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INDIA » 5. TRAS LA BATALLA

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»La gente empezó por enfrentarse a los minoristas de los mercados para que bajasen los precios. En algunos sitios saquearon los almacenes donde se guardaban cereales ilegalmente. Cuando el gobierno envió a la policía para que se enfrentara con ellos, los manifestantes ofrecieron resistencia, desde tirar piedras hasta incendiar edificios y transportes públicos: es una tradición de protesta consagrada desde la época británica. Cuando alguien incendia un autobús, se sabe que va en serio.

—¿Afectó a su familia la subida de los precios?

—Personalmente, nosotros —mi familia— podíamos permitírnoslo. La gente hablaba constantemente de ello: los precios, la crisis, los disturbios por la comida, el fracaso del gobierno, los tiroteos de la policía. El movimiento siempre se llamó Movimiento por la Comida.

Lo organizaron los miembros de base de una facción comunista, no los grandes hombres del partido. Después, en 1966, los estudiantes Sel Presidency College, el antiguo centro de estudios de Dipanjan, crearon un movimiento procomunista. Los dirigentes de este movimiento fueron expulsados, y hubo desórdenes estudiantiles durante seis meses en protesta por la expulsión.

Una noche, Dipanjan regresaba del sur de Calcuta en autobús. Vio una multitud en los jardines del Presidency College. Se bajó del autobús para ver qué pasaba. No encontró a nadie conocido, pero al día siguiente, cuando volvió, descubrió que los dirigentes del movimiento estudiantil y algunas personas más eran amigos suyos. Empezó a pasar más tiempo cada día con aquellos amigos, en el Presidency College, en la cafetería de enfrente y en la residencia universitaria. Comenzó a hacer labor política entre los estudiantes que no estaban comprometidos.

—Había una minoría que protestaba ruidosamente porque decía que iba allí a estudiar y a preparar una carrera, y nosotros tuvimos que convencerlos.

Se pensaba que los activistas que organizaban el movimiento estudiantil y el de la comida eran agentes chinos. Dipanjan tuvo que leer mucho para hacer frente a aquellas acusaciones. Empezó a leer libros marxistas.

—Era la época de la Revolución Cultural china, que tuvo un enorme influjo en Calcuta: qué hacían los estudiantes chinos, por qué lo hacían y por qué tenía que haber una revolución cultural tras la revolución propiamente dicha.

»Yo estaba entusiasmado. Pensaba que mi vida iba a adquirir sentido. No tenía conciencia del pasado político de mi padre en el partido, ni del pasado nacionalista y gandhiano de su tío. Por entonces, mi padre era un cabeza de familia normal y corriente; no mantenía ningún contacto con el partido. Mi madre también había dejado de ser comunista. El tío nacionalista de mi padre criticaba ferozmente la forma de gobierno de la India. No votó en toda su vida. Aseguraba que no quería entrar, bajo ninguna circunstancia, en el proceso de elegir al menos dañino entre un montón de canallas.

»Pero yo aún carecía de ideología o filosofía, aunque la política me ocupaba todo el tiempo. Algunas noches no volvía a casa. Arati empezó a preocuparse muchísimo. Mis padres casi me dieron por perdido.

—¿Qué hacían por las noches?

—Hablábamos con los chicos en la residencia hasta las once. Después hablábamos entre nosotros hasta las doce o la una y dormíamos en el césped del Presidency College.

Así era como vivía en 1967, cuando se licenció y encontró trabajo; y cuando —tras todo el jaleo con la familia de Arati— se casó con ella, cuatro años después de haberle propuesto matrimonio.

—Fue una época fascinante, plena, emocional e intelectualmente. Fue el inicio de mi educación en el mundo. Siempre había vivido muy mimado. Sentía inclinación por el estudio. Mi madre me protegía demasiado, por mi asma. Lloró mucho. Fueron las ambiciones que tenía para mi futuro lo que se resintió enormemente. A mi padre le preocupaba el camino que seguiría nuestro movimiento, porque él había pasado por lo mismo.

