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INDIA » 3. LAS METAMORFOSIS

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Puranas. Es característico del ritualismo no comprender necesariamente el significado más profundo de lo que haces, y mi abuelo no necesariamente comprendía los cánticos que entonaba. El ritualismo es, quizá, aunque no de una forma demasiado burda, una actuación.

»Mi padre no actuaba; no estaba sometido a esa presión. Así que intentaba comprender lo que leía. Leía las interpretaciones de muchos filósofos más recientes, y por eso lo hacía en muchas lenguas. Leía libros de filosofía modernos en bengalí, y en inglés. Yo me crié entre montones de libros en devanagari e inglés. Mi padre hacía relativamente pocas incursiones en otros temas. El núcleo era la filosofía.

»Y había algo más. Además de los antiguos valores de los

Puranas, mi padre vivió la difusión de los valores nacionalistas, sobre todo de Gandhi. El gandhinismo fue casi una locura colectiva en la India, pero una locura sana. Eran los viejos valores, pero con un envase de aspecto moderno, basado en las masas. Los viejos valores parecían intelectuales, y lo eran, y, por consiguiente, estaban alejados de las masas. Gandhi encontró una forma de hacer parecer sencillas las viejas verdades. Y yo me crié con los eslóganes gandhianos: “Trabaja más; habla menos.”

»En mi casa se mantuvo la continuidad del sistema brahmánico de valores, y yo también tuve que pasar de un mundo viejo a otro nuevo, de una habitación caliente a otra fría. Pero en esta ocasión el cambio fue distinto. Nadie me preguntaba: “¿Por qué llevas pantalones largos?”, ni: “¿Has comido alimentos cocinados por un brahmán?” Pero, al igual que mi padre en su puesto de trabajo estatal, tampoco tenía andamiaje. Por así decirlo, tuve que abrirme las puertas yo mismo.

—¿Por qué se decidió por la ciencia?

—Por el ambiente y el sistema de valores dominante. Y por un tercer factor: el misterio.

—¿El misterio?

—Es una de las motivaciones más poderosas. Todas las religiones están repletas de milagros. El misterio atrae, y la ciencia tiene ese misterio. Yo lo experimenté, inconscientemente. Si se unen dos productos químicos, el color cambia: ese es el misterio más sencillo. O si se hace una máquina como un ventilador eléctrico, que en apariencia funciona sin ninguna fuerza motivadora.

»Yo he llegado a un nivel de transformación superior al que llegó mi padre con respecto a la época de su padre. Tengo una actitud más liberal que mi padre. Probablemente me he vuelto más inquisitivo, por lo que podríamos llamar “la ciencia”. Soy menos experto en rituales. Mi padre adquirió una parte de lo que tenía su padre, y yo solo me he quedado con una parte de los rituales de mi padre.

»Mé crié en el entorno íntimo de mi familia, hasta los quince o los dieciséis años. Esa es la época en la que se aprenden los rituales, porque no se permite practicar ciertos rituales antes de un momento determinado. Por ejemplo: hay algunos que solo pueden practicar los hombres casados. Pero a esa edad yo me marché de casa, y solo volvía unos días al año, así que me perdí gran parte de los aspectos del ritual. Y ahora creo en ellos solo a medias.

»No los practico, pero siento nostalgia por ellos, porque ahí están mis raíces. No me resultan ajenos. Si me dicen que no debo comer alimentos

rayasik —huevos o lo que sea—, no me extraña. Lo comprendo, a diferencia de un dietista moderno. Y, en la línea filosófica, he hecho más de lo que hizo mi padre. Me he diversificado, incluso más que él, en otras escuelas de filosofía india y en otras escuelas de otras filosofías. Mi padre pasó de los

Vedas básicos a una filosofía india más amplia. Yo he pasado de eso a un enfoque más global.

Dije:

—Con el enfoque académico que usted aplica, probablemente sabe más que su abuelo sobre hinduismo.

Pravas replicó:

—Probablemente puedo expresarlo mejor en el sentido occidental, pero no puedo decir que sepa más que mi abuelo. El cambio es un proceso continuo. Solo se puede distinguir un cambio en cada generación, porque en cuanto lo reconoces, resulta que ya estás metido en él. De modo que en estos últimos cincuenta años yo solo distingo dos cambios, pero son grandes, porque se está centrando un proceso continuo en dos o tres puntos. El próximo cambio importante llegará con mi hijo. Las transiciones tienen distinta duración. La duración es mucho mayor con las generaciones sucesivas.

