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INDIA » 9. LA CASA DEL LAGO

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Y, al comprenderlo, el señor Butt sonrió.

Le pregunté a Aziz por la salud del señor Butt. El señor Butt había dado a entender por la mañana que no se encontraba nada bien. Aziz dijo que el señor Butt no debería fumar, pero que fumaba

hooka a escondidas; no podía dejarlo. Y el señor Butt, sin sonreír, hizo un grave gesto de impotencia.

Le recordé a Aziz lo del barquero, y la tarifa de 25 rupias por la travesía.

Aziz dijo:

—¿Usted paga

veinticinco rupias esta mañana?

Y cuando le dije que sí, adoptó una expresión seria, como un médico que se topa con un síntoma malo e inesperado. Pero después, como un médico, estaba dispuesto a hacer cuanto pudiera. Volvió a llamar al barquero, y en esta ocasión el barquero apareció. Aziz y el señor Butt hablaron con él. Aziz me contó después que le había dicho al barquero que yo era un viejo amigo del hotel, no «un turista de tres días». Y durante aquella conversación con el barquero, el señor Butt dijo más de una vez: «Cuatro meses y quince días.» Al final, el barquero sonrió y Aziz dijo que podía pagarle lo que yo quisiera. No me pareció suficiente. Aziz lo sabía; me sugirió que le diera 15 rupias.

Me volvió a la memoria la imagen de un Aziz frívolo, destocado, en el jardín del antiguo Leeward; una frivolidad extraña entonces, y que costaba trabajo imaginar después, en el hombre digno, triunfante, que estaba frente a mí. ¿Qué edad tenía entonces? Para mí, en aquella época era un hombre maduro, un hombre sin edad.

—¿Cuántos años tiene, Aziz?

—Cuarenta y ocho, cincuenta.

Eso era demasiado joven. Pero no parecía saberlo; y tal vez, al no poder leer ni escribir, al tener que confiar tan solo en la memoria, la capacidad de relacionar los acontecimientos de su propia vida con los acontecimientos de fuera, no tuviera medios de saberlo.

Hablamos de la peregrinación al Himalaya, a la cueva de Amarnath, que me habían preparado ellos, con muleros, una persona para montar la tienda, un cocinero, y Aziz al mando de todo. Ahora iban helicópteros a Amarnath, dijo Aziz, y había enormes cantidades de peregrinos, cuatro

laj, 400.000, 500.000.

Aziz dijo:

—¿Recuerda

ghora-walla?

Se refería a uno de los muleros de nuestro grupo. Debía de haber escrito algo sobre él; los detalles debían de estar en mi libro, pero el hombre como tal, y los acontecimientos con él relacionados, se me habían ido de la memoria. Pero Aziz lo recordaba, y me volvió el recuerdo de un mulero que nos abandonó en un paso de montaña y que, antes de eso, había hecho que parte de nuestro equipaje cayera montaña abajo, y que Aziz tuvo que encargarse de recuperarlo.

Me hubiera gustado, en 1962, tras el viaje a Amarnath, haber pasado unos cuantos días más sin hacer nada en las cimas del Himalaya, con el grupo del Leeward y su equipo. Pero Aziz no quiso. Me empujó a volver a Srinagar, para otra celebración —musulmana— religiosa. En la mezquita de Hazratbal, al otro lado del lago, había una reliquia famosa, un pelo de la barba del profeta. Se exhibía una vez al año, y Aziz estaba obsesionado con volver para eso.

Le gustaban las grandes celebraciones religiosas, una mezcla de fe, feria y vacaciones, y sus nuevas fueron, como las del señor Butt, que había peregrinado a La Meca. Había ido dos veces. Se tardaba tres meses en hacer la peregrinación. El gobierno indio se encargaba de arreglar el viaje. Primero se iba a Yedda, y después se iba con taxis y autobuses a La Meca. En todo el camino entre Yedda y La Meca había retretes. No era Amarnath. Todo estaba limpio en La Meca. Hablaba como un hombre de fe; también como una persona que sabía un par de cosas sobre hoteles y alojamientos.

