India

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INDIA » 3. LAS METAMORFOSIS

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En cuanto llegué al aeropuerto de Santa Cruz, el aeropuerto de vuelos nacionales de Bombay, me sentí como un refugiado. Había una multitud a la entrada, y unos jóvenes del vecindario, con inclinación a la delincuencia, intentaban extorsionar a los pasajeros por trasladar los equipajes unos metros desde los taxis hasta la puerta.

Había policías vigilando a los jóvenes en la puerta, pero daba la impresión de que no ofrecían protección a la gente de fuera, a pesar de estar casi a la entrada; y, conscientes de ello, los jóvenes corrían de dos en dos o de tres en tres hasta la gente que acababa de llegar, caían gritando sobre maletas y bolsas e intentaban crear una atmósfera frenética, de desequilibrio. Eran menudos y delgados, aquellos jóvenes delincuentes del vecindario, y llevaban pantalones ajustados de color chocolate con leche, de fibra sintética, que mostraban su fragilidad de caderas y muslos. Sus rostros eran pequeños y huesudos, y daba la impresión de que el cuello podía quebrárseles fácilmente. Lo penoso de su físico no les hacía menos amenazadores: evocaban las figuras muy delgadas, entre aduladoras y serviles, de algunas de las ilustraciones de Cruikshank para Dickens.

Multitudes y ruido, amenazas y prisas fuera, taxis que iban y venían al sol de media tarde. Multitudes también dentro, y ruido, pero un tipo distinto de ruido, más estable: era el ruido de la gente que no iba a ninguna parte. Solo había una línea aérea para los vuelos nacionales en la India; era estatal, y era un desastre. Varios portavoces decían que los vuelos tenían que retrasarse porque muchos salían de Delhi, y muchas mañanas había niebla en Delhi. Había otros problemas. Las líneas aéreas nunca tenían suficientes aviones, y durante las últimas semanas habían retirado varios aparatos, por una u otra razón. Los servicios eran caóticos. Pero el transporte aéreo seguía siendo un distintivo y un privilegio necesarios para la gente importante, científicos, administradores y ejecutivos, y durante semanas enteras, buen número de los hombres y las mujeres más destacados del país se quedaban, en un momento dado, varados en los aeropuertos del país, como por arte de magia. Los artículos de prensa hablaban continuamente de congresos sobre temas importantes en esta y aquella ciudad que quedaban despoblados. Sin embargo, la demanda de billetes, sobre todo en aquella época, la de las vacaciones, era mayor que nunca, y yo había conseguido billete para el vuelo a Goa únicamente gracias a la intercesión de un amigo influyente.

En el vestíbulo del aeropuerto, las pantallas de información parpadeaban con noticias sobre el creciente número de vuelos retrasados o anulados. Parecía como si se hubiera producido una emergencia o catástrofe nacional. Las múltiples pantallas grises y flaneas daban constantes saltos electrónicos, silenciosamente, transmitiendo las malas noticas por encima de las cabezas de la multitud, que no iba a ninguna parte pero que tampoco estaba inmóvil, sino en constante y lento movimiento. Mi vuelo a Goa ya tenía un retraso de cinco horas. Las pantallas, siempre que (como en la lotería) aparecía el número del vuelo a Goa, prometían otro retraso de cuatro horas; pero había gente en el vestíbulo que llevaba esperando todo el día.

De vez en cuando se oían los ruidos de los aviones al despegar. Eran sonidos mortificantes: los aparatos que despegaban eran los que la gente esperaba abordar, pero en aquel momento les asignaban números de vuelo distintos, e iniciaban trayectos indirectos, con muchas escalas, antes de volver a Santa Cruz.

