India

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INDIA » 1. EL TEATRO DE BOMBAY

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Resultaba extraño, el hincapié en el vegetarianismo; pero era algo fundamental en la fe de Papú. Entre el desconcierto, el fluir y la incertidumbre de la vida, el vegetarianismo, el negarse a ser impuro, era algo a lo que aferrarse. Suponía un ejercicio de voluntad y virtud que libraba de otro tipo de excesos, entre ellos el de «echarse a la calle a luchar».

Papú era de estatura media. El vegetarianismo y el deporte —curiosamente, el baloncesto— lo habían dotado de un cuerpo esbelto, delicado. Era fuerte, sin músculos demasiado pronunciados; se parecía a una figura lisa de mármol de la escultura jainista. Tenía ojos serenos, el rostro un tanto cuadrado y bien definido, la piel tersa, sin arrugas.

Pensaba que si el carácter del comercio cambiaba, si irrumpía el instinto asesino, los jainistas tendrían que luchar o retirarse. Por lo que dijo, me pareció que hasta entonces habían preferido retirarse. Habían dejado la industria de la construcción. En Bombay, como en Delhi, habían abandonado los negocios que les obligaban a emplear dinero en efectivo o valores.

Se puso a hablar de nuevo sobre su fe, y cuando —tras tardar un buen rato en volver a mi primera pregunta— habló sobre la diosa Durga, no se refirió a ella como una deidad con atributos especiales. Habló de ella simplemente como de Dios.

—Tengo que pensar en Dios siempre que ocurren ciertas cosas. He perdido a mi padre a principios de este año. Murió de un ataque al corazón. En momentos como ese tienes la sensación de que existe un factor externo contra el que no puedes hacer nada. Ahora utilizo ordenadores, como en los países civilizados. A veces, tengo la sensación de que si logro triunfar en el mercado es porque soy capaz de ponerme al día con todos estos adelantos. Pero después, cuando ocurre algo así, mi padre, su muerte, me da la impresión de que mi inteligencia o mi decisión no valen nada. Estoy metido en este negocio. Preveo los movimientos del mercado, los movimientos de los precios. Como sabrá, hay obsesión con el trabajo. Y de repente, esa sensación de no poder prever mi propia vida. Esos son los momentos en los que pienso que hay algo parecido a Dios, y en los que deseo tener fe.

»Durante el último año experimento esa sensación siempre que estoy exaltado o muy triste. Antes, si me exaltaba, lo expresaba. Cualquiera lo hubiera notado. Pero ahora sé que al final del día, tras la exaltación, puede suceder algo triste. Así que ¿para qué exaltarse?

—Comprendo que piensen así los hombres mayores, pero usted no es mayor.

—En la Bolsa de Bombay hay un dicho: «¿Cuántos Divalis has visto?» Divali, el festival hindú de las luces. Equivale a decir: «¿Cuántos años tienes?» El dueño de esta compañía, que es amigo mío, tiene solo treinta años y ha tenido mucho éxito durante los últimos cinco años. Ha superado dos investigaciones fiscales por sorpresa y varios altibajos. Cosas que mi padre hubiera tardado toda una vida en experimentar, él las ha hecho en cinco años. Por eso decimos que no es el número de Divalis que has visto, sino el número de petardos que has hecho estallar. Para mí es lo mismo, no solo en los negocios, sino en la vida. Voy al templo todas las mañanas. Rezo fundamentalmente para dominar ciertos sentimientos.

—¿La aflicción?

Yo estaba pensando en su padre. No me entendió. Creyó que había dicho «ambición», y contestó:

—La ambición y el miedo. Los dos sentimientos van unidos en mi negocio. Entro en el templo, junto las manos y me quedo allí esperando cinco minutos.

—¿A quién se dirige cuando hace eso?

—A algo que crees que controla el mundo.

—¿No piensa en ninguna deidad concreta?

