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INDIA » 1. EL TEATRO DE BOMBAY

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Bombay es una muchedumbre; pero cuando ya llevaba un trecho recorrido desde el aeropuerto aquella mañana, empecé a pensar que la muchedumbre de las aceras y la carretera era enorme, y que tenía que ocurrir algo insólito.

Los vehículos que se dirigían hacia la ciudad se movían lentamente a causa de la multitud. Cuando se detenían, en ciertos cruces, debido a los semáforos o a los policías o a ambas cosas a la vez, las aceras hervían aún más, y por la carretera fluía tal torrente de personas, con tales chorros de ropas de leves tejidos y leves tonalidades, que parecía como si hubieran abierto una especie de compuerta invisible y que, si no la cerraban, la corriente de peatones se desbordaría, y los baqueteados autobuses rojos y los taxis amarillos y negros quedarían atrapados, como en calma chicha, cada uno de ellos en el centro de un remolino humano.

En el taxi me acompañaban el humo, el calor y el estruendo. El sol abrasaba; había poco aire; la carbonilla de los escapes de los autobuses empezó a pegárseme a la piel. Debía de ser peor para quienes iban por la calzada y las aceras; pero muchos parecían recién bañados, con marcas de

puja recién hechas en la frente; también parecía que muchos de ellos llevaban sus mejores ropas: como si las gentes de Bombay estuvieran celebrando algo importante.

Le pregunté al taxista si era fiesta. Como no entendió la pregunta, no insistí.

Bombay continuó definiéndose: los bloques de pisos a ambos lados de la carretera, edificios de cemento enmohecidos en las plantas superiores por las condiciones atmosféricas de Bombay, el sol excesivo, la lluvia excesiva, el calor excesivo; enmugrecidos en las plantas bajas, como por las muchedumbres a la altura de la acera, y

como si la mugre humana fuera ascendiendo, marea tras marea, para fundirse con el moho.

Las tiendas, incluso las pequeñas, incluso las más sórdidas, tenían grandes letreros, multicolores, fantasiosos, muy logrados, obra de personas que apreciaban la escritura latina y sánscrita (o devanagari). Muchas veces, ante estas tiendas, y bajo los letreros, solo había suciedad; de vez en cuando, se veían personas de aspecto deprimido, morenas, sentadas sobre la porquería, comiendo, indiferentes a todo salvo a su comida.

Había grandes carteles que anunciaban películas, y otros más pequeños que se repetían en las farolas. Resultaba difícil, justo en el momento de la llegada, relacionar lo novelesco que parecían prometer los anuncios con la gente de a pie. Y aún más difícil situar entre todo aquello la publicidad en inglés de bancos y líneas aéreas y del sesquicentenario de

The Times of India («Buenos tiempos, tiempos tristes, tiempos cambiantes»): para el forastero recién llegado tras una noche de vuelo, la ciudad que sugería aquella publicidad era como una destilación casi inimaginable —una esencia especial, densa— de la humanidad que se le ofrecía a la vista.

La multitud continuaba. Y, de repente, vi que una gran parte estaba compuesta por una larga cola o hilera de personas, de a tres, cuatro, o cinco en fondo, en la otra acera. La fila crecía sin cesar, y aunque a trechos parecía parada, se movía lentamente. Me di cuenta de que llevaba un buen rato pasando con el taxi junto a aquella hilera, quizá de un kilómetro y medio de longitud. Se interrumpía en los cruces: unos policías uniformados de caqui mantenían despejadas las calles colindantes.

¿A qué esperaban aquellas personas? ¿Qué posibilidades tenían de lograr lo que querían? Parecían pacíficas y satisfechas, a pesar del sol y del humo pardo de los escapes de los coches. Llevaban buena ropa, ropa sencilla, a la usanza india. Quienes iban engrosando la fila llegaban casi a la carrera; después se quedaban más tranquilos: parecían dispuestos a esperar largo rato. Yo no me había fijado en el principio de la fila. No sabía qué pasaba. ¿Era un circo? Creo que había anuncios de un circo en un tramo anterior de la carretera. ¿Una presentación de estrellas de cine? Pero la gente que hacía cola no mostraba esa clase de inquietud. Eran bajitos, morenos, pacientes, serios, iban con sus mejores galas, y me acordé de que antes, en algún punto de la fila, había banderas y emblemas.