Mi vuelo a Goa iba a ser en un avión que venía de una ciudad inverosímil. Me lo dijo un hombre de aspecto atlético, de Delhi, que iba cinco veces al año a Goa por razones de negocios y sabía cómo funcionaban las líneas aéreas. Esa era la única información a la que atenerme, ya que a partir de cierta hora de la noche al parecer no había representantes de las líneas aéreas por ninguna parte, ni siquiera las chicas jóvenes del curiosamente denominado Mostrador de Ayuda. El consejo que me dio el hombre de Delhi fue que estuviera pendiente del anuncio de la llegada del vuelo procedente de la ciudad inverosímil sobre la que me había hablado. Si añadía una hora para la carga y descarga, sabría la hora de mi vuelo a Goa.

No debía perder las esperanzas, dijo el hombre de Delhi. Sabía con certeza que no habían anulado el vuelo. Tenía un primo en el negocio del suministro de comidas —o quizá dijera que su familia política se encargaba del suministro de comida a las líneas aéreas—, y sabía que su primo o su familia política habían recibido órdenes claras de llevar un cargamento entero de cajas de comida para el vuelo a Goa de aquel día. Según dijo, eso significaba que el avión podía partir incluso antes de medianoche. En eso consistían los privilegios en la India: conocer a alguien que conociera a alguien que tuviera relación, incluso tangencial, con una organización importante.

Durante todo aquel tiempo —la brillante luz de media tarde fue dando paso a las neblinosas horas del crepúsculo, a la noche innegable, a una débil uniformidad fluorescente en el vestíbulo— una señora mayor norteamericana había estado de pie junto al carro o carretilla de su equipaje. No estaba relajada; no se apoyaba en el carro; su cuerpo envejecido estaba rígido, como con miedo al robo y con necesidad de proteger sus cosas. Tenía los ojos inexpresivos, como si, no por el exceso tántrico o la meditación (que quizá hubiera ido a tantear allí), sino solo por la espera en el vestíbulo de un aeropuerto indio, hubiera alcanzado la calma interior cuyo secreto poseían los famosos gurús. Llevaba esperando desde la mañana y tendría que seguir esperando varias horas más. Se encontraba mentalmente tan lejos que incluso cuando la india musulmana, guapa y regordeta (que esperaba desde la tarde anterior) se levantó de su silla y se la ofreció, la señora norteamericana tardó un rato en comprender que se dirigían a ella. Cuando comprendió que le estaban pidiendo que se separase del carro, su cara de anciana se llenó de miedo y, sin pronunciar palabra, se puso aún más rígida, adoptando una postura de protección junto a sus cosas.

No estaba lejos del mostrador de facturación. El aire acondicionado salía muy frío en aquel rincón. Yo no me había dado cuenta al principio, pero después me alegré de llevar una chaqueta algo gruesa. Incluso con la chaqueta, empecé a sentirme entumecido al cabo de unas horas. Me levanté del asiento al que no había querido renunciar hasta entonces, y me uní al lentísimo movimiento de refugiados del vestíbulo. Encontré una librería. Compré dos libros de bolsillo indios, un libro de tiras cómicas de Laxman y

El libro de chistes de Juschuant Sing, y en cinco minutos descubrí (algo que hubiera podido suponer) que los libros de humor requieren una vida plena y una mente tranquila; que si bien el tiempo vacío se prolonga sin límites, el chiste breve, que solo requiere unos minutos de atención, puede fatigar el espíritu y empeorar una situación ya de por sí mala. Mejor limitarse a soportarla.

Había un restaurante. Estaba en la planta de arriba. Me resultó acogedoramente cálido tras el ambiente gélido junto al mostrador de facturación. Necesité una media hora, un plato de anacardos que no me hacía falta, y una tetera entera que tampoco me hacía falta, para darme cuenta de que el olor del restaurante, a rancio, a humedad, era algo más que un olor cálido: era el olor de una habitación cerrada y sin aire: el aire acondicionado estaba estropeado.

Frío abajo, calor y polvo y asfixia arriba. Fuera, en medio de la noche, estaba el aire fresco, el aire no acondicionado; pero para acceder a él habría que haber roto el cristal hermético.