»En el Presidency College fuimos desarrollando lentamente una idea central. Pensábamos que el movimiento comunista indio había fracasado porque la dirección, compuesta por intelectuales de clase media, se había convertido en una burocracia. No se había desarrollado la iniciativa de las masas. Y en abril de 1967 sucedió lo de Naxalbari.

Fue el incidente, ocurrido en Bengala Occidental, del que tomó su nombre el movimiento naxalita.

—Yo estaba leyendo el periódico una mañana. Leí aquel artículo en ia primera página. Los campesinos habían rodeado a un grupo de policías con arcos y flechas y habían matado a un inspector cuando forcejeaban por ocupar las tierras monopolizadas por los terratenientes, en su mayoría ilegalmente.

»Fue un suceso dramático. Yo no podía creérmelo: que algo que habíamos leído en los libros, en los libros marxistas y de historia, hubiera ocurrido de verdad; que los trabajadores pudieran coger las armas y luchar por sus derechos. Entonces llegué a una conclusión, como la mayoría de nuestros amigos del Presidency College: que esa era la lucha a la que íbamos a vincular nuestra vida. En Calcuta, fuimos nosotros quienes pusimos los primeros carteles de apoyo al levantamiento de Naxalbari, en el muro enfrente del Presidency College.

—¿Quiénes eran sus amigos?

—Algunos se habían criado como yo. Muchos de ellos eran hijos de la pequeña aristocracia empobrecida de este lado de la frontera. Todos pertenecíamos a la clase media.

»Inmediatamente decidimos irnos a vivir con los trabajadores. Algunos volvieron a sus pueblos, y otros fuimos a los barrios industriales. Hubo una estrecha relación con los obreros de la fábrica Guest Keen Williams, al sur de Hourah. Nos buscó el dirigente de un sindicato de allí. Al poco tiempo se extendió la noticia, por las aldeas y las fábricas, de que los estudiantes de Calcuta iban a ir a hablar con la gente sobre cómo cambiar su situación.

—¿Cómo encajaba esto con su trabajo?

—Trabajaba por la mañana, en una escuela superior. Así que tenía las tardes y las noches libres.

—¿No le ponía nervioso llamar a las casas de la gente?

—No me ponía nervioso con los obreros industriales. Podía conectar con su onda. Pero más tarde, cuando dejé el trabajo (cambié muchas veces de trabajo) y. empecé a ir a los pueblos, tuve experiencias traumatizantes. Pero eso fue mucho después, en 1969.

»En 1967 todavía estábamos construyendo el movimiento estudiantil. Tenía que ir de un sitio a otro, a clases de política y a discusiones de grupo con los estudiantes, para darles la propaganda necesaria para combatir la propaganda oficial del partido

contra el movimiento naxalita. El partido lo consideraba una amenaza para su organización.

»Durante uno o dos años después de aquello pasé mucho tiempo en la Guest Keen Williams. Arati venía a veces conmigo. Mi vida por entonces era más o menos así: volvía a casa a las dos de la mañana, andando, porque ya había pasado el último autobús o tren. O me quedaba en el césped del Presidency College o en el edificio de la residencia si llovía. Tenía que estar en el trabajo a las seis y cuarto o seis y media, que era cuando empezaban las clases. A las diez volvía al Presidency College. Teníamos discusiones con los estudiantes de allí y con otros que venían de toda Calcuta y de Bengala Occidental para enterarse de cosas sobre el movimiento.

»La policía no nos quitaba ojo. Enviaban espías al Presidency College. Descubrimos a uno y le dimos una paliza. Había peleas callejeras con la policía con mucha frecuencia.

—¿Cómo eran?