Dos peregrinaciones a La Meca: eso significaba dinero, tiempo libre, un éxito importante. No era eso lo que yo hubiera profetizado para Aziz en 1962. Y, realmente, me pareció extraordinario que Aziz y el señor Butt, con tal diferencia de habilidades y caracteres, hubieran trabajado juntos en la misma línea durante todos aquellos años. Se habían apoyado mutuamente; el señor Butt le permitió a Aziz que creciera, y el negocio creció hasta unos límites que no podían ni imaginar.

Le pregunté a Aziz por los curiosos aguilones del hotel. Dijo:

—Estilo, estilo. Tendría que ver los edificios nuevos por aquí.

Tenía algo que contarme sobre mi libro. Cuando se publicó, llamaron al hotel del ministerio de Turismo. Dijeron que no les gustaba lo que se había escrito sobre el Leeward. Habían leído que los clientes del hotel tendían ropa a secar en el césped y que la colgaban en las ventanas. Al ministerio de Turismo no le hizo ninguna gracia. Aziz dijo que tuvo que insistirle al funcionario del gobierno, con firmeza: «No

ha comprendido el libro.» Una antigua pelea, pero que seguía siendo pelea: Aziz contó la historia dos veces.

Éxito; pero el lago estaba abarrotado. La India entera estaba abarrotada, dijo Aziz, como si fuera algo a lo que la gente tuviera que acostumbrarse. Hacía cuarenta años, se podía beber agua del lago (y yo recordaba gente en las excursiones en barca, en 1962, que incluso utilizaban el agua del lago para preparar el té especial de Cachemira). Según dijo Aziz, y el señor Butt movió la cabeza en señal de asentimiento, los desagües de algunas casas flotantes iban a parar al lago.

Y entonces, bruscamente —como una explicación del silencio o la tranquilidad del momento, y de la falta de hospitalidad—, Aziz me dijo que era el Ramadán. No debían hablar mucho. Iban a romper el ayuno a las siete y diez de la tarde.

Nazir, el hijo de Aziz, vino conmigo en una barca hasta el bulevar. Me dijo que el señor Butt le había hablado, a él y a otras personas, de cuando estuvimos con ellos fumando el

hooka. Recordé el momento. El humo del tabaco cachemir, picado burdamente, agradable al olfato, tentador, se te agarraba a la garganta y a los pulmones: era más fuerte que ningún otro tabaco que hubiera probado, con el humo caliente del carbón y el tabaco apenas enfriado por el agua del recipiente del

hooka.

No creía que nadie del Leeward tuviera ya tiempo para esos juegos. El ambiente era distinto. Allí, el lago estaba demasiado urbanizado, demasiado ajetreado.

Desde el lago, el bulevar y el embarcadero llegaba el estruendo de las últimas horas de la tarde. Parte del estruendo era una voz amplificada, trémula, que destrozaba los nervios. Era la voz amplificada de un almuecín en la mezquita del bulevar: algo nuevo para mí, aquella mezquita, un edificio pequeño y sencillo, que formaba parte del nuevo despliegue, formado por muchas casas, del bulevar, bajo la colina de Shankaracharya. La sencillez misma de la mezquita parecía expresar la urgente necesidad de la nueva multitud del lago.

Tras su conversación con el barquero, Aziz dijo que tenía que pagarle 15 rupias por la travesía. El barquero sonrió y pareció que aceptaría lo que se decidiera. Pero no era al barquero a quien tenía que pagar; era al hombrecillo de voz y ojos coléricos del embarcadero, y se empeñó en las 25 rupias. Nazir, que había venido conmigo en parte para protegerme de aquella imposición, estaba avergonzado. Sin embargo, me di cuenta de que no discutió con el hombre del embarcadero; se limitó a ofrecerse a pagar él mismo el resto del dinero. Claramente, el lago tenía sus propias normas, diversos territorios y esferas de influencia. Las órdenes del Leeward, y de Aziz, no funcionaban allí. Pagué lo que me pidieron. Y después, solícito, Nazir me metió en un taxi y me devolvió al Palace Hotel.

