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INDIA » 8. LA SOMBRA DEL GURÚ

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amrit era necesario.

—Después de tomar

amrit, no se come nada que no esté cocinado por

amritdharis. —Las personas que han tomado

amrit—. Eso ayuda a dominar los cinco grandes males: lujuria, cólera, codicia, egoísmo, ataduras familiares.

También debía de crear la idea de hermandad. ¿Era por eso por lo que algunas personas pertenecientes al movimiento les resultaban sospechosas al gobierno?

Dijo que habían tenido problemas con un grupo sij reformista que creía en los gurús vivos: es decir, que creían que el linaje de los gurús no terminaba con la muerte del décimo, en 1708. Era un grupo pequeño, pero continuamente irritante. En 1978, una persona perteneciente a su propio grupo murió a manos de aquel, y algunas personas del movimiento pasaron a la clandestinidad.

Pero habló como si para él la violencia fuera algo lejano. Su vida estaba consumida por su fe. Se levantaba —así empezaba el día— a medianoche. Se bañaba, y rezaba hasta las cuatro. Desde las cuatro hasta las cinco y media leía las escrituras sijs. Después dormía, hasta las ocho y media. Así era su vida. Esa era la vida que había adoptado con la fe pura a la que se había acogido a los cuarenta y un años de edad. Saltaba a la vista que le había proporcionado la paz.

Justo antes de que saliéramos, entró su hijo. Era un hombre guapo, de ojos brillantes. Había superado la polio, y era médico. Tenía un semblante dulce; irradiaba benevolencia; tenía toda la serenidad de su padre. Trabajaba al servicio del gobierno; dijo sonriente que en aquel momento estaban en huelga. La bandeja de plata de la estantería colgada de la pared, el recuerdo de Londres, era, algo que había traído de un viaje a Inglaterra.

Los terroristas vivían ya solo para el asesinato, para la idea de los enemigos y los traidores, el rencor y el descontento, como expresión absoluta de su fe. Se podía predecir la muerte violenta de todos ellos: la policía no era ni negligente ni inexperta. Pero mientras estaban libres vivían frenéticamente: salían a matar una y otra vez. Todos los días había siete u ocho asesinatos, la mayoría de ellos simples notas en el relato oficial que se imprimía dos días después. Solo se dejaba constancia detallada d^ los acontecimientos excepcionales.

Uno de tales acontecimientos fue la matanza en media hora, a manos de una cuadrilla, de seis miembros de una familia en una aldea a unos quince kilómetros de Mehta Chowk. Fueron asesinados los dos hijos mayores, el padre y la madre, la abuela y un primo. Todos los muertos eran sijs devotos,

amritdharis. El hijo mayor, blanco principal de la cuadrilla, había trabajado con Bhindranwale. Pero la nota que dejó la cuadrilla, en la habitación en la que se perpetraron cuatro de los asesinatos —una nota manchada de sangre cuando la encontraron—, decía que los asesinos pertenecían a la «Fuerza del Tigre de Bhindranwale».

La aldea del norte de la India suele ser un cúmulo de estrechos callejones esquinados entre muros de casas desnudos o perforados. Jaspal, la aldea en la que tuvo lugar la matanza, era más amplia, de trazado más sencillo, construida a ambos lados de un callejón o calle mayor, recto. Era un pueblo con ochenta casas, un desbordamiento de un pueblo vecino mayor. Hacía ocho años, algunos de los habitantes más ricos de ese pueblo empezaron a construir sus granjas en Jaspal, en solares rectangulares a ambos lados del callejón principal.

Cuando llegamos, a media tarde, la gente que trabajaba a las afueras del pueblo se mostró cautelosa. Nosotros —desconocidos que llegábamos en un coche alquilado, normal y corriente— hubiéramos podido ser cualquier cosa, desde policías hasta terroristas: dos tipos de problemas distintos. Prosiguieron sus tareas con más ahínco, e hicieron casi como si no nos vieran. Era extraño no encontrar a ningún policía ni funcionario en el pueblo, y que menos de 48 horas después de los asesinatos el pueblo volviera a quedarse solo.

