India

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INDIA » 1. EL TEATRO DE BOMBAY

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puja a otro. Entonces, ¿no debía pensar en hacer algo similar a lo del

pujari eléctrico, para asegurarse el futuro?

Contestó como si hubiera reflexionado sobre el tema.

—Yo no creo en esas cosas. —Se refería a preparar sus propias grabaciones de

pujas—. Tienes que prestar demasiada atención a rebobinar y avanzar. —Pronunció estas palabras en inglés—. No te puedes concentrar. Se pierde el sentido del

puja.

Le dije que en un

ashram el pujari podía ser pobre y no por ello perder dignidad. Todavía podía estar bien ser un

pujari pobre en Bombay. ¿Seguiría siempre así? La ciudad cambiaba sin cesar; circulaba mucho más dinero. ¿No existía el riesgo de que, como

pujari pobre, empezara a mermar la estimación de la gente?

—Las riquezas materiales, para otros. Yo tengo paz de espíritu.

Dijo, sonriendo, que en realidad no le iba mal. Ya no era huésped de pago. Acababa de comprarse un apartamento, una «cocina con habitación», como se llamaba en Bombay, un apartamento parecido al piso en el que estábamos hablando. Cuarenta metros cuadrados, setenta y cinco mil rupias.

Hice un sencillo cálculo. Llevaba seis años en Bombay, y decía que ganaba mil rupias al mes. O sea, que el apartamento le había costado más que sus ganancias de aquellos seis años. ¿Tenía hipoteca?

Contestó, con su dulce sonrisa:

—No. Ahorros.

¡Ahorros! De modo que había estado viviendo prácticamente de los regalos que le hacían por su condición de

pujari y apenas había gastado lo que reunía por los

puja.

Dijo:

—Lo he pagado a plazos. Por ser

pujari, el propietario me ha tratado con consideración especial. Pertenece a mi comunidad.

—En Bombay no hay mucha gente con tanta suerte.

Se limitó a decir:

—Yo me lo tomo como un favor divino.

Descubrí que incluso había empezado a pensar en casarse. A la mujer con la que se casara no iba a resultarle fácil, porque se pasaría todo el día fuera, con sus

pujas. Así que pensaba que le convenía una

esposa trabajadora —lo dijo en inglés— que, además, ayudara con los gastos y todos aquellos aspectos de la vida que tanto parecían preocuparme a mí.

¿Había alguna actividad que le proporcionase placer?

No fue una buena pregunta. El no establecía ninguna diferencia mental entre trabajo y placer. Era

pujari; servía a Dios: no era una cuestión de trabajo ni de horas. Sin embargo, reflexionó unos momentos. Y mientras pensaba, sus dulces ojos negros estaban brillantes y sonrientes. Placer, placer... ¿qué podía considerarse placer?

Dijo:

—Me gusta adornar el santuario.

Siempre miraba hacia el interior. Pero... estábamos en Bombay, una ciudad con múltiples religiones, razas y conflictos. ¿Cómo veía él la ciudad? ¿Qué pensaba cuando, por ejemplo, veía a los turistas en torno a la Puerta de la India y al Hotel Taj Mahal? ¿Qué pensaba de las multitudes, de las gentes entre las que él —con su vestimenta

de pujari— sin duda tenía que destacar?

—Me es indiferente. Tengo mi trabajo. Me mantiene ocupado. No tengo tiempo para ir de visita. No tengo tiempo para mirar a mi alrededor.

Llevaba seis años en Bombay, y en la medida en que podía preverlo, tenía pensado quedarse; pero la única persona a la que seguía respetando y venerando era al dirigente de la comunidad brahamánica de Chitrapur Saraswat.

Miraba hacia dentro y estaba sereno; se aislaba del resto del mundo. O también podría decirse que dejaba que otros mantuvieran el mundo en funcionamiento. No era la forma de mirar de sus compañeros de la comunidad (algunos de ellos en el Golfo, entre musulmanes); pero le hacía buen

pujari.

Subroto —que era de Bengala y trabajaba en Bombay, en el departamento artístico de una agencia publicitaria, pero se conformaba con vivir en la ciudad en calidad de huésped de pago, ya que comprar o alquilar un apartamento estaba fuera de su alcance—, Subroto me llevó una tarde a conocer a un amigo suyo, un guionista de cine que estaba pasando penurias. En Bombay, eso significaba verdaderas penurias. Para el guionista significaba una caída casi al mismo nivel que su público potencial, la gente que (como él mismo diría) llenaba sudorosa los destartalados cines y recurría a la pantalla como liberación.