»Mi hijo pasará por un cambio muy grande de circunstancias en múltiples sentidos. En la familia, en el entorno escolar, en el mercado laboral, en todas partes. Yo me crié en un ambiente a medias ritualizado. Mi hijo no vivirá la misma experiencia. Pero aunque se aleje aún más de los rituales, seguirá teniendo raíces locales, dentro de su grupo de iguales. Habrá muchos como él. La sociedad avanza en esa dirección.

»Algunas personas conocen las restricciones en la comida y las demás cosas sobre las que le he hablado, pero no la mayoría de las personas de mi generación. No saben que existieran tales cosas, ni que sigan existiendo. Y, sin embargo, mantienen un equilibrio perfecto en el entorno local. Si te aferras demasiado a tus raíces en el viejo sentido, puedes llegar a desarraigarte, a fosilizarte. Al menos en la forma, en el estilo, tienes que meterte en la nueva corriente, en las nuevas raíces. Es lo que están haciendo cada día más indios. El estilo se convierte en sustancia en el transcurso de una generación. Cosas que se empiezan a hacer porque las hacen los demás —como llevar pantalones largos, en el caso de mi padre— son algo natural para la siguiente generación.

Pensé que los cambios de que hablaba podían parecerse, en cierto sentido, a los cambios que se habían producido una o dos generaciones antes en la comunidad india de Trinidad, la India campesina que mis abuelos habían llevado consigo, en apariencia un mundo entero, con una lengua, unos rituales y una organización social, una India que, en el entorno del Nuevo Mundo, empezó a desintegrarse ya durante mi infancia: en primer lugar desapareció la lengua, después el respeto por los ritos y la necesidad de ellos (siguieron existiendo tiempo después de que dejaran de comprenderse), y solo quedó un sentimiento de grupo, el conocimiento de la familia y el clan, y una idea de la India, como telón de fondo, una idea de la India muy distinta (más histórica, más política) de la India que había acompañado a nuestros antepasados.

Pravas dijo:

—Para usted, el cambio no fue subversivo.

Aquel término me dejó perplejo.

Añadió:

—El cambio no se produjo desde dentro. Fue algo externo. Aquí es gradual. Estoy rodeado de cambios: en mi padre, en mi hermano, en todo el mundo. Ya no puedo distinguir qué es lo extraño.

Y (para ampliar lo que me contó Pravas) existía otra diferencia, una diferencia fundamental, entre las nuevas generaciones de la India y nuestra lejana comunidad de emigrantes. Para los miembros de aquella comunidad, separada de la tierra india, la teología hindú se había vuelto difícil (como también se había vuelto difícil para los habitantes de las regiones antiguamente bajo influencia hindú del sureste asiático), la fe poseída a medias por muchos, también abandonada por muchos. Había formado parte de una pérdida cultural más general, que dejó a muchos sin una idea clara de quiénes eran. Eso no ocurriría en la India, por mucho ritualismo que se perdiera y por mucho que cambiaran los elementos externos.

Pravas dijo:

—Se mantendrán unos cuantos principios primordiales. La gente se librará de todos los detalles de la conducta individual: el comer, el dormir y demás. Todas esas cosas desaparecerán. Pero algunas corrientes permanecerán en la memoria colectiva. La fe y su expresión son una de esas corrientes primordiales, aunque quizá se desdibujen los detalles.

»Recientemente han puesto por televisión una serie sobre las epopeyas, el

Ramayana y el

Mahabarata. En Bangalore, la mayoría de la gente de la calle no ha leído esas epopeyas. No las han leído en el original, ni en una versión inglesa ni en ninguna otra versión. Son algo cotidiano: están ahí. Conocen a los protagonistas y el tema, en términos generales. No conocen los detalles; no conocen a los personajes secundarios. Sin embargo, la serie de televisión tuvo un éxito inmediato.

Y Pravas estaba experimentando todas las frustraciones de la vida india moderna. Tal como las describió, eran como las frustraciones del extranjero: las dificultades para viajar en avión, en tren o por carretera; las calles de las ciudades, atestadas, peligrosas; los gases ponzoñosos; las dificultades para hacer las cosas más sencillas, las dificultades para resolver los detalles físicos de la vida cotidiana, que, al fin y al cabo, era lo que debía simplificar la revolución industrial.