—Si estás metido en los negocios, la imagen que tienes presente es la de la diosa Laksmi. En otras ocasiones puede ser Sarasvati. Laksmi es la diosa de la riqueza; Sarasvati, la de la sabiduría. Y cuando pienso en los niños de los barrios de chabolas, tengo que pensar en Dios. Esos son los momentos en los que pienso que existe un útero del que yo salí, por lo que hoy estoy aquí y no allí. Pero ¿por qué estoy aquí y no allí, en un barrio de chabolas? Entre todos los conocimientos que recibí en el colegio y la universidad, no encontré respuesta a este interrogante. Pero la respuesta es: Dios. Pienso en estas cosas un par de veces al día.

—¿Su padre también pensaba en estas cosas?

—Mi padre era un hombre que salió de la nada. No llegó a estudiar en la universidad. Tuvo que ocuparse más de su trabajo. Normalmente, un hombre piensa en estas cosas cuando tiene asegurados la comida y el techo. Aunque mi padre debía de pensar lo mismo, tenía que cumplir sus obligaciones para con su familia. Yo disfruto de más comodidades con menos edad que él. Es una de las razones por las que ocurre esto.

—¿Se puede tener éxito en los negocios sin cierta agresividad?

—La agresividad crea un círculo vicioso. Voy a ponerle un ejemplo. Aquí hay un señor que se llama Ambani. Dentro de un par de años será el industrial más importante de la India. Este hombre le ofrecería la auténtica imagen de cómo funciona el éxito comercial en la India. Es buen administrador y también buen manipulador. Son dos cosas distintas. El administrador organiza su negocio, el manipulador domina el mundo exterior. Ambani posee el don de la previsión, y también agresividad. Si se lo compara con viejos industriales como Tata y Birla, va una generación por delante. Birla tenía licencias. Creó industrias, está fabricando productos. Este señor, Ambani, les lleva la delantera. Impone y destruye normas para sí mismo. Ve que hay demanda de poliéster, que es brillante y dura mucho. Es perfecto para la India, donde la gente no puede comprar demasiada ropa. De modo que se mete en el negocio del poliéster y toma la precaución de que nadie más lo haga. El siguiente paso consiste en fabricar la materia prima para el poliéster. Después quiere que otros fabriquen poliéster para que utilicen su materia prima. Esta integración regresiva lo llevará a dominar la industria textil de la India. El poliéster será el mayor mercado.

»Si yo quiero meterme en algún negocio en la India, eso es lo que tengo que hacer. Algo parecido.

»Pero existe otro aspecto. Aquí hay una empresa llamada Bajaj. Es la segunda productora mundial de motocicletas. Hace tres años, cuando los japoneses entraron en la India, pensamos que vencerían a Bajaj al poco tiempo. No solo ha sido capaz de mantenerse, sino que ha crecido más que todas las demás. Es licenciado por Harvard, pero de familia convencional, con la cultura y las convenciones de los indios. Han sufrido impuestos sobre las personas físicas del 97 por 100 e impuestos sobre el patrimonio nada menos que del 80 por 100, y, sin embargo, siguen siendo muy importantes. Eso me hace confiar en que aún puede funcionar.

Con el «puede funcionar» se refería al sistema tradicional indio, el sistema que encajaba con «la cultura y las convenciones de los indios».

Papú añadió:

—Lo importante es su pregunta sobre cómo triunfar sin agresividad. El problema está en la disciplina. Creo que mis amigos no vegetarianos no tienen la fuerza de voluntad ni la disciplina y el carácter de los vegetarianos. Cuando empezamos a serlo no nos planteábamos estas cosas, pero ahora, al reflexionar sobre la vida, vemos que los no vegetarianos tienen un problema.

