India

India


INDIA » 1. EL TEATRO DE BOMBAY

Página 14 de 59

—Alquilamos una habitación de hotel durante seis o siete días, y hablamos sobre la película. Después yo me quedo solo, y me dan entre cuatro y seis semanas para desarrollar la idea: en realidad, escenas sin diálogo, secuencias. Y después nos reunimos otros tres días. Luego vuelvo a quedarme solo, y entonces salen los diálogos, que me llevan unas dos semanas.

A continuación añadió algo que me hizo preguntarme si, a pesar de que había dicho que en aquella ocasión iba a ganar dinero, no habría renunciado en parte a volver a tener éxito en el cine. Dijo que estaba pensando en dedicarse a escribir de verdad, a escribir en prosa, a la letra impresa. Y quería saber si podía enviarme cosas que había escrito o que fuera a escribir.

Le dije que mi opinión no tendría ningún valor. Yo había dedicado toda mi vida adulta a escribir: pensaba en ello todos los días. Escribía, y experimentaba, a mi manera; las dos cosas iban unidas. Mis opiniones solo me servían a mí.

Sonrió.

—Tampoco tienen valor mis opiniones sobre los guiones de otras personas.

Subroto y yo nos marchamos poco después. Bajamos la estrecha escalera de cemento, vallada hasta la mitad por un lado y brillante de tanto frotar. Volvimos a ver, por las puertas abiertas, la vida en las habitaciones únicas: la gente, y las grandes cantidades de ropa que en aquellos espacios tan reducidos no podían recogerse ni guardarse. Al llegar más abajo, los olores de las habitaciones se intensificaron; la mugre se hizo más perceptible.

Cuando salimos al luminoso patio, lleno de polvo, se oyó a alguien llamar desde arriba, y al alzar los ojos vimos al guionista y a su mujer, con el sari verde, mirándonos desde su balcón, uno de los cuarenta del bloque de apartamentos: como palcos desde donde nosotros estábamos. El sol caía sobre sus cabezas y sus rostros. Como si se hubieran puesto repentinamente alegres, los dos sonrieron y nos hicieron un pequeño saludo con la mano.

En un extremo del polvoriento patio había un árbol con una plataforma circular de tierra, rodeada de cemento, al pie. Sobre aquella plataforma, y apoyada contra el tronco del árbol, había una estatuilla negra con una guirnalda de caléndulas, y parecía que un hombre velaba por ella. La estatuilla era una deidad viviente, y tenía marcas sagradas recientes, de pasta de sándalo, en la frente. Después, llegamos a la polvorienta calle.

Echamos a andar hacia la estación de tren de Dadar. Era un corto paseo, y Subroto pidió disculpas más de una vez por no coger un taxi. A la entrada del mercado de verduras, donde los olores eran fuertes, unos chicos subían residuos vegetales húmedos a camiones compresores de basura Ashok Leyland, con las manos desnudas. La estación de Dadar —con sus andenes altos, lóbregos, su multitud, el ruido resonante de la multitud, las casetas, los limpiabotas, chicos y hombres, la mecha de combustión lenta atada a una columna metálica para que la gente encendiese cigarrillos— producía la sensación de gran ciudad, como si los trenes y el movimiento constante de la gente tuvieran el poder, por sí mismos, de crear agitación.

Le pregunté a Subroto:

—¿Cree que el guionista lo conseguirá esta vez?

—No lo va a conseguir.

Pasamos al andén al otro lado de las vías por el puente de peatones. Todo en el puente estaba deteriorado, sin color identificable: años y años de polvo acumulado parecían haber erosionado y deslustrado el metal y haber llegado al núcleo mismo de cada pieza de madera.

Subroto dijo:

—No es positivo.