El callejón central era ancho y estaba pavimentado de ladrillo, y cruzado por encima por cables eléctricos. Los muros de las casas a ambos lados eran lisos y bajos, algunos de simple ladrillo, otros enyesados y pintados de rosa o amarillo. En un espacio abierto bajo un gran árbol había estacas o postes cortos para atar los búfalos, y un alto montón de bosta de búfalo, seca.

En varios puntos del callejón —como si también sirviera de corral de búfalos para algunos habitantes del pueblo— había unas carretillas planas, vacías, apuntaladas, con ruedas de caucho, búfalos y pesebres y rimeros o pirámides de excrementos para combustible. La aldea acababa donde acababa el callejón de ladrillo. Después del callejón —medio en la sombra de la tarde en aquel momento, y lleno de polvo donde no había excrementos recientes— se abría un sendero de tierra más estrecho, inundado de sol, que atravesaba sembrados de mostaza y de trigo maduro muy brillantes, con altos eucaliptos de hojas colgantes, verde pálido, y postes eléctricos torcidos.

No tuvimos que preguntar dónde estaba la casa de la muerte. Había unas quince mujeres con la cabeza cubierta sentadas sobre una manta junto a la ancha puerta. La puerta estaba pintada de verde menta, con diamantes de diversos colores en las columnas. Las dos grandes hojas de metal estaban echadas hacia atrás: un ornamento de hierro forjado en la parte superior, láminas de hierro ondulado unidas al marco de metal entrecruzado en la parte inferior, los triángulos resultantes pintados de amarillo, blanco y azul y realzados en rojo. En el otro extremo del corral —las hojas verticales de los eucaliptos jóvenes apenas proyectaban sombra— estaban sentados los hombres en el suelo, con turbantes blancos la mayoría, los zapatos quitados y desperdigados a su alrededor, una hamaca allí cerca. Los búfalos estaban en los establos, contra el bajo muro de ladrillo, sobre el que había saltado la cuadrilla dos noches antes. Tan protegido por delante, con metal y hierro ondulado; tan abierto por detrás, junto a los sembrados.

Nos llevaron a la casa de al lado. Parecía un sitio de mucho más dinero. El patio no era de tierra batida, sino, que estaba pavimentado de ladrillo, como el callejón. Era una de las pocas casas de Jaspal que tenía otro piso arriba. El piso superior estaba sobre la entrada. Estaba decorado con un dibujo escalonado de tejas negras, blancas, verdes y amarillas, y en las esquinas había una línea regular de ladrillos, en saledizo hasta la mitad, por una cuestión de estilo. El remolque del patio era para engancharlo a un tractor: tenía las misteriosas palabras conmemorativas que llevan todos los camiones indios en la parte trasera: OK TATA. Y había una especie de jardín con flores en una esquina del patio: girasoles, buganvillas, capuchinas, plantas amantes de la luz.

Nos sentamos en hamacas en la brillante y espaciosa habitación a la izquierda de la entrada. El techo de ladrillos, que era también el suelo de la habitación de arriba, se apoyaba en vigas de madera tendidas sobre viguetas de acero. Las columnas de cemento formaban chaflán, con bandas ornamentales, molduras o tallas, y estaban pintadas de muchos colores: reflejo de las columnas de los templos hindúes antes de las invasiones musulmanas. Todo en aquel patio reflejaba lo mucho que el propietario se deleitaba en su finca.

Empezó a acercársenos gente. Se sentaron en las hamacas, de espaldas a la luz, o apoyados contra las columnas pintadas. La vestimenta punjabí —elegante en Delhi y en otros lugares— allí era solamente ropa de campesinos, la ropa manchada y sucia de gentes cuya vida estaba ligada al ganado. Vino una mujer robusta, de treinta y tantos años, con un traje floreado verde y gris, mugriento en los tobillos; llevaba un niño en la cadera y se sentó en la hamaca. Tenía los ojos hinchados, casi cerrados, de llorar.