Y al igual que, según ciertas personas, se puede vaciar la mente en una cámara de meditación concentrándose en una sola llama, también yo —entre los viajeros varados que se movían en lentas espirales a la acuosa luz fluorescente, personas que cada vez se parecían más a los personajes de una alegoría, oscuramente reflejadas en el cristal que las aislaba, acabada la conversación entre la mayoría de ellas—, también yo, pendiente tan solo de mi número de vuelo, descubrí que a cada cuarto de hora que pasaba me apartaban más y más de mí mismo. Me apartaban más del hombre que había sido durante aquel día, y me hacían más como la señora norteamericana que había visto (cuando tenía más dominio de mí mismo), rígida junto a su equipaje, en un carro: la arquitectura y los viajes aéreos de la India habían empezado a darme, como a ella, la idea hindú de lo ilusorio de las cosas.

No había escapatoria. A cada hora que pasaba, la posibilidad de regresar al hotel de Bombay (¿habría habitación?) y de alquilar un coche para el trayecto de doce o catorce horas hasta Goa (donde había que reservar habitación o perderla para siempre) era una idea cada vez menos practicable. De modo que seguí moviéndome entre el calor y el frío, introvertido, fiándome débilmente de los rumores.

Pero el hombre de Delhi tenía razón. Había avión para Goa; y cuando —el tiempo había dejado de importar— abordamos el avión, todos apelotonados, allí estaban las cajas de comida, según me había contado el hombre de Delhi, las cajas de cartón gris (con emparedados de pan blanco, una especie de pastel y una manzana del norte) que habían preparado sus amigos o parientes para el vuelo a Goa de aquel día.

Daba la impresión de que habían abusado del avión. La revista de a bordo estaba muy manoseada. Se había soltado una pieza de los aparatos de ventilación; cada vez que la azafata la ponía en su sitio, volvía a caerse. Pero Goa estaba al final del vuelo, muy breve. Y resultó interesante, al salir por fin al aire limpio de la noche, ver el nombre del lugar escrito en caracteres devanagari:

Go-wa.

Ya estaba bien entrada la medianoche. Nos subimos a un incómodo autobús turístico. Había muy poco espacio entre los asientos, y cristales ahumados: era como una continuación de las estrecheces de Santa Cruz. Al cabo de un rato llegamos al río Mandovi. Y allí se produjo, literalmente, una ruptura en el viaje. No había puente para cruzar el río Mandovi. Había, uno nuevo, hasta hacía poco; pero al cabo de unos diez años, un buen día se desmoronó, y a partir de entonces había que atravesar el Mandovi en transbordadores, toscos aparatos que parecían tener más de un siglo, pero que habían sido construidos en cuanto se desmoronó el puente. Bajaron los equipajes desde el techo del autobús hasta la tierra india, a mano, y después, en la otra orilla, los sacaron del transbordador y otra vez los pusieron en el techo de un autobús: la tecnología fue dando paso (furtivamente, en medio de la noche india) a la India de múltiples manos enclenques que realizan tareas sencillas.

Y cuando, dos o tres días más tarde, vi el puente desmoronado a la luz del día, solo con los gruesos estribos en pie, sin las piezas de unión, me dio la impresión de que resumía toda la experiencia de aquel largo día y de aquella larga noche, la ruptura de la realidad.

Un día en Bombay, mientras Nijil me hablaba sobre sus creencias religiosas, muy arraigadas, me contó que sentía una devoción especial, sobre todo en momentos de crisis, por dos personajes: Sai Baba (no el personaje del pelo a lo afro, sino el maestro de principios de siglo), y el Niño Jesús en efigie.