Subroto se refería a que el guionista, a pesar de lo que había dicho sobre ganar dinero, seguía siendo como siempre: en realidad no quería dinero, ni poseer nada. Incluso si había cambiado, con el matrimonio, la antigua fama del guionista se había vuelto contra él, dijo Subroto. Había sido demasiado despectivo con la gente del negocio del cine, se había creado demasiados enemigos. Había una persona influyente, influyente en el cine y en la política, el tipo de figura polifacética que empezaba a aparecer en la vida pública de la India, que quería que el guionista se hubiese encargado de una película determinada. Según dijo Subroto, el guionista leyó el argumento en el despacho de aquel gran hombre y después, enfurecido porque le hubieran pedido que trabajase en semejante porquería, literalmente le tiró al gran hombre las páginas del argumento a la cara.

Durante todo el trayecto de vuelta hasta el centro de Bombay, entre el estruendo del metal de los grandes vagones abiertos, Subroto fue hablando de pintura y diseño y del trabajo que esperaba hacer. En Bombay vivía como huésped de pago; no creía que eso fuera a cambiar nunca. Pero habló de su vocación desinteresadamente; lo que dijo sobre el carácter poco mundano del guionista también parecía aplicable a él.

Las barracas y chabolas iban pasando junto a las vías del tren; la luz polvorienta se puso dorada. Pensé en Subroto, y en el guionista, en su apartamento: qué entorno para un hombre que hablaba de su oficio con el corazón en la mano, qué refinamiento de la experiencia artística, qué desajuste entre los sueños y el entorno. Eso fue lo que me chocó la primera mañana en Bombay, cuando, a un lado de la carretera, vi la larga hilera de gente que esperaba pacientemente para rendir homenaje al doctor Ambedkar y, en las farolas al otro lado de la carretera, los pequeños carteles que anunciaban repetidamente una nueva película, un producto del cine comercial de Bombay.

Unos años antes había oído hablar, vagamente, de los Panteras Dalit. Me enteré de poco más que del nombre, que habían tomado de los Panteras Negras de Estados Unidos. Era un préstamo romántico: fomentaba la creencia —demasiado simplista— de que los dalit (o las castas establecidas o harijan o intocables, según la hiriente nomenclatura en sus etapas anteriores) eran en la India lo que los negros en Estados Unidos.

En nuestros múltiples recorridos en taxi por todo Bombay, me enteré más adelante, por Charu, de quién había fundado los Panteras Dalit. Se llamaba Namdeo Dasal; en Bombay era famoso por partida doble, también como poeta dalit. Tenía unos cuarenta y siete años, pero no sabía la fecha exacta de su nacimiento. Había nacido en un pueblo a unos ciento cincuenta kilómetros, en el interior, y emigró a Bombay hacía treinta años. Durante mucho tiempo vivió en el barrio de los prostíbulos, entre delincuentes y prostitutas. La zona se llamaba Golpiza, y así se titulaba el primer libro de poemas de Namdeo, escrito en márata y publicado en 1974, cuando quizá tuviera veintisiete años. Fundó los Panteras Dalit ese mismo año, e inmediatamente adquirió cierta importancia política en Bombay.

La faceta poética me causó sorpresa. Me sorprendió que, en los reducidos espacios de Bombay, y con las muchedumbres y el trajín, hubiera una literatura viva en márata, con la compleja organización social que conllevaba tal literatura: la existencia de editoriales, imprentas, distribuidores, críticos, compradores. Me sorprendió tanto como la idea del gimnasio maharashtra cuando me la contó el señor Raote.

Namdeo no era el primer dalit que escribía. Anteriormente habían surgido de las profundidades otras voces máratas, pero habían escrito en el márata heredado, literario. La gran originalidad de Namdeo radicaba en que escribía con naturalidad, con palabras y expresiones que nadie sino los dalit empleaban. En su primer libro de poemas, concretamente, utilizaba el lenguaje de la zona de prostíbulos de Bombay. Esta circunstancia produjo gran revuelo; fue alabado y denostado.