El niño, que se sentó en su regazo y se aferró a ella, era el hijo de siete años del hermano mayor. El chico estaba en la habitación cuando mataron a su padre; se salvó de la descarga del AK-47 gracias a que otro hermano se escondió con él bajo un catre. El chico continuaba aturdido, pero de vez en cuando era capaz de interesarse por los desconocidos; de tanto en tanto, mientras la gente hablaba, las lágrimas asomaban a sus ojos. Le habían puesto un traje limpio, marrón claro, y le habían recogido el pelo en un moño.

El tío que lo había salvado era un hombre apuesto, delgado, de veintitrés años. Se había vestido con cierto esmero para la ocasión, ante la llegada de tantas visitas: turbante azul, camisa de cuadros negros y grises, con estilo. Empezó a contar los sucesos: mientras hablaba, llegó una prima suya y apoyó la cabeza sobre su hombro con naturalidad.

La jornada continuó en la granja. Entraron los búfalos, por la puerta delantera. Las cadenas que arrastraban resonaban sordamente sobre el patio enladrillado, y sus pezuñas hacían un ruido hueco, retumbante. Y no se olvidaron las atenciones pueblerinas: trajeron agua para las visitas, y después té.

El hombre de la camisa negra y gris se llamaba Joga. Lo que dijo me lo tradujeron los periodistas que estaban conmigo, y me lo amplió al día siguiente Avinash Singh, corresponsal de

The Hindustan Times.

La familia había cenado, dijo Joga, y varios de sus miembros estaban en la estancia de la parte dedicada a vivienda del patio. (La parte de enfrente era para las vacas o los búfalos.) Algunos «estaban tomando té a sorbitos». Poco después de las nueve se oyó un tumulto en el patio, y alguien gritó desde allí: «El que ha venido de Jodhpur y se hace pasar por hombre religioso, que salga.»

Al principio, Joga pensó que llamaban unas personas del pueblo, pero después, el tono de voz lo convenció de que eran «los chicos», «los singhs». «Los singhs»: no era simplemente otra palabra para denominar a los sijs. Significaba sijs fieles a sus votos bautismales, y en aquellos pueblos había llegado a significar miembros de uno u otro grupo terrorista. «Singhs» era la palabra que Joga aplicó con más frecuencia a los hombres que habían entrado aquella noche. La otra palabra que empleó fue

atwadi, «terroristas». Solo en una ocasión dijo

mande, «los chicos».

Joga tenía al hijo de Buta en su regazo. En cuanto llegó a la conclusión de que los hombres que habían llegado eran singhs, se escondió con el niño bajo el catre.

Buta, el hermano mayor, fue a la puerta de la habitación. Los hombres habían llamado desde fuera al que había venido «de Jodhpur». Jodhpur tenía un significado: Buta, junto con otros doscientos o trescientos, estuvo preso en el fuerte de Jodhpur bajo sospecha de ser terrorista durante más de cuatro años, de junio de 1984 a septiembre de 1988: hasta hacía solo unos meses. Buta fue detenido porque estaba en el Templo Dorado en el momento de la intervención del ejército, y se lo conocía como seguidor religioso de Bhindranwale. Buta admitió ser seguidor suyo, pero negó ser terrorista. Dijo que estaba en el Templo Dorado aquel día porque había llevado una ofrenda de leche por el aniversario del martirio del quinto gurú, ejecutado por orden del emperador Jehangir en 1606.

Así era el hombre, de solo 32 años de edad, pero ya con muchos años de sufrimiento, con una vida ya estragada, que fue a la puerta a encararse a los muchos hombres embozados del patio.