Nijil era de familia hindú, y el hecho de que hubiera elegido a Jesús —al principio eso fue lo que le entendí— me extrañó. Pero Nijil tenía en mente una imagen especial, y me explicó la razón de su fe. En una ocasión tuvo un problema jurídico muy importante, relacionado con su trabajo. En aquella situación angustiosa, un buen día encontró un folleto con la efigie del Niño Jesús. En el folleto recomendaban que se dirigieran oraciones al Niño Jesús cada nueve horas en épocas de necesidad. Eso es lo que empezó a hacer Nijil. Le suponía levantarse a horas incómodas cada dos o tres días, pero también que sus días girasen en torno al acto de la oración. Nijil vivió con esta devoción a la imagen del Niño Jesús durante muchas semanas, y finalmente se resolvió el problema jurídico que tanto le había preocupado. Y después, siguió sintiéndose agradecido. Era algo irracional: eso me dijo. Lo sabía, pero no podía evitarlo.

Seguramente, Nijil me contó dónde estaba la imagen, pero a mí no se me quedó grabado. Una mañana, a la entrada del hotel de Goa, vi un minibús nuevo, bien cuidado, con las palabras niño Jesús pintadas sobre el parabrisas. Le pregunté al conductor. Me señaló una estatuilla de plástico de color crema —como uno de esos juguetes de las cajas de cereales—, que estaba en el salpicadero del autobús. El conductor era cristiano, de Goa. Me contó que la estatua original estaba en una iglesia de la Vieja Goa.

Era una estatua famosa, de probada eficacia. La estatuilla de plástico del salpicadero del autobús era un mínimo símbolo de la auténtica. En realidad, la iglesia de la que me habló el conductor del minibús era la famosa catedral de la Vieja Goa, donde estaba enterrado san Francisco Javier.

Esta catedral, y los demás edificios portugueses de la Vieja Goa, Mandovi arriba, eran asombrosos por su entorno. Tan lejos de Europa (a seis meses de navegación, incluso en el siglo xviii); con una luz tan deslumbrante; las blancas playas recordaban más a las playas de las islas vacías del Nuevo Mundo (pero vacías solo después de que hubieran sido «despobladas»: seguro que habían estado pobladas y llenas de gente en la época del descubrimiento) que a los pueblos y las ciudades de la India, con su enmarañado pasado. Una parte de aquel pasado indio estaba allí mismo, en la Vieja Goa: en el Arco de los Virreyes, que se erigió sobre el arco de un monarca musulmán —apenas establecido— que habían destituido los portugueses. Por aquel arco, según se decía, pasaba cada nuevo virrey de Goa, con toda ceremonia, cuando llegaba.

En otro edificio antiguo, transformado en museo, había una galería de retratos de todos los virreyes de Goa. Los retratos formaban series. Uno de ellos era de Vasco da Gama. Un nombre fantástico, pero su retrato, como el de los virreyes, era torpe, una especie de anuncio. El arte de los colonizadores no encajaba con su audacia. Esta deficiencia se ajustaba a lo que cualquiera podía saber del breve período del esplendor portugués, y quizá explicara por qué, fuera de la Vieja Goa, quedaba tan poco de Portugal, aparte la irrealidad de los edificios eclesiásticos de estilo rococó, manchados de humedad, de la Vieja Goa.

Sin embargo, era lo temprano del Imperio portugués en la India lo que seguía fascinando. Algo me lo recordaba todos los días cuando —lejos de la Vieja Goa, en el río Mandovi, y simplemente al avistar los restos de las grandes fortificaciones militares, de piedra rojiza, todo círculos y líneas rectas, en una playa tropical— iba al hotel a comer y veía una reproducción de un antiguo grabado europeo de Goa en el salvamanteles. La leyenda grabada constataba el año de la salvaje y victoriosa llegada a la India del virrey portugués, Albuquerque: 1509. Conquistó Goa al año siguiente. Justo dieciocho años después de que Colón descubriera las islas del Nuevo Mundo, y antes de que tal descubrimiento demostrase su valor; nueve años antes de que Cortés iniciase la conquista de México. En la India, antes de que naciera Akbar, el emperador mogol.