Quedaba más de una hora de luz solar. La vista del lago desde el jardín del hotel me incitó a salir otra vez. Bajé las escaleras del Palace Hotel y cogí una barca durante media hora. Casi nada más partir, se pusieron a nuestro lado dos niños muy pequeños, en su barca, y lanzaron flores de mostaza a la mía. Aquel gesto me cogió por sorpresa. Sonreí, los niños me devolvieron la sonrisa y pidieron

bakshees. Eran los típicos mendigos: la sonrisa, el lloriqueo, la agresión.

Y después, les llegó el turno a los vendedores. Llegaron uno tras otro, y acosaron mi barca. Un hombre dijo: «Vamos a hacerlo uno después del otro.» Pensé que estaba bromeando, haciendo un comentario sobre mi situación; pero hablaba completamente en serio. Y se quedaron conmigo, dos a un lado, tres al otro, de modo que me vi en el centro de un pequeño dibujo floral, un dibujo como de margarita, de barcas lacustres. Mostraban sus artículos detalladamente: azafrán, piedras, joyas baratas, y todo tipo de cosas inútiles de pasta de papel. Las barcas de los vendedores las conducían niños pequeños. Los vendedores iban reclinados en almohadas y cojines, y daban la impresión de tener una de las ocupaciones más lujosas del lago. Un par de ellos iban cubiertos con mantas desde el cuello; debajo de aquellas mantas tenían braseritos de carbón.

Nazir y yo fuimos a dar una vuelta por el lago. Apenas habíamos desatracado del embarcadero flotante del Leeward —todavía estábamos frente al hotel— cuando aparecieron los pequeños pordioseros, remando rápidamente, arrojando ramilletes de flores de mostaza a nuestra barca, y diciendo, en un susurro sibilante, recatado, pero al mismo tiempo penetrante: «

Bakshees, bakshees.» Nazir les dio un par de rupias a cada uno. Dijo: «Si no les das dinero, no te dejan en paz.» Fue igual de amable con los vendedores, permitiendo que la barca se retrasara lo justo para no molestar ni a los vendedores ni a mí.

Al traspasar la larga hilera de casas flotantes nos vimos en aguas abiertas, y no se nos acercó nadie. Pasamos junto a lo que, según mis recuerdos, era el pabellón lacustre del maharajá. Se me vino a la memoria el recuerdo de una carretera elevada flanqueada de álamos, entre el bulevar y el pabellón del lago: ya no existía tal carretera.

Un día de 1962 tomé un té en el pabellón del lago con Karan Sing y su mujer. Karan Sing sentía gran interés por el pensamiento hindú, y cuando tomamos el té en aquella ocasión habló de Shankaracharya, filósofo hindú del siglo ix nacido en el sur que, en su breve vida de treinta y dos años, recorrió todos los rincones de la India (cuando la India era todavía la India, antes de las incursiones de los mahometanos), predicando y asentando las bases religiosas que aún existían. La colina junto al lago en la que estábamos nosotros llevaba el nombre del filósofo; Karan Singh tenía un interés personal por el templo de la cima.

El entorno del té que tomamos era espectacular: el pabellón, el lago todo alrededor, las montañas, la carretera flanqueada de álamos, el largo camino que ascendía entre huertos y jardines hasta el palacio. Pregunté quién lo había trazado. Esperaba que me dijeran el nombre de un arquitecto. Mirando a su alrededor, Karan Singh se limitó a decir: «Papá.»

Eso fue lo que determinó el momento para mí; pero ya no había calzada real, ni altos álamos: solo espacio abierto, una brisa que se reforzaba desde la otra orilla del agua, y que empujaba nuestra barca contra los burdos postes y los alambres flojos, herrumbrosos, que rodeaban la isla del pabellón, donde los edificios parecían húmedos y cerrados, a la espera del verano y de la gente.

