas con hermosas perspectivas de columnas y pilares, terrazas: todo ello elevándose entre un océano inmóvil y silencioso de verdor sumamente vivo. La mirada abarca kilómetros y kilómetros, y aún se divisa el océano... Ni Roma, ni Atenas, ni Constantinopla, ni ninguna ciudad que haya visto me parece tan sorprendente y bella como esta...»

Del Kaiserbagh, que, incluso en aquel «bosque de hermosas construcciones» a Russell le parecía «inmenso... una llamarada de dorados, agujas, cúpulas, bóvedas», solo quedaba el ala en la que vivían Amir, su madre y los sirvientes. Rashid me había contado en más de una ocasión que en los viejos tiempos no había calles alrededor del palacio, solo jardines, y fue gracias al libro de Russell como empecé a comprender hasta qué extremo había sido una ciudad de palacios y jardines la Lucknow regia.

Frente a mi hotel, al otro lado del río —detrás del saliente elevado con las chozas que pertenecían a los clubes de natación, los búfalos negros algunas mañanas, las sábanas y la ropa multicolor puestas a secar por los lavanderos, donde yo había visto las profundas perspectivas de un aguatinta de los Daniell—, en aquella orilla debía de estar el Badshabagh, el Jardín Real.

«Los frondosos naranjales, las fuentes de lento gotear, los umbríos paseos, los macizos de flores, los magníficos senderos, los oscuros refugios y cenadores... en los que se holgaban en aquellos momentos algunos fusileros de Gales.»

Una elegancia similar —tal vez de inspiración francesa— presidía los múltiples patios del Kaiserbagh, el palacio principal.

«Estatuas, hileras de faroles, fuentes, naranjales, acueductos y quioscos con bruñidas cúpulas de metal... Tendidos entre los naranjos hay cipayos muertos y moribundos, y las estatuas blancas están enrojecidas de sangre. Apoyado sobre una Venus sonriente, boquea un soldado británico con un tiro en el cuello... La escena se repite patio tras patio. Se accede de uno a otro por elevadas puertas, ornamentadas con el doble pez de la familia real de Oude, o por pasadizos coronados por arcos, en los que yacen los cipayos muertos, mientras sus ropas ardientes prenden lentamente en la carne.»

Resulta irónico que —como el relato de Bernal Díaz del Castillo sobre la ciudad de México de Moctezuma en 1520— la primera descripción del esplendor de la Lucknow del siglo xix sea también la descripción de su destrucción. Irónico, pero no inesperado: la historia de la antigua India fue escrita por sus conquistadores.

Lo que era doloroso para Rashid también lo era para mí. Yo no podía leer con desapego la historia de aquella parte de la India. Mis emociones discurrieron paralelamente a las de Rashid durante algún tiempo; pero estábamos afligidos por cosas distintas. A Rashid le afligía la integridad del mundo de Lucknow en el que había nacido, el mundo anterior a la partición. Aquel mundo debía de poseer elementos del antiguo esplendor musulmán: el esplendor de los reyes o nabab de Oude, y antes de ellos, el de los mogoles. No había tal esplendor en mi pasado. En su viaje desde Calcuta a Lucknow, Russell pasó por los distritos de los que, unos veinte o veinticinco años más tarde, emigrarían mis antepasados a Trinidad, para trabajar en las plantaciones.

Esa era la India menor que yo buscaba en el libro de Russell. Era la India a la que él solo dedicaba una ojeada, que siempre presuponía: la India que, en las páginas de Russell, continuó trabajando durante aquella época de guerra, continuó trabajando en el campo, construyendo fortificaciones, recogiendo cadáveres, buscando trabajo de criados: una India empeñada, sin saberlo, en someterse a sí misma. Por la Gran Carretera Nacional, cerca de Benarés, avanzaban largas filas de carretas cargadas de algodón, traquetando una tras otra camino de Calcuta: el comercio y los negocios continuaban en la ciudad gobernada por los británicos. Indiferentes a la terrible guerra, los grupos humanos de la carretera daban la impresión de estar en una feria. La gente que trabajaba en el campo estaba apartada de la guerra; no participaba en los conflictos de los gobernantes.

Por el libro de Russell me enteré de que el nombre británico del cipayo indio, el soldado de la East India Company británica que había pasado a ser el protagonista del motín, era «Pandy». «¿Por qué “Pandy”? Pues porque es un apellido muy corriente entre los cipayos, como Smith en Londres...» En realidad es un nombre brahmán de esa región de la India. Los brahmanes constituían allí una parte sustancial de la población hindú y, hasta cierto punto, el ejército británico del norte de la India era un ejército brahmán. Los indios de los que se servían para destruir a «Pandy» eran sijs, a quienes los británicos habían derrotado hacía menos de diez años.