Vivía en un bloque de apartamentos de Mahim, en el centro de Bombay, cerca de un mercado de verduras que despedía cálidos olores a putrefacción. En el edificio había diez apartamentos por planta, como en el de Nandini, pero no estaba tan bien cuidado como el de ella. Mientras Subroto y yo subíamos la escalera de cemento vislumbramos, por las puertas abiertas, habitaciones pequeñas y en desorden, y en ocasiones siluetas tendidas para el descanso del mediodía en camas o en el suelo; y —en la atmósfera del lugar— mi imaginación se dispuso para componer con aquellas siluetas y posturas un cuadro más siniestro.

Llegamos a la planta que queríamos y continuamos por una terraza o galería, deslumbrante al sol de la tarde, hasta donde se abría a una habitación recién pintada y casi vacía. Aquella habitación, de luces y sombras sesgadas, tenía dos camas apoyadas contra paredes opuestas, dos sillas plegables y tres objetos de cestería colgados de una pared, la decoración más casta posible, un toque de hogar, tal vez un toque de Bengala. En aquel entorno, con sus detalles claros, definidos, detalles casi sacados de un escenario, estaba mi anfitrión, el guionista, un hombre alto vestido con ropas blancas de Bengala, de unos cuarenta años, apuesto, irónico, con un asomo de rabia contenida, un hombre que me llegó enseguida al corazón.

Un poco más tarde caí en la cuenta de que la habitación, sencilla y sin ningún desorden, debía de estar especialmente preparada para nuestra visita. Era la única habitación del apartamento. En ella vivían y dormían dos personas. Contigua estaba la zona dedicada a cocina, tras una puerta con cortina.

El guionista dijo:

—Yo estudié en Calcuta. Siempre acabo por volver allí. Es mi ciudad natal, mentalmente. Es donde me siento a gusto, donde tengo la sensación de que todo el tiempo pasan cosas, y donde empecé a albergar la ambición de ser guionista. A un guionista de cine le resulta difícil sobrevivir. Yo lo sabía, y durante once años trabajé de contable de costos. Era la época en que se realizaban esfuerzos para hacer de la India un gran país industrial. Se edificaba en muchas regiones del país, y yo trabajaba de contable en la industria de la construcción. Me trasladaron de un sitio a otro y recorrí todo el país, y muchas veces tuve que estar en lugares vacíos, desiertos. Me hice nómada, y desde entonces he seguido siéndolo.

»Un buen día me levanté y dejé de trabajar. Estaba aquí, en Bombay. Había venido con mi empresa. Por entonces, a finales de los sesenta, Bombay se estaba convirtiendo en una ciudad muy industrializada. Me despedí del trabajo y empecé a dedicarme al teatro. Leía mucho en mi tiempo libre cuando trabajaba en la industria de la construcción; en algunos sitios a los que íbamos no había otra cosa que hacer. Y cuando vine a Bombay descubrí que muchos de los amigos que tenía aquí, gente que había conocido en otros sitios, era gente de teatro.

»En los años setenta, muchas personas que se dedicaban al teatro se pasaron al cine. Había una organización gubernamental para la financiación del cine. Había dinero para dar y tomar. Muchos amigos míos cogieron dinero y se unieron al movimiento, y se rodaron un montón de buenas películas. Pero esas películas no se estrenaron. Hicieron seminarios, organizaron festivales, y se escribieron artículos larguísimos sobre ellas, pero desgraciadamente no las vio nadie porque no llegaron a estrenarse.

»Voy a contarle cómo me las arreglé cuando dejé la constructora. Vivía en el tejado de un rascacielos con dos amigos, bajo el depósito de agua. Sobornábamos al vigilante. Así vivimos durante un año. La mejor vista de la ciudad, y encima gratis. Eso era en 1969. Yo tenía veintisiete años. Lo único que podíamos permitirnos era alcohol barato. Teníamos un trato con el vigilante: una noche nosotros llevábamos una botella y a la noche siguiente la llevaba él. Así que nos alcoholizamos. No teníamos otra opción. El vigilante no nos permitía ninguna noche gratis: formaba parte del trato.