Papú se había trazado ciertos planes para el futuro. Quería seguir trabajando durante los diez años siguientes, para ejercitar las dotes comerciales que poseía. En esos diez años quería ganar suficiente dinero para el resto de su vida, y después dedicarse a las obras sociales. Pero tenía dudas sobre sus planes, sobre todo dudas acerca de la conveniencia o la eficacia de abandonar el trabajo. Si se dedicaba personalmente a las obras sociales, ¿no supondría malgastar su talento natural? ¿No serviría mejor a su causa social continuando en los negocios y dedicando los beneficios —que aumentarían— a las obras sociales?

Estas ideas le preocupaban. Se sentía inseguro sobre sus motivaciones, algo que le preocupaba aun más. Pensaba que, con la clase de vida que llevaba, el interés que despertaban en él los pobres era por el momento puramente «hipócrita».

—Si digo que debería estar haciendo obras sociales, ¿por qué este despacho con aire acondicionado? Si mis sentimientos fueran sinceros, debería irme a los barrios de chabolas, a trabajar. Pero es posible que tenga que seguir viviendo como un hipócrita hasta los cuarenta años. Y después haré lo que quiera. Hoy en día estoy obteniendo grandes beneficios por lo que invierto, y por eso pienso que debería trabajar más, que no debería tener derecho a estos lujos.

»La anterior generación de jainistas, cuando pensaban en las obras sociales, construían templos de mármol. A nosotros no nos parece bien, quizá porque tenemos tantos templos. Nosotros pensamos en orfanatos y hospitales. A nuestra generación le importan más las obras sociales que la religión.

—¿De verdad le pone la pobreza tan nervioso como dice?

—Estoy seguro de que va a haber una revolución. Dentro de una o dos generaciones. Esto no puede continuar, la desigualdad de ingresos. Me da escalofríos pensarlo. Estoy completamente seguro de que la mentalidad india es religiosa, fatalista. Incluso después de la educación que he recibido, sigo pensando que me llevará el destino, que llegaré allí haga lo que haga. Por eso no ha habido una revolución. Pero con las crecientes frustraciones, incluso si la gente es religiosa habrá revolución. Se está abusando demasiado de la tolerancia.

—¿Qué forma cree que adoptará la revolución?

—No será

nada. Caos absoluto.

Para algunos, como el Siv Sena, la revolución ya había empezado. Nijil, un joven periodista que había conocido, me llevó un domingo por la mañana ante un «dirigente de zona» del Sena del barrio industrial de Zane. El Sena tenía cuarenta unidades en Zane —cuarenta unidades en un barrio—, y cada unidad un dirigente como el señor Patil, el hombre a quien fuimos a ver.

Zane se encontraba a una hora de tren al norte del centro de Bombay. Los vagones eran anchos, espaciosos y sencillos, destinados al duro trajín de los trayectos de cercanías de Bombay, sin absurdos tornillos, listones ni postes metálicos a la vista. Un prominente letrero de metal presentaba en cada vagón el nombre de la fábrica: Jessop and Co., Calcuta, antes británica, después india.

Pasamos junto a bloques de pisos, enmohecidos y mugrientos; ciénagas, desagües; pedazos de tierra pardusca; polvo, niños, y, por todas partes, las chabolas y los chamizos contiguos con techo de harapos cuya aparición fomentaban: la chabola, la choza o el chamizo ya existente proporcionaba una pared a quien llegaba a continuación, a las oleadas de seres humanos que invadían Bombay sin cesar, que a veces deshacían en una noche los esfuerzos de rehabilitación de años. En sus comienzos, el Siv Sena quiso que Maharashtra fuera para los maharashtras: hizo campaña contra la emigración a Bombay desde otros estados. Lo que se veía desde el tren ofrecía explicación suficiente.

Incluso en Zane, a una hora de distancia, se experimentaba la sensación de que el espacio vital seguía siendo inmensamente valioso. En un callejón de clase obrera cerca de la estación de ferrocarril —detrás de los tenderetes de vivos colores, unos de fruta, otros de relojes baratos, otros de fruslerías para las mañanas de domingo, brillantes objetos de feria—, un simple apartamento podía costar dos

lajs y medio de rupias, o sea, doscientas cincuenta mil rupias, unas diez mil libras.