—Para empezar, siempre que te metes en una pelea, de carácter particular o con la policía, te sientes nervioso. Después va aflojando la tensión poco a poco, y se apodera de ti el entusiasmo, y por último estás dispuesto incluso a arriesgar la vida. Tradicionalmente, en Calcuta se lucha contra la policía con trozos de ladrillo. Esa es el arma más corriente. En una pelea seria se emplean bombas y escopetas caseras, pero raramente se lucha así, y solo en el momento culminante de un movimiento político importante.

Me pareció extraño: su capacidad para hablar de peleas y disturbios de aquella forma profesoral, aristotélica. Le dije:

—Habla de esas peleas con la policía como si usted hubiera tenido alguna clase de protección.

Dipanjan dijo:

—Los comunistas compartían el poder por entonces. Nosotros comprendíamos su dilema. Sabíamos que la policía no podría traspasar ciertos límites. Era la primera vez que los comunistas compartían el poder en Bengala Occidental, y no podían enfrentarse a los estudiantes y los trabajadores. El hecho mismo de que la policía disparase contra los campesinos en Naxalbari provocó una división en el seno del partido, y algunos comunistas de los más antiguos se pasaron al movimiento naxalita.

»Por las tardes, después de estar con los estudiantes, íbamos a las fábricas y los barrios de chabolas, o asistíamos a clases de formación política y dirigíamos discusiones de grupo. Fuimos aprendiendo poco a poco las ideas políticas clásicas: Marx, Lenin, Mao, todos.

»Y en 1969 nos fuimos a los pueblos. El partido comunista de Bengala Occidental es bastante antiguo, incluso en muchas de las zonas rurales, y los dirigentes populares que querían luchar empezaron a ayudar a los estudiantes que iban a su región.

»Teníamos una norma. Llevar solo un

lungi, una tela, un chaleco o una camiseta y una toalla. Íbamos a las aldeas, reconocíamos las cabañas de los obreros agrícolas o campesinos pobres y les decíamos de entrada por qué estábamos allí. Empezábamos a hablar inmediatamente de los objetivos políticos: la toma del poder por parte de los trabajadores. Lo llamábamos Acción de la Guardia Roja.

»Los pioneros se enfrentaron con muchos problemas para transmitir este mensaje; pero cuando yo empecé a ir a los pueblos, los campesinos ya lo conocían.

Nos quedábamos con lo justo para el viaje de vuelta hasta el centro urbano del que habíamos salido; no teníamos más dinero. Y llevábamos un

doti, una camisa y un par de zapatillas para el trayecto entre los pueblos y las ciudades.

»Los campesinos nos daban de comer cuando podían. En algunos sitios nuevos no lo hacían, al principio. Pero, en general, nos escuchaban con paciencia. Dormíamos en sus cabañas. Normalmente, si solo tenían una habitación y la casa era segura, solo de gente pobre, dormíamos en la terraza. Pero eso era un lujo poco frecuente. Normalmente teníamos que dormir escondidos en un desván. Cuando el estado agudizó la represión, teníamos que quedarnos escondidos todo el día. Uno o dos de nosotros pasó por la experiencia de tener que hacer sus necesidades en una cacerola.

«Represión»: también aquello me resultó extraño, que después de todo lo que había pasado empleara aquella palabra abstracta, que sonaba como algo sacado de un libro de texto político. Añadió:

—Nos rondaban dos problemas: la amebiasis, porque el agua potable es mala en todas partes, y la sarna, porque teníamos que bañarnos deprisa y corriendo, y algunos días ni siquiera eso. No sabíamos cómo mantenernos limpios en una aldea india. Todos los aldeanos saben cómo limpiarse con un poquito de aceite, un poquito de ceniza alcalina y un poco de agua, pero nosotros no. En realidad, no nos preocupaba. Fue la parte más apasionante, más interesante y gratificante de nuestra labor política: cuando nos movíamos entre los campesinos.

»El problema fundamental al principio consistía en que me daba la impresión de que había una barrera invisible entre los aldeanos y nosotros, de que hablábamos idiomas distintos. Tardé mucho tiempo en acostumbrarme a los silencios y las indirectas de la India rural.