Cuando llegué al hotel, en el centro de Bombay, me dijeron que aquel día no se celebraba nada especial. Y aunque la multitud me pareció enorme, y la hilera extraordinaria, algo digno de aparecer en los periódicos, la gente del hotel con la que hablé no supo decirme el porqué. Lo que había sido un gran acontecimiento para muchos millares en la zona comercial de Bombay no se había reflejado allí.

Llamé a un conocido, escritor. Sabía tan poco como la gente del hotel. Me dijo que no había salido aquella mañana, que había estado en casa, escribiendo un artículo para

Debonair. Más tarde, una vez que hubo terminado el artículo, me llamó. Me dijo que tenía dos teorías. La primera consistía en que la gente que yo había visto tal vez estuviera haciendo cola para las guías de teléfono. Había ciertos problemas con el reparto de las guías nuevas: Bombay era así. La segunda teoría se la había aportado su asistenta. La mujer llegó después de que yo hubiese llamado, y le contó que aquel día era el cumpleaños del doctor Ambedkar y que se celebraba en el barrio por el que yo había pasado al salir del aeropuerto.

El doctor Ambedkar había sido el gran dirigente de la población india conocida antaño como los intocables. Fue más importante para ellos que Mahatma Gandhi. En su momento, disfrutó de honores y poder; fue ministro de Justicia en el primer gobierno de la India independiente, y redactó el borrador de la constitución del país, pero vivió resentido hasta el final. Fue el doctor Ambedkar quien alentó a los intocables —los

harijan, los hijos de Dios, como los llamaba Gandhi, y actualmente los dalit, como se autodenominan ellos— a abandonar el hinduismo, que los había esclavizado, y a abrazar el budismo. Murió antes de que sus ideas pudieran cambiar o desarrollarse, en 1956.

No había aparecido ningún dirigente de autoridad ni estima comparables entre las castas que defendía el doctor Ambedkar. Siguió siendo su dirigente, el hombre al que honraban por encima de todos los demás: casi su deidad. Según me contaron, en toda casa dalit había una fotografía del doctor Ambedkar. Era una fotografía que yo había visto muchas veces, y me extrañaba que no hubieran empleado otra mejor. La representación de Ambedkar era como una fotografía gris de pasaporte reproducida con un proceso de prensa anticuado: el dirigente reducido a una composición de puntos blancos y negros, inmovilizado en una imagen de los años cuarenta o cincuenta, un hombre rollizo de rasgos sin nada destacable, con gafas de estudiante y la respetabilidad semicolonial que otorgaban la chaqueta y la corbata. La chaqueta y la corbata contribuían a crear una imagen de santidad insólita en la India. Pero era adecuada, porque iba en contra de la ropa de fabricación casera y el taparrabos del Mahatma.

La posibilidad del doctor Ambedkar parecía mejor que la de las guías telefónicas. De hecho, la gente de la cola guardaba un silencio religioso. Era como si estuviera acumulando méritos haciendo lo debido. Con lo del doctor Ambedkar cobraban sentido las banderas y los emblemas que yo recordaba. Las personas que había visto honraban a su dirigente, su santo, su deidad, y también se honraban a sí mismas.

Aquel día, horas más tarde, hablé con un empleado del hotel. Me preguntó sobre mis impresiones de Bombay. Cuando le conté lo de la muchedumbre que se había congregado por Ambedkar, pareció sorprenderse unos momentos. Se quedó mudo. Después, con una irritación y una tristeza que asomaron por entre sus buenos modales de empleado de hotel, dijo: «El país va de mal en peor.»

Era otra versión de lo que tantas veces había oído sobre la India. La India había cambiado; ya no era el país bueno y estable de antaño. En los días del movimiento de liberación, los activistas políticos, en honor de Gandhi, llevaban ropa de fabricación casera como símbolo de sacrificio y servicio, de su comunión con los pobres. Después, las ropas caseras de los políticos pasaron a representar poder. Con la industrialización y el crecimiento económico, el pueblo había olvidado las antiguas formas de veneración. Solo honraba al dinero. La gran inversión en el desarrollo durante tres o cuatro décadas únicamente había desembocado en eso: en la «corrupción», en la «criminalización de la política». Al intentar elevarse, la India se había deshecho. Nadie podía sentirse seguro sobre nada; todo fluía. Policía, ladrón, político: los papeles eran intercambiables. Y con el dinero —el dinero que reflejaban los feos rascacielos abarrotados de Bombay— habían salido a la luz muchas peculiaridades largo tiempo enterradas. Esas lealtades menores, divisorias —de región, casta y clan— habían salido a la superficie de la vida india.