La entrada a la casa del señor Patil estaba junto a este callejón, en un pasadizo entre dos casas de dos pisos. El señor Patil vivía arriba, en la casa de la derecha, vieja; la de la izquierda, aún en construcción y de un estilo arquitectónico insólito, iba a ser bastante sólida. El patio situado en el extremo del pasadizo era como los antiguos patios traseros de Puerto España, con una ajetreada vida en el exterior; sin embargo, las dependencias de ladrillo medio desmoronadas contra el muro trasero mostraban las estrecheces propias de Bombay, y eran reflejo de personas que tenían que arreglárselas en un espacio muy reducido.

En el terreno o patio al otro lado del muro trasero, y no lejos de él, se alzaba el deteriorado armazón de hormigón de un edificio de cierta altura que parecía abandonado. Si ese edificio hubiera seguido creciendo, habría impedido que parte de la luz llegara al patio del señor Patil; el patio hubiera dado la impresión de estar cercado. Tal como estaba, con un espacio abierto detrás, curiosamente no se tenía sensación de opresión, a pesar de la multitud y del ruido envolvente: sonidos dispersos, acontecimientos diversos, múltiples, que unidos producían una especie de rumor marino.

La escalera de madera que llevaba al piso del señor Patil era empinada (ahorraba espacio), y necesitaba reparaciones. La construcción era interesante: cada grueso tablón iba ensamblado a las tablas laterales. En la terracita o galería de arriba estaban los zapatos y las zapatillas que se había quitado la gente, pero a nosotros no nos pidieron que nos descalzáramos.

En la habitación de dentro había una visita que había llegado antes que nosotros. Era un inspector de policía, con uniforme caqui, y estaba sentado en un sillón junto al señor Patil. Tampoco él se había quitado las botas. Eran unas botas magníficas, y debían de ser suyas, no parte del uniforme. Le llegaban al tobillo, eran de cuero suave, con bonitas muescas y estrías, y de color sangre de buey.

El inspector tenía treinta y tantos años, o poco más de cuarenta. Era serio y respetuoso, pero también consciente de su propia dignidad. El señor Patil tenía el ceño fruncido; el frunce podía interpretarse como expresión de su autoridad. Era bajo y había empezado a ponerse rechoncho. Era joven, de menos de treinta años, y la forma de sentarse resaltaba la pequeña barriga. Parecía reciente, algo con lo que aún estaba aprendiendo a vivir, como la redondez de sus muslos, que le estrechaba los pantalones visiblemente. Estaba descalzo en el salón. Era la costumbre, pero también una señal de sus privilegios: el dignatario local que recibe en casa.

El inspector de policía había ido aquella mañana de domingo a pedir ayuda al Sena para el problema del «suplicio de Eva». El acoso sexual de las mujeres en lugares públicos, en muchas ocasiones encubierta, en otras abiertamente, constituía un problema en toda la India. El incidente concreto que preocupaba al inspector había provocado el enfrentamiento de dos grupos de la zona. Con tal apiñamiento y tal proximidad, no se necesitaba mucho para que se desataran los nervios: las peleas surgían fácilmente.

El cuarto estaba pintado de rosa y tenía suelo de terrazo. En cuanto a decoración y mobiliario, era, salvo por detalles de época, como las habitaciones que había conocido en Trinidad en mi infancia, las habitaciones de personas que empezaban a pensar que les iba bien y también a tener conciencia de su propia dignidad. Había un televisor Sony, con vídeo. Un paño de encaje con dibujos cubría el aparato, y encima del paño había una muñeca. En las paredes rosas había ramas de hibisco sobre trozos de enrejado de plástico. Una cama doble ocupaba un rincón de la habitación; encima había dos travesaños de un color rosa desvaído situados simétricamente, formando ángulo, y de una especie de percha colgaban ropas del señor Patil.