—¿Podría concretar un poco más?

—Supongamos que llego a una aldea en la que tienen miedo de esconderme. No me lo dirán de una forma directa. Una noche, cuando llegué a una de esas aldeas, la gente me aconsejó que me fuera con los chicos a un

yatra cercano, una representación teatral que dura toda la noche, un gran acontecimiento anual en la vida de un pueblo. Me dieron a entender que aquella noche no podía quedarme en casa de nadie.

—No me ha contado cómo era la vida en los pueblos.

—La calidad de vida era mejor que en los barrios de chabolas urbanos. Excepto en una aldea de leprosos donde (era antes de la cosecha) tenían poco trigo, tan poco que no podían ni hacer

chapatis. Hacían una pasta con la harina y la servían en cantidades muy pequeñas. Los niños no la digerían. El hambre (comer debidamente una vez al día): ese era el factor determinante de la calidad de vida en las aldeas durante cinco meses al año en aquella época.

Y volvió a parecerme chocante —como cuando me contaba lo del moribundo que había recogido en las calles de Calcuta— su forma de hablar del sufrimiento de la India: como si fuera una idea personal, una observación personal, como si su grupo lo hubiese observado mejor y con mayor discernimiento que otros, como si aquel sufrimiento fuera algo que tuvieran derecho a tomar como punto de referencia, para explicar sus acciones.

Había pasado el mediodía, había pasado la hora normal del almuerzo. Dipanjan estaba cansado. Dijo que quería ducharse. Arati había preparado el almuerzo, y cuando Dipanjan se fue al espacio del fondo para ducharse, sacó la comida y me la dejó en un pequeño taburete: comida sencilla, dos trozos de pescado frito, guisantes,

puris.

El pescado tenía espinas, no resultaba fácil coger la carne, pero Arati dijo que si comía con los dedos notaría mejor las espinas y podría quitarlas.

De pie en la pequeña habitación mientras yo comía, volvió a hablar del calor del verano en Calcuta, y volvió a preguntarme si pensaba quedarme. Habló otra vez de los árboles que habían talado. Le pregunté si a los indios no les gustaban los árboles, si existía la idea de que los árboles cobijaban o incitaban a los malos espíritus. Dijo que no, que a los indios les encantaban los árboles, pero que sencillamente había demasiada gente y había que cortarlos.

Dipanjan la abandonó durante su primer embarazo, dijo, cuando se fue a vivir a los pueblos. Arati se marchó a casa de los padres de su marido. Esa era la costumbre, la tradición en la India: que la mujer se quedase con sus suegros. Para escribir sobre la India había que pasar mucho tiempo allí, dijo. Había muchas cosas diferentes en la India.

Dijo que al principio era simpatizante de la causa; pero no le gustaba la idea de ir a las aldeas, de llevar la revolución al pueblo. Pensaba que era una estupidez. En la India, los pobres creían en su destino. El ir a las aldeas había hecho retroceder la revolución cuarenta años. Y no le gustó que empezaran con las matanzas. No le gustó nada.

Dipanjan y yo no habíamos llegado a eso todavía; me lo había prometido para otro día, quizá el siguiente.

Le dije a Arati que tal vez el defecto radicase en la idea misma de la revolución, la idea de que en un momento dado todo cambia y el mundo se hace bueno y los hombres empiezan desde el principio.

No continuó con el tema.

Turguéniev había escrito una novela sobre eso, le dije. Escribió una novela sobre la gente de clase media rusa que a finales de la sexta década del siglo xix llevaba la revolución a los trabajadores. Quizá si hubieran leído ese libro sin prejuicios no hubieran cometido los mismos errores que los personajes de la novela. Pero Arati no había leído a Turguéniev; no conocía

Tierras vírgenes. Sus lecturas rusas no llegaban tan atrás; al parecer, solo llegaban a los textos políticos clásicos. De pie, situada de perfil junto a la puerta, mirando la galería y el callejón con la luz blanca de las primeras horas de la tarde, la luz que todavía era solo la luz de primavera, Arati dijo en tono reflexivo que la gente de otros países parecía estar apartándose del marxismo.