El dirigente dijo:

—¿Quién es Buta Singh?

—Yo soy Buta Singh.

—Ven con nosotros. Queremos que vengas. Hemos venido a buscarte.

Y el hombre que pronunció aquellas palabras le dijo a uno de sus singhs:

—Átale las manos.

Varios hombres hicieron ademán de cogerlo por los brazos. Buta dijo: «No, no.» Se produjo una refriega, y dos singhs dispararon. Una bala alcanzó a Buta justo bajo las costillas, en el lado derecho, y cayó dentro de la habitación, de espaldas. La madre de Buta se arrojó sobre él, diciendo a los hombres: «Por favor, no matar.» También cayeron sobre Buta su hermano Jarnail y su mujer, Balwinder. Los singhs apartaron a Balwinder de su marido cogiéndola por el pelo, y volvieron a disparar con sus AK-47. Todavía no habían matado a Buta, pero lo mataron entonces, con su madre y su hermano. La abuela de Buta resultó herida, y murió al cabo de unos días.

El padre de Buta salió corriendo de su habitación en la parte delantera del patio, del lado de la calle. Atravesó el patio hasta donde estaban los hombres armados. Intentó apoderarse de una de las armas. Lo mataron de un tiro en la cabeza.

Después de aquello, los singhs —eran ocho o nueve— traspasaron la puerta y salieron al callejón principal del pueblo. Enfrente, un poco a la derecha, estaba la casa de Natha Singh, el tío de Buta, primo carnal de su padre. Querían a Natha Singh. Como no se les abrió la puerta de su casa, fueron por detrás, saltaron el muro bajo, y lo llamaron. Natha tenía cinco hijos; la mayor era una chica de catorce años aquejada de poliomielitis.

Natha salió cuando lo llamaron. La cuadrilla lo sacó hasta el callejón, y le pidió que los llevara en su tractor a la casa de Baldev. También querían llevarse a Baldev. Tenían quejas contra él: según dijeron, Baldev era sij

amritdhari, pero había roto sus votos y había tenido tratos con un sacerdote del templo en la ciudad de Jalandhar. No encontraron a Baldev cuando fueron a su casa, que estaba justo al final del callejón, junto a los sembrados. Baldev oyó los disparos y huyó; había recibido cartas amenazadoras anteriormente por sus creencias religiosas. Así que volvieron en el tractor con Natha, y en el callejón, justo a la puerta de su casa, lo mataron a tiros.

Los singhs estuvieron en la aldea media hora, nada más. Después se marcharon. Pasaron ocho horas, alrededor de las 5.30 de la mañana, hasta que alguien de la familia recogió la nota que habían dejado los terroristas, llena de sangre y difícil de leer. La nota decía que habían matado a Buta Singh y a Natha Singh porque eran responsables de la muerte de dos terroristas, hacía dos meses, justo a medio kilómetro de la aldea. Habían puesto un precio de 30.000 rupias a la cabeza de uno de los terroristas muertos.

La policía dijo que la cuadrilla en cuestión quería que Buta se uniese a ellos. Como hombre próximo a Bhindranwale hasta 1984, Buta habría dado al grupo cierta «credibilidad».

Entre los aldeanos circulaba otra historia. Poco después de su liberación en Jodhpur, Buta —que obtuvo una diplomatura mientras estaba preso— solicitó licencia para un minibús. Eso formaba parte del plan de rehabilitación del gobierno para las personas como Buta. Buta fue un día a la ciudad de Jalandhar para consultar lo de su licencia. No volvió a casa a la hora que debería haberlo hecho. En la aldea, la gente hizo averiguaciones, y descubrió que lo había detenido la policía de la Reserva Central de Jalandhar. Lo retuvieron durante nueve días.

