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INDIA » 1. EL TEATRO DE BOMBAY

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—Por entonces, él hablaba de política, y contaba que la policía lo perseguía y le daba palizas. A mí me fascinaba. Quería estar junto a él. No era un sentimiento sexual. Sentía compasión. Me hubiera gustado acariciarle la cabeza.

—¿No tenía usted ningún sentimiento de casta contra él?

—Yo no tenía prejuicios de casta. No sabía nada sobre su casta, y no creo que fuera importante saberlo.

Tal vez su padre, el cantante folclórico comunista, la hubiera educado así. Sin embargo, la casta debía de intervenir en todo lo que hacía Namdeo. Era dirigente de una casta, y la casta seguía atándolo. Aquella tarde, en la casa, en el salón o habitación principal, que Malika había decorado con sumo cuidado, había una mujer delgada, de piel oscura, vestida de oscuro, durmiendo sobre una estera. La mujer, según me contó Malika, era la madre de Namdeo.

—Tiene setenta años. Debido a la actividad política de Namdeo y a los altibajos de su carrera, sufrió una crisis nerviosa. Namdeo es hijo único. En aquella época, en los años setenta, vivía con el temor constante de que lo mataran de una paliza. Cada vez que ponía la televisión pensaba que alguien iba a dar la noticia. Con esa tensión continua, acabó por sufrir una crisis nerviosa.

Pero —volviendo al primer tema— el hecho era que, a los dieciséis años, Malika no tenía ningún prejuicio de casta contra Namdeo.

—Prácticamente todo el mundo en Lonavala sabía que estábamos empezando a encariñarnos. Llevábamos juntos unos quince días. Añil, mi cuñado, me gastaba bromas al respecto. Fue él quien me preguntó un día si me gustaba Namdeo, y quien dijo que podíamos encajar muy bien. Así que aquella misma noche, después de cenar todos los que estábamos en el chalet, no había empezado a llover, pero hacía fresco: en Lonavala siempre hace fresco, lo llevé a otra habitación, para no estar con los que se habían sentado fuera, y le dije: «¿Qué piensas de mí?» Y él contestó: «¿Quieres que lo exprese con palabras?»

Levantó las manos y ocho o nueve delgadas pulseras de plata se deslizaron por su delgado brazo.

—Después, mi cuñado habló con él. Le hizo algunas preguntas sobre su educación y sus sentimientos. A Namdeo no le hizo ninguna gracia. Mi cuñado le dijo que yo había ido a Lonavala a estudiar. «Desde que has llegado no ha leído ni un renglón. Todavía va por la página 153.»

—¿Qué libro era?

—Historia. Así que mi cuñado le dijo a Namdeo: «Será mejor que te marches.» Namdeo se marchó al día siguiente.

¿Pero no había alentado su cuñado a Namdeo? Sí, dijo Malika; y cuando habló con él sobre sus intenciones, no se lo dijo enfadado ni para reñirle; solo formalmente. Sin embargo, a Namdeo no le gustó que lo interrogase, y por eso le pidió que se marchara.

—Justo antes de irse de Lonavala, Namdeo me cogió de la mano. Me llamó «camarada» y me dirigió el «salaam rojo», el saludo comunista. Yo me emocioné. Antes de irse grabó una canción que yo cantaba, noche y día. Después me enteré de que les ponía la cinta a sus amigos de Bombay.

Se casaron cuatro meses más tarde. Tras el romanticismo de colegiala, el aspecto sexual del matrimonio le desagradó. Esa era una de las cosas sobre las que había escrito con claridad en su libro.

—El placer comenzó al mismo tiempo que la rutina. Fue entonces cuando empecé a sentir placer. La presión psicológica disminuyó con la experiencia.

No sabía nada sobre el toma y daca sexual de una relación. Y le sorprendió, y también le fascinó, poder entregar su cuerpo y a sí misma a alguien a quien amaba. Escribió sobre esto en su libro, y la gente reaccionó de diversas formas ante su sinceridad. Algunas personas «se echaron a sus pies», llenas de admiración; otras la insultaron.

El matrimonio se vio sometido a otra presión casi inmediatamente.

—Al cabo de dos meses de nuestra boda el movimiento de los Panteras empezó a resquebrajarse. Los dalit viven en pequeños poblados, como en bolsas, en pequeños grupos. Cada poblado empezó a tener su propio dirigente, y corrían rumores espantosos sobre Namdeo. Nuestro matrimonio aumentó sus problemas. Yo era la hija de un comunista muy conocido, y a los dalit no les gustan los comunistas. Hay una razón muy sencilla: al doctor Ambedkar, héroe de los dalit, no le gustaba el comunismo. Todo dalit tiene una fotografía del doctor Ambedkar en su casa. Así que detestan a los comunistas.