Charu, que era brahmán maharashtra, y muy versado en la literatura en márata, me dijo que había muchas palabras que no entendía en los poemas de Namdeo. Me dio la siguiente traducción de un poema titulado

El camino del santuario, perteneciente a su primera colección:

Yo nací cuando el sol desfalleció

y lentamente se extinguió

en el abrazo de la noche.

Yo nací en un atajo,

en un andrajo.

[Y la palabra «ordinaria» en dalit empleada para «andrajo» era

chilbut.]

Fui huérfano el día mismo en que nací.

Con Dios se fue la que me dio el ser.

Estaba cansado del fantasma

que en el atajo me acechaba.

Casi toda mi vida la pasé

lavando la oscuridad de aquel sari.

[Pero la palabra para «sari» no era elegante: era

lugude, y se refería al modo de atarse el sari de las aldeanas, envolviendo la prenda por separado alrededor de las piernas, para formar una especie de sari-calzón.]

Me crié como si se me hubiera fundido un fusible.

Comí excrementos y crecí.

Dadme cinco paise, dadme cinco paise

[una rupia equivale a cien paise]

y coged cinco blasfemias a cambio.

Yo voy camino del santuario.

Incluso en esta traducción inexacta, que Charu improvisó en el vestíbulo de un hotel con mucho movimiento, el poema conmovía, y mucho más a Charu. Dijo que aquella voz era completamente nueva en márata, y me contó que Viyai Tendulkar, el dramaturgo contemporáneo que escribía en esa lengua, había comparado a Namdeo con Tukaram, el poeta-santo maharashtra del siglo xvi, de quien yo había oído hablar por primera vez al señor Raote.

En el poema traducido por Charu, las sugerencias de sexo y degradación, entremezcladas, eran ásperas y demoledoras, y las ideas sobre la condición de los intocables y el sexo de la zona de los prostíbulos, el parto y los andrajos, presentadas juntas, parecían un ataque. Era la misma pasión que Namdeo había puesto en la política y en los Panteras Dalit.

Pero ese nombre, que había tomado de los Panteras Negras, era como un presagio de lo que ocurriría. Al igual que los Panteras Negras, el movimiento dalit, con el triunfo, empezó a fragmentarse. No podía mantenerse tal grado de apasionamiento; muchos cedieron a la tentación de hacer las paces con una sociedad más amplia, y aunque Namdeo alcanzó fama y renombre, empezó a perder a sus seguidores. Al poco tiempo, empezó a mermar incluso su reputación literaria. Contaba con una extensa obra: además de la poesía, había escrito dos novelas, pero su libro más reciente se había publicado en 1981, hacía siete años. Ya no escribía tanto, y había contraído una enfermedad que lo estaba debilitando.

No tenía teléfono, pero Charu sabía dónde estaba su casa, y fuimos allí una tarde a dejarle un recado. La casa no se encontraba lejos de la zona de Golpiza sobre la que había escrito. Pero era una casa, no un apartamento, y estaba en un callejón relativamente ancho y limpio. Justo al otro lado del callejón, frente a la puerta, habían estacionado o abandonado un viejo todoterreno abierto que, misteriosamente, estaba blanqueándose, los neumáticos aplastados y echados a perder, el cuerpo de metal casi desnudo, pero aún entero.

Charu llamó desde el callejón. Una joven de piel oscura, ojos brillantes y rasgos delicados abrió una hoja de la puerta al cabo de un ratito. Charu y ella hablaron en márata, y subimos los escalones de cemento que estaban apoyados contra la fachada y llevaban directamente desde el callejón a la puerta.

La habitación en la que entramos tenía la misma anchura que la fachada. Las paredes eran de color lila, y estaban recién pintadas, con un enlucido de finas líneas. Había unas sillas pintadas de blanco, con cojines verde oscuro, y de una de las gruesas vigas del techo colgaba una silla de mimbre, suspendida de una cadena. Un detalle, un toque de lujo, aquella silla, y en ella estaba sentada una joven regordeta con sari de crespón azul, una visita, con los pies en el suelo, y los movía lentamente hacia adelante y hacia atrás.