Enemigos de la idolatría, enemigos de todo lo que no fuese la verdadera fe, instauradores de la Inquisición y de la quema de herejes en Goa, destructores de los templos hindúes, los portugueses crearon en Goa algo parecido al vacío del Nuevo Mundo, como los españoles en México. En la India crearon algo que no era de la India, una simplificación, algo en lo que quedó anulado el pasado indio. Y tras cuatrocientos cincuenta años, lo único que dejaron en aquel vacío y aquella simplificación fue su religión, su lengua (pero sin literatura), sus nombres, una población medio latina, y el culto, en la catedral, a la efigie del Niño Jesús.

Casi todo lo demás de Portugal se había ahogado en el vacío colonial. Antes había una estatua del poeta portugués Camóes en la plaza mayor de la Vieja Goa: Camóes, el autor de

Los Lusíadas (1572), la epopeya de la expansión de Portugal y de la verdadera fe a otros países. Pero quitaron la estatua (la pusieron en el museo) cuando Goa pasó a formar parte de la India independiente, y en aquella plaza portuguesa del siglo xvi erigieron una estatua del Mahatma Gandhi.

Camóes conoció Goa, el este de África, Malasia y China; fue, como Cervantes para España, un aventurero en las guerras imperiales. Fue el primer gran poeta de la Europa moderna que escribió sobre la India y los indios, y escribió con los conocimientos, adquiridos a costa de muchas penurias, de una década y media de nomadismo en el siglo xvi. Su poema transmite una sensación maravillosamente viva del suroeste de la India, no solo por lo que cuenta de los reyes, las castas, la religión y los templos (en el fondo se aprecia la presencia del gran reino hindú de Vijayanagar, destruido por los musulmanes siete años antes de que Camóes publicara su poema), sino por miles de pequeños detalles: el gobernador indio, por ejemplo, que recibe a Vasco da Gama, mastica

pan al ritmo de los versos portugueses del siglo xvi de Camóes.

Hubiera podido pensarse que Goa se sentiría tan orgullosa de Camóes como de san Francisco Javier. Pero habían retirado la estatua, y aunque en los salvamanteles del hotel se proclamaba la antigüedad de la Goa portuguesa, en la librería del hotel no había ningún ejemplar de su poema, y nadie conocía su nombre. La India tenía sus prioridades y sus valores propios. Los turistas que llegaban en autobuses a la plaza de la Vieja Goa iban menos por la arquitectura (y la estatua del Mahatma Gandhi) que por la efigie del Niño Jesús de la catedral. Compraban manojos de cirios y los encendían en el claustro.

La Vieja Goa era muy antigua. La separaban del presente casi tantos años como los que mediaban entre la derrota definitiva de Cartago ante Roma. Y Portugal (aunque continuó viviendo hasta el siglo xx europeo), allí se había convertido en museo. La nueva clase media india eran los turistas. Suponía un giro histórico impresionante. Portugal llegó en 1498 y alcanzó su esplendor entre 1509 y 1510. Justo medio siglo después, el gran imperio hindú fue derrotado y físicamente aniquilado por diversos monarcas musulmanes; en el norte, y casi al mismo tiempo, el poder mogol empezó a conocer su momento de esplendor. Hubiera podido parecer entonces que la India hindú, sin los nuevos conocimientos y los nuevos utensilios de Europa, sus gobernantes sin el concepto de país o nación, sin las ideas políticas que hubieran podido contribuir a mantener al pueblo libre del dominio extranjero, hubiera podido parecer que la India estaba al borde de la extinción, algo a dividir entre la Europa cristiana y el mundo musulmán, y todos sus símbolos religiosos y su compleja teología reducidos a un sinsentido, como los dioses aztecas en México o el simbolismo del Angkor hindú.