Entre Nazir y el chico empujaron la barca con la pértiga y rodearon la isla del pabellón. Las aguas del lago seguían picadas; pero se calmaron tras una calzada elevada en la que había tendida una gran tubería negra que llevaba agua potable a la ciudad. A lo lejos estaba la mezquita de Hazratbal. Tenía cúpula y alminar blancos, y la blancura se recortaba contra el apiñamiento negro pardusco de las casas de dos y tres pisos.

La cúpula y el alminar eran nuevos. Hazratbal era antes una mezquita sencilla. Un año hubo revueltas en Srinagar cuando desapareció la famosa reliquia de Hazratbal, el pelo de la barba del profeta. Le pregunté a Nazir por él.

Dijo:

—Lo encontraron en Srinagar, en una casa particular.

(Alguien me dijo más adelante que una mujer bien relacionada, que se había puesto enferma, expresó el deseo de ver la reliquia, y se la llevaron.)

Hablando de esto y aquello, Nazir dijo que mantenía correspondencia con una chica inglesa que se había alojado en el Leeward. Se escribían una vez al mes. Dijo, con una seriedad inesperada, y sin incitarme a que yo le preguntara nada:

—Está en las manos de Dios que me case con una chica cachemir o inglesa. Solo Dios conoce el futuro.

Y aquella referencia a Dios era seria, no una simple expresión. Nazir dijo que las chicas de Cachemir eran agradables, pero que las chicas extranjeras eran más «expertas», y yo no le pregunté a qué se refería.

Le pregunté por la religión. Dijo que iba a la mezquita todos los días. Iba solo, durante una media hora, a rezar por «todos». Los viernes iba dos horas y media, a rezar por todos los demás. Era religioso desde los diez años de edad.

Vimos pescadores, dispersos, inmóviles, casi emblemáticos al recortarse contra las brillantes aguas abiertas, de pie o tumbados en sus barcas bajas. Nos acercamos lentamente a ellos bordeando la orilla en las aguas tranquilas a cada golpe de pértiga: fue un momento maravilloso de calma justo a unos minutos del alboroto que rodeaba las casas flotantes y el embarcadero del bulevar.

Uno de los pescadores tendió una pequeña red donde antes había puesto el cebo: una lata señalaba el lugar. Tras haber tendido la red, el pescador movió un largo palo dentado, sujeto dentro de la red, para remover los peces ocultos entre los juncos y helechos. Cuando subían los peces quedaban capturados en la red con contrapesos; se arrastraba la red hasta la barca, y se guardaba el pescado en una parte cubierta, llena de agua, del casco de la barca. Otros dos hombres pescaban con arpón: sujetando el instrumento, ambos agachados a cierta distancia del borde de la barca plana, con un paño oscuro sobre la cabeza, para ver mejor los peces de abajo a través del agua. Permanecían agachados unos minutos, como pequeños bultos inmóviles al borde de una barca, hasta que intentaban arponear un pez, sujetando con firmeza el arpón hasta el momento de lanzarlo.

De las aguas abiertas nos dirigimos a los jardines, fijos o flotantes. En los bordes de los jardines fijos había sauces, cuyas raíces formaban una jaula que evitaba la erosión del suelo. Justo a unos cientos de metros del lago turístico, y como si no pudiera existir un término medio, estaba aquella antigua vida agrícola de los habitantes del lago: los hierbajos y helechos se arrancaban de las raíces del lecho por medio de un palo curvo, y los subían chorreando, mezclados con el negro cieno del lago, hasta las barcas de fondo plano, y después los llevaban para fertilizar los jardines, donde lo removían todo junto, hierbajos, cieno y agua, con anchas palas de madera.