La mujer de piel oscura que nos había recibido era Malika, la esposa de Namdeo. Iba elegantemente vestida, con una especie de falda larga de campesina de una tela ligera. La falda se balanceó cuando cruzó el suelo de terrazo con sus piececitos descalzos, y su voz tintineante llenó la habitación cuando nos saludó en márata a Charu y a mí.

Había una fotografía de gran tamaño de un niño, blanco, en una pared. En otra pared había instantáneas pequeñas, en color, de Namdeo: mofletudo, con barriga, pero con una cara que aún tenía fuerza. En la pared de enfrente había una fotografía del padre de Malika. Había sido famoso, cantante folclórico, miembro del Partido Comunista y musulmán. De la pared detrás del televisor colgaba una pequeña bandera roja, en el otro extremo de la habitación, no lejos de una copia enmarcada de la conocida fotografía en tonos grises del doctor Ambedkar, con chaqueta y corbata.

No nos presentaron a la mujer del sari azul que estaba sentada en la silla de mimbre. No le dirigimos la palabra, y ella, reservada y aparentemente satisfecha, siguió haciendo pequeños movimientos con los pies para empujar la silla hacia adelante y hacia atrás. De repente, sin el menor reparo, se levantó y se fue adentro.

Después, también se fue Malika, con el vaivén de su falda, y al cabo de un rato nos trajo té en una especie de bandeja de cestería, muy bonita. Empecé a darme cuenta de que muy poco de lo que hacía Malika era espontáneo, que en todo cuanto hacía, o que sobre todo lo que ejercía cierto control, intentaba conseguir belleza o elegancia: en su ropa, su forma de andar, los colores de la habitación, la gran fotografía en color del niño blanco, e incluso sus perros, dos pomeranos de lanas peinadas, ligeramente lánguidos en el calor de Bombay, que había comprado hacía cuatro años, porque eran bonitos.

Le dejamos nuestros números de teléfono. Dijo que le pediría a Namdeo que se pusiera en contacto con nosotros. Después, bruscamente, sin interludio alguno, salimos del salón o habitación delantera al callejón en el que el todoterreno abandonado aplastaba sus neumáticos podridos. Y al final de aquel corto callejón volvimos a una Bombay que resultaba más familiar.

Charu me dijo más tarde que la historia de aquel matrimonio —el de Malika y Namdeo— era famosa. Malika había escrito su autobiografía,

Quiero autodestruirme, en márata, y que había estado en la lista de los libros más vendidos. En márata, eso significaba una venta de diez mil ejemplares.

El libro de Malika no era solo una historia de amor, sino de desilusión y dolor. Casi en cuanto Namdeo y ella se casaron, las cosas empezaron a irles mal a los Panteras Dalit, y el comportamiento dé Namdeo cambió. Malika sufrió mucho. Conoció cosas terribles. Namdeo tenía una enfermedad venérea; seguía yendo con mujeres del barrio de los prostíbulos; pero Malika estaba atada a él, por el hijo que habían tenido y porque lo quería. Era una apasionada d,e la libertad de las mujeres; pero en su propia vida, a causa de su amor por Namdeo, descubrió que había perdido cierta autonomía. Tras diez años de amor y tormento, escribió el libro.

El libro era sincero en lo sexual; y aunque ese tipo de textos no era desconocido entre las escritoras en márata, el de Malika provocó un escándalo, porque ofendió el sentimiento de casta de muchas personas. Aunque el padre de Malika era musulmán, su madre era hindú, de una casta justo por debajo de la de los brahmanes; y a la gente le molestó y le hirió la historia del amor de Malika por Namdeo y su turbulenta vida con él.