»El vigilante era de Nepal, y nos contó historias terribles sobre su país. Nos dijo que había tenido que andar durante veintisiete días para ir desde su aldea hasta la frontera con la India, y que durante todos esos días poco menos que se murió de hambre. Vino aquí en busca de trabajo, y cuando cobró el primer sueldo fue a un restaurante y comió tanto que se puso enfermo, de disentería. Cuando se emborrachaba, decía: “¡Habría que pegarles un tiro a todos!” Y nosotros le dábamos la razón.

»Inventábamos historias, intentábamos escribir guiones. De repente, uno de los amigos consiguió dinero e hizo una película. En el guión colaboramos tres, y cuando se estrenó, mi nombre no aparecía en los créditos. Esa fue mi primera lección en el arte de la cinematografía. Éramos muy sentimentales, unos tontos. En lugar de pegarle una paliza al director, dijimos: “No pienso volver a trabajar contigo.” Para él, estupendo.

»Voy a contarle cómo me metí en lo comercial.

»En aquella época emigraban aldeas enteras del Punjab. Se llevaban a mucha gente ilegalmente a Inglaterra, y muy pocos tenían pasaporte válido y todo eso. Había un actor muy famoso del cine comercial que quería hacer una película sobre esos emigrantes indios. Era muy famoso. Estaba en la cima de su carrera.

»Por entonces había dejado el tejado del rascacielos y también al vigilante nepalés, y estaba en una casa de huéspedes. Compartíamos una habitación dos personas. En aquellos tiempos nunca teníamos habitaciones individuales. Mi amigo trabajaba para aquel actor, y él le dijo que buscaba un joven inteligente. Y eso es algo que también se aprende: que

siempre están buscando jóvenes inteligentes. Al parecer, yo encajaba. Era joven y el actor famoso pensaba que también era inteligente.

»La única otra posibilidad que tenía era volver a trabajar en la construcción. Por entonces estaban empezando a abrir el Golfo, y mi antigua empresa amenazaba con enviarme allí. Mi contrato todavía seguía en vigor, como cuando los dejé plantados... a cambio de la libertad de ser escritor.

»Así que el actor se enteró, y aquel gran hombre me llamó. Tenía las oficinas en Santa Cruz, cerca del aeropuerto. Una parte de Santa Cruz era rica; la otra, un barrio de chabolas. Las oficinas del actor estaban en esa zona. En los treinta años transcurridos desde que había construido las oficinas, desapareció el verde y se multiplicaron las chabolas. Chabolas por todos lados, y en el medio un edificio de oficinas destartalado. Pero vi que el interior del edificio no tenía nada que ver con lo de fuera: estaba alfombrado, era elegante, con aire acondicionado. Nada que ver con el exterior. Había entrado en la fábrica de los sueños.

»Era grande, enorme. Tuve que atravesar dos salas para llegar a la habitación privada del actor. Y era gigantesca. Lo que me sorprendió fueron los libros que había en las paredes. Ediciones de los ganadores del premio Nobel en treinta volúmenes. Al otro lado estaba la

Encyclopaedia Britannica, y había globos terráqueos maravillosos y libros carísimos de animales y flores sobre las mesitas. Al otro lado estaban los guiones de los llamados clásicos del cine occidental. Justo encima de la cabeza del actor.

»Empezó a hablar de la película sobre los emigrantes indios. Me contó el argumento. Yo le dije...

Interrumpí al guionista para preguntarle:

—¿Cómo era el argumento?

—Dos renglones. Nada más que dos renglones. Yo le dije: «Es una idea fantástica.» Me miró con ojos resplandecientes y dijo: «Es un comentario muy inteligente.»

»Voy a contarle una cosa sobre ese famoso actor. Era eternamente joven.

Es eternamente joven. Por entonces tenía unos cincuenta años, o cincuenta y uno, cincuenta y dos.

»“Entonces, vamos a intentar preparar el guión”, me dijo.»

Le pregunté:

—¿Lo quería inmediatamente?

—Lo quería en aquel mismo momento. Esa fue la primera lección que aprendí de mis nuevos estudios: cómo escribir el guión de una película comercial.