»El año siguiente, 1975, fue el de la Emergencia. Había unos trescientos cincuenta procesos contra los Panteras Dalit ante los tribunales, por discursos, peleas, etcétera. El gobierno los retiró todos cuando los Panteras empezaron a apoyar el estado de emergencia. Eso no era precisamente lo que quería hacer Namdeo, y aunque nunca dijo nada al respecto, creo que fue entonces cuando empezó a sentirse en peligro. Pero también era entonces cuando yo más lo necesitaba: en julio de aquel año había tenido el niño. Necesitaba a Namdeo, y me sentía abandonada.

—¿Por la presión política?

—Los reveses que había sufrido, y las frustraciones. Eso contribuyó a que se alejara de mí. De modo que su vida política influyó en su vida personal.

—¿Sigue pareciéndole un hombre atractivo?

—Ha pasado mucha agua por el Ganges desde entonces, pero si entrase aquí en este momento, me sentiría como una chica joven. Me sentiría como si acabara de enamorarme de él. Nada ha cambiado realmente en ese sentido. Hay muchos otros hombres que pueden ser físicamente más atractivos o superiores desde el punto de vista intelectual, pero a mí no me atraen.

Le pregunté por la «vida de cinco estrellas» que, según los críticos de Namdeo, había llevado como Pantera Dalit, como hombre que aparecía en las noticias.

Malika contestó:

—La caída empezó con la Emergencia.

La madre de Namdeo se había levantado de la estera, del salón. La vi en la cocina, por la puerta, una delgada silueta oscura vestida de oscuro, de movimientos silenciosos, como una sombra.

Malika dijo:

—Namdeo es un político nato. Si un día decide escribir su autobiografía, solo me dedicará una página. Por eso es por lo que sus altibajos políticos tuvieron repercusiones en su vida privada. Es una de las preguntas que planteaba en mi libro: ¿por qué tenía que afectarme a mí? ¿Por qué no me ayudaba él con mi vida?

»Después de la Emergencia, su comportamiento se hizo impredecible. Sus amigos del hampa empezaron a darle dinero. Un día tenía diez mil rupias, y al día siguiente nada. Y los dos tenemos una característica en común: que no estamos apegados al dinero. Namdeo decía que guardar dinero en el banco es cosa de la clase media. Así que el dinero que tenía se lo gastaba, y vivía a lo grande.

Desde 1975, como un año después de su época de esplendor (y también como un año después de la historia romántica de Malika en Lonavala), comenzó el declive del movimiento dalit. Malika empleó la palabra inglesa que significa

entumecido. El movimiento se fragmentó una y otra vez, y hubo acusaciones y defensas sobre el dinero que cogían diversas personas de distintos fondos. Al final, los dalit perdieron la confianza en quienes habían sido sus dirigentes.

Eran las cinco. Llevábamos tres horas con Malika. Y en aquel momento —cuando debería haber terminado la reunión, si él hubiera estado allí— apareció Namdeo. Su madre seguía en la cocina.

Y ocurrió lo que había dicho Malika: Namdeo estaba en la casa; ella estaba pendiente de su presencia, sus pensamientos puestos en él. Hablaba con nosotros, pero nos prestaba poca atención —dijo cosas sencillas, piadosas, sobre el movimiento dalit—; después volvió a tranquilizarse.

Le pregunté por la fuerte imaginería sexual de algunos poemas de Namdeo, la conflagración entre sexo, excrementos y degradación. Cuando se casó, ella tenía ideas románticas; le asustó incluso el aspecto sexual del matrimonio. Tras el primer susto, ¿lo había aceptado plenamente? ¿No seguían perturbándola, un poquito, ciertas cosas de la poesía de Namdeo?

No; no había nada que la perturbase. Lo que sentía, más que asustarse ante algunas palabras e imágenes, era la enorme fuerza de Namdeo como poeta.

—Es poesía pura, verdadera, no una imitación. Yo le considero uno de los mejores poetas en márata. Ha habido personas que han cambiado el curso de la poesía. El es una de ellas.

Ha marcado un hito.

Estas últimas palabras las pronunció en inglés.