No recibimos noticias de Namdeo, y un día, a últimas horas de la mañana, Charu y yo volvimos a la casa. Malika no estaba allí, pero nos dejaron entrar. Antes de que pudiéramos escribirle una nota, llegó Malika. Había ido a la compra, y llevaba un sari ligero, de gasa, que ondeaba alrededor de su cuerpo, con un pequeño dibujo de color herrumbre sobre fondo blanco; y entre las manos, casi como parte del vestido, unos nabos o zanahorias con hojas: las verduras, en sus manos, parecían emblemas de un cuadro del Renacimiento italiano.

Y entonces apareció Namdeo, con un amigo. Namdeo era fornido, panzudo, de piel oscura, con un aspecto de gañán que no me esperaba. No hubiera llamado la atención entre una multitud. Solo vi indicios de vigor en sus ojos y su frente; pero quizá se debiera a que sabía quién era. Resultaba difícil ver en él al poeta o al Pantera Dalit. Tenía un extraño aire de placidez; parecía como si se hubiese extinguido su llama interior. Y entonces recordé lo que me había contado Charu sobre su enfermedad. Era su enfermedad, el otro enemigo externo, lo que había acabado de debilitarlo, y lo que le había conferido aquellos modales tranquilos, afables y, sin embargo, un tanto distantes, que nos mostraba.

No hablaba inglés. Sí, le dijo a Charu en márata: le gustaría que nos reuniéramos. Mañana. Sí, vengan a almorzar. ¿No? Bueno, pues después del almuerzo. De dos a cinco. Vengan a esa hora.

Después se fue dentro con el hombre con el que había venido, y Charu y yo nos despedimos de Malika y nos marchamos. Había resultado bastante fácil que nos diera una cita tras habernos conocido. Pero Charu pensaba que había sido demasiado fácil. Tenía sus dudas sobre la cita. Y más adelante me enteré —por otras personas— de que en el tema del tiempo y de las citas los dalit tenían mala fama.

Y ocurrió lo que Charu se temía. Cuando fuimos a la casa al día siguiente, Namdeo no estaba. Malika nos dio la noticia mientras subíamos por la escalera de cemento que iba desde el callejón hasta el salón o habitación principal. Y al igual que la primera vez que fuimos a la casa, había una joven sentada en la silla de mimbre a quien no nos presentaron, aquel día había en el salón alguien de quien tampoco nos hablaron: una mujer delgada, de piel oscura, durmiendo sobre una estera en el suelo, sin más ni más.

Seguimos a Malika hasta la cocina, en la parte trasera, y después, por una puerta lateral, pasamos a una pequeña habitación situada en un costado de la casa, con una ventana alta, de ancho alféizar, con reja de hierro. Era la habitación que Malika había preparado para nuestra reunión con Namdeo. En ella estaban dos de las sillas pintadas de blanco; además, había una mesa con mantel y, en un rincón, una lámpara antigua, de metal color bronce, muy bonita, con una mujer con vestiduras drapeadas y una antorcha en la mano.

Mientras esperaba a Namdeo, hablé con Malika. Le pregunté por la casa. Comprendí que era algo insólito, pero pensé que no me encontraba en situación de verla debidamente. Le atribuía demasiadas ideas del exterior. Le pedí que me describiese la casa, para poder empezar a verla como quizá la viera la gente del barrio.

Algo de lo que yo tenía intención de preguntar se perdió en la interpretación, y Malika dijo:

—Esta es la casa de mis padres.

Por tanto, la casa de uno de los cantantes folclóricos más famosos de Maharashtra, la casa de un hombre de éxito.

—Aquí me crié. Es bonito estar en la casa en la que has vivido desde la infancia.

Namdeo y ella habían hecho varios cambios. Pintaban cada dos años. Con respecto al barrio, era de trabajadores; pero en aquella calle también vivía gente de clase media. Ella conocía a todo el mundo allí. En vida del padre, su familia era respetada.