No era una mujer alta; pero era robusta, y conservaba buen talle. Dijo que había pasado una temporada en Inglaterra, cuando Dipanjan fue allí a cursar estudios superiores de física, después de que hubo acabado todo aquel asunto. Y lo que vio en Inglaterra, y sobre todo lo que observó sobre la situación de las mujeres en ese país la trastornó aun más. Quizá Marx estuviera equivocado, dijo. Y me pareció conmovedor: tanta pasión, en aquella minúscula habitación desordenada, con la amenaza del verano tan próxima.

Aquella noche, en el transcurso de la cena en un apartamento grande del centro de Calcuta, me presentaron a alguien que había conocido a Dipanjan, que había sido compañero suyo en el Presidency College. Dipanjan era un estudiante inteligente e incluso brillante, según me dijeron. Entonces ocurrió lo del movimiento naxalita y hubo una época terrible en la que parecía que Dipanjan, casado con un miembro de una distinguida familia de Calcuta, acabaría colgado. Desde lo del movimiento naxalita no habían vuelto a verse, Dipanjan y el hombre que habló conmigo. Dijo:

—Era mejor estudiante que yo. Ahora da clase de física. Yo me dedico a la física: esa es la diferencia entre nosotros. La escuela en la que da clase es espantosa. Tiene que saberlo, y que ahí está desperdiciando su talento. Debería volver a integrarse.

Pero pensaba que no podía abordar aquel tema con Dipanjan, si acaso volvían a verse. Le resultaba demasiado embarazoso. Tras aquel enredo con el movimiento naxalita y los comunistas —que, según el propio Dipanjan, le hizo pensar que al fin había descubierto el sentido de lo comunitario, de lo dramático, y unos objetivos, después de haber vivido tan mimado—, había una situación embarazosa entre Dipanjan y el otro mundo que había conocido.

Probablemente, Dipanjan sentía demasiada vergüenza, y por eso no quería ver a la gente que conocía de antes, dijo aquel hombre. Por eso vivía donde vivía, y daba clase en aquella escuela pobre. Ocurrió lo mismo cuando fue a Inglaterra: vivió en una habitación con cocina de lo más sencillo.

Otro de los invitados a la cena dijo que esa forma de desaparecer, de esconderse, era muy bengalí.

Y pensé en Dipanjan al salir del callejón a primeras horas de la mañana para buscarme —con el

doti y la camisa—, al salir tras aquellas personas de un barrio pobre con su apariencia respetable, sus maletines y carteras. Por lo que dijo la primera vez que nos vimos, creí que daba clase en aquel centro por un sentimiento de solidaridad con los estudiantes, los «soldados derrotados». Y lo primero que pensé fue que un sentimiento semejante de responsabilidad social le empujaba a vivir donde vivía. Pero no; no era así. Vivía allí porque no podía hacer otra cosa. Había sufrido en las aldeas; en la ciudad sufría casi igual, por el polvo y los mosquitos, y su mujer sufría por el calor. Había elegido un camino muy duro, y ni su mujer ni él estaban acostumbrados a las penalidades.

Fui a verlo a la escuela a la mañana siguiente, y volví a apreciar los detalles del edificio de dos pisos, con su ornamentación clásica al estilo de Calcuta, el frontón y los pares de columnas adosadas en ambas plantas. Las contraventanas verdes estaban recubiertas con la mugre negra y rugosa de los humos y el polvo: podía escribirse sobre aquella mugre. Los pequeños árboles del pequeño patio estaban descoloridos por el polvo; solo los brotes recientes de la primavera aparecían verdes y claros. Unos montones de hojarasca vieja, aplastada, se quemaban lentamente y lanzaban al aire un humo acre, no desagradable, un olor más suave, de otoño, en la primavera de Calcuta. Era una costumbre de esa ciudad, quemar los desechos de los jardines, incluso en el centro, y contribuía a aumentar la neblina parduzca. Aquella mañana habían amontonado muchas mesas y sillas marrones de las aulas, rotas, en la pequeña extensión de césped descuidado, entre cuyos montones de basura crecían hierbajos.