Los dalit, por ejemplo. Si hubieran seguido siendo solo los harijan del Mahatma, los hijos de Dios, gentes por las que se podía hacer algo bueno, objetos de sentimentalismo y de una piedad pasajera, una situación como la de la mañana del aniversario de Ambedkar no hubiera inspirado a nadie la idea de un mundo a punto de deshacerse. Pero a manos de las gentes antes conocidas como harijan había llegado cierta cantidad de dinero, cierto grado de educación, y junto con eso, el sentimiento de grupo y la conciencia política. Habían dejado de ser abstracciones. Habían empezado a hacer cosas por sí mismas. Eran personas que acentuaban sus particularidades, como otros grupos más poderosos de la India.

Y la particularidad de los dalit tal vez no fuera la más importante en la ciudad de Bombay. Justo junto al hotel se encontraba la Puerta de la India, un monumento británico: un magnífico arco que conmemoraba la llegada a la India, en 1911, del rey-emperador, Jorge V. Las connotaciones imperiales del arco habían sido absorbidas por la idea poética de la puerta, y la explanada enlosada que la rodeaba era un paseo muy popular por las tardes. A ambos lados de aquel monumento imperial habían colocado letreros sencillos y bastante pequeños, con una palabra en grafía devanagari, en negro sobre blanco, que denominaba a la ciudad

Mumbai en lugar de «Bombay».

Aquellos carteles con el nombre de

Mumbai reflejaban una lucha interna. Bombay era una ciudad cosmopolita. Así había sido desde el principio, y así se había desarrollado, atrayendo a gentes de todo el subcontinente. Pero, en la India independiente, Bombay quedó incluida en el estado de Maharashtra, y a mediados de los años sesenta comenzó un movimiento nacionalista que quería que el estado fuera para los maharashtras. Al principio, la hostilidad del movimiento se dirigió sobre todo hacia los emigrantes pobres del sur de la India, pero también se sintieron amenazados otros pueblos. El movimiento se conocía como Siv Sena, el Ejército de Siva, nombre tomado de Sivaji, dirigente guerrero del pueblo márata en el siglo xvii. Los periódicos mostraron una actitud crítica; calificaron al Sena de «fascista». Pero el movimiento creció sin cesar. Hacía dos años que dominaba el ayuntamiento de Bombay.

El edificio del ayuntamiento estaba construido en el sólido estilo gótico-victoriano del Bombay británico. Una escalera amplia y maciza, con cerrajería victoriana bajo un pasamanos de madera barnizada, llevaba hasta la cámara del concejo. Las paredes estaban revestidas hasta la mitad con paneles de madera de un intenso color pardo-rojizo, y las mesas y sillas estaban colocadas formando arcos y semicírculos alrededor de la silla del alcalde. Las de los concejales estaban tapizadas de verde, pero la del alcalde tenía una cubierta azafrán. El azafrán es un color hindú, y allí era el color del Siv Sena. El arco gótico bajo la galería en un extremo de la estancia estaba cubierto de satén azafrán. Delante del satén azafrán había un busto de Sivaji de color bronce; por encima del busto, sobre el satén, un escudo redondo con espadas cruzadas, también del color del bronce.

En lo alto de la pared, detrás de la silla del alcalde, y por encima de los arcos góticos (que arrancaban de columnas de mármol gris), había retratos de famosos alcaldes de Bombay de la época colonial. Los hombres de los retratos tenían aspecto muy digno; llevaban peluca o gorro parsi, turbante hindú o musulmán. La dignidad de aquellos hombres y el orgullo nacionalista que su dignidad debió de fomentar en otros tiempos habían quedado desplazados.

La cámara del concejo era tan perfecta a su manera, con tal aire de seguridad y unos detalles arquitectónicos tan estudiados, que resultaba difícil imaginar que todo hubiera sido negado por el sencillo azafrán del Sena. Me hizo pensar en la catedral cristiana de Nicosia, en Chipre, tomada por los musulmanes, despojada de gran parte de su mobiliario y recubierta de pendones coránicos. Me hizo pensar en los máratas del siglo xviii, en el vacío entre los mogoles y los británicos, que en sus incursiones llegaron hasta Delhi por el norte, hasta Bengala por el este, y entronizaron a los dirigentes máratas en Tanjore, en el extremo meridional.