A aquel ejército británico que avanzaba hacia Lucknow para reducir a los amotinados lo seguía una muchedumbre de vivanderos indios. Según Russell, la mayoría era hindú. Los musulmanes que iban entre ellos eran criados; los afganos vendían frutos secos. Entre los hindúes había comerciantes, con sus mujeres y familias, y viajaban con las tiendas de campaña de las provisiones. Había pastores, que cuidaban las ovejas, las cabras y los pavos para el ejército, y gran número de porteadores, «regimientos enteros de culies, nervudos, larguiruchos, de muslos hundidos», cargados con sillas y mesas, «cestos de cerveza y vino, víveres, y cajas colgadas de varas de bambú».

Como enviado especial de The Times, Russell podía entrar en el comedor del estado mayor del cuartel general británico, y la multitud de criados del ejército se encargaba de que la cena durante la marcha tuviera el carácter formal de siempre.

«Eran alrededor de las cinco de la tarde cuando una turba de milanos y buitres que se remontaba sobre el polvo nos anunció que nos aproximábamos a un campamento, y al poco, nuestra mirada se topó con la alegre visión de una llanura llena de tiendas de campaña... Nuestros criados salieron a recibirnos, y yo puse pie a tierra ante la puerta de mi tienda... Al entrar, lo encontré todo en su sitio, tal como lo había dejado. La cena fue exactamente igual que en Cawnpore, y costaba trabajo creer que estuviéramos en territorio enemigo.»

Russell observó el «gran júbilo» con que aquellos vivanderos indios —que le hacían la vida tan cómbda al ejército británico— «iban en tropel a Lucknow, para ayudar a los “istranjeros” —los extranjeros— a vencer a sus hermanos». Él veía un paralelismo con la expansión del poder de la antigua Roma. Consideraba símbolo de conquista incluso la mezcla de lenguas de los vivanderos.

A mí no me resultaba fácil leer aquello. Tuve dificultades con Mi diario de la India la primera vez que me puse a leerlo, y volví a tener dificultades. Hice tres o cuatro tentativas, y comprendí que lo rechazaba, por motivos literarios. Me parecía demasiado Victoriano y verboso. Consideraba al escritor una figura demasiado imperial, que viajaba con demasiada facilidad por un mundo de seguridad garantizada, que no sabía valorar aquel mundo, casi tan preocupado por sí mismo y su propia dignidad y su condición de enviado especial como por el país que había ido a ver y las gentes entre las que se encontraba.

Pero estas opiniones, derivadas de lecturas dispersas, se iban a pique ante la calidad de la prosa descriptiva de Russell. El problema que tenía con el libro de Russell era como el que tenía, cuando hacía reseñas de libros, con obras buenas por las que no sentía ninguna simpatía. Resultaba difícil escribir sobre esos libros; podían hacerte dar mil vueltas hasta que reconocías su calidad. También tardé tiempo en rendirme ante el libro de Russell, en tomármelo a su propio ritmo, en aceptar su propósito; y entonces me pareció muy bueno. El objetivo de Russell consistía, según sus propias palabras, en «dar cuenta de las operaciones militares» y también en «describir las impresiones que dejaba en mí lo externo de las cosas, sin pretender decir si yo estaba o no en lo cierto».

El problema que yo tenía con el libro era un problema con la historia, con lo externo de las cosas que tan bien describía Russell. Había tales diferencias entre el escritor y la gente del país sobre el que escribía, tales diferencias entre el país del escritor y el país al que había ido... El trabajo de corresponsal de The Times; el telégrafo del ejército británico, con el que enviaba sus «cartas» al periódico; las referencias a ferrocarriles y barcos de vapor: el mundo de Russell es ya bastante moderno.

Llevaba en The Times desde 1843, desde los veintiún años, y la primera guerra a la que fue a echar un vistazo fue la de Dinamarca, en 1848. Después —sereno, experimentado, camino de aquella guerra india—, en el vapor de Marsella a Malta, se encuentra entre ingleses que van a muchos sitios. «Seguir sus puntos de destino desde Malta sería cubrir el Oriente con un extenso abanico. Había hombres que se dirigían a Australia, a la China, a los dominios del rajá de Sarawak, a Penang, Singapur, Hong Kong, Java, Lahore, Aden, Bombay, Calcuta, Ceilán, Pondicherry...» Para muchas de aquellas personas, una gran parte del mundo ya estaba organizada, y como el propio Russell, muchas de ellas estaban preparadas para comprender las nuevas regiones del mundo e ir a ellas.

Esa impresión de civilización vigorosa, en expansión, se acentúa gracias a la escrupulosa modestia de Russell, al carácter que se asigna a sí mismo, de observador consciente de su prestigio pero también de sus limitaciones. No quiere competir con otros expertos; no vuelve a describir lo que ya sabe que han descrito otros. Por eso se niega a comentar las maravillas del antiguo Egipto, y no dice ni una palabra sobre el «tan vejado» Mediterráneo. Hasta que inicia la marcha desde Calcuta, emplea un tono alusivo: escribe para sus iguales; es un viajero imperial, que recorre un mundo suficientemente explorado.