Namdeo salió de la cocina y entró en la pequeña habitación en la que estábamos. Llevaba las gafas en la frente. Sonrió, con expresión cortés. No mencionó en absoluto la cita para la que habíamos venido. Solo dijo que había gente esperándolo y que no podía quedarse a hablar con nosotros.

Aquel día estaba muy atareado con sus actividades políticas. Estaba organizando una manifestación de prostitutas en el barrio de Golpiza, según dijo. Nos enseñó los carteles en blanco y negro que acababa de recoger en la imprenta. Preguntó si me gustaría ir a la manifestación. Dije que sí. Me dio un cartel, y quedamos en vernos en la casa el día después de la manifestación, pues tendría más tiempo. Y a continuación salió de la habitación.

Le pregunté a Malika:

—¿Le enseña sus poemas?

—Si escribe algo aquí, me lo enseña a mí. Si lo escribe en otro sitio, se lo enseña a quien tenga más cerca: le da igual que esa persona entienda de poesía o no.

Parecía como si todos los sustos de su relación con Namdeo pertenecieran al pasado: por ejemplo, descubrir, el primer año de matrimonio, que Namdeo tenía una enfermedad venérea. Había escrito sobre aquello, y sobre otros descubrimientos que había hecho. Vivía más tranquila con las cosas sobre las que había escrito, y pensaba que su vida con Namdeo podía continuar para siempre como era entonces: «un estado familiar de clase media». Además, no se encontraba en situación de hacer nada extremo: tenía que pensar en su hijo.

—Quiero que el niño y yo seamos amigos. No quiero que se críe como su padre, con los aspectos negativos.

—¿Qué aspectos negativos?

—La rabia, las blasfemias. El movimiento es lo más importante para Namdeo. Por eso, pase lo que pase con nuestra relación, nunca romperá sus lazos con el movimiento.

El movimiento se había detenido. La gente puede unirse para ciertas cosas, salir a gritar eslóganes, a manifestarse. Pero ya no tienen un objetivo, ni una dirección.

Le hablé de la larga hilera de personas que había visto al salir del aeropuerto. ¿Cómo se sentirían, espe rando rendir homenaje a Ambedkar, muerto tiempo atrás?

—Es una cuestión sentimental. Los dalit lo sacrificarían todo por Ambedkar. Para ellos, no es otro dios. Es Dios. Serían capaces de asesinar a su mujer: lo que sea, por Ambedkar.

Charu añadió, de su propia cosecha:

—Como Cristo para los cristianos.

Malika asintió.

Pregunté si había tenido el apoyo de alguna religión durante aquellos años.

—Siempre que las cosas iban mal recurría a mí misma.

—¿No tiene fe?

—Tengo fe en mí misma. Solo tengo fe en mi propia existencia.

La primera parte del libro de Malika terminaba así (según la traducción oral de Charu): «El

ego masculino es lo más repugnante de la sociedad actual. Las mujeres se complacen en fomentarlo. Me recuerda el cuento en el que el propio árbol le entrega una rama a un leñador que tenía un hacha, con hoja pero sin mango... Estoy convencida de que no debo renunciar a mi vida entera por nadie, aunque se llame Namdeo.» Pero el libro era también un relato de su obsesión por el hombre, su poesía y su causa, y la consiguiente pérdida de libertad que le supuso. La segunda parte terminaba de la siguiente manera: «Este ha sido el viaje de una mente derrotada.» Y aunque lo que había hecho había sido por un hombre, siempre había estado sola. «No tenía a nadie a mi lado.»

Charu y yo nos dispusimos a marcharnos. Y entonces, muchos detalles de la casa adquirieron un significado más pleno: las fotografías del padre y la madre de Malika, las instantáneas en color de Namdeo, la bandera roja (hecha por el hijo de Malika) en el salón, la oscura y silenciosa figura, como una sombra, de la madre de Namdeo, que había sufrido una crisis nerviosa hacía muchos años (y que estaba a punto de morir), el certificado enmarcado de Namdeo concedido por la Casa de la Cultura Rusa de Bombay, la fotografía-icono del doctor Ambedkar, el cartel de la manifestación de prostitutas que estaba preparando Namdeo. En una pared, por encima de la fotografía en color, muy grande, de un niño pequeño blanco (Malika dijo que sencillamente le gustaba la foto), había un dibujo enmarcado hecho por su hijo: rocas pardas, cantos rodados negros, un sol rojo, pájaros negros. En el rayado del lápiz marrón, que daba volumen y solidez a las rocas, aprecié una gran sutileza, y pensé que el dibujo era un grabado chino contemporáneo.

