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INDIA » 2. LA HISTORIA DEL SECRETARIO

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»Así que, sin un puesto de trabajo, solo con unos pequeños ahorros, me trasladé a Bombay. En Bombay me quedé en casa de un familiar, casi de mi misma edad, que dirigía un estudio fotográfico en un barrio de las afueras, muy lejos del centro. Como no había habitación para mí, vivía en el estudio, compartiendo el retrete con otros inquilinos del edificio, y tenía un espacio al aire libre para bañarme. Almacenábamos agua para las fotografías, y me bañaba con ese agua.

»Y dormía en una especie de desván que me construí. Tenía un tamaño casi dos o tres veces mayor que el de un ataúd normal. Estaba debajo del tejado, encima del falso techo de la parte delantera de la tienda. Me encaramaba allí trepando por la reja de la ventana y me deslizaba por la pequeña abertura. Me encontraba cómodo. El aire entraba por la abertura, alrededor de la persiana. A veces, ese pequeño desván resultaba el sitio ideal para leer y escribir: escribía de cuando en cuando, cartas, no artículos.

»Ganaba muy poco dinero, al empezar a trabajar en el estudio. Enviaba la mayor parte a los míos, a Calcuta, porque los cuatro hijos de mi hermana estaban creciendo, y mi hermanastro tenía que ocuparse de su propia familia.

»En un principio pensé que podría mantener el negocio de fotografía con mi pariente, porque sabía un poco sobre el tema, como aficionado; pero pasado algún tiempo, cuando se acabaron los ahorros que tenía, resultó que mi pariente no servía de gran ayuda. Cuando necesitaba dinero no me lo daba, y cuando le pedía lo que me había gastado en el estudio no me lo devolvía.

»De modo que era una relación tensa, pero, sin tener otro recurso, seguí viviendo allí, durmiendo y leyendo en mi cuchitril, porque el alojamiento era un auténtico problema en Bombay. Cuando la situación empeoró, decidí abandonar la idea del negocio fotográfico y tener que depender de mi pariente.

»Como primera medida, puse un anuncio en las páginas de

The Times of India. Debió de costarme unas catorce o quince rupias: el periódico cobraba tarifas especiales a quienes buscaban empleo. Recibí cuarenta respuestas.

»El anuncio que escribí decía algo así: “Secretario del sur de la India, con más de diez años de experiencia, inglés impecable, busca puesto de trabajo interesante en publicidad, relaciones públicas, viajes, etcétera.” Elegí entre las respuestas, decidiendo no replicar a las de empresas situadas en los barrios periféricos del Ferrocarril Central, sobre todo fábricas. Allí, los transporte s eran difíciles y me hubiera supuesto transbordar a medio camino de donde vivía con mi pariente, una hora y media en la línea del Ferrocarril Occidental.

»Resolví acudir solo a cuatro entrevistas; todas ellas tendrían lugar cerca de la Terminal Victoria, en Churchgate, y eran oficinas, no fábricas ni talleres. El primer día no pasó nada. No acepté el trabajo por diversas razones: sueldo, ambiente y las personas que me entrevistaron. Incluso me enfadé con una de ellas cuando me hizo una pregunta absurda: “¿Por qué se ha marchado de Calcuta después de tantos años? Con las mujeres tan guapas que hay... Debería haberse quedado al menos por las mujeres como

rasgolla que hay allí.” Me pareció demasiado degradante para las mujeres. Probablemente, pensó que yo sobrepasaba lo que él necesitaba. Era una empresa comercial, y el hombre uno de esos personajes incultos que de repente se ven con dinero.

»Las cuatro entrevistas que había concertado iban a durar dos días, a razón de dos diarias. Al final del primer día me sentía bastante abatido. No quería volver a Calcuta. Por otra parte, no quería hacer mi vida aún más triste por no tener mucho dinero y seguir con mi pariente. Por eso decidí que si no encontraba trabajo al día siguiente, tendría qué regresar a Calcuta, desde donde mi hermana me escribía con insistencia.

»Al día siguiente fui desde el estudio fotográfico hasta Churchgate. Al llegar a la estación de Churchgate entré en el restaurante Satkar, que estaba enfrente de la estación. El letrero decía: “Té y bocadillos.” Pedí un

idli y un café —el

idli costaba unas sesenta paise y el café cuarenta—, porque pensé que era lo único que podía permitirme, con el dinero a punto de acabárseme.