Pravas dijo:

—A veces me desespero. Y quizá sea solo algo que hay en mi carácter lo que me impide meterme en la mafia. —Para poner a la gente en su sitio, para hacer las cosas como hay que hacerlas—. En las calles de la India no hay normas. —No era .un asunto sencillo ni frívolo. Pravas tenía una motocicleta; siempre que venía a verme, se presentaba con un gran casco, como una especie de hombre del espacio—. Te da un poco la sensación de vivir en medio de una jungla, y eso puede llevarte a una visión más amplia de las cosas. Puede ocurrir, y de hecho ocurre. Se traduce en pérdida de productividad. Yo soy una persona mucho menos productiva de lo que debería ser. Se pierden muchas fuerzas en estas cosas, en los embotellamientos de tráfico, en este caos. Las fricciones sociales son como las fricciones de una máquina.

Pensé en su abuelo, uno de los cinco o diez sacerdotes del reino de un pequeño estado oriental. Vivía con muy poco; solo tenía una parcela de terreno para sobrevivir, para no hundirse en la miseria más absoluta, si el rey le retiraba su favor. No tenía otro oficio: por entonces, el pequeño estado no requería muchos oficios. Era un mundo arbitrario, en el que los cambios podían sobrevenir repentinamente y hundir a cualquier persona. Era como la India invadida una y otra vez por distintos ejércitos; era la India de los monumentos sin terminar, de las energías malgastadas, que creaba una impresión de azar. También era una jungla. El abuelo de Pravas, ¿había vivido con una idea parecida?

—No conocí a mi abuelo. Murió cuando yo tenía doce o trece años. No conservo ningún recuerdo de su mundo, pero sí puedo reconstruirlo. Formaba parte de una sociedad estática. No había ninguna diferencia entre su padre o su abuelo y él. Por eso, incluso si se producía una fricción, él no se daba cuenta, porque no tenía moto.

La moto: Pravas había hablado del tráfico de Bangalore y de su motocicleta. Me encantó la metáfora: me hizo comprender el pasado estático.

Empecé a pensar si muchas de las frustraciones de las que hablaba Pravas no estarían enraizadas en el pasado, si no habrían sido creadas por lo reducido de las expectativas de la India, de la idea, casi piadosa —como la idea gandhiana tras la ropa hecha a mano, en casa—, de que un país tan pobre necesitaba muy poco. Pensé si, en lo más profundo, no habría en la India una psicología de mala calidad, una extensión de la idea de pobreza santa, el viejo sentimiento político-religioso de que es malo, excesivo y provocador para los dioses (y para el monarca) superarse a sí mismo. Y le pregunté a Pravas, como le había preguntado a Subramaniam, por los efectos psicológicos que había tenido sobre él, cuando estaba creciendo, la mala calidad de los productos manufacturados indios. Dijo:

—No tenía gran cosa con que compararlos cuando estaba creciendo. A lo mejor vi el reloj de mi abuelo, pero nunca vi un reloj indio y no tenía nada con que compararlo. Así que no me sentía mal. No crecí rodeado de productos importados. Las cosas que utilizábamos eran de fabricación local, o simplemente no las teníamos. Utilizábamos muchos objetos de artesanía india: platos de metal, no de loza, y los platos de metal se llevan haciendo miles de años. Se fabricaban tejidos mucho antes de que yo naciese. Así que se cubrían las necesidades básicas con productos locales. Además, cuando eres pequeño, tus necesidades también son muy pequeñas.

Acerca de la mala calidad de los productos indios había adoptado una actitud filosófica.

—En comparación con los productos contemporáneos de otros sitios, son malos. En comparación con lo que teníamos hace cincuenta años, es decir, nada, son algo. Los productos japoneses eran de baja calidad hace cincuenta años.

El nuevo mundo era realmente nuevo: para algunas personas, había empezado con sus abuelos, y para la mayoría, con sus padres. Y hasta el momento, la gente había progresado tan rápidamente que muchas personas activas tenían toda una historia de triunfos que contar, en algunos casos propia, o la de alguien de su familia.

Conocí a Kala. Era de origen brahmán, tamil. Se encargaba de la publicidad de una gran organización. Tenía veintitantos años, y no estaba casada. Era diligente y metódica; tenía fama de buena trabajadora. Era seria, dueña de sí misma, culta; pero yo no sabía lo suficiente sobre la India, y especialmente sobre aquel sur brahmánico, como para adivinar su educación.