La manifestación de prostitutas que Namdeo estaba organizando en Golpiza iba a tener lugar el martes. El domingo apareció una noticia en un periódico diciendo que yo sería el «principal invitado» del acontecimiento. Al día siguiente, otros periódicos recogieron la noticia, y aunque me telefonearon varias personas que conocía en Bombay, unas preocupadas, otras divertidas, no pensé que fuera a tener ninguna consecuencia. Pensé que esa clase de errores o exageraciones se desvanecerían por sí mismos.

Por la impresión de actividad que me había dado Namdeo, y por el cartel en blanco y negro de los Panteras Dalit, de aspecto muy serio, yo esperaba que la manifestación fuera todo un acontecimiento. Pero cuando llegamos Charu y yo no encontramos prácticamente nada. Había pancartas de los Panteras Dalit colgadas en algunos callejones; mucha policía y muchos coches celulares, pero aparentemente no demasiada agitación.

Fuimos temprano, para ver un poco el ambiente de la zona de los prostíbulos. Caminamos por los estrechos callejones: las luces, los letreros, los puestos, la gente sentada fuera, algunos en camas de cuerda, entre las sombras de los callejones laterales; los montones de basura húmeda, el olor de las alcantarillas; las prostitutas y sus «dueñas», los prestamistas y clientes de las prostitutas, todo parte del mismo espectáculo, una mezcla de sexo, inocencia y degradación tan devastadora como en los poemas que aquella zona le había inspirado a Namdeo.

La vida vespertina del barrio continuaba. La perspectiva de la manifestación de los Panteras Dalit de Namdeo —para protestar por lo que allí se veía— no había provocado mucho revuelo. La manifestación se reuniría en el extremo de uno de los callejones, oscuro y sin tráfico rodado, pero lleno de actividad, con espacio para caminar solo en el centro, entre los tenderetes y barracones y las camas de cuerda. Entre brillantes luces, al final del callejón, había unos músicos sentados tocando melodías campestres en un estrado recubierto de sábanas blancas.

Nadie parecía prestarles atención, pero cuando Chara y yo nos aproximamos, de entre las sombras salieron hombres con cámaras, y aparecieron hombres y mujeres, reporteros de prensa a quienes Chara reconoció, que también salieron de entre las sombras. Y Chara y yo comprendimos que aquella noche, para los periodistas, la noticia éramos nosotros.

Pensé que debíamos marcharnos. Dimos la vuelta y nos dirigimos hacia el otro extremo del callejón. Los de la prensa nos siguieron. Cuando llegamos al final del callejón y nos aproximamos a una calle principal, mejor iluminada, Chara dijo que no sería correcto marcharnos así como así. Nos enemistaríamos con la gente de la prensa, que había dejado lo que tuviera que hacer aquella noche para acudir a aquel acontecimiento, y podía escribir cosas hostiles. Pensaba que lo mejor sería que él volviese y hablase con los periodistas —los conocía: algunos eran amigos suyos— y les explicara la situación.

Me llevó hasta un puesto de cigarrillos, y me pidió que me quedara allí esperándolo. Volvió al callejón, y al poco se perdió en la oscuridad, entre la multitud. Pero los fotógrafos no se marcharon. Se quedaron a unos metros, con la mirada clavada en mí (por si intentaba huir), mientras que los músicos, en su estrado blanco, brillante

j distante en el extremo del oscuro callejón, tocaban los balanceantes ritmos campestres. De repente, un fotógrafo disparó su cámara, y con aquel destello todos los fotógrafos empezaron a chasquear y a lanzar destellos, produciendo a mi alrededor la sensación de unos fuegos artificiales que no hubieran acabado de estallar.

Charu volvió. Tenía novedades que contarme. Había llegado Namdeo y —cosa insólita— Malika iba con él. Yo debía regresar y estar con ellos un rato, según dijo Charu. Si no lo hacía, podía sentirse rechazado. También dijo que, aunque yo no lo notara, estaba surgiendo cierta hostilidad de casta entre lá gente que había en el callejón, que había presenciado nuestras idas y venidas. No hacía falta más que una chispita para que surgieran problemas. Además, había otra razón, insistió Charu, por la que debía ir con Namdeo y Malika. Encima de todo el tiempo que me había dedicado, Malika se había tomado la molestia de escribirme una larga carta en márata: se la había entregado a Charu para que me la diera.