»Cuando estaba terminando el café, miré las cartas de las empresas que había elegido, para ver quiénes eran los que todavía me quedaba por visitar. Y vi el anuncio de un señor que se autodenominaba simplemente “concejal”. Su domicilio estaba en la calle “A”. Le pregunté al camarero dónde estaba la calle “A”. Me dijo: “Está usted precisamente en ella.” Comprobé que la dirección que daba el concejal se encontraba a un tiro de piedra.

»Fui allí y descubrí que se trataba de un despacho en una residencia. Después de esperar un rato, entró un caballero. Fue la primera vez que vi al hombre con el que trabajaría durante los catorce años siguientes. Era un hombre alto... no, de estatura media, uno sesenta y cinco o uno setenta. Muy guapo, nada grueso. Iba bien vestido, acicalado.

»Me llevó a su despacho, y tras una breve conversación, de quince minutos, enseguida me dijo que trabajase con él. Aunque aquel hombre me impresionó, por su rapidez para tomar decisiones, no acepté la oferta de inmediato, pues tenía que reflexionar sobre el sueldo que me ofrecía, novecientas rupias. Pero saltaba a la vista que estaba deseando contratarme. Casi daba la impresión de haber adivinado mi situación, y después decidir cuánto pediría y hacerme la oferta. Hasta la fecha no he averiguado si sabe mucho sobre mí, sobre mi educación, mi vida fuera del despacho.

»Me dijo que lo llamara en cuanto tomara una decisión, y que confiaba en no tener que esperar mucho, porque él ya había decidido que yo era la clase de hombre que estaba buscando. Volví al restaurante —había otro camarero— y, tras sopesar la situación, casi llegué a la conclusión de que más valía trabajo en mano que ciento volando. Le telefoneé al día siguiente, y empecé a trabajar el lunes.

»Cuando encontré este empleo, mi pariente, el del estudio fotográfico, hizo un esfuerzo por arreglar nuestra relación. Pero a mí no me interesaba. Continué tres meses más en el cuchitril del estudio. Después estuve cambiándome de un sitio a otro, viviendo como huésped de pago con varias familias, que tenían sus propios problemas, de todo tipo. Tenía una maleta de ropa y otra con libros y chucherías. Dos maletas con mis cosas: eso era todo lo que tenía.

»En el trabajo con mi nuevo patrón empecé a conocer gente importante, algo que me gustaba. Ocupaba un puesto dirigente en el municipio, y observé que era un hombre ambicioso. Pensé que con él tendría posibilidades de ascender. Y, de hecho, él ha subido en todos los sentidos. Ahora es más famoso, poderoso y rico que cuando empecé a trabajar para él.

»La gente que trata conmigo en el despacho seguramente dirá que yo también he subido; pero yo creo que no ha ocurrido exactamente lo que yo esperaba. Durante mucho tiempo, mientras trabajaba allí, seguí con mi vida nómada de huésped de pago, con mis dos maletas, hasta que conocí a una familia muy amable —algo muy difícil de imaginar en una ciudad como Bombay—, que tuvo la generosidad de ofrecerme una habitación para mí solo, aunque en un edificio viejo. Eso fue en 1980. Yo tenía cuarenta años. A esa edad tuve una habitación para mí solo por primera vez en la vida. Era un sueño en una ciudad como Bombay, donde la gente tiene que dormir en las aceras y en las tuberías de desagüe, y quizá sea lo mejor que me ha ocurrido.

»Hasta hace tres años viví de esta generosidad, en una habitación de aquella casa vieja, con un retrete compartido con cuarenta personas. Entonces no podía pensar en el matrimonio. Aunque era algo estupendo para Bombay, con mi sueldo no hubiera podido comprarme una vivienda. Pero después he tenido la suerte, a pesar de las desventajas, de poder adquirir un piso o apartamento.

»Y entonces, un amigo pensó que debía sentar la cabeza. Este amigo sabía que había cumplido con las responsabilidades para con la familia de mi hermana. Puso un anuncio en mi nombre en las páginas de contactos matrimoniales del periódico. Es el tipo de anuncio con el que he conseguido tantas cosas, y otra vez el anuncio entró en mi vida y cambió el curso de los acontecimientos.