Y un día, durante el almuerzo, hablando del tema como si se tratara de un cuento de hadas, dijo que su abuelo había salido de la nada, que de niño era tan pobre que estudiaba a la luz de las farolas.

(¿No me habían contado lo mismo sobre otras muchas personas? ¿No había otro chico muy pobre en alguna parte —sin papel ni lápiz ni pizarra— que tenía que hacer las sumas en el envés de una pala con un trozo de carbón? La historia de Kala me pareció un tanto novelesca. Y unas semanas más tarde, en una pequeña «colonia» de brahmanes de Madrás, vi a un niño una noche sentado con un libro, bajo una farola. La luz era demasiado débil para leer, pero el muchacho brahmán estaba allí con su libro, con las piernas cruzadas, demostrando su ambición, su lucha y abnegación, poniendo en práctica la virtud de la que habían oído hablar sus padres y él.)

Le pregunté a Kala cómo se llamaba su antepasado. Era el nombre de un administrador de un estado principesco, un nombre famoso en la India anterior a la independencia. El niño que estudiaba a la luz de las farolas había conseguido riquezas y poder.

Por los modales de Kala, yo hubiera podido suponer que hubiese alguien como su abuelo en la familia. Lo que no me esperaba —y, sin embargo, si lo hubiera pensado un poco, habría comprendido que encajaba con la educación brahmánica— era que, por el lado materno de Kala, hubiera un antepasado

sanyasi, un asceta, alguien que había renunciado al mundo para meditar en los escalones o

gats del río, en Benarés, entre las piras y los templos junto al Ganges.

Tales retazos de la vieja India llevaba Kala en su carácter. Sabía que formaba parte del movimiento sacado de la antigua India del que me había hablado Pravas, pero no lo conocía de la misma forma analítica. Cuando Kala meditaba sobre el pasado de su familia, algo que hacía con una especie de obsesión, sus pensamientos se dirigían a su madre, que había quedado envuelta en aquel movimiento de avance, atrapada entre las generaciones, y cuya vida se había deformado.

Kala se tomaba en serio lo de que su abuelo leía a la luz de las farolas. Oyó la historia cuando tenía nueve o diez años, a su madre, y después, con más detalle, a su abuelo. Dijo, con su característico tono grave:

—Cuando hay un corte de electricidad, se apagan las luces y me enfado, pienso en aquel hombre, aquel niño, que no tenía luz en su casa. —Probablemente así era—. Esto ocurría en Madrás, a principios de siglo. Sus padres lo habían mandado a vivir allí, a casa de su abuela.

Y aunque Kala no lo dijo, pensé que debió de formar parte de la emigración de brahmanes a las ciudades, que afectó a tantas personas. En Madrás, el abuelo de Kala vivía en una zona de brahmanes, cerca de un importante templo.

—Mi abuelo me ha contado que tenía que esperar en el templo todas las noches para recoger

parsad, las ofrendas de los alimentos consagrados. Esos alimentos eran su cena, y también la de su abuela. Fuimos a ese templo hace poco, el de Kapaleshwar, uno de los dos famosos templos antiguos de Madrás. Mi abuelo me enseñó el león de piedra en el que se apoyaba o se sentaba mientras esperaba a que terminase el

puja vespertino, para recoger su comida y marcharse a casa. Los pandits le reñían: «¿Es que no puedes esperar de pie respetuosamente mientras se celebra el

puja?» Esta vez, cuando volvió allí, ya muy mayor, los sacerdotes lo esperaban de pie a la entrada para saludarle.

»Cuando acabó el colegio en Madrás, vino a Bangalore, para ir al instituto. Se quedó en casa de un pariente, y fue solo a solicitar la entrada en el instituto. —Resultaba interesante, que eso ocurriera en las historias del pasado: el niño que iba sin compañía, ni de padres ni de ningún adulto, a matricularse en un centro de enseñanza—. Mientras estudiaba se casó con mi abuela. Él era adolescente, y ella tenía once años, si mal no recuerdo. En aquellos tiempos, cuando se casaban dos niños, se quedaban en casa de los padres hasta que crecían. Tengo que decirle que, tal como yo los conocí, mi abuela y mi abuelo formaban una pareja romántica y fiel. Le pregunté a mi abuelo por aquellos primeros tiempos de su matrimonio, y me contó que algunos días, después de clase, iba al mercado a comprar cosas para la casa, como cuentas y cintas de colores para mi abuela, su mujer.