La madre del señor Patil estaba sentada en el suelo de terrazo desnudo, junto a la puerta de la izquierda. La habitación trasera debía de ser la cocina. Se me antojó que de aquella habitación salía olor a pescado frito, pero quizá me equivocase. Quizá los Patil no comieran pescado: en la India, tales detalles tenían importancia, y podían ser cuestiones de casta. De todos modos, olía a guiso, y eso debió de ser lo que —mientras hablaban el inspector de policía y el señor Patil— atrajo a un gatito atigrado, de color anaranjado, que cruzó la habitación hasta donde estaba sentada la madre del señor Patil. El gato me sorprendió: creía que a los indios no les gustan mucho estos animales. Era un gato indio, delgado de cuello y patas, solo que con el vientre grueso, más flaco y desesperado que los gatos gordinflones de Inglaterra.

La madre del señor Patil llevaba un sari con dibujos rojos o rosas, atado de tal forma que le permitía separar las piernas. Era muy baja, de carnes fláccidas, con aspecto de cansancio, y llevaba gafas de gruesos cristales. Se había sentado junto a la puerta para disfrutar de la visita del domingo por la mañana, pero, por su actitud, saltaba a la vista que no quería entrometerse en los graves asuntos que tuviera que tratar su hijo.

El imponente inspector de policía, muy serio, se levantó al fin. Dijo que se alegraba de que el señor Patil fuera tan comprensivo. Los dos grupos implicados en el «suplicio de Eva» tenían suficientes seguidores como para crear problemas en la localidad, según dijo, y en esas cuestiones, la policía seguía la estrategia de intentar reconciliar a la gente. A continuación salió, y se le oyó bajar, pisando delicadamente los empinados escalones con sus botas.

El señor Patil frunció el ceño aún más, apretó los labios y esperó a ver de qué quería hablarle yo. No sabía inglés; solo márata. Nijil hizo de intérprete. Dije que, en primer lugar, quería averiguar algo sobre la localidad y sobre la familia del señor Patil.

El señor Patil dijo que su familia había pasado toda la vida allí, en aquella localidad. Su padre trabajó en la sala de herramientas de una fábrica del centro de Bombay durante cuarenta años. ¿Qué hacían en la fábrica? Ni el señor Patil ni su madre lo sabían. La fábrica estaba cerrada, acabada. Pero lo importante era que su padre había tenido trabajo fijo. Gracias a ello, la familia no había conocido penalidades cuando eran niños. Solo conocieron penalidades como familia cuando murió el padre, en 1975. En la India no había pensiones.

El señor Patil tenía el rostro cuadrado, la piel oscura. Llevaba bigote. Empezaba a clarearle el pelo.

Se puso a trabajar cuando murió su padre. Encontró empleo en el departamento de embalaje de una empresa que fabricaba transistores. Una prima suya le habló de aquel puesto. Ella trabajaba en la fábrica; aún seguía allí. El no ganaba mucho en el departamento de embalaje: trescientas rupias al mes, ocho horas al día. No le gustaba lo que hacía, pero era un puesto de trabajo. Entabló amistad con muchas personas de la fábrica, y la mantenía con bastantes.

Nunca se había considerado pobre, ni tampoco a su familia. Nunca sé había considerado ni rico ni pobre. Siempre había pensado que pertenecía a la clase media (en el sentido indio del término). Y lo que dijo pareció un eco de las palabras de Papú, el corredor de bolsa jainista. Un hombre tiene que ocuparse de la comida y el techo antes de fijarse en la existencia de otras cosas. Al igual que el éxito le había deparado a Papú unas preocupaciones sociales que su padre, con más agobios, jamás había experimentado, y aunque el Siv Sena hablaba de las privaciones de los maharashtras, esa idea solo podía ocurrírsele a la gente cuando de verdad dejaba de pasar privaciones.