Las mujeres trabajaban acuclilladas en sembrados de espinacas, y los niños con ellas, como trabajaban con los adultos en todas las partes del lago, en jardines y barcas. Entre las franjas de los jardines, los canales cubiertos de algas estaban flanqueados por sauces de ramas colgantes. Las casas eran de madera y ladrillo de un rojo claro. La gente se lavaba a un lado de un estrecho terreno, y al otro lado las jóvenes utilizaban el agua para lavar platos y cacerolas. Algunos hombres se reunían entre los juncos y hablaban desde sus barcas, como hubieran podido hacerlo en una calle. Algunos hombres y chicos pescaban con caña y sedal. Pasó una barca con un vendedor de requesón. Lentamente —mujeres y chicas empujaban sus propias barcas con pértiga, las mujeres y las chicas más visibles allí, entre los jardines—, volvimos a las concurridas vías del lago, tras las casas flotantes.

Pasamos junto a un poblado entre sauces, casas rústicas de polvoriento ladrillo rojo con armazón de madera. Un puesto de una sola habitación, con una plataforma a pocos metros por encima del agua, tenía una gran fotografía del ayatolá Jomeini de Irán (cuyos enemigos en Irán decían que en realidad era indio o cachemir).

Nazir dijo en un susurro, hablando como con respeto, nerviosismo y distancia, como si hablara de personas muy extrañas:

—Todo esto es shií.

Aziz me había hablado de esa forma de los shiíes en 1962. Habló de ellos como personas diferentes de él; en una ocasión llegó a decir que los shiíes no eran musulmanes. Apenas entendí entonces a qué se refería. Una tarde, sin saber realmente qué iban a llevarme a ver, sabiendo solo que era una celebración shií, fui a ver la procesión de Moharrem en la ciudad antigua. Recordaba la ocasión como una serie de imágenes medievales: recordaba especialmente las caras pálidas, semicubiertas, de las mujeres recluidas, enmarcadas en los pequeños marcos de madera de las ventanas superiores, contemplando las sangrientas escenas de autoflagelación de abajo.

A mí me resultó difícil, al salir del suave mundo lacustre de canales rodeados de sauces, lotos y huertos, creer en lo que tan repentinamente tenía ante mí: cuerpos ensangrentados, ropa empapada en sangre, cadenas, látigos terminados en cuchillos y hojas de afeitar, las caras exaltadas, como de deficientes, de los celebrantes, y su porte casi arrogante. Empujaban a la gente para abrirse paso. Yo estaba dispuesto a creer lo que me contaron entonces, que gran parte de la sangre a la vista era en realidad de animales. No comprendí la carga histórico-religiosa de la celebración, la imperecedera aflicción que trataba de expresar. Solamente me alarmó, y me alegré de apartarme de aquello, me alegré de volver a mis cosas y a lo que conocía.

Nazir dijo que su padre le había contado mis quejas por los tambores shiíes durante el Moharrem. Y me dio la impresión en ese momento de que la distancia con la que Nazir (y su padre antes que él) hablaba de los shiíes ocultaba cierta sorpresa ante el hecho de que las gentes del lago junto con las que navegábamos, en apariencia pacíficas, tuvieran aquel otro lado, extático.

Se había nublado. Las nubes descendieron sobre las montañas en un extremo del lago. Empezó a soplar una fuerte brisa cuando salíamos del canal a las aguas abiertas a espaldas de las casas flotantes y el hotel Leeward. Empezó a hacernos retroceder, y desmanteló la toldilla de nuestra barca. El viento también levantó el envés, rojo oscuro o pardo, de las hojas de loto, planas y redondas, dejando al descubierto el lugar en que —entre los juncos, la alta hierba y la basura alrededor de las casas flotantes y las barcas de servicio— estaban los lotos. Yo había estado buscando los lotos. Las flores rosas salían en junio y julio; las recordaba como una de las maravillas del lago. Pero el loto también era un cultivo allí: incluso en medio del viento, podía verse a un hombre en una barca recogiendo raíces de loto, con una vara o herramienta especial para arrancarlas bajo el agua y empujarlas hasta la barca: algo inacabable, la carga y descarga en las barcas.

Parados, con problemas con la toldilla, fuimos «abordados» por dos niños mendigos, que nos lanzaban flores de mostaza, con su barca pegada a la nuestra, y pedían

bakshees.