Al llegar a Bombay desde el aeropuerto, es posible que el viajero solo vea hombrecillos morenos en medio de una muchedumbre indiferenciada, y polvo y humo; que vea, entre los bloques de cemento, una aglomeración de chabolas y chamizos parasitarios engendrados por las chabolas, unos dependientes de las otras, algo que podría parecer como la eterna pequeñez de la humanidad. Pero en la cámara del ayuntamiento, en el color azafrán y las espadas cruzadas del Sena, estaban los emblemas de la guerra y la conquista.

Con eso, la lucha por la independencia parecía un intervalo. La independencia llegó a la India como una especie de revolución; después, hubo muchas revoluciones dentro de esa revolución. Lo que podía aplicarse a Bombay también podía aplicarse a otras partes de la India: al estado de Andra, de Tamil Nadu, Asam, al Punjab. Por toda la India empezaron a fluir de nuevo centenares de particularidades que habían quedado inmovilizadas por el dominio extranjero, o por la pobreza, la falta de oportunidades o la infamia. Y resultaba fácil comprender que alguien como el hombre del hotel, que se había criado con otra idea de la India y de su desarrollo, se sintiera alienado e inseguro.

Yo experimenté tal sentimiento de alienación la primera vez que fui a la India, en 1962. Fue un viaje especial para mí: llegué allí como descendiente de unos emigrantes indios contratados en el siglo xix. Aquellos emigrantes fueron reclutados desde la sexta década del siglo pasado, sobre todo en la llanura oriental del Ganges, y después enviados desde estaciones de Calcuta a trabajar con contratos de cinco años a las plantaciones de diversas partes del Imperio británico, e incluso a otros lugares. Las personas como mis antepasados habían ido a Fiji, en el Pacífico; a Mauricio, en el océano índico; a Suráfrica; a algunos territorios de las Antillas, sobre todo a las Guayanas (la Guayana Británica y la Holandesa), y a Trinidad. Precisamente a Trinidad fueron mis antepasados, empezando en la octava década del siglo xix, según mis cálculos.

Estos grupos indios en el extranjero eran mixtos. Constituían Indias en miniatura, con hindúes y musulmanes, y gentes de diversas castas. Estaban desprotegidos, carecían de representación y de tradición política. Estaban aislados por el idioma y la cultura del pueblo entre el que se encontraron viviendo; también estaban aislados de la India misma (a muchas semanas de barco de Trinidad y las Guayanas). En estas circunstancias especiales surgió entre ellos algo que no hubieran conocido en su país: la sensación de pertenecer a una comunidad india. Este sentimiento de comunidad podía superar a los de religión y casta.

Fue este concepto de comunidad india el que, casi en las postrimerías del siglo pasado, descubrió Gandhi, a sus treinta años —por entonces apenas con ideas políticas, históricas o literarias—, cuando fue a Suráfrica y empezó a trabajar entre los emigrantes indios. Y fue durante su estancia en Suráfrica, que duró quince años, cuando vio los primeros indicios de una misión político-religiosa para toda la India.

Yo nací en 1932, quince años antes de la independencia de la India. Me crié con dos ideas sobre esa tierra. La primera —sin querer profundizar demasiado en ella— era la clase de país del que procedían mis antepasados. Éramos agricultores. En Trinidad, la mayoría de nosotros continuó trabajando en las plantaciones de azúcar coloniales, y también la mayoría llevaba una vida de pobreza; muchos vivíamos en chozas, con techo de paja y paredes de barro. Al ser arrancados de las inmemoriales costumbres de acatamiento de la India campesina, la emigración al Nuevo Mundo nos hizo ambiciosos, pero en la Trinidad colonial y agrícola, durante la Gran Depresión, existían pocas oportunidades de prosperar. Con tal pobreza a nuestro alrededor, y con la sensación de que el mundo era una especie de prisión (con barreras interpuestas contra nosotros por todas partes), la India de la que habían emigrado mis antepasados para mejorar se transformó en mi imaginación en un lugar terrible. Aquella India era privada y personal, distinta de la India sobre la que yo leía cosas en los periódicos y los libros. Aquella India, o la angustia por nuestra ascendencia, era como una neurosis.

Había una segunda India. Contrarrestaba la primera. Esa segunda India era la del movimiento de independencia, la de los grandes nombres. Era también la India de la gran civilización y del gran pasado clásico. Era la India por la que, entre todas las dificultades de nuestras circunstancias, nos sentíamos apoyados. Era un aspecto de nuestra identidad, la identidad comunitaria que habíamos desarrollado y que, en la Trinidad multirracial, había pasado a ser más bien una identidad racial.