Buta nunca le contó a nadie por qué lo habían detenido, ni qué ocurrió durante los nueve días de arresto. Lo único que se sabía era que estaba muy asustado cuando volvió, y que jamás quería ir solo cuando salía de la aldea, al pozo o al mercado local. (Algunos decían que Buta tenía miedo de que volviera a cogerlo la policía; pero no parecía lógico. La policía podría haberlo pillado tanto si iba acompañado como si no. Por otro lado, el hecho de ir acompañado hubiera podido disuadir a un asesino de las cuadrillas.)

Por fin fuimos a la casa de al lado, la casa de la muerte, abriéndonos paso entre las mujeres sentadas ante la puerta. Ya no plañían; estaban tan silenciosas como los hombres sentados en el patio inundado de sol: ni una sombra de las hojas verticales de los eucaliptos; en realidad, daba la impresión de que el sol inflamaba las hojas con una especie de resplandor. El muro enyesado del patio de la zona destinada a vivienda estaba pintado de rosa; los bloques de cemento con perforaciones para la ventilación sobre los portales y ventanas eran de un verde menta, como las paredes de la entrada: colores mediterráneos. Las puertas y ventanas y las barras de hierro verticales de las ventanas eran de un verde más oscuro.

Los dormitorios estaban en la parte delantera del edificio, a ambos lados de la entrada. Las puertas se abrían al patio, y el muro trasero (con ventanas con rejas de hierro) era también el muro del callejón. Había dos habitaciones a la izquierda. Además de utilizarlas como dormitorios, también hacían de almacén, para guardar trigo, arroz y sacos de yute, según me dijo Avinash. El padre de Buta Singh dormía en la habitación de la esquina del patio; fue de allí de donde salió corriendo.

El dormitorio a la derecha de la entrada era la habitación principal de la casa. Allí era donde dormían Buta Singh y su mujer. También era el salón. No había sillas. Habían quitado las sillas y la mesa del centro, dijo Avinash, porque se sabía que después de los asesinatos llegarían visitas. Había dos camas, la una junto a la otra. Las sábanas estaban revueltas. En la habitación había otra cama, y también maletas y baúles de hojalata. Había un recuerdo del Templo Dorado en un estante, y calendarios religiosos sijs en la pared. En el arte popular sij se representa a los gurús con las pupilas casi ocultas bajo el párpado superior, de modo que se ve más blanco de lo normal en el globo del ojo: esta forma de mostrar los ojos sugiere ceguera e iluminación interior.

En aquella habitación, las láminas producían un efecto insólito.

Había una fotografía del suegro de Buta, y otra fotografía, de Buta: un joven con gafas, con aspecto de empollón. El aspecto de empollón y las gafas me sorprendieron, en aquel entorno de la granja y la aldea. Buta quizá hubiera cultivado el aire de estudioso; seguramente, debió de ser el primer hombre de su familia en recibir educación superior. Balwinder, la mujer de Buta, era la única persona del pueblo que había ido a la universidad, y sin duda le sirvió de ejemplo a Buta para obtener una licenciatura universitaria mientras estuvo preso en Jodhpur.

Dos o tres generaciones —no solo de trabajo, sino también de aliento político, de seguridad política, desarrollo agrícola, crecimiento de la economía nacional— habían llevado a la familia de Buta hasta donde estaba. Dos o tres generaciones habían llevado al comienzo de una tendencia intelectual en Buta Singh. Al despertar a los conocimientos, debió de ver con una claridad especial de dónde había salido. Debió de concebir más fácilmente las ideas de injusticia y maldad que las del continuo movimiento de las generaciones, y pensar que el fundamentalismo de alguien como Bhindranwale cubría todas las necesidades emocionales; debió de presentársele como un programa: el ennoblecimiento del descontento y la idea de la persecución, y ofrecerle la historia como una idea de esplendor traicionado, y para el presente, dos temas hermanados, el del enemigo y el de la redención. Esa idea lo había atrapado y lo había arrastrado.