Pero a los pocos días de haber abandonado Calcuta, desplazándose al principio en un carro cubierto tirado por caballos, da la impresión de haber retrocedido uno o dos siglos. A solo unos días de las comodidades de Calcuta, se encuentra entre gentes que desconocen el mundo más extenso, que carecen de medios para comprender ese mundo, gentes que, tras siglos de invasiones extranjeras, siguen sin saber protegerse o defenderse; gentes que —pandy o sij, porteador o vivandero hindú— corren con agrado en ayuda de los extranjeros para vencer a sus hermanos. Esa idea de «hermandad» —tan sencilla para Russell que emplea la palabra con evidente ironía— está muy lejos de las personas a las que la aplica. Los musulmanes tenían una cierta noción de la unidad de su fe, pero siempre modificada por el despotismo de sus gobernantes, y no tenían ninguna obligación para con nadie ajeno a su fe. Los hindúes no debían lealtad sino a su clan; no tenían una noción más elevada de la colaboración humana, ninguna noción general de la responsabilidad del hombre para con sus semejantes. Y debido a la inexistencia de esa noción más amplia de la colaboración humana, el país sigue trabajando a ciegas, y el coraje y la habilidad de sus gentes no conducen a nada.

A un indio le resulta difícil no sentirse humillado por el libro de Russell. Parte de la humillación que siente el indio procede de la ambigüedad de su reacción, de reconocer que el sistema indio que se está derrumbando ha llegado al límite de sus posibilidades, que su supervivencia solo puede desembocar en una repetición de lo ya ocurrido, que la India que empezará a existir al término del dominio británico será más creativa, tendrá más educación y más posibilidades que la India de un siglo antes; que poseerá una noción más amplia de la colaboración humana, y que de esa noción más amplia, y de la humillación del dominio británico en ella incluida, llegarán a la India los conceptos de país, orgullo y autoanálisis histórico, algo que parece indeciblemente alejado de la India por la que viaja Russell.

Nueve años después de que se publicara el libro de Russell nació Gandhi. Veintiún años más tarde, en 1890 (cuando el autor debía de tener sesenta y ocho años, y otros tres libros de guerra a su nombre con el título de Mi diario, uno de 1861, Mi diario del Norte y el Sur, sobre la guerra de secesión norteamericana, otro de 1866 sobre la guerra austroprusiana, y un tercero de 1870 sobre la guerra francoprusiana), en 1890 Gandhi estudiaba derecho en Londres, asimilando lo mejor posible el desconcierto de un viaje cultural opuesto al viaje de Russell por la India en 1858. En 1900, al cabo de diez años (cinco después de que Russell recibiera un título nobiliario), Gandhi estaba en Suráfrica, luchando por los derechos de los indios que, veinte o veinticinco años después del motín, habían emigrado con contratos de aprendizaje a muchas de las antiguas colonias de esclavos del Imperio británico, para trabajar en las plantaciones. Y en 1914 (a los siete años de la muerte de Russell: la época de esplendor imperial abarcaba los ochenta y seis años de la vida del periodista), Gandhi se preparaba para regresar a la India, planteándose cómo empezar allí, cómo aplicar las lecciones político-religiosas que había aprendido en Suráfrica.

Desde 1857 hasta 1914, desde el Motín Indio hasta el estallido de la primera guerra mundial: no es mucho tiempo, y en esos años empezaron a fraguarse muchas cosas. Pero retrocedamos al siglo anterior al motín: durante aquella época se tiene la invariable impresión de un país impotente, pisoteado, que no es él mismo desde las invasiones musulmanas, eternamente despojado de sus riquezas, con una población de siervos siempre trabajando, en el campo, construyendo fortificaciones para reyes que cambian y reinos con fronteras fluctuantes, continuamente alteradas.

«Jamás dejaré de pensar que la libertad racional hace virtuosos a los hombres, y la virtud, felices: por tanto, al desear ardientemente la felicidad universal, deseo la libertad universal. Sin embargo, sus observaciones sobre los hindúes son acertadas: son incapaces de libertad civil; pocos tienen noción de ella, y quienes la tienen, no la desean. Deben (deploro el mal, pero conozco su necesidad), deben ser gobernados por un poder absoluto, y mi dolor se alivia en gran medida al saber que los propios nativos... son más felices bajo nuestro dominio de lo que lo fueron o hubieran sido bajo el de los sultanes de Delhi o los pequeños rajás.»

El autor del párrafo es un gran estudioso británico del siglo xviii, sir William Jones. Pertenece a una carta que escribió en Calcuta, en 1786, a un amigo norteamericano en el otro extremo del mundo, en Virginia. Setenta y cinco años antes del viaje de William Howard Russell a la India, sir William Jones —a los treinta y siete años de edad— fue a Calcuta" como juez del Tribunal Supremo de Bengala. No había ferrocarril ni barcos a vapor por entonces, ni atajos por Egipto; el viaje a la India se hacía rodeando el cabo de Buena Esperanza, y podía durar cinco meses; se perdía una de cada tres cartas entre la India e Inglaterra. Sir William Jones quería hacer fortuna en la India. Llevaba cinco años tras un puesto en ese país, por el dinero que suponía. Una vez allí, esperaba ganar treinta mil libras en seis años: estaba obsesionado con esa suma. Tales eran las cantidades que se sacaban del servilismo y la infamia de la India: pisoteada, pero siempre trabajando, ciegamente.