»Yo estaba entusiasmado. Pensaba que era lo más importante que podía ocurrirme en la vida, mientras caminaba por aquel barrio. Volví a la casa de huéspedes en la que me alojaba. Estaba en uno de los barrios de chabolas más feos de Bombay, en uno de los llamados pueblos de pescadores más feos que hay. Aquella noche me dieron las claritas del alba trabajando, como suele decirse. Por suerte, mi compañero de habitación era punjabí. Sabía cómo eran los emigrantes, y me dio varias ideas sobre sus características. Escribí unas cuantas escenas.

»Las llevé a las oficinas al día siguiente. El actor las leyó delante de mí —cuatro escenas en siete páginas—, y dijo, aplaudiendo: “¡Es estupendo! Quisiera echarles un vistazo a estas páginas. Voy a añadir unos diálogos y mañana hablaremos.”

»Al día siguiente, me dijo: “Lo tengo todo pensado.” Y durante tres horas me contó una historia, la película en la que supuestamente estábamos trabajando. Fue una experiencia terrible. No tenía nada que ver con la aldea ni con la humillación de los emigrantes. Era como todos los guiones comerciales: sobre espías, bandas y tiroteos. Espantoso.

»Me quedé mirándolo. Y en ese mismo momento se me ocurrió lo siguiente: “Si le digo que es una historia muy buena, tengo trabajo.” Así que le dije: “Es una historia muy buena.” Y me pagó inmediatamente. Me dio un anticipo. Firmamos un contrato, muy favorable para mí. Aquella mañana me dio cinco mil una rupias. Es una costumbre india, dar una rupia más. Incluso si se trata de un millón, te pagan una rupia más. Trae suerte. Aunque en realidad creo que esa rupia de más fue lo que pagó por haberle dicho qué era una historia buena, y las otras cinco mil por mi buena suerte al ocurrírseme decirlo. Así que pensé: “Tengo que seguir diciendo que es buena.”

»Tardaron dos años en rodar la película. Y yo no escribí nada. Ni un solo renglón. Le juro por lo más sagrado que no escribí nada. Lo único que hice fue escuchar todas esas tonterías cada dos días y decir: “¡Fantástico!”

»Ganaba diez mil rupias al mes por decirle que sí. Lo mismo que le decían los demás. Aquel gran hombre vivía en un mundo muy extraño. Si eres una estrella vives en un mundo muy extraño. Te fabricas un mundo en el que todos te dicen que sí a cualquier cosa que digas. En cuanto dices no, te echan de ese mundo. Y para siempre. Es un rechazo como la venganza de Jehová, o algo parecido. Cuando viven en ese mundo, pierden contacto con la realidad, con el público, con el gusto del público. Por eso fracasan tantas películas. Y cuando no funcionan, siempre hay alguien que cae.

»Cuando me decía que fuera a su despacho, yo creía que era para hablar del guión, y lo que hacía era escucharle mientras él hablaba de las maravillosas películas que iba a rodar. Esa gente tiene la cabeza como una olla de grillos. Tenía que escucharle durante horas enteras, desde dos hasta siete, ocho. Y eso duró dos años.

»Se estrenó la película. Mi nombre aparecía en los créditos, pero yo no había escrito nada, se lo juro. Porque no había un guión

escrito. Eso aprendí: que se pueden hacer películas a partir de fragmentos, de fragmentos de conversaciones. Es más: a los guionistas los miraban por encima del hombro. Un guionista tiene que

hablar, más que escribir las escenas, tiene que hablarlas. Para que se hagan una

idea de la película, en lugar de tener que leer, porque nadie

lee en el mundo del cine. El guionista es un bicho raro.

»Esta gente

habla sobre las películas, sobre las escenas. Incluso si hay una escena escrita, la ruedan de otra manera, o la cambian en el montaje. Además, aquí todos los actores se creen guionistas. De repente llega un actor, y si se empeña, puede cambiar un diálogo.

»Eso fue en 1972. Yo tenía treinta años, y todo el mundo pensaba que era un joven muy prometedor. Estrenaron la película, y fue un fracaso absoluto. No funcionó para nada. Y entonces aprendí otra lección: que cuando una película no funciona, el guionista carga con la culpa.

—¿Cuánto habían invertido en la película?