Pero sus padres habían hecho un matrimonio mixto. El padre era musulmán, la madre hindú. ¿Eso les había creado problemas?

—Yo no sabía que mi padre fuera musulmán. Mi madre era pazari prabu, una casta un poco inferior a la de los brahmanes. Comen pescado. Fueron los primeros habitantes de Bombay, y por eso comen pescado.

Comían pescado, es decir, a pesar de ser casi brahmanes, porque eran un pueblo de la costa.

Malika conocía a los pazari prabu por la madre de su madre, de cuando iba a su casa. Nunca le habían interesado especialmente los familiares de su madre; nunca se había molestado en hacer averiguaciones sobre ellos por la clase de personas que eran. Lo que sabía sobre esa parte de sus orígenes era más bien una especie de «conocimiento vano» que había adquirido al hacerse mayor.

Le pregunté por su libro. ¿Tenía intención de que fuera tan atrevido como había resultado al final?

—No me lo planteé así. Necesitaba escribir ese libro. No me quedaba más remedio. No podía separar una parte de mi vida de la otra.

Llevaba un sari ligero, con un dibujo sencillo sobre fondo rosa. Se sentó en una de las sillas pintadas de blanco. En la habitación había un armario de aluminio, de color verde oliva, con un espejo alargado en una de las puertas: el tipo de armario que ya llevaba tiempo viendo en Bombay. Encima había un pequeño globo de cristal esmerilado. El yeso o mampostería del alféizar tenía un bonito biselado; el enlucido de la pintura, en forma de finas grietas, junto con aquel biselado, me incitaron a pasar la mano por encima.

En su libro —algunos de cuyos párrafos me había traducido Chara con mucha rapidez— Malika decía, al hablar de su amor por Namdeo, que sentía «un vacío» ante la idea de dejarlo. Le dije que eso me había impresionado.

Ella replicó:

—Sigo queriendo a Namdeo, y estoy dispuesta a dárselo todo. A pesar de que tiene algunas cosas negativas. Hay una especie de hilo conductor en nuestra relación. Incluso cuando no le deseo, en realidad le deseo. Todo lo que hay de bueno, de creativo en mí, lo anularía por él. Sé que si hago ciertas cosas, desaparecerá de mi vida. No quiero que eso ocurra. Además, está mi hijo. Es una especie de triángulo vicioso. Quiero a Namdeo. El niño me quiere a mí. Namdeo quiere al niño.

El niño tenía trece años.

El libro no había favorecido a Namdeo. Había quienes pensaban que incluso le había perjudicado políticamente. ¿Lo había leído él mientras lo escribía?

—Si no hubiera escrito el libro, me habría vuelto loca. Namdeo no lo leyó. Normalmente, leía mis poemas, pero no mi prosa. Le enseñé el manuscrito, pero no lo leyó. Solo cuando lo publicaron. Ya llevaba un año padeciendo esa enfermedad nerviosa.

Era más baja de lo que parecían indicar su postura erguida y sus caderas. Sus brazos morenos eran esbeltos, incluso delgados. Tenía una gran mancha roja entre las cejas, perfiladas con lápiz. Llevaba reloj y una ajorca en la muñeca derecha y ocho o nueve delgadas pulseras en el brazo izquierdo.

—No dijo nada sobre el libro, pero su comportamiento cambió. Hasta la fecha ni siquiera lo ha mencionado delante de mí, pero sé que cuando algunas personas le dicen que debe escribir una réplica, él defiende mi libro. Su argumento es que la mujer que ha vivido con él tantos años, y que lo ha visto todo con los ojos de alguien que pertenece a la clase media —ya estaba: el comentario social, el comentario sobre la casa familiar de Malika, tal vez, sobre cómo se veía ella en relación con Namdeo, y cómo la veía él a ella—, su argumento es que esa mujer tiene todo el derecho del mundo a expresar lo que piensa de su matrimonio.