Pero no fue así. Entre todos los giros de la historia, entre todas las aventuras imperiales de esta parte del mundo, anunciadas por la llegada de los portugueses a la India, y finalmente entre la insólita presencia británica en la India, había vuelto a desarrollarse una India hindú, más entera y unificada que cualquier India del pasado.

La historia de Goa es sencilla. En el largo vacío colonial, el pasado anterior a los portugueses dejó de tener importancia: era algo que se veía en los libros. Después, los cuatrocientos cincuenta años de dominio portugués fueron como una sola idea fácilmente asimilable. Salir de Goa, ir al sur y al oeste por la carretera de montaña, estrecha y tortuosa, hasta el estado de Karnataka, significaba volver a entrar en la India y en su complicada historia.

Al igual que el dominio portugués confirió gran sencillez a la historia de Goa, el dominio británico aportó un rumbo a la historia posterior de la India y facilitó su comprensión. En cierta etapa, se veía que los acontecimientos desembocarían en el dominio británico, y después, se veía que los acontecimientos desembocarían en el final de ese dominio. Leer sobre los acontecimientos de la India antes de la llegada de los británicos es como leer sobre una situación de flujo permanente, de cosas en parte hechas y en parte deshechas, temas más propios de los anales que de la historia narrativa, que funciona al máximo cuando trata sobre la construcción o la destrucción de grandes cosas.

Había nombres históricos en la carretera que atravesaba Karnataka. Uno de aquellos nombres era Biyapur. Era el nombre de un reino musulmán, establecido casi al mismo tiempo que los portugueses en Goa (de hecho, Goa fue desgajada de Biyapur). Yo no asociaba mentalmente el nombre con Goa ni con la Vieja Goa, sino con una delicada escuela de miniaturistas del siglo xvii, con influencias persas: el nombre mismo me evocaba las caras y las posturas, la vestimenta y los colores especiales. Pero ¿cómo encajaba Biyapur en la historia de la región? ¿Cuáles eran las fechas, las fronteras? ¿Quiénes eran sus gobernantes y sus enemigos? Resultaba difícil recordarlo todo: tuve que mirarlo en libros, y aun así (a pesar de que después me enteraría de que había durado dos siglos) no conseguí más que datos escuetos sobre fechas y gobernantes. Al fin y al cabo, los logros no habían sido tan importantes: no había nada en su historia que pudiera retener la memoria, al contrario que en la pintura (y en la arquitectura, según me enteré por mis lecturas: cierto tipo de cúpula). Y así, el nombre de Biyapur, y los demás nombres históricos en la carretera del sur, eran como recuerdos dispersos en la mente de un anciano.

Había habido demasiados reinos, demasiados reyes, demasiados cambios de fronteras. El estado de Karnataka era de nueva creación, un estado posbritánico, posterior a la independencia, un estado lingüístico, una respuesta al nuevo orgullo, al nuevo sentimiento de identidad, que habían fomentado los nacionalistas.

La tierra era sagrada, pero no era la historia política lo que le confería ese carácter. Los mitos religiosos afectaban a todas las tierras fuera de la Goa colonial. Una historia dentro de otra historia; una fábula dentro de otra: eso era lo que la gente veía y lo que llevaba en la sangre. Esos eran los mitos, sobre los dioses y los héroes de las epopeyas, que conferían antigüedad y misterio a la tierra en la que vivía la gente.

En la carretera del sur que pasaba por Karnataka había autobuses llenos de hombres jóvenes vestidos de forma extraña, con túnicas negras y ropas negras también en las piernas. Parecían jóvenes que iban de excursión, pero el negro que llevaban resultaba inquietante. Cuando llegué a Bangalore me enteré de que los hombres de negro iban de peregrinación. Se dirigían a un santuario en el estado de Kerala, en el extremo meridional. En el santuario honraban a Ayapa, gobernante y santo hindú de épocas pasadas. La peregrinación era sobre todo para los hindúes; pero, cosa insólita, también se les pedía que honrasen a Vavar, árabe y musulmán, que había sido amigo y aliado de Ayapa.