—Unos nueve millones de rupias. Fue de no dar crédito. Construyeron casas enormes para las escenas de la aldea, sitios donde ni siquiera viviría un maharajá, y supuestamente, esas casas eran chozas de una aldea. El protagonista era un joven aldeano en paro. La ropa que llevaba en la película había costado un laj de rupias. Y con esa ropa tan bonita, todos los patronos le decían: «Este trabajo no es para ti.» El que representaba ese papel, el patrón, el dueño de la fábrica, era un extra, que en aquellos tiempos ganaba treinta rupias al día. Y llevaba ropa desastrada, suya, porque a un extra no hace falta darle ropa.

»Fue espantoso, en todos los sentidos. Me detestaba a mí mismo por estar haciéndolo.

Le dije al guionista:

—Pero usted sabía cómo eran las películas en hindi.

—Sí y no. Veía películas en hindi, pero no sabía cómo las hacían. Y siguen haciéndolas igual. ¿Cómo, si no? Nadie que hiciera una película iba a un cine a verla con los espectadores. En aquellos días tenían una sala para exhibirlas en privado. Nunca veían una película con el público sudoroso. Las salas de cine son terribles. En los anuncios dicen que tienen aire acondicionado, pero muchas veces no funciona, y están abarrotadas, se suda, hace calor y hay humedad.

»Así que me marché de Bombay, cargando con la culpa, y estuve de un lado para otro durante una temporada, sobre todo en Calcuta y Bengala. No quería volver a la industria del cine para nada. Pero resulta difícil dejarla. Así que regresé, y volví a empezar. En aquella época tenía fama de buen guionista, sin haber escrito ni un solo guión. Muchas de las cosas en las que había trabajado se quedaron en simples ideas, y hay ideas que pueden ser brillantes. Un amigo, con cuatro fracasos a su espalda, quería rodar una película rápida, barata. Quería hacerla solo para sobrevivir, una película que pudiéramos hacer rápidamente.

»Había una actriz muy conocida amiga del grupo.

Pensamos que podríamos sacarle partido a su nombre. Así que empezamos a rodar sin saber de dónde iba a salir el dinero para el día siguiente. Al cabo de ocho días se acabó el dinero, y se paró el rodaje. Y entonces —por increíble que parezca— se presentó un señor que dijo que quería financiar la película. Actuaba en nombre de alguien, y estoy convencido de que conseguimos la financiación porque a la persona para la que trabajaba aquel hombre le gustaba el guión.

»Era la historia del adulterio de un hombre casado. En las películas en hindi, el tratamiento que se suele dar a este tipo de historias es que al final, después del adulterio, el marido vuelve llorando con su mujer, y ella también llora y lo acepta. En nuestra película, cuando el marido adúltero vuelve llorando con su mujer, ella lo rechaza. Esa era la historia, y por alguna razón le gustó a alguien y la financió.

»Hicimos la película. Y funcionó bien, para sorpresa nuestra y de todo el mundo. Al final, cuando la esposa echa al marido, las mujeres se ponían de pie y aplaudían. No pasaba solo en Bombay; también en algunas ciudades más pequeñas.

»Hicimos dos películas más. Las dos tuvieron mucho éxito. Nos hicimos bastante famosos. Y entonces mi amigo quiso sacarle partido a la fama, y rodar películas de presupuesto muy alto. Nos llegaron ofertas.

»Así que fue como volver al principio, al cine comercial: decir sí a los distribuidores y a las estrellas, pero al mismo tiempo estábamos empeñados en seguir haciendo buenas películas.

»Yo me rendí, me marché otra vez de Bombay. Pero debe usted saber una cosa. Un guionista se acostumbra a trabajar con un director concreto. Conoce el estilo del director, y el director la forma de trabajar del guionista. Después de una relación así, a un guionista no le resulta fácil colaborar con otro director.

»De modo que volví al cabo de cuatro años, y colaboré con la misma persona, que había tenido otros cuatro fracasos, mucho mayores que los cuatro que ya había sufrido cuando nos conocimos e hicimos la película rápida. Ahora llevo aquí un año.

»¿Cómo me las arreglé durante esos cuatro años? Lo pasé muy mal. Hacía trabajos sueltos. Hice de negro. Me metí en proyectos que no llegaron a realizarse. Y aquí estoy otra vez. Y mientras pasaba penurias me casé: pensé que era el momento adecuado.

Su silenciosa mujer bengalí, con un sari verde, limpio, trajo té desde detrás de la cortina de la cocina —donde había estado gran parte del tiempo— y lo dejó en una mesita. Subroto estaba recostado en una de las camas: no había otro sitio en la habitación.