Por entonces, dijo Malika, había revivido un poco de la antigua relación, de cuando empezó a quererlo. Namdeo seguía bajo tratamiento por su enfermedad, y había dejado de beber. La bebida había provocado muchos choques entre los dos, y él le pegaba. Pero Malika pensaba que en gran parte se debía a su frustración política, a tener que ser testigo del rápido declive del movimiento dalit que él había iniciado.

El hecho de comprenderlo no significaba que le resultara menos difícil.

—Me enfadaba. Lloraba. Gritaba. Me parecía terriblemente humillante. Lo quería, pero nunca había pensado que mi vida pudiera degradarse tanto, después de haberme enfrentado a todo el mundo para casarme con él. Y porque me había enfrentado a todo el mundo pensaba que no podía olvidarme de mi matrimonio justo entonces y decirle a la gente que había fracasado. También pensaba que si me callaba tendría que soportar lo mismo toda la vida, y yo no tengo ese carácter. Todo el mundo reacciona ante una situación de forma natural, y a mí me dio por escribir.

»Escribí el libro de un tirón, en un mes. A veces me ponía a escribir en el salón, otras veces aquí, en esta mesa. Otros días lo hacía en la cocina. —La cocina, vista por la puerta, con otra puerta a la derecha que daba al salón o habitación principal—. No tenía horas fijas para escribir. Escribía cuando podía.

—¿Estaba Namdeo en casa cuando usted escribía?

—Pasaba mucho tiempo en casa.

—¿Tenía idea de qué estaba usted escribiendo? ¿No la ponía nerviosa?

—Yo no sabía qué haría Namdeo. Creía que podía pegarme o echarme de casa, y que después iría a los tribunales. —Para la custodia de su hijo—. Pienso que una mujer tiene derecho a su hijo, pero según las leyes indias, el padre puede obtener la custodia después del séptimo cumpleaños del niño. Así que, incluso si me marchaba, no tenía ninguna garantía de que un día Namdeo no fuera a llevarse al niño.

Más de la mitad del libro que escribió en tan dolorosas circunstancias revivía su primer amor por Namdeo.

Había comenzado hacía catorce años. Ella tenía dieciséis, y había ido a Lonavala, una ciudad de veraneo entre Bombay y Puna, para cursar sus estudios. Fue con su cuñado Añil, que tenía tendencias izquierdistas, y con un famoso actor y director de cine que hacía películas en márata. Añil estaba escribiendo un guión.

Al cuarto o quinto día de su estancia en Lonavala apareció Namdeo. Llegó una noche, ya tarde, con otro hombre del movimiento dalit. Malika ya conocía a Namdeo. Lo había visto en casa de su familia, la casa en la que estábamos nosotros. Iba allí a esconderse. Eso ocurrió en 1974, cuando el movimiento dalit estaba en la cima y había disturbios en el distrito de Uorli, en Bombay.

—Nunca me había hecho mucho caso. Me extrañaba, porque yo les gustaba a los chicos de aquí. Pero él no me hacía mucho caso. Leí sus poemas y me di cuenta de que tenía tendencias izquierdistas. Yo le di mis poemas para que los leyera.

»Vino a Lonavala. Por entonces, en la ciudad había una atmósfera muy poética, la que adquiere antes del monzón. Parecía como si estuviera a punto de llover, pero no llovía. Había bastantes semejanzas entre nosotros. A él le gustaba la lluvia, y a mí también. Le gustaba la poesía, y a mí también. Nuestras ideas literarias coincidían bastante, y todavía tenemos muchas cosas en común en lo que se refiere a la literatura. Yo estaba en una edad en la que te enamoras de verdad.

Se echó a reír. Y cuando le dije que pensaba que aquella época de Lonavala aún le parecía romántica, volvió a reírse y alzó sus delgados brazos con las delgadas pulseras y batió palmas.

Ir a la siguiente página

Report Page