»El padre de aquella niña de once años era el

sanyasi del que le he hablado. Era muy joven, y vivía en Benarés. Seguramente, el hombre que después sería su suegro había oído hablar de aquel

sanyasi de la lejana Benarés —Benarés está a cientos de kilómetros de aquí—, y de que aquel

sanyasi estaba destinado a casarse con su hija.

Los

sanyasis renuncian al mundo; no tienen casa; no se casan. De modo que aquella idea del destino del

sanyasi era un tanto extraña.

Kala dijo:

—Aquella gente, la familiar política del

sanyasi, debía de ser muy religiosa. Estaban en contacto con los astrólogos; seguramente les interpretaron el horóscopo de su hija. Así que el hombre de la familia fue a Benarés, o envió a alguien, para buscar a aquel joven

sanyasi que aparecía en el horóscopo de su hija. Fueron a Benarés, a buscar entre todos los hombres santos de allí, y encontraron al joven

sanyasi. Le hicieron una oferta de matrimonio; pero él se mantuvo firme: no quería volver al mundo. Así que regresaron. Pero después pasaron varias cosas, y volvieron a Benarés, y con ciertas cosas que dijeron convencieron al

sanyasi para que abandonara su vida ascética y dejara Benarés para venir aquí a casarse. Poco después de la boda, la mujer del

sanyasi sufrió un accidente y empezó a perder la vista. Tenía dieciséis años cuando se casó.

—¿No lo había previsto el astrólogo?

Kala contestó:

—No lo sé.

La historia que había llegado a sus oídos era como una leyenda: llena de prodigios, pero con ciertas lagunas.

—¿Le han contado lo que dijo el

sanyasi cuando su mujer perdió la vista?

—No se sabe nada de la reacción del

sanyasi.

—¿Cómo se ganaba la vida?

—El

sanyasi se hizo sacerdote en Palani, y con el paso del tiempo llegó a ocupar un puesto importante allí. Palani es famosa por su templo. La deidad de Palani es una manifestación de Siva. Yo voy allí casi todos los años con mi madre. Ella cree en el templo.

—¿Qué quiere decir?

—Que cree en el poder de ese templo.

—¿Usted cree en él?

—Yo quiero a mi madre, y creo en ella. Mi madre tenía una relación muy íntima con su abuela, la mujer del

sanyasi, y estoy segura de que la familia sentía algo muy especial por el templo de Palani. Aunque yo voy todos los años con mi madre, para mí no significa gran cosa. No soy demasiado religiosa.

»Palani es un templo rico. Hay otros mucho más ricos, pero Palani es muy rico, y hay muchos peregrinos que van allí. Los templos se enriquecen con las tierras que tienen, y con las donaciones de los fieles. Uno de los templos más ricos del sur es el de Tirupati. Tiene su historia. La deidad de ese templo, Srinivasa, tenía una gran deuda con Kubera, el Señor de la Riqueza. La diosa Laksmi concede las riquezas; Kubera las posee o las atesora, y también las presta. Y la historia de Tirupati es que Srinivasa, la deidad del templo, guarda el dinero que dan los fieles para pagarle la deuda a Kubera. Mucha gente cree en esa historia y en esa deidad. Hay una

hundi enorme, una enorme hucha de tela en la que se deja el dinero. Dejan de todo: oro, plata, diamantes. Según tengo entendido, hay gente que ha dejado allí revólveres y navajas manchadas de sangre, con la esperanza de obtener perdón por los crímenes que habían cometido con esas armas. Y dicen que las grandes ofrendas de dinero son de personas que lo han ganado ilegalmente. En Palani no se hacen ofrendas tan importantes como en Tirupati, pero de todos modos se hacen.

—Entonces, ¿el

sanyasi llegó a ser poderoso?

—Tengo la impresión de que era un hombre muy virtuoso, y que no le interesaban cosas como el poder. Murió cuando su hija, mi abuela, era bastante joven. Tenía unos catorce años. Ya se había casado, pero seguía viviendo en casa de sus padres: esa era la costumbre. Antes de morir, el

sanyasi le dijo a su mujer: «Si algún día tienes que depender de alguien, vete a vivir a casa del marido de nuestra hija mayor.» Así que mi abuela se fue a vivir a casa de su marido, la casa de mi abuelo, y toda la familia se fue con ella.