En medio del callejón húmedo, sucio, habían tendido una estera recubierta con una tela, una especie de alfombra. Por allí pasamos, para volver al tablado de los músicos, que seguían tocando. Entramos en una pequeña habitación: allí estaba Malika, acogedora, sonriente, con un sari limpio, y también Namdeo. Me alegré de verlos, de que Charu me hubiera hecho volver. Unas mujeres de la zona me pusieron guirnaldas. Era lo que querían los fotógrafos, y fueron esas fotografías felices —no las furtivas en el oscuro callejón— las que aparecieron en los periódicos al día siguiente.

En el taxi de vuelta, Charu me tradujo la carta de Malika: muchas páginas de tamaño folio con una escritura preciosa, elegante. Le preocupaba que quizá no hubiera entendido los dos aspectos de sus sentimientos: su amor por la libertad y su amor por Namdeo. Pero lo cierto es que lo había explicado todo cuando nos conocimos.

Fuimos al día siguiente a ver a Namdeo a la casa. En eso habíamos quedado unos días antes. Pero Charu estaba nervioso, incluso preocupado. No nos habíamos quedado a la manifestación de Namdeo; quizá pensara que lo habíamos dejado plantado. Quizá pensara que lo habíamos perjudicado políticamente, y no había forma de saber qué podía hacer. Era un hombre impredecible.

Cuando llegamos a la casa, Malika nos dijo que estaba Namdeo. Estaba dentro; comiendo. Salió, nos saludó, e inmediatamente volvió adentro. Vimos todos los periódicos del día en el salón, desplegados: alguien los había mirado. Yo no había leído los artículos que acompañaban a las fotografías. Charu sí, y movido por el deseo de hacer las paces entre nosotros dos (además de reñirme por no haber aceptado la invitación de Namdeo para comer de unos días antes), se sentó, a petición de Malika, y mientras ella le servía, consumió una enorme cantidad de comida en el salón. Se comió todo lo que le ofreció Malika, y después pidió más.

Pero el nerviosismo de Charu era excesivo. Malika estaba encantada de cómo había ido la noche. Incluso se alegró de decirme que los músicos de la manifestación habían formado parte del grupo folclórico de su padre. Namdeo estaba muy contento. Estaba comiendo en la parte de atrás de la casa, pero eso no significaba nada. Una vez acabada la comida, Charu en el salón, Namdeo en la habitación de atrás, nos reunimos todos en perfecta armonía en la habitación de atrás, la del armario metálico de color verde oliva con el espejo alargado y el brazo de lámpara de color bronce, y Namdeo confirmó, tal como había prometido, que iba a dedicarme toda la tarde.

Sin embargo, como todavía tenía en mente lo que me había dicho Charu, pensé que no convenía hablar inmediatamente sobre la manifestación de las prostitutas. Decidí empezar por su poesía. Le hablé del poema que me había traducido Charu, uno de los primeros,

El camino del santuario. Le pregunté por la violencia sexual de aquel poema y de otros posteriores que

yo conocía.

Se extendió mucho en la respuesta. Tal vez a causa de su constante nerviosismo, y también quizá a causa de su interés por los temas literarios, Charu dejó que Namdeo hablara largo rato sin traducir ni resumir, y Namdeo hablaba lentamente, reflexionando.

En medio de sus palabras en márata, reconocí, en inglés,

no sexual. Dijo que

El camino del santuario no era uno de sus mejores poemas. Él lo interpretaba de la siguiente manera: el poeta era como un huérfano en su tierra natal. El santuario hacia el que se dirigía era un lugar real, una famosa mezquita de Bombay, junto al mar; pero Bombay es una ciudad cosmopolita, y el santuario al que el poeta peregrinaba podía ser cualquiera de los lugares sagrados de la ciudad. «La oscuridad de aquel sari» y «el fantasma en el atajo» se referían al sistema

social en el que había nacido el poeta. La oscuridad del sari no era una imagen sexual: incluso la mujer más abyecta tenía su propio código. La oscuridad del sari significaba ignorancia: el poeta había pasado gran parte de su vida lavando esa oscuridad, esa ignorancia.

Pero había escrito poemas mejores. Le habría gustado que conociese algunos. Tenía escrito uno sobre el agua. Era un poema bastante conocido.

Al agua le enseñan los prejuicios de casta...

Aquella idea sobre el agua era importante para él. Se refirió a ella en más de una ocasión. Había surgido de sus recuerdos sobre las estrictas condiciones de los intocables que predominaban en el pueblo, cerca de Puna, en el que se había criado. Las castas superiores utilizaban el río corriente arriba; las castas establecidas, corriente abajo, y las castas superiores lo utilizaban en primer lugar.