Arriba, habían sustituido los cristales rotos de puertas y ventanas por alambre de diferentes tipos de malla. El letrero deslustrado, departamento de física, con letras de metal atornilladas, resultaba incongruente. La incierta línea de polvo del suelo rojo —el polvo del que habíamos hablado Dipanjan y yo dos días antes— seguía en el mismo sitio. En la abarrotada habitación o celda lateral no habían quitado los redondeles dejados por las botellas de soda y los platos dos días antes.

Dipanjan, indicando los redondeles de la mesa con un leve gesto de la mano y el polvo de la habitación con las mesas de laboratorio con apenas un movimiento de cabeza, dijo:

—No lo limpiarán

jamás.

Nos sentamos en la celda, él en su vieja silla, yo en la que me había sentado la vez anterior, frente a frente, separados por la mesita. La mesa tenía una auténtica multiplicidad de manchas. Una estrecha franja de pared con azulejos blancos asomaba tras los armarios de metal de color oliva o caqui y por entre ellos. Unas gotas marrones, de origen desconocido, se habían coagulado sobre los azulejos.

Le dije que había ciertas cosas que no podía encajar en lo que me había contado. Me había hablado de cuando estuvo con los trabajadores de la Guest Keen Williams de Calcuta. ¿Cómo lo hizo? ¿Quién fue el primer trabajador con el que habló? Yo no me había formado muchas imágenes con su relato. Fue a los pueblos: ¿cómo lo hizo? ¿Sencillamente cogió un autobús o un tren hasta un lugar concreto? ¿Podía traspasar ciertas abstracciones, como «trabajadores», «pueblos», «campesinos», «represión»?

Admitió lo que le dije. Se ofreció a añadir detalles. En primer lugar habló de la época, en 1967, en la que estuvo entre los trabajadores de la Guest Keen Williams de Calcuta.

—Uno de mis amigos llevaba una temporada viviendo en el barrio de chabolas de la Guest Keen Williams, y había conocido a un dirigente comunista de segunda fila. Mi amigo me pidió que fuera allí para comprobar si aquel hombre era un auténtico revolucionario. Cogí un autobús en el Presidency College, y crucé el puente de Hourah. Me bajé en la estación de Hourah y cogí otro autobús, que atravesó las atestadas calles hasta llegar a las puertas de la Guest Keen Williams.

(Como una semana más tarde, yo hice el mismo trayecto, con una persona de la Guest Keen Williams. Acababan de abrir la empresa tras un año de cierre, y la inactividad de aquella temporada se notaba en el patio, en los hierbajos tropicales y en la herrumbre posterior al monzón. La empresa era una de aquellas antiguas industrias pesadas británicas que empezaron a flojear en la época en que casi se impuso el monopolio; no supo adaptarse fácilmente a las nuevas condiciones. Las dificultades que atravesó entre 1966 y 1967 supusieron el comienzo de su largo declive. En 1966, cuando la economía india se encontraba en mala situación, los Ferrocarriles Indios, de los que tradicionalmente dependía, en mayor o menor grado, la Guest Keen Williams, redujeron los pedidos en más de la mitad. Durante seis o siete meses, en 1967, se quedaron sin trabajo la sección de agujas y pasos a nivel y la de traviesas. También se vio afectada la sección de tuercas y tornillos. Los trabajadores recibieron su sueldo, pero solo el mínimo. Eso fu< lo que me contaron en la empresa: ese era el telón de fondo del relato de Dipanjan.)