»Entre las personas que contestaron estaba mi futuro suegro. En el anuncio explicaba mi edad y mi educación. No ocultaba nada. Decía que buscaba una señora que quisiera llevar una vida sencilla. Me llegaron unas noventa contestaciones, quizá cien. De diversas partes de la India. Creo que recibí tantas porque en el anuncio decía: “Casta, comunidad, viudas, divorciadas, sin excepción.” Sin embargo, buscaba una señora que ya viviera en Bombay, porque eso evitaría muchos problemas. La vida en Bombay es dura —la gente que no sabe hindi tiene problemas de idioma—, los transportes son difíciles, el modo de vida es difícil aquí. No resulta fácil aclimatarse a él.

»En la media hora que pasé con mi futuro suegro, él comprendió lo fundamental de mi carácter. Nos vimos en la cafetería del hotel Ritz. Fue a mi despacho, pero lo tuve esperando allí un par de horas, a un hombre de setenta años, porque cuando llegó yo estaba ocupado. Es keralita, pero brahmán. Un hombre de estatura media, calvo, de hablar pausado, con el auténtico sello de la paciencia en el rostro y en su actitud. Era jubilado, y antes trabajaba de ingeniero electricista, a cargo de la sección de compras de una empresa del sector público: un aspecto de la India en vías de industrialización. Había recorrido todo el país, y sus hijos eran de mentalidad abierta.

»Como una semana después fui a su casa, alrededor de las diez y media de la noche, después de todo un día de trabajo. Ella estaba en la cama. Su padre la despertó. Llevaba diez años trabajando en un banco nacionalizado, le interesaba el yoga, y no era muy habladora. De aspecto era normal. No estaba gorda, pero debido a su estatura no parecía delgada. Medía como un metro y medio. Llevaba gafas.

»Y después de las conversaciones ante su padre y su madre, pensé que debía volver a verla para que pudiera expresar sus opiniones a solas, sin los padres. Volvimos a vernos al cabo de tres días, en casa de su primo. El primo comprendió mi actitud, e hizo los preparativos necesarios para que tuviéramos intimidad. Hablamos tomando café durante algo más de media hora: ella acababa de volver de su trabajo en el banco. No vestía demasiado bien. Me dio la impresión de que no le preocupaba mucho su vestimenta.

»La llamé a la oficina al cabo de tres días, y en esa ocasión nos vimos en un restaurante. Y, en términos generales, coincidimos en que debíamos casarnos. La boda se celebró unos cuarenta días después. Yo quería un matrimonio civil: sin dote, sin toma y daca, sin la multitud de parientes y amigos; sin fiesta, sin celebraciones, sin regalos. Pero como ellos no querían un matrimonio civil, avisé a mi primo para que celebrase los ritos. Yo no tenía ninguna religión: nunca había hecho ningún esfuerzo especial por comprender la teología ni los principios hindúes.

»Al fin soy feliz porque tengo un objetivo en la vida, ahora que tengo mi propia familia. He puesto punto final a mi vida errante. Llegué al matrimonio a los cuarenta y cinco años de edad. Mi mujer tenía entonces treinta y nueve. Los dos habíamos esperado mucho tiempo esa merced. Y Dios nos ha enviado otra bendición —en una época tan tardía de nuestra vida—, tener un hijo.

»Sigo con la sensación de que podría haber llegado mucho más alto, si hubiera tenido un poco más de comprensión, de apoyo. O tal vez si hubiera estado en otro país. Lo que me obsesiona continuamente es la sensación de que mi destino es no subir más de lo que ya lo he hecho. Incluso en este trabajo he sido como la escalerilla de un barco. Las aguas del mar suben, el barco sube, y también la escalerilla, pero la escalerilla no puede elevarse por sí misma. Yo no puedo independizarme de mi patrón y subir en la vida.

»De todos modos, tengo un sentimiento de plenitud. Cuando murió mi padre, estábamos prácticamente sin una rupia, a pesar de nuestro antiguo bienestar. Mi hermana empezó a criarme cuando era pequeño. Y cuando la abandonó mi cuñado, me tocó a mí encargarme de ella y criar a sus hijos. Conseguí hacerlo. Hoy en día están todos bien situados. Los considero símbolos de mis logros en la vida.

»Pero yo pensaba que sería una persona creativa, como las que conocí en Calcuta, la primera vez que le vi a usted. Esa clase de vida y de amigos siempre se me ha escapado de las manos. Empecé de secretario, y todavía lo soy, y probablemente acabaré igual. No me he elevado por encima de lo que lograron elevarse mi padre y mi abuelo, a principios de siglo. Lo único que me consuela es que, incluso siendo secretario, no me va tan mal como a la mayoría. Y, además, quizá no siga creyendo que soy solo secretario.

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