Guardaba el recuerdo de algo que le había ocurrido cuando estaba en segundo grado. Los niños del pueblo no tenían prejuicios de casta; jugaban juntos. Un día, fue a bañarse a un estanque con unos chicos de una clase alta. El guarda lo descubrió y le tiró piedras. Había profanado el estanque. Lo persiguieron y lo apedrearon. Volvió corriendo a su poblado, sangrando, y se escondió. Insultaron a su madre, y después, su madre le dio una paliza por haber profanado el estanque y haber causado problemas.

Creía haber nacido en 1940, pero no estaba seguro. Incluso en el colegio —eso debió de ser hacia 1951 o 1952—, los niños de las castas establecidas se sentaban fuera de la clase. No se les permitía tocar el agua: se la vertían en las palmas de las manos. Un maestro no podía tocar a un chico de una de las castas establecidas. Cuando el maestro quería castigar a un alumno de una de esas castas, le tiraba cosas.

Su familia pertenecía a la casta mahar. Formaban una familia conjunta: las esposas y los hijos de tres hermanos, unas veinticinco personas en total, vivían en una sola casa. El padre de Namdeo no vivía en la casa: había emigrado a Bombay y había dejado a su familia allí. La familia tenía tierra. Vivían del cultivo, y también de tareas tradicionales de su casta.

Mientras Namdeo hablaba de las tareas tradicionales de los mahar en su pueblo natal, se unió al grupo de la pequeña habitación un hombre que yo había visto antes en la casa, una de aquellas personas silenciosas a las que no se presentaba y cuya presencia no se explicaba, que parecían disfrutar de plena libertad allí. Aquel hombre bajo, de piel oscura, poblado bigote y túnica de color naranja, se quedó de pie junto a la silla de Namdeo, prestando atención y moviendo la cabeza a modo de solemne afirmación mientras Namdeo hablaba de las tareas de los mahar.

Los mahar tenían que citar a la gente para que fuera a la delegación de contribuciones. Era una tarea oficial, para el gobierno, y en los viejos tiempos podía significar recorrer largas distancias, con buen o mal tiempo. Otras obligaciones eran más tradicionales. Cuando moría alguien del pueblo, eran los mahar quienes se encargaban de comunicárselo a todos los familiares del difunto. Los mahar también retiraban los cadáveres. A cambio, los habitantes del pueblo pertenecientes a la casta superior les daban una ración de cereales tres veces al año.

El amigo de la casa movió con gesto solemne la cabeza de un lado a otro, mirando fijamente un punto entre sus ojos y el suelo, de modo que dio la impresión de que, mientras Namdeo hablaba, el amigo de la casa estaba recordando con nostalgia los viejos tiempos. Repitió:

—Tres veces al año.

Los mahar tenían otro privilegio. Era como un rito cotidiano, y Namdeo habló largo y tendido sobre el tema, mientras el amigo de la casa escuchaba, miraba al suelo y movía la cabeza.

Según dijo Namdeo, los mahar tenían derecho a acudir a las casas de la casta superior todos los días para pedir pan. Si en un pueblo había diez casas mahar, se repartían entre ellas las de la casta superior, y a cada casa mahar se le adjudicaban ciertas casas de la casta superior. El mahar encargado de esta tarea salía por la mañana temprano con una cesta tejida o de metal en la cabeza. Cuando llegaba a la casa de casta superior hacía una reverencia y pedía pan. Lo pedía dos veces. Si no se lo daban entonces, tenía pleno derecho a exigirlo. Los mahar hacían esto todas las mañanas. Y los miembros de la casta superior les daban pan, dejándolo caer en la cesta, sin tocarla.

—Sin tocarla —dijo el amigo.

Así funcionaba el sistema de castas cuando aún era fuerte, antes de 1955. Después empezó a resquebrajarse. En lugar de cereales y ciertos derechos, se podía ofrecer dinero a los mahar por lo que hacían; pero a veces no les ofrecían nada. De modo que, mientras que se mantuvieron las obligaciones a cumplir en el pueblo, los derechos que tenían empezaron a disminuir. Ambedkar era poderoso por entonces, y los mahar y otras gentes de las castas establecidas comenzaron a reclamar sus derechos políticos.

Entre las castas establecidas de aquella región, los mahar eran los únicos con derecho a poseer tierras. Por eso las tenía la familia de Namdeo y ganaba algo de dinero cultivándolas. Ese privilegio de los mahar, poseer tierras, obedecía a una interesante razón.

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