Dipanjan dijo:

—Mi amigo y yo esperamos largo rato a la puerta. Miramos en la barraca del sindicato. Hablamos con la gente que estaba allí. Los trabajadores salían por la puerta. Observé la variedad de personas: musulmanes, hindúes, biharis, bengalíes. Yo estaba entusiasmado, pero, desgraciadamente, el hombre al que mi amigo quería que viese no apareció.

»En la siguiente visita que recuerdo ocurrió lo siguiente. La empresa iba a traer máquinas nuevas, e iban a dejar a varios trabajadores con la mitad de la paga. El papel que nos había asignado el organizador del sindicato comunista disidente consistía en ir a los barrios de chabolas habitados por trabajadores no bengalíes, a quienes los sindicatos no habían conseguido reclutar. Aquellos trabajadores eran anticomunistas.

»Un día, a últimas horas de la tarde, entramos en esos barrios muchos miembros del grupo. Me vi en una habitación de una de las chabolas, y había un bihari sentado en una hamaca en el espacio a la puerta de su chabola.

—¿Edad?

—De mediana edad. Reacio al principio. Pero sonríe, y yo empiezo a hablar sobre las máquinas que iban a llegar. Hablé en hindi, que por entonces no conocía bien. Aquel hombre era amable, pero no quería comprometerse.

»Y entonces hay otra escena que recuerdo, un poco después. Empecé a ir a ese barrio por las tardes. Me habían pedido que les hablara de marxismo a los trabajadores. El sindicato disidente contaba ya con muchos seguidores. Yo estaba en una chabola de musulmanes, esperando con uno de los trabajadores. Aún no me había acostumbrado a las condiciones en que vivían, y lo que mejor recuerdo al cabo de veinte años es que por la habitación pasaba una alcantarilla pública. Ese es mi principal recuerdo. Después pasé a la clase, a hablar sobre marxismo. Creo qué no me hice entender. Estaban cansados, y yo me expresaba en un plano demasiado abstracto. Ahora lo comprendo.

»Yo vivía en ese mundo de euforia. Era muy joven, y algunos trabajadores musulmanes —me refiero a trabajadores del puerto, adonde fui más adelante— nos decían que volviésemos a casa con nuestros padres, que estarían llorando por nosotros, y que volviésemos a nuestros estudios. Recuerdo que le pregunté a uno de ellos: “¿Y por qué habría de volver? ¿Por qué no vienes tú a ayudarme con mi trabajo?”

—¿Qué edad tenía?

—Aquel hombre era de mediana edad. Todavía recuerdo lo que dijo, en indostaní: «Nosotros hemos venido aquí a ganar dinero.» Caí en la cuenta de que era demasiado teórico. Pero el partido decía que los trabajadores de la ciudad estaban «atrasados» en comparación con los campesinos, y yo tenía esa racionalización como respaldo.

Dije:

—A Arati no le gustaba que fuera usted a los pueblos.

—A mediados del sesenta y ocho le dije que iría. Cuando tuve que ir, estaba embarazada. Lloró. No pensaba que fuera una idea grandiosa, pero tampoco que fuera una estupidez en aquella época. Se sentía traicionada por mí. Y, hasta cierto punto, yo sentía lo mismo.

—¿Cómo fue a los pueblos?

—Fue otro jarro de agua fría, al principio. Teníamos varios centros urbanos bien desarrollados fuera de Calcuta. Cogí un tren y fui a uno de ellos. El viaje duró dos horas y media. Fui a casa de un obrero industrial. Ya la conocía. Había ido allí por ciertas misiones. Era un refugiado de Bengala Oriental. Se había construido una casita, en una zona destartalada y sucia de la ciudad.

»Aquel mismo día conocí a uno de los camaradas de los pueblos. Me estaba esperando. Salimos al día siguiente, en autobús. Yo llevo una bolsa de lona, pero sin nada dentro, solo un

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