Nazir los echó de allí. Fue la primera vez que le oí levantar la voz; y respetaron su voz. Me explicó lo siguiente:

—Son una mala familia.

Quizá hubieran violado el código del lago, de algún modo. Eran de rostro delgado y muy pequeños, muertos de hambre del lago (como tantos otros), pero había algo predatorio y perturbador en el frenesí con que, con sus delgados brazos, indiferentes al viento y la lluvia, tras habernos localizado, remaron hacia nosotros.

La larga hilera de grandes casas flotantes para turistas nos ofreció cobijo. Avanzamos a su abrigo, junto al paso de madera con barandilla que parecía unirlas. Y después, habiéndose calmado el viento, torcimos por el canal principal del río, volvimos a la confusión de tiendas y barracas apoyadas en pilotes o muros de piedra, barcas de servicio con paredes de viejo hierro ondulado, estructuras de madera y hierro ondulado en trozos de tierra negra, empapada, casi desnuda: Almacenes Únicos J & K, Fabricantes de Arte y Artesanía Cachemires; una tienda de comestibles; un puesto de carnicería con cajas de refrescos embotellados en la plataforma de madera delantera; la Nueva Casa Pandit de Chales y el Almacén de Arte Mir frente a la tienda de artesanía y la tienda de comestibles del Leeward, en la esquina, y unos al lado de los otros, en una estrecha barca de servicio amarrada a su propia islita, una tienda de artículos de piel y cuero, otra de comestibles y el Salón de Peluquería Sunshine.

Y en aquella zona, lo que se podía oír cuando cesó la lluvia, lo que empezó a notarse, era el clamor del parloteo humano por todas partes, como en un mercado cubierto, roto de tanto en tanto por los chillidos de los niños.

Se decía que ya había dos mil casas flotantes en el lago. Cada una de ellas necesitaba una barca de servicios, o un jardín acoplado. Y lo que decía la gente era que el lago, del que vivían todos, allí y en la ciudad, el lago que atraía a los turistas, y que no era muy grande, se estaba encogiendo.

La lluvia volvió por la tarde. Las nubes ocultaban las montañas y el lago se cubrió de niebla. El Palace Hotel parecía sofocante y desolado. Había pocos clientes; la temporada turística no estaba empezando bien. Los empleados del hotel, vestidos formalmente, en mayor número que los clientes, estaban abatidos; lo formal de su vestimenta aumentaba la sensación de tristeza. El Harlequin Bar estaba vacío; no se servía alcohol. Era un bar grande, y no había una gran multitud que ocultase su penuria: la alfombra, o un material parecido, que estaba clavada a la barra, estaba raída por algunas partes.

Un grupo secesionista musulmán había estado poniendo bombas en lugares públicos de la ciudad. El grupo también había exigido varias cosas. No quería que hubiera alcohol en el Estado; quería que fuera el viernes el día de descanso, no el domingo, y también que se expulsara a los residentes que no fueran cachemires. Mientras esperaban a que actuaran las autoridades, los del hotel se reunieron y decidieron evitar complicaciones. Era por eso por lo que el Harlequin Bar del Palace no servía bebidas alcohólicas, y por lo que —hasta que insistieron unos clientes japoneses— no se sirvió cerveza ni siquiera durante la cena en el comedor.

Por la tarde, con toda la lluvia, apareció un santón musulmán, un

pir, e hizo que el hotel se despertara. El

pir era un hombre muy bajo, muy delgado, de piel oscura, con algo parecido a un corte de pelo a cepillo. Tenía sesenta y tantos años. Llevaba una túnica gris oscuro que le llegaba a unos centímetros de los frágiles tobillos, e iba descalzo. Llegó al hotel en una motocicleta de tres ruedas, y al bajarse empuñó un paraguas plegable. Seis coches, llenos de gente, seguían a su vehículo. Parecía que el

pir estaba iracundo. En cuanto llegó al mostrador se puso a gritar. Gritando, agitando el paraguas, aferró el brazo de una turista extranjera, la soltó y se lanzó pasillo abajo hecho una furia, derribando o golpeando objetos a diestro y siniestro.