La policía dijo que lo habían matado por haberse negado a unirse a la cuadrilla. La nota que dejaron los singhs decía que era el responsable, con balas policiales, de la muerte de dos terroristas importantes. Podía haber algo de verdad en ambas declaraciones. Formaba parte de lo terrible de la situación, en la que los hombres tenían que curtirse en la causa, y una vez curtidos, no podían darle la espalda. Debió de sufrir. Todos decían que era un hombre muy religioso. Les había comprado cartillas de lectura religiosa a sus dos hijos pequeños; iba dos veces al día al

gurdwara a rezar. ¡Qué fervor! Al principio, eso podría haber cubierto una necesidad emocional e intelectual; más adelante quizá fuera simplemente una forma de rogar para obtener protección.

Todo terminó para él en la habitación contigua. La habitación estaba a un lado del patio. Daba al sur. La puerta estaba abierta; pero, recortada contra la leve claridad del patio empastado de excrementos y el muro pintado al temple, de rosa, el portal parecía muy oscuro. Dentro, entre las sombras, destellaban unas cacerolas de cobre y de acero colocadas en estantes. En el suelo había rastros, donde habían caído Buta y su familia. No habían pasado más de cuarenta y dos horas desde entonces; pero los rastros podían haberlos dejado las personas que entraban a mirar. La nota de los asesinos, cuando la encontraron, estaba empapada de sangre. El suelo se había puesto negro de moscas, que apenas se movían.

Según me dijo Avinash más adelante, tan solo tres días antes de la matanza, la mujer de Buta Singh, la licenciada universitaria, había abierto un colegio con enseñanza en inglés en el pueblo vecino. Era algo que llevaba tiempo queriendo hacer. «Creía que mi sueño se había hecho realidad —le dijo a Avinash—. No sabía que el regreso de mi marido de Jodhpur traería la desgracia a la familia.»

Al otro lado del callejón estaba la casa de Natha Singh, el tío de Buta. Su mujer no sabía leer. Tenía cinco hijos, el mayor incapacitado. Le dijo a Avinash: «No sé qué hacer. Mi mundo está acabado.»

Cuando salimos, empezó otro arrebato de lamentos, por Natha Singh. A la derecha de la entrada verde menta con el dibujo multicolor en forma de diamante, las mujeres ora se sentaban, ora se arrojaban al suelo, en el punto en el que habían matado a Natha, después de haber vuelto con el tractor de la casa de Baldev. A ambos lados del callejón sembrado de boñigas continuaba la vida campesina: los búfalos agachaban la cabeza sobre los pesebres a un lado del callejón, contra los muros de las casas. Sacar los animales, volver a traerlos, ordeñarlos o desuncirlos, darles de comer, acostarlos: esas cosas aportaban ritmo y exactitud a la cotidianeidad y se seguían como una religión.

Habían detenido a otros dos hombres de la aldea en Jodhpur. Mientras las mujeres plañían y los búfalos comían, oímos el relato de otro hombre. El mismo día que Ranjit salió de Jodhpur, asesinaron a su hermano. Ranjit no dijo quién había asesinado a su hermano; eso daba a entender que había muerto a manos de «los chicos». Encontraron el cuerpo de su hermano a veinte kilómetros de Amritsar, no lejos de donde estábamos nosotros. Y así ocurrió que, el día en que Ranjit volvió a casa, tras cuatro años y medio en Jodhpur, también volvió a casa el cadáver de su hermano. Eso había ocurrido un mes antes.

¿Cómo podían hablar tan tranquilamente del dolor? Hasta cierto punto, los había preparado la fe; pero podían hablar así porque al modo de ellos habían sufrido muchos centenares de personas. Avinash dijo que él y otros corresponsales habían visto más de cincuenta matanzas masivas como de la que habíamos tenido noticia aquella tarde. Hacía exactamente un año y una semana, habían asesinado a 18 miembros de un clan rajastaní, la mitad de ellos sijs. El AK-47 era un arma para el puro asesinato. Podía descargar una recámara de 32 balas en dos segundos y medio; las balas se dispersaban por todos lados, y podían matar a cuantos hubiera en una habitación en esos dos segundos y medio. En una sola noche murieron veintiséis personas en una subdivisión de Amritsar, entre ellas una niña de treinta días y un cabeza de familia de 91 años.