Esa fue la identidad que llevé a la India en mi primer viaje, en 1962. Y cuando llegué, descubrí que allí no tenía ningún sentido. La idea de una comunidad india —de hecho, una idea continental de nuestra identidad india— solo tenía sentido cuando la comunidad era muy pequeña, una minoría, y estaba aislada. En el torrente de la India, con sus centenares de millones, con la amenaza de caos y vacío, aquella idea continental no suponía ningún consuelo. La gente tenía que aferrarse a ideas menores, sobre quiénes eran y dónde estaban; hallaban estabilidad en las agrupaciones más pequeñas, de región, clan, casta, familia.

Eran agrupaciones que yo apenas comprendía. No me hubieran proporcionado el menor consuelo en Trinidad, no hubieran creado ningún equilibrio para la otra India que llevaba en mi interior como neurosis, la India de la pobreza y la infamia, demasiado terrible de imaginar. Ese fue el país que encontré en 1962, y, con mi idea sobre la identidad india, no pude reconciliarme con él. La pobreza de las calles y del campo eran una afrenta y una amenaza, como rascar mi antigua neurosis. Me separaban dos generaciones de esa clase de pobreza; pero me sentía más próximo a ella que la mayoría de los indios que conocí.

En 1962, a pesar de los planes quinquenales y del sufragio universal, de tanto insistir en el socialismo y el hombre de la calle, descubrí que, para la mayoría de los indios, la pobreza india seguía siendo un concepto poético, un acicate para la piedad y la dulce melancolía, parte de la singularidad del país, de su antimaterialismo gandhiano.

El director de una revista semanal de economía, un hombre bueno y entregado del que me hice amigo, me dijo un día en Bombay, cuando hablábamos de los intocables: «¿Se ha fijado en la belleza de algunos intocables?» La India era la causa que había defendido toda su vida; la mejora de la situación de los intocables, parte de esa causa, y pronunció esas palabras con toda la generosidad del mundo.

Había una paradoja. Con mi idea continental de la identidad india, unida al nerviosismo que continuamente provocaba, en la India me hubiera resultado difícil hacer un trabajo que mereciese la pena. La estabilidad de casta o de grupo que tenían los indios, la visión más centrada, les permitía trabajar —en cosas modestas, para prosperar, no en cosas revolucionarias—, manteniéndose íntegros, en unas condiciones que a otros les habrían parecido imposibles, como tuve ocasión de comprobar durante las muchas semanas que pasé, en el campo, cuando estuve con jóvenes funcionarios indios.

Así habían vivido muchos millares de trabajadores en el transcurso de los años, muchos millones, sin sensación de tragedia personal; durante los cuarenta años posteriores a la independencia alcanzó las dimensiones de un enorme esfuerzo nacional. Podían apreciarse los resultados de tal esfuerzo. Lo que parecía improvisado había llevado mucho tiempo de preparación. Se veían indicios del aumento de la riqueza; también de la seguridad que habían adquirido quienes antes eran pobres. Un aspecto de esa seguridad recién adquirida consistía en la aparición de nuevas particularidades, nuevas identidades, tan inquietantes para los indios como lo fueron para mí las identidades de casta, clan y religión en 1962, cuando llegué a la India tan solo en calidad de «indio».

Los que antiguamente se conocían como intocables formaban una hilera de más de un kilómetro y medio en una carretera llena de tráfico para honrar a su dirigente, muerto tiempo atrás, el doctor Ambedkar, que en la fotografía que lo representaba llevaba chaqueta y corbata al estilo europeo. Esa proclamación de orgullo también era reciente. Hubiera podido decirse que era algo por lo que Gandhi y otros habían trabajado; hubiera podido decirse que era una reivindicación del movimiento de liberación, pero también hubiera podido considerarse una amenaza a la estabilidad que para muchos indios suponía ya algo cotidiano, y una persona perteneciente a la clase media hubiera podido pensar, por un reflejo de angustia, que el país iba de mal en peor.

La Bolsa de Bombay estaba en plena eclosión. Papú, un agente de veintinueve años, había ganado más dinero en los últimos cinco años que su padre durante toda una vida de trabajo. El padre de Papú emigró a Birmania durante la época británica, cuando ese país formaba parte de la India británica. Cuando alcanzó la independencia y se retiró de la Commonwealth, al padre de Papú lo obligaron a marcharse, como a otros indios. En la India, el padre de Papú se metió por su cuenta en el negocio de las acciones. Leía con atención las páginas financieras de la prensa y se ganaba la vida modestamente. «En la Bolsa, si tienes éxito siete de cada diez veces, te va bien», decía Papú. A su padre, un hombre sin estudios, le había ido bien, dentro de sus posibilidades.