El personal del hotel no opuso resistencia. La maldición del santón era de temer. De igual modo, había que procurarse su bendición. Actuaba como lo hacía porque era santo, y porque, como me dijo alguien, tenía «línea directa» con Dios. No podían predecirse sus movimientos ni sus cambios de humor; pero saltaba a la vista que, en aquel momento, durante aquella extraordinaria visita suya al Palace Hotel, se encontraba en estado de gran inspiración. Por eso lo seguían seis coches. A pesar de los riesgos, la gente quería ponerse en su camino. Un camarero me dijo que si tenías la oportunidad, la suerte, de sentarte frente al

pir, no tenías que contarle tus problemas. Conocía tus problemas de inmediato, y —siempre si tenías suerte— se ponía a hablar sobre ellos.

Y después desapareció, con su túnica y su paraguas, en su motoneta, y los coches fueron tras él, dejando que el personal del hotel volviera a sus cosas.

A las 7.11 —un minuto más tarde que el día anterior— las llamadas de los almuecines de las mezquitas alrededor del lago anunciaron que el sol se había puesto, y que los creyentes podían romper el ayuno diario del Ramadán.

Religión, fe: no parecía tener fin, no parecían tener fin sus exigencias. Era como si formara parte de los nervios del valle superpoblado, superprotegido.

Mientras reinaron los maharajás, el sentimiento hindú estuvo protegido en el valle. La matanza de una vaca, por ejemplo, era un delito, punible con «encarcelamiento riguroso». Los retratos de los maharajás, los antepasados de Karan Singh, seguían allí, en la escalera principal del edificio, detrás del comedor principal.

Algunas desgastadas alfombras del hotel estaban en el palacio en 1962. Las habían tejido especialmente; algo se habló sobre ellas una noche. Otra noche, más adelante, a un cliente se le cayó la punta de un cigarrillo encendido en una alfombra sobre la que habíamos hablado y le hizo una quemadura. Karan Singh no se inmutó, no expresó, ni con un titubeo en el habla, ni con una mirada, que le preocupase ni que lo hubiera advertido.

Su familia había reinado allí durante más de un siglo; sus modales principescos eran instintivos. También me resultó interesante ver cómo los dirigentes manejaban más cosas cotidianas. Un día fuimos al cine en Srinagar. Fuimos tarde y salimos pronto, antes de que se encendieran las luces, y después volvimos corriendo al palacio. En una ocasión le pregunté a la mujer de Karan Singh si iban a los puestos de comida, a los puestos de maíz tierno tostado, por ejemplo, en la época del maíz tierno. Me dijo que sí, y que tenían la costumbre de pagar más de lo que les pedían: me dejó con la duda de si, con esa tradición, se pedía menos al gobernante que al súbdito, o más.

Quería comprar un chal, y les pedí a Aziz y al señor Butt que me ayudaran. Fui una mañana al Leeward, y por pura cortesía —Nazir estaba a mi lado— eché un vistazo a los artículos de la tienda del hotel. No había nada que me gustara, y después —para esperar al auténtico vendedor de chales del señor Butt— Nazir me llevó al salón del Leeward. Todos querían que viera aquel salón: se sentían orgullosos de él. Era una habitación grande con colores fuertes en el piso de arriba; tenía altas ventanas correderas, y se asomaba a los ajetreados canales frente al hotel. Había una fotografía del Templo Dorado: tal vez un gesto político de alguien. También había una fotografía descolorida de una chica cachemir. La chica tenía toda una leyenda, me dijo Nazir: era pobre, campesina, pero con su canto se ganó el corazón de un rey.

Aziz subió al salón. Pidió té, y se tomó una taza conmigo cuando lo trajeron. Durante el Ramadán, se permitía el té en determinadas circunstancias: por ejemplo, el señor Butt, que no estaba bien, podía tomar té. Aziz trajo unas fotografías suyas en La Meca: encantado, deleitándose en su santa aventura. ¡Qué gusto tenía por la vida!

Le pregunté:

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