Sus palabras —dirigidas a su corresponsal norteamericano— sobre la libertad y la felicidad no eran insinceras. William Jones amaba la idea de la libertad civil, y apoyaba la independencia norteamericana. Había visitado a Benjamin Franklin tres veces, en París, y en una ocasión incluso pensó en irse a vivir a Filadelfia. Era de origen modesto, de clase media (un abuelo suyo destacó como ebanista). Aunque era abogado y miembro de la junta de gobierno de una institución universitaria de Oxford, además de famoso por sus extraordinarios conocimientos dé lenguas orientales, en Inglaterra siempre necesitaba el apoyo de un mecenas aristocrático. Por eso quería las treinta mil libras de la India: para su propia libertad. Y fue el suyo un caso insólito: devolvió a la India tanto como se llevó. En Bengala, mientras desempeñaba una tarea original e importante con las leyes indias y enviaba regularmente dinero a Inglaterra para incrementar sus riquezas, también profundizaba —no por dinero, sino por amor, por conocimientos, por prestigio— en el sánscrito y otras lenguas, hablando con brahmanes y recuperando y traduciendo textos antiguos. Llevó a la India muchas de las actitudes de la Ilustración dieciochesca. Entre las ruinas culturales de la India tantas veces conquistada se veía a sí mismo como un hombre renacentista entre las ruinas del mundo clásico.

Lo siguiente pertenece a una larga carta-diario que envió a su protector, el segundo conde Spencer, en 1787, hacia el final de su cuarto año de estancia en Bengala: «¿Con qué puedo comparar mis inquietudes literarias en la India? Supongamos que la literatura griega se conoce solo en la Grecia moderna, y que allí está en manos de sacerdotes y filósofos, y supongamos también que los han conquistado sucesivamente los godos, los hunos, los vándalos, los tártaros y, por último, los ingleses. Supongamos que el parlamento británico establece un tribunal de justicia, en Atenas, y que uno de los jueces es un inglés curioso y que aprende griego, lengua que ninguno de sus compatriotas conoce, y lee a Homero, Píndaro y a Platón, de los que ningún otro europeo tiene noticia. Así estoy yo en este país, sustituyendo el griego por el sánscrito, a los sacerdotes de Zeus por los brahmanes...»

William Jones ganó una cantidad superior a las treinta mil libras que se había propuesto: acumuló una fortuna de casi cincuenta mil. Tardó casi once años en conseguirlo. Pensar en el dinero debió de darle ánimos; pero el dinero en sí mismo no le reportó nada bueno. Su esposa volvió enferma a Inglaterra. Al año siguiente, cuando estaba preparándose para reunirse con ella, William Jones murió, y lo enterraron en Calcuta. Tenía cuarenta y ocho años.

El, y otras personas como él, dieron a los indios las primeras ideas sobre la antigüedad y el valor de su civilización. A su vez, esas ideas dieron fuerza al movimiento nacionalista, más de cien años después. Y llegaron muy lejos. En Trinidad, en la época colonial, y antes de que la India alcanzara la independencia, esas ideas sobre nuestra civilización eran casi lo único a lo que podíamos aferramos: de niños nos enseñaban, por ejemplo, lo que decía Goethe sobre Sakuntala, la obra de teatro en sánscrito que tradujo sir William Jones en 1789.

¡Qué suerte habernos topado con ese descubrimiento! El sánscrito se consideraba lengua sagrada; solo los sacerdotes y los brahmanes podían leer los textos. William Jones tuvo que recurrir a la ayuda de un médico hindú para traducir la obra, e incluso ya en el presente siglo los más devotos eran capaces de defender con vehemencia el carácter sacro de la lengua. En la India independiente, casi doscientos años después de que William Jones hubiera traducido la obra, alguien le preguntó a Vinoba Bhave, un imitador de Gandhi a quien algunos veían como una especie de guía espiritual del país, qué pensaba de Sakuntala. Aquel individuo respondió airadamente: «Ni he leído Sakuntala, ni pienso leerla. Yo no aprendo la lengua de los dioses para divertirme con bobadas.»

Es un prodigio que, con ese espíritu de destrucción interna, haya sobrevivido la obra, que hayan llegado hasta nosotros algunos conocimientos de nuestro pasado cultural. Para cualquier indio, el período británico de su país está repleto de ambigüedades. Para mí, con las circunstancias que me habían rodeado —la migración de aquella llanura superpoblada del Ganges unos veinte o veinticinco años después de que William Howard Russell la hubiera recorrido con una actitud imperial, de corresponsal de The Times, con criados, tiendas de campaña y acceso al comedor del estado mayor, y la oscuridad que durante tanto tiempo bloqueó mi pasado a consecuencia de esa migración—, para mí tiene ambigüedades especiales.