—¿Cómo se concertó ese matrimonio, el de su abuelo y su abuela?

—Pertenecemos a una subsecta bastante pequeña de brahmanes tamiles, y supongo que en aquellos días tenían una mentalidad más de subsecta. Posiblemente todos estaban relacionados entre sí. Mantenían contactos, recordaban a la gente o seguían la trayectoria de todo el mundo, hasta de la suegra del primo de cualquiera. Todavía existen vestigios de este sentimiento de clan. La gente sigue en contacto con los parientes lejanos, algo que para mí no tiene ningún sentido.

Pero Kala se encontraba en situación de vivir su propia vida. Había recibido una buena educación; tenía trabajo; era libre de entrar y salir. Cincuenta años antes, no hubiera habido ningún trabajo para ella; no hubiera existido su profesión de publicista; posiblemente, ni siquiera hubiera existido la clase de empresa en la que trabajaba. Hacía cincuenta años, la gente debía de tener ideas y sentimientos diferentes: la idea del clan debía de resultar reconfortante.

Kala dijo:

—Hace dos generaciones, seguramente el mundo no parecía tan pequeño como ahora.

»Al terminar sus estudios, mi abuelo aprobó unas oposiciones y entró a trabajar al servicio del gobierno. Ascendió. Era muy dinámico. Tenía fama de atrevido y honrado. Viajó al extranjero muchas veces.

Así fue como Kala contó la historia, dilatándose en la adolescencia y en el estudio a la luz de las farolas, para lanzarse de repente al gran triunfo. Era casi una prueba de lo que me había contado Pravas, que con el desarrollo de la economía india, la gente había quedado absorbida y se había subido a las nubes.

—Tuvo nueve hijos en el transcurso de su vida. Además, tenía a su madre, a su suegra y a su cuñada viviendo con él. Mi abuelo era el único que llevaba dinero a casa. No disponían de mucho, pero todos sus hijos aprendieron a montar a caballo, natación y música, y hacían excursiones a pie. Estoy segura de que eso fue consecuencia de su trabajo en la administración.

»Para mí todo eso es como un cuento. Tal como yo conocí la casa de mi abuelo, no había ni caballos, ni cuadras, ni natación. También me han hablado de un palacio en el que vivía la familia, cuando mi abuelo trabajaba en un principado. Había pavos reales en el jardín. Las historias que cuentan son verdad; pero eran otros tiempos. No siento nostalgia; sencillamente creo que debía de ser un sitio bonito para visitarlo.

»Cuando mi abuelo llevaba esa vida palaciega, mi madre ya se había casado, así que no vivía en el palacio. Solo iba allí de visita. Tenía una hija recién nacida y se la llevó a dar una vuelta en una lancha rápida, cuando la niña tenía un mes o así. Mi madre decía que sabía que la niña no recordaría aquel paseo, pero que quería compartir todo lo que sabía con ella.

Y aunque Kala no lo dijo, pensé que aquella niña de un mes de edad podía haber sido ella.

—Esta parte de la historia, la del matrimonio de mi madre, es la más dolorosa. No me resulta fácil ni agradable hablar sobre ella. Mi madre fue a colegios británicos, de monjas. Destacaba en todo: música, deportes, los estudios mismos. Era muy atrevida y tenía confianza en sí misma. —Se notaba que Kala hacía hincapié en el tema del atrevimiento, y que le parecía bien—. Quería hacer un montón de cosas. Pensaba que quería estudiar medicina. Le gustaba ir al colegio y quería seguir estudiando. En el fondo, todavía era una niña. Leía muchísimo, novelas inglesas. No se había planteado el matrimonio en absoluto. Era una niña, una colegiala, casi como una colegiala británica. —Kala, siempre seria, estaba a punto de estallar en llanto—. Dice que de pequeña no era muy guapa, pero sé que fue una mujer maravillosa.

»Se casó cuando tenía catorce años, y no pudo evitarlo. Decía que le hubiera gustado que la dejaran en paz. Estaba muy angustiada, como su hermano mayor y sus primos. Ellos, los chicos, le dijeron que podía escaparse, que se ocuparían de ella.

—¿A quién se le ocurrió la idea de que se casara?

—Fue idea de su padre. De mi abuelo.

—¿Ha hablado usted con él sobre el tema?

—No.

—¿Por qué? Usted lo conoce.

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