¿Cómo, viviendo en esa localidad, había empezado el señor Patil a tener ambiciones? ¿Ya era ambicioso de niño? Pues sí. Quería ser famoso. Por ninguna razón especial; sencillamente, ser famoso. En una época pensaba que le gustaría alcanzar la fama como jugador de criquet. Pero ya no tenía esa ambición; se había reducido. Solo quería hacer lo que el dirigente supremo del partido quería que hiciera.

Tenía diez años la primera vez que vio al dirigente. Lo vio allí, en aquella localidad. Debió de ocurrir en 1969 o 1970. Un día vio un cartel que anunciaba una visita del dirigente. Hasta entonces no había oído hablar de él: el Sena solo tenía tres años de existencia, y el dirigente no era tan famoso como lo sería más adelante. Pero el señor Patil se fijó en el anuncio de su visita. Eso ocurrió durante las festividades de Ganpati. Y en la charla del señor Patil empezaron a confluir la religión y la política del Sena.

En Maharashtra se veneraba a Ganpati, Ganesha, el elefante hindú de trompa larga y amistosa, ojos brillantes y gran panza de satisfacción. Era muy importante en la casa de los Patil: la familia tenía una imagen del dios. Todos los años se celebraba un festival en su honor. Duraba nueve días, y diariamente, tenía lugar un gran acontecimiento. De muchacho, el señor Patil asistía al gran acontecimiento todos los días que duraba el festival, año tras año.

Dijo, mientras Nijil traducía sus palabras del márata y su madre (de piel mucho más clara que la suya) asentía:

—Todas las cosas buenas que me han pasado han ocurrido por la gracia de Ganpati. Todos los meses hay un día dedicado al culto de Ganpati. Recorro ciento diez kilómetros para rendirle culto en su enorme santuario de Pali.

En la pared detrás del televisor Sony había una fotografía o dibujo de esa imagen de Pali: la panza amplia, desbordante, de la deidad, de un rojo violento, chillón, nada benévolo.

Le pregunté si en su familia siempre había predominado aquella idea de Ganpati como dador de buena suerte. Dijo que sí. ¿Cuándo relacionó a Ganpati con algo bueno por primera vez en su vida?

Se rascó la cabeza, de escaso cabello. El gato o gatito atigrado se había sentado debajo de la silla que antes ocupaba el inspector de policía, y miraba delicadamente a su alrededor. La madre del señor Patil, sentada en el suelo de terrazo, junto a la puerta, que parecía ser su sitio, alzó la cabeza, como si estuviera pensando en la primera vez que el dios había bendecido a su hijo: los gruesos cristales de las gafas formaban manchas de luz sobre sus ojos.

En la pared sobre la cama con los travesaños simétricos había un tubo fluorescente: en la India se utilizaban los tubos fluorescentes porque eran baratos. Había dos ventanitas en aquella pared. En una de ellas las barras de hierro estaban colocadas verticalmente; en la otra —por cuestión de variación de estilo—, eran horizontales. Las dos ventanas tenían cortinas parecidas, cada una de ellas recogidas con una banda en dos puntos.

La habitacioncita de paredes rosas estaba atestada de objetos para mirar: mucho cuidado, mucho orgullo en todo ello. Había un armario, y también una especie de vitrina con armazón negro de aproximadamente un metro de altura. Sobre la vitrina había una vela multicolor muy grande, como para equilibrar la muñeca del Sony. Entre las cosas que llenaban las estanterías había un juego de vasos de acero inoxidable y ocho tazas de loza con un motivo floral. La vitrina y los objetos que contenía —aparte de los vasos metálicos— se parecían a las cosas que yo había conocido en mi infancia. Allí mantenían una especie de unidad: me llegaron al corazón.