Volvimos en el coche a Amritsar por atajos y caminos vecinales, contemplando la tierra fértil, bien cultivada. Era aún por la tarde, había luz, seguridad. Al cabo de cierto tiempo nos dio la impresión de que nos habíamos perdido. Estábamos en una carretera de tierra entre campos irrigados. Vimos a dos hombres en una bicicleta: uno de ellos pedaleaba; el otro iba en el portaequipajes. El del portaequipajes iba sentado elegantemente, de lado, con los pies juntos, sin balancearse ni inclinarse. Llevaba los zapatos entrecruzados, y levantados, como para librarlos del polvo. Cuando nos detuvimos para preguntar la dirección, se deslizó de la bicicleta, con un movimiento que tenía bien estudiado, y se ofreció a venir con nosotros para indicarnos el camino a Amritsar.

Era apuesto, como indicaba su postura en la bicicleta. Era sij, con la barba recortada. La barba recortada tenía un significado: que no había tomado

amrit. Se había enterado de la muerte de Buta Singh, y de los demás asesinatos, y pensaba que era terrible. No pertenecía a ninguno de los grupos políticos puramente sijs. Tenía un pequeño negocio, y se consideraba afortunado. Disfrutaba de su éxito. Según dijo, había construido una casa, con retretes, cisterna y de todo. Había gastado cuatro

lajs en aquella casa, 16.000 libras. Pero había empezado a pensar que quizá tuviera que renunciar a su casa y dejar la zona. No había tomado

amrit, y no tenía intención de hacerlo. No creía que pudiera vivir según las estrictas normas

amritdharis, y no quería tener problemas con los chicos, como les había ocurrido a otros.

En el catálogo sij de los tormentos y martirios de los gurús fundadores ocupaba un lugar especial el emparedamiento de los dos hijos del décimo gurú. La historia —con ecos de

El rey Juan y de

Ricardo III— tiene algo de mitológico.

Quien ordena la ejecución de los niños —chicos de nueve y diez años— es el gobernador mogol de la ciudad de Sirhind. Solo una persona tiene algo que objetar a tal crueldad: un noble musulmán de ascendencia afgana, el nabab de Malerkotla. Después solicita que los cuerpos sean honrosamente incinerados: a los musulmanes los entierran; a los hindúes y a los sijs los incineran. El gobernador dice: «De acuerdo. Os concederemos un crematorio. Pero solo tendrá la extensión de lo que podáis cubrir con soberanos de oro.» El nabab accede. Extiende parte de sus riquezas sobre el suelo, y allí incineran los dos cadáveres. De modo que surgen dos lugares sagrados: el lugar en el que fueron emparedados los muchachos, y el lugar en el que los incineraron. Y el aniversario del martirio queda señalado por una procesión ritual que va de un lugar a otro.

Allí donde no existe sentido de la historia, el mito puede comenzar en ese terreno justo más allá de la memoria de nuestros padres o nuestros abuelos, justo más allá de los testigos vivos. Lo del emparedamiento de los niños pudo haber ocurrido hacía 2.000,200 o 100 años. En realidad, los hechos pueden fecharse. El décimo gurú dio

amrit, bautizó a los primeros sijs y estableció la orden marcial sij en 1699, en la ciudad de Anandpur. Dos años más tarde fue cercado en la ciudad por las tropas mogolas. El cerco duró tres años. El gurú escapó con dos de sus hijos; pero su madre y sus otros dos hijos fueron capturados. Los llevaron a Sirhind. En 1710, Sirhind se rindió a los sijs.

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