Le pedí al guionista que describiera el apartamento en el que nos encontrábamos. Dijo:

—Estamos en un apartamento de Mahim, de alquiler, en un bloque de apartamentos típico de Bombay, con cuatro plantas. Tenemos una habitación, de tres por tres metros. Lo llaman cocina con habitación.

Se puso en pie, levantó los brazos —llevaba una holgada túnica de algodón— y miró al techo. El gesto llenó la pequeña habitación. Dijo:

—Esta es mi habitación. Es lo único que tengo en este mundo.

La habitación estaba orientada hacia el oeste. Estaba inundada de luz. La terraza deslumbraba de tal modo que en un momento dado Subroto pensó en cerrar la puerta que se abría a ella. El guionista dijo:

—Ahora estoy trabajando en tres películas. En la India es muy difícil sobrevivir con una sola película. Esta vez he descubierto que aunque no siguen el guión, tienen más respeto por él. Y espero que eso se mantenga.

—¿Cree usted que ahora escribe mejor que al principio?

—Cuando llegué aquí tenía un elevado concepto de lo que debe ser un guionista. Me equivocaba. Pensaba que un guión se parece a una novela o una obra de teatro. Estaba convencido de que era una novela lo que daba forma a una obra teatral. He comprendido que un guionista tiene que saber mucho de técnica cinematográfica: las limitaciones, por ejemplo, y cuándo se pueden suprimir por completo las palabras. Nosotros escribimos

visualmente: eso es lo que supuestamente tiene que hacer el guionista. En realidad, es un vínculo entre todos los oficios de la realización de películas, y también considero un oficio el de los actores. Una gran parte es taquigrafía técnica: es mucho mejor escribir así. Los técnicos comprenden esta taquigrafía. La comprenden emocionalmente. El cámara comprende no solo lo visual de un primer plano, sino también la emoción. Al no iniciado, esa escritura puede aburrirle, como leer los planos de un puente, pero esos planos están llenos de significado para un ingeniero. A un guionista, más le vale aprender esa parte de la técnica, o perderá el tiempo y se lo hará perder a los demás. La verdadera contribución del guionista consiste en dar una visión conceptual de la totalidad de la película, porque los técnicos solo pueden hacer una toma de cada vez. En realidad, es la colaboración del director y el guionista lo que desemboca en una película.

»Llevo en esto un año desde que volví. Los primeros seis meses fueron duros. La gente me mostraba indiferencia, porque había abandonado el club.

—Al considerar ahora su primera experiencia, con él actor, ¿no cree que podría decirse algo en favor de hablar las películas, como hacía él?

El guionista era implacable.

—Eso es el enemigo. Esa actitud complaciente... es el enemigo. —Pasó por alto un par de pensamientos y añadió—: Creo que esta vez voy a ganar dinero. Tengo suficiente para el próximo mes, con el trabajo con las películas. De momento, estoy pagando deudas.

—¿Quiénes son las buenas personas en el negocio del cine?

—Todas y ninguna. Todo está enfocado hacia el éxito. Rinden culto al éxito. Y, verá, el éxito es algo muy concreto. Si una película se estrena un viernes, el lunes ya se conoce su destino. Por las cifras de taquilla, que no tienen nada de abstracto. Está todo ahí, en frías cifras. Y si la película funciona, la gente es buena contigo.

Al principio, el guionista parecía lleno de rabia, con una ironía que a veces amenazaba con convertirse en amargura y autocompasión. Pero mientras hablaba se fue suavizando. Al hablar sobre el carácter de la escritura de guiones, adoptó una actitud meditativa, reflexionando sobre las palabras adecuadas, y en esos momentos llegó a parecerme que incluso se sentía en paz consigo mismo.

Pensé que quizá hubiera cambiado su actitud hacia la industria cinematográfica. Dijo:

—Cada vez soy menos cínico al respecto.

Yo le dije:

—Tal vez sea porque tiene una nueva sensibilidad hacia ese arte.

—Se hacen películas buenas o malas, pero no se puede decir que escribir guiones sea algo que no exista. Existe. Y si algo se aprende es que la vida sigue. No existe el fracaso en la vida. Se fracasa en algo concreto. La satisfacción del artista no consiste en pensar en el éxito o el fracaso, sino en seguir adelante.

Le pregunté cuál era su método de trabajo.

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