A Papú, que tenía mejor educación y funcionaba en una economía mucho más amplia, le había ido muy bien, incluso según su propia escala. Según dijo, durante los últimos cinco años le había ido excepcionalmente bien, y pensaba que los diez años siguientes también serían bastante buenos.

Pero Papú estaba angustiado. No sabía en qué acabaría la reciente belicosidad de los negocios indios, y no estaba seguro de hasta qué punto podría encajar en el nuevo esquema de las cosas, con sus fuertes sentimientos religiosos. Además, había llegado a temer algo que nunca se le había pasado por la cabeza a su padre: a los veintinueve años de edad, Papú vivía con miedo a la revolución y la anarquía. En parte, era el miedo a la pérdida personal, pero también se debía a una prolongación de sus preocupaciones religiosas.

Papú pertenecía a una familia jainista. Los jainistas son una antigua rama del hinduismo, prebudista, y aspiran a lo que ellos consideran la pureza absoluta. No comen carne; no comen huevos; evitan quitar vidas. Todas las mañanas, el jainista debe bañarse, vestirse con un trozo de tela sin coser e ir descalzo al templo a orar. Y, sin embargo, los jainistas tienen fama en la India por su habilidad en los negocios.

El despacho de Papú estaba en la zona bursátil de Bombay. Desde la calle, al visitante no le resultaba fácil distinguir esta zona de otras del centro de Bombay. El vestíbulo del alto edificio en el que se encontraba el despacho de Papú presentaba una característica india especial: daba la impresión de que todos los días, en aras de la limpieza, alguien lo frotaba con un trapo ligeramente mugriento, y —al igual que a una imagen se le pone una marca nueva de pasta de sándalo— le daba grasa negra a las puertas correderas de metal de los ascensores. Cada ascensor tenía un número en un cartelito toscamente pintado, y para llegar a cada uno de ellos había que seguir una pequeña línea en zigzag, de modo que en el vestíbulo la gente formaba un dibujo floral.

En la planta superior en la que nos bajamos aún se apreciaban indicios del paso del trapo, pero en el vestíbulo de arriba, mucho más tranquilo, saltaba a la vista que la gente no sentía la misma preocupación que abajo por si la veían o molestaban, y soltaban escupitajos rojos y arenosos

de pan, unas veces en un rincón, otras sobre las paredes, formando arcos amplios, con salpicaduras.

Tras aquella falta de protocolo había una oficina. Mesas, empleados, objetos de oficina. En las paredes había representaciones en color, enmarcadas, de deidades hindúes, algunas rodeadas de guirnaldas. El despacho de Papú era una pequeña habitación interior. Las pantallas de ordenador lanzaban destellos verdes. En una de las paredes había tres representaciones de deidades, unas junto a otras. La diosa Durga, a lomos de su tigre, estaba a la derecha; del cristal colgaba una guirnalda de caléndulas.

Le pregunté a Papú por Durga. No me contestó de una forma directa. Se puso a hablar sobre su fe jainista y las aplicaciones que tenía a lo que hacía. Dijo:

—Lo fundamental es que carecemos de instinto asesino, que es lo que deberían tener los hombres de negocios.

Yo le dije:

—Pero les va muy bien.

—Somos comerciantes. —La diferencia tenía gran importancia para él—. El instinto asesino es necesario en la industria, no en el comercio. Por eso la comunidad jainista no está relacionada con la industria. Si ahora yo comercio en el mercado bursátil y no consigo sacarle dinero a alguien, no voy a contratar a un mafioso para que se lo saque. Eso es lo que ocurre aquí en cosas como la industria de la construcción: si se es constructor, hay que tener contactos con la mafia.

—¿Desde cuándo es así?

—Está aumentando en las ciudades. Después de 1975 —durante el estado de emergencia de la señora Gandhi—, todos los jefes de la mafia abandonaron el contrabando y empezaron a dedicarse a la construcción. «Animan» a la gente a dejar la tierra, por ejemplo, para edificar.

De este tema hablaban muchas personas. Formaba parte de la «criminalización» de los negocios y la política de la India. Papú dijo:

—Es un problema. No sé cuánto durará esto (señaló su despacho, con los ordenadores, y el despacho de fuera). De momento nos va bien. Somos vegetarianos, pero no sé cuánto tiempo podremos continuar sin echarnos a la calle a luchar.

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