Me produce un antiguo nerviosismo examinar la historia india, ver (quizá con la exageración del depresivo, o la exageración del habitante de una colonia lejana) lo cerca que estuvimos de la indigencia cultural, y asombrarme aún ante las múltiples casualidades que nos llevaron a los conceptos —de ley, libertad y amplia colaboración humana— que dan a los hombres conciencia de sí mismos y fuerza, las casualidades que nos han llevado hasta el punto en el que podemos enfrentarnos a William Howard Russell, incluso en esas «impresiones que dejaba en mis sentidos lo externo de las cosas», no con igualdad —el tiempo no puede inclinarse de esa manera—, pero sí con algo semejante a la lucidez.

De modo que solo podía recorrer la mitad del camino con Rashid al examinar el pasado reciente. Yo no tenía conciencia de una situación de esplendor que hubiera sufrido un declive o una ruptura, ni una idea clara del enemigo. Al haberme criado en la lejana Trinidad, no tenía noción de clan ni de región, de nada de lo que sirve de sostén y apoyo a la gente en la India. Al igual que Gandhi entre los inmigrantes indios de Suráfrica, y en gran medida por las mismas razones, yo había madurado la noción de la afinidad de los indios, la noción de la familia de la India. Y al intentar comprender la historia, mis críticas, mi perplejidad y mi pesar se volvieron hacia adentro, se centraron en la civilización y la organización social que tan poca protección nos había ofrecido.

En la India, la gente no sentía lo mismo que yo. Tal vez —al estar y tener que ordenar su vida cotidiana allí— no pudieran sentir o permitirse sentir así. Pero en ésta ocasión conocí en Delhi a un editor cuyo pesar superaba al mío. Se llamaba Vishwa Nath. Tenía setenta y tantos años. Su familia llevaba viviendo en Delhi más de cuatrocientos años. En la familia se contaba que en el motín, durante el asedio británico, tuvieron que abandonar su casa y refugiarse en otra parte. Uno de tantos incidentes: como hindú, los pensamientos de Vishwa Nath se remontaban a una época muy anterior al motín, retrocedían varios siglos. Dijo:

—Cuando leo la historia de la India, a veces lloro.

Tenía catorce años en la época de la marcha de la sal organizada por Gandhi, en 1931. Desde entonces llevaba la ropa india casera. Dijo:

—Gandhi hizo una nación de nosotros. Éramos como ratas. Hizo hombres de las ratas.

¡Ratas!

Pero hablaba de una forma casi técnica.

—El hombre como especie ha intentado eliminar las ratas durante toda su existencia en la tierra, pero no lo ha logrado. Ni siquiera lo han logrado en Nueva York. De igual modo, a nosotros nos han sojuzgado, nos han torturado, pero no han conseguido eliminarnos. Ese ha sido el punto fuerte de nuestra civilización. ¿Pero cómo se vive? Como las ratas.

Detestaba la idea de la casta: «la razón principal de que seamos esclavos». Y él tenía lo que yo no había tenido nunca: una idea clara del enemigo. Los brahmanes eran el enemigo: una vez más, y a más de 1.500 kilómetros al norte de la política antibrahmánica del sur.

—Los brahmanes dejaron el país abandonado durante las terribles invasiones de los mahometanos. Se pasaron el tiempo entonando sus oraciones, sus harvans: «Dios nos protegerá.»

Junto con su ropa casera y su nacionalismo, su sentido de la historia y su respeto por Gandhi, estaba aquel rechazo —en apariencia contradictorio— de la religión. La mezcla explicaba una pasión especial, y la pasión de Vishwa Nath aparecía en las revistas que dirigía y publicaba en cuatro lenguas. Sus revistas femeninas tenían especial éxito. Woman’s Era era una publicación bisemanal en inglés. La había iniciado hacía 15 años, y había perjudicado a las revistas femeninas en inglés más antiguas. Vendía unos 120.000 ejemplares; era la revista femenina en inglés más vendida. Vishwa Nath pensaba que podía elevar la tirada a medio millón.

No creo que yo hubiera ojeado nunca una revista femenina india. Me las tomaba como algo cotidiano. Me había fijado en ellas, conocía algunos nombres. Nunca se me ocurrió que tuvieran una evolución especial en la India. En cuanto se me ocurrió la idea, comprendí que no podía ser de otra manera, en una sociedad aún tan ritualizada, tan plagada de normas religiosas y de normas de clan, en la que la mayoría de los matrimonios eran concertados, y no muy grandes las oportunidades ni la necesidad de aventura.