Solo los hombres podían hacer esa peregrinación, y durante cuarenta días tenían que vivir en continua penitencia. Ni carne ni alcohol, ni ninguna actividad que pudiera desembocar en puro placer; y tenían que mantenerse alejados de las mujeres. La última etapa de la peregrinación era un ascenso de más de cincuenta kilómetros, montaña arriba, hasta el santuario de Ayapa. Allí, en un día concreto de enero, aparecía una luz divina. No todos los peregrinos iban por la luz; la mayoría de la gente subía al santuario en días en los que no había luz.

Me enteré de todo esto por un joven que se hizo amigo mío en Bangalore. Se llamaba Deviah; escribía sobre temas científicos para un periódico. Era de familia campesina; seguían enviándole a Bangalore productos de las tierras familiares de vez en cuando, con el autobús nocturno. Deviah había peregrinado hacía ocho años por primera vez. Era cuando se sentía muy mal y angustiado por pensar que había hecho muy poco durante los cinco años pasados desde que acabó la universidad. Pensaba que la peregrinación lo había cambiado: la disciplina de cuarenta días de penitencia, la larga caminata hasta el santuario, los compañeros de la caminata, y el ver cómo se ayudaban las personas entre sí. Creía, además, que después tuvo suerte en su profesión; y a partir de entonces hacía la peregrinación casi todos los años. Deviah no creía en la luz divina. Pensaba que podía ser simplemente alcanfor ardiendo, y obra humana, pero eso no contribuía a disminuir su fe. No disminuía su fascinación por la historia de Ayapa.

Esto fue lo que me contó Deviah.

—Ayapa fue un personaje real, que vivió hace unos ochocientos años. Nació en circunstancias extrañas. El rajá Rajashekhar no tenía hijos. La reina y él hicieron penitencia ante Siva y le pidieron que les concediera un hijo. Un día en que el rajá Rajashekhar había salido de caza por las orillas del río Pampa (que en Kerala tiene un carácter tan sagrado como el Ganges en el norte: puede lavar los pecados), encontró a un niño con una campana atada al cuello. Se puso a buscar a los padres del niño. Apareció un

rischi (en realidad, era el mismísimo Señor Siva) y le dijo al rajá que el niño le estaba destinado a él. Según dijo el

rischi, el rajá debía llevar al niño a palacio y criarlo como si fuera suyo. «Pero ¿de quién es hijo?», preguntó el rajá Rajashekhar. El

rischi contestó: «Lo descubrirás el día del decimosegundo cumpleaños del niño.»

»Así que el rajá se llevó al expósito a palacio y lo cuidó. A propósito, ese palacio sigue allí. No es como los palacios de los maharajás que se ven en la actualidad. Es una casa bastante pequeña. El rajá cuidó al niño como si fuera suyo, y todos empezaron a comprender qué sucedería a Rajashekhar cuando llegara el momento. Durante todos los años en que el rajá no tuvo descendencia, el primer ministro había llegado a creer que su hijo heredaría el reino algún día. Así que odió a Ayapa desde el principio.

»Cuando Ayapa tenía diez años, ocurrió algo inesperado. La reina tuvo un hijo; pero el rajá se había encariñado tanto con Ayapa, el expósito, el regalo de los dioses, que dejó bien claro que sería él quien le sucediese en el trono.

»La reina y el primer ministro empezaron a conspirar. Tenían el siguiente plan: la reina fingiría ponerse enferma. Diría que tenía dolor de cabeza. El médico de palacio (que también participaba en la conspiración) haría como si pusiera en práctica todo cuanto sabía. El dolor de cabeza de la reina no desaparecería, y al final, el médico diría: “Solo hay una cosa que puede salvarle la vida a la reina. Hay que darle la leche de una tigresa.

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