El señor Patil dijo al fin:

—Yo no iba a clase. Me dedicaba a holgazanear, a jugar al criquet. Llegó un momento en que me dijeron que me iban a expulsar del colegio. Entonces le recé a Ganpati. Tenía unos quince o dieciséis años. Le dije a Ganpati que si no me expulsaban iría en peregrinación a Pali. Y no me expulsaron. La jefa de estudios cambió de opinión. Cuando me llamó a su despacho, me dijo que de momento solo quería amonestarme.

Después de aquella ocasión, recordó otras en las que había recibido la gracia de Ganpati.

—Hace unos tres o cuatro años, mi madre se puso enferma. Tenía la tensión alta. La llevaron al hospital. Estuvo con oxígeno. No podía hablar. Fui a Pali, al santuario de Ganpati, a hacerle una ofrenda, una guirnalda y un coco. Cuando volví, estaba mucho mejor.

Y su madre —sentada junto a la puerta, no en el suelo desnudo, como yo creía, sino sobre un delgado trozo de madera como de unos dos centímetros— juntó las manos mientras su hijo hablaba, y después dijo, según la traducción de Nijil, que unía sus manos en acción de gracias a Ganpati.

Ya el día que nació le fueron concedidas ciertas gracias. Fue en 1959. Había disturbios en la zona. La gente tiraba piedras. No resultaba fácil coger taxis, pero su padre logró encontrar uno para llevar a la señora Patil al hospital. El taxi tuvo que recorrer cinco kilómetros en medio de los disturbios para llegar al hospital estatal. Llegó sano y salvo, y en cuanto la madre entró en el hospital, dio a luz.

Madre e hijo fueron turnándose para contar la historia, y después, la madre, sentada en el suelo, volvió a juntar las manos y dijo que todo se debía a la misericordia de Ganpati.

Y más adelante, hacía un par de años, había sufrido una grave crisis. Fue en su vida política, y se prolongó durante nueve días. Fueron momentos muy dolorosos. Peregrinó a Pali, y le juró a Ganpati que si salía de la crisis le haría una ofrenda de ciento un cocos.

¿No era como intentar comprar al dios?

—Mi fe está arraigada en la realidad. No tengo por costumbre ofrecer ciento un cocos para pedir que me nombren primer ministro.

¿Era muy profunda su fe en Ganpati, algo que siempre había sentido? ¿O después de haber orado buscaba alguna señal del dios?

Dijo, según la traducción de Nijil:

—Incluso cuando parece que las cosas van mal, oigo una voz interior. Supongo que se podría llamar confianza en mí mismo.

Nijil repitió la palabra en márata que había utilizado para la expresión «confianza en mí mismo»:

atmavishwas. Ese era el mayor don de Ganpati.

Le dije:

—¿Cómo llevó ciento un cocos hasta el santuario?

—Se pueden comprar allí mismo.

Me contó más cosas sobre el festival de Ganpati. Todos los años había que comprarle una imagen nueva a la persona que las fabricaba. Se guardaba la imagen en casa durante el tiempo que se quisiera, pero cuando acababa el festival había que tirarla o sumergirla. La tradición en su familia era conservar la imagen un día y medio; después, la llevaban a un lago no lejos de allí y la sumergían en él. Su madre siempre había tenido el deseo de llevar la imagen desde la casa del fabricante a la suya con banda de música. Lo había cumplido recientemente. Su otro hijo encontró un trabajo muy bueno, y la familia contrató una banda y llevó la imagen a su casa, e hizo otro tanto cuando la sacaron para llevarla al lago.

Con la conversación sobre Ganpati, los santuarios, las peregrinaciones, las promesas y ofrendas, empecé a hacerme una idea de los misterios que contenía la tierra para las personas como los Patil, el esplendor que a veces rozaba su vida, los prodigios entre los que se desenvolvían. En su mundo había más de lo que se veía. Zane era un barrio industrial, pero la tierra era muy antigua; era sagrada, y la misma gente podía vivir de un modo natural con múltiples formas de sentir.

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