Había oído hablar de Woman’s Era en Bombay. Se comentaba su éxito como si se tratara de algo extraordinario; pero a las personas que conocí no les interesaba la revista en sí misma. Se la consideraba vulgar y retrógrada, a pesar de lo que sabría más adelante en Delhi sobre la actitud iconoclasta y la misión reformadora del editor. La revista era extraordinaria porque había encontrado una nueva clase de lectora, la mujer trabajadora. Hubiera podido pensarse que una lectora de ese tipo, que gastaba parte de sus escasas rupias en una publicación en inglés, tenía inquietudes sociales y culturales; pero no era el caso de la lectora de Woman’s Era, y eso formaba parte de su rareza. Estaba satisfecha con su viejo mundo de enclaustramiento.

La editora de una revista rival, una de las perjudicadas por Woman’s Era, me dijo:

Woman’s Era es ingenua de principio a fin. Es la primera revista india de su género que se dirige a este nuevo grupo.

¿Cómo definía ella ese nuevo grupo?

—Ha conseguido cierta prosperidad, se ha adherido a la defensa de los consumidores. Tiene cierto nivel educativo; pero esa educación está limitada por sus ideas tradicionales y por las viejas creencias familiares: es una especie de no educación, una educación imitativa.

En la librería del hotel de Bombay no vendían Woman’s Era. La dependienta me dejó muy claro que ni siquiera le gustaba que se la pidieran. La compré en un quiosco de prensa de la calle. Mi primera impresión fue que la revista era insulsa. Si no hubiera estado buscándola, quizá me hubiera pasado inadvertida entre las demás publicaciones del quiosco. Era un buen producto, pero sin carácter, con la cara de una joven nada incitante en la portada de papel satinado de la revista: meticulosamente maquillada pero no incitante, una mujer vista por otra mujer. Y si, sin saber del renombre de la revista, simplemente la hubiera ojeado, no se me hubiera quedado casi nada.

El artículo principal, de seis páginas, con fotografías en color de personas que habían posado expresamente para ello, era sobre el «examen de novias». Es la costumbre por la que, antes de concertar definitivamente un matrimonio, un grupo de la familia del chico va de visita a casa de la familia de la chica, y esta se muestra ante los visitantes y despliega todas sus gracias. Ashok, el ejecutivo con el que entablé relación en Calcuta, se sintió tan humillado con su propia experiencia del examen de novias que decidió no repetirlo. Cortejó y se declaró por sí mismo, y mantuvo a la familia al margen. Ashok pudo hacerlo; podía cuidar de sí mismo. No muchas lectoras de Woman’s Era se encontraban en la misma situación, y la actitud de la revista ante esa costumbre era muy diferente. La mayoría de los matrimonios eran concertados, decía el articulista. Mientras siguiera así, el examen de novias era la mejor manera de que la chica conociera al chico, y no tan degradante como decían algunos.

En realidad, el artículo consistía en una serie de consejos a las chicas y sus familias sobre la mejor forma de desenvolverse en tal ocasión. En primer lugar, una joven no debe sentirse rechazada, decía el articulista, si después del examen el chico dice que no. Puede ocurrir sencillamente que la «petición» —la petición económica— de la familia del chico sea excesiva para la familia de la chica. Para evitar tal malentendido, es importante que los padres de la chica averigüen hasta el fondo las intenciones del chico y de su familia, antes de invitarlos al examen. Los padres de la chica deben visitar al chico varias veces. Una advertencia que hace el autor del artículo a los padres de la chica es que se fijen, en casa del chico, si se lleva bien con los criados, los niños y los animales.

Para el día del examen de la novia propiamente dicho, la chica no debe llevar demasiado maquillaje ni demasiadas joyas. No debe alardear de nada, ni decir que sabe hacer cosas que no sabe hacer. Y los padres no deben intentar aparentar ser más pudientes de lo que son; algunas familias incluso piden muebles prestados para lucirse, dice el articulista. Después está la cuestión de la dignidad. La chica y su familia son los pretendientes en tales ocasiones; hay que conquistar al chico y a su familia. Pero: «Los padres de la chica no deben actuar de una forma aduladora y servil, humillándose.» Muy fácil decirlo, pero, dadas las circunstancias de un examen de novia, ¿cómo puede mantener su dignidad la familia de la chica? El articulista sugiere lo siguiente: «Algunas familias se empeñan en que la chica se postre a los pies de cualquier chico y de sus padres cuando van a verla. Esta costumbre es deplorable, contraria a la dignidad humana, y más vale evitarla.»

Sin embargo, sigue manteniéndose la injusticia de la ceremonia. «¿Por qué no se puede ver al chico en el cuarto de estar de su casa, bien arreglado y oliendo a loción para después del afeitado, con la cabeza inclinada y sus títulos académicos y certificados de trabajo en la mano?» A esta queja de una joven, que el autor del artículo cita, no hay respuesta. Salvo lo siguiente: si una chica no quiere salir sola a la caza de marido —«y creedme: en nuestra sociedad es una pieza sumamente difícil de obtener»—, tiene que aceptar las visitas del examen de novias. «Si la familia del chico se da aires de importancia y actúa con engreimiento, se le puede perdonar, porque en ello intervienen la tradición y miles de años de conducta social.»

Más adelante, después de haber conocido a Vishwa Nath en Delhi, comprendí algo de su apasionamiento y de su actitud iconoclasta en esta última frase. Pero antes de saberlo, tal sentir parecía simplemente arcaico, la aceptación de las viejas costumbres porque eran las viejas costumbres y las mejores. Y, con esa aceptación implícita o explícita (en ocasiones con un tono de «o lo tomas o lo dejas»), el artículo proseguía con su tema, que era ofrecer la clase de orientaciones que podría dar un miembro de la familia conocedor del mundo. Vestir con modestia para el examen de la novia; tener cuidado con lo que se decía; estar atenta a las preguntas capciosas de la familia del chico; ser respetuosa con los familiares de más edad, y cariñosa con los niños.

Orientaciones, orientaciones de lo más sencillo posible: eso parecía dictar el tono de la revista. Esa parecía ser la necesidad que cubría la revista. Las costumbres, como el examen de novias, podían ser viejas; pero el mundo en el que se practicaban era nuevo, y en ese mundo, las lectoras de la revista parecían empezar desde cero.

«Higiene personal» era un artículo largo en el mismo número de la publicación. Estaba ilustrado con la fotografía de una chica inclinada sobre una pila echándose agua en la cara, y daba un consejo sumamente elemental. Había un ligero indicio de irreligión al principio del texto, pero para descubrirlo había que estar metido en el asunto. «Naturalmente, hoy en día no tiene tanta trascendencia creer o no creer en Dios como el hecho de que muchos de nosotros no adoptemos la limpieza y la higiene personal como nuestra verdadera religión.» Enrevesado e incluso impreciso; pero el núcleo del artículo era una sencilla y clara lección de higiene.

«No tiene nada de malo ensuciarse, pero el problema surge únicamente cuando nos gusta seguir estando sucios... Nunca se hará suficiente hincapié en la importancia de mantener limpios y en orden nuestro cuerpo y nuestro entorno. La consecuencia directa es la buena salud, la paz de espíritu y la felicidad.» Ser limpio, ser «aseado», equivalía a evitar infecciones, y eso significaba gastar menos en médicos y en medicinas: significaba, por consiguiente, evitar ciertas preocupaciones económicas.

A continuación, paso a paso, sin dar nada por sentado, el articulista recorría con el lector los problemas, en la India, de la higiene personal. «Mantener en orden el entorno es la primera medida, la esencial.» «Orden»: un eufemismo. «Entorno»: una palabra extraña, pero, evidentemente, «casa» o «apartamento» no hubiera correspondido al espacio vital de todo el mundo. Así empezamos a comprender que las condiciones de vida de las personas a las que va dirigido este artículo no siempre son buenas. Algunos de sus lectores se encontrarán en el margen mismo, justo para ir tirando.

El agua es importante, dice el artículo; debe disponerse de una cantidad suficiente. La India es un país cálido, y hace falta bañarse una o dos veces al día, «frotándose concienzuda pero suavemente, con jabón y agua tibia». Tras el lavado del cuerpo, el lavado de la ropa. «La ropa que se ha humedecido una vez con la transpiración debe lavarse bien antes de volver a ponérsela... La limpieza de la ropa interior es sumamente importante, porque está en contacto con la piel. Si se utiliza continuamente sin cambiarla, puede causar irritación de la piel, o trastornos más graves.» Un anuncio a toda página junto a la última del texto es sobre un tratamiento contra los piojos. Hija y madre que se abrazan; ambas sonríen a la cámara. «Ella me confía todos sus problemas... y yo solo confío en Mediker para su problema con los piojos.» (¡Piojos! No es de extrañar que la joven de la librería del hotel torciera el gesto cuando le pedí Woman’s Era.)

Orientaciones sencillas: eso contribuía a su insulsez, si se estaba fuera. Y los relatos —había cinco en aquel número— eran como fábulas. Una mujer gruesa va con su marido a Corea, adonde lo han destinado. La comida del hotel la pone nerviosa. Se le antoja que el cordero es en realidad carne de perro y los macarrones gusanos. Come ensaladas, yogur y un poco de arroz durante dos meses; adelgaza y se convierte en una persona distinta, mejor. El hombre de negocios indio, joven y rico, que vuelve a la India en busca de esposa, se queda espantado ante la llamativa chica con la que todos esperan que se case; en su lugar, elige a la humilde prima huérfana que vive con la familia de la chica como una especie de criada. En otro relato, el marido rico queda completamente cautivado por la sencillez y la bondad de la tía pobre de su mujer a quien esta trata de ocultar. Sencillez y bondad: son las cualidades que finalmente muestra la mayoría de las personas en los relatos de Woman’s Era. En la revista aparecen indicios de que las mujeres leen novelas románticas, sobre todo las novelas románticas publicadas por Mills and Boón. Pero el amor que importa en estos relatos es el de la familia, no el amor romántico.

El amor familiar, artículos con orientaciones sencillas sobre temas nada fascinantes, anuncios de Procter and Gamble, producto para combatir los piojos, anuncios de cremas antisépticas, de calentadores de agua: nada para ejercitar la fantasía, para fomentar el deseo. ¿Quién hubiera podido pensar que esa fuera la fórmula para una revista femenina de gran tirada?

Gulshan Ewing dirigía una de las revistas femeninas más famosas de la India. Empezó a dirigir Eve’s Weekly en 1966, y la llevó a la cima del éxito a finales de los años setenta.

En el transcurso de una cena en Bombay, hablando informalmente del fenómeno de Woman’s Era, antes de que ella supiera (y de que lo supiera yo) que llegarían a interesarme más las revistas femeninas, la señora Ewing me hizo una descripción de la clase de nueva lectora a la que tenían que llegar las revistas femeninas de la India. Esa lectora trabajaba. Se levantaba temprano, se ocupaba de su familia, los preparaba para que fueran al colegio y al trabajo, y después se iba a trabajar, quizá a una oficina. Salía de la oficina a las cinco y media. Camino de la parada del autobús o del tren compraba la verdura para la cena y la cortaba durante el trayecto hasta su casa.

Me atrajo aquel detalle, que cortase la verdura en el tren a su casa. Pero solo con dos viajes en un tren de cercanías comprendí que en Bombay tal detalle era algo romántico, una visión bucólica, que los trenes de cercanías iban tan abarrotados que, lejos de cortar la verdura, la oficinista tenía que pelearse —con dureza— para subirse al tren. Más adelante leí en Woman’s Era todo un relato sobre una chica que se separa de su hermana durante una pugna por subir a un tren de cercanías.

La señora Ewing reconoció que se trataba de una fantasía cuando fui a verla a su despacho al cabo de unos días. Solo quería describir la situación de una trabajadora india en las ciudades, según dijo. Quizá yo hubiera pensado que simplemente hacía una descripción ingeniosa; pero la vida de la mujer trabajadora no era divertida.

—Hemos hablado con estas personas, y con amigos suyos. Hemos obtenido información de ellas. Y lo que suele ocurrir es que esa mujer —la mujer trabajadora— se levanta al rayar del alba, alrededor de las cinco, para coger el agua para todo el día. En la mayoría de las casas no tenemos agua corriente las veinticuatro horas del día. Dan el agua a primeras horas de la mañana, la cortan durante todo el día y vuelven a darla por la tarde, durante una hora o menos de un par de horas. Eso en las zonas de clase media baja. Así que cuando esa mujer se levanta, llena cubos, barriles, cualquier cosa de la que pueda echar mano. A continuación hace las tareas de la mañana, prepara las fiambreras del tifin para el marido y los hijos, después de haberles dado el té, el desayuno o lo que sea. Es ella quien suele hacerlo. Después se va a trabajar. Normalmente, un trayecto larguísimo en un tren abarrotado. Rara vez encuentra asiento.

—¿Qué clase de trabajo suele tener el marido?

—Oficinista, empleado de banca. Un puesto medio en una fábrica, con un sueldo de entre mil y mil quinientas rupias. En su trabajo, ella gana de seiscientas a mil.

—Parece bastante duro.

—Es muy duro. No tiene ninguna gracia. No ve a los niños durante todo el día. Sale de la oficina a las cinco y media o las seis. A lo mejor coge un autobús hasta la estación. O a lo mejor (y eso es aun más agobiante) tiene que ir en autobús hasta su casa. A veces hay colas de un kilómetro y medio en las paradas. Cuando paso por allí me pregunto cuándo conseguirán subirse a un autobús. Antes de llegar al autobús o la estación de tren compra la verdura o lo que necesite para la cena. Lleva la verdura en la pequeña thela, una bolsa.

Y después llega a casa. Y antes de tomarse una taza de té, tiene que preparársela a su amo y señor, quien probablemente ya está sentado con los pies en alto, ante el televisor. Con una posibilidad de diez a uno, tienen televisor a pesar de los bajos ingresos. Después la cena, y los deberes de los niños, si es capaz de hacerlos. Acaba su jornada tarde. Tiene que fregar los platos, y después, volver a pensar en el agua.

—¿Cómo consiguen seguir adelante?

—Es su suerte, su destino. Están convencidas de que así tiene que ser para ellas. No estoy describiendo necesariamente a la lectora de Eve’s Weekly o Woman's Era. Solo quiero resaltar lo tristes que pueden estar esas mujeres con una vida de tantas penalidades.

Las mujeres con tales circunstancias necesitaban revistas especiales. Un simple remedo de las publicaciones europeas o norteamericanas no era lo que hacía falta. La idea del glamour incluso podía ser errónea.

La señora Ewing dijo:

Ir a la siguiente página

Report Page