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INDIA » 5. TRAS LA BATALLA

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doti. Llegamos a últimas horas de la tarde. Mi ropa no llama la atención, pero mis gafas sí, y también mi acento de Calcuta. Caminamos durante media hora y llegamos al centro del pueblo, donde todo el mundo nos apoya. Esa noche hay una reunión para decidir qué línea vamos a seguir. Yo no asisto a la reunión.

»Por la noche vamos a cenar a una cabaña. La gente del pueblo ha preparado la comida colectivamente. El arroz está húmedo. No lo han colado, porque el agua del arroz es en sí misma comida, y hay un montón de arroz. Yo no puedo comerlo. Me pongo muy tenso, porque tampoco puedo tirarlo. Mi estómago de ciudad es demasiado pequeño. Y no hay otra cosa para comer, y nadie va a comer nada realmente sólido hasta la noche siguiente.

—¿En qué comen? ¿En platos? ¿En hojas?

—En platos de metal. Es una cabaña con techo de paja. Comemos fuera, en un espacio abierto. Ninguna luz, salvo el cielo, y muchos mosquitos. Me siento desconcertado.

—¿Por qué?

Cambió de tiempos verbales.

—Tenía miedo de lo que me aguardaba al día siguiente, en cuanto a la comunicación. Dormimos en una hamaca a la puerta de la cabaña, dos en una, y fue muy incómodo, porque las hamacas se hunden por el centro. Me sentía desamparado y receloso. En las aldeas no hay retretes. Hay unos campos (con charcas cerca) que se reservan para ese fin.

»A la mañana siguiente, un campesino más acomodado (tenía un aparato de radio) nos ofreció té, algo que no es corriente en las aldeas: por entonces, los campesinos no tomaban bebidas calientes. Por la tarde nos dieron de comer —otra vez arroz— porque volvíamos a salir de viaje, a pie. Un viaje de tres o cuatro horas.

»Me costaba trabajo seguir al campesino que hacía de guía. Llegamos a nuestro destino por la noche. Yo llevaba la carga de la política, pero ellos realizaban sus tareas cotidianas lenta y pausadamente. Al darme cuenta, me sentí estúpido. Las ciudades eran un auténtico hervidero, y aquellos campesinos, supuestamente la principal fuerza de la revolución, permanecían impasibles. Me sentía defraudado, y empecé a sentir nostalgia de Calcuta.

»Al día siguiente por la tarde me puse en camino para volver al centro del partido más próximo, que estaba en una ciudad muy pequeña. No me acuerdo del cansancio físico, y creo que no me afectó. Lo único que recuerdo es que tuve que caminar durante unas seis horas, porque no tenía dinero (no debíamos llevar dinero). Mientras andaba, no dejaban de pasar autobuses.

»Así fue como empecé con la Acción de la Guardia Roja. Y entonces pensé que al fin estaba haciendo mi trabajo.

Yo dije:

—Sabe que no quiero que me dé nombres, pero ninguna de las personas de las que me habla tiene rostro. No puedo verlas.

Dipanjan dijo:

—Hay rostros; pero cuando empezamos con los trabajadores de la Guest Keen Williams seguíamos la tradición comunista según la cual las personas son objetos, no individuos vivos que hacen su propia vida y la historia al mismo tiempo. La interacción en el plano humano se desarrollaba sobre todo dentro de nuestro

propio grupo político. Por eso me impresionó tanto que el musulmán me preguntase por qué no volvía con mi familia. Todavía sigo pensando que esa conversación fue en un plano distinto.

»Quisiera añadir algo más. Aún conservo en la memoria las caras de mis amigos, pero la mayoría continúa con sus actividades políticas, y no quiero hacer ningún comentario sobre ellos.

Después se produjo un acontecimiento, el 1 de mayo de 1969, que obligó a Dipanjan a dejar las aldeas y volver a Calcuta. Aquel día, en una reunión pública que se celebró en el Calcuta Maidan, el gran parque del centro de la ciudad, la facción comunista que había organizado el movimiento campesino naxalita anunció su separación, y que pasaba a ser el Partido Comunista de la India (marxista-leninista).

Dipanjan dijo:

—Mis padres rechazaron el nuevo partido. A Arati no le hizo ninguna gracia. En aquella etapa le hubiera gustado que yo dejase la política. Nuestra hija iba a nacer en octubre. Me quedé en Calcuta, haciendo labor política en el puerto, hasta finales de 1969. Y después volví a las aldeas.

»Los antiguos camaradas habían pedido a los campesinos que formaran sus propias organizaciones, que se hicieran con el poder político y, al mismo tiempo, que confiscaran las tierras de los terratenientes y más adelante, las armas, para cosechar por la fuerza el producto de sus tierras, para recoger el producto de las tierras de los terratenientes. Y que construyeran centros de poder campesino en las aldeas, para enfrentarse al poder de los terratenientes.

»Y, de hecho, se produjo un gran levantamiento campesino en la región en la época de la cosecha. Yo llegué demasiado tarde. Fue en el transcurso de ese levantamiento cuando aparecieron las directrices del partido sobre las muertes individuales. Había que matar a la gente con brigadas constituidas secretamente. Y en aquella ocasión, cuando empecé con la Acción de la Guardia Roja, tuve que pedirles a los campesinos que formasen brigadas de aniquilación, que así se llamaban.

»Por entonces había superado el primer trauma que experimenté con las aldeas y la falta de comunicación. Había aprendido un poco. Acometí aquella Acción de la Guardia Roja con más convicción y menos nerviosismo. Era un viaje largo, de muchos meses de duración, entre seis meses y un año. Fui de aldea en aldea, de una comunidad a otra, comunidades tribales y no tribales, intocables y castas de agricultores. Aprendí mucho sobre la India.

—¿Qué pensaba de las nuevas instrucciones?

—Muchos camaradas ya habían conseguido formar brigadas y llevar a cabo aniquilaciones, sobre todo en la zona del antiguo levantamiento en la época de la cosecha, basado en la tierra y la cosecha: ocupación de las tierras y cosecha por la fuerza.

—¿Le asustaron las instrucciones?

—No, no. El indio es fundamentalmente un pueblo muy violento. Yo estaba ejecutando Acción de la Guardia Roja en zonas nuevas, y a pesar de todos mis esfuerzos no logré convencer a los campesinos de que llevaran a cabo ni una sola aniquilación, algo que me causó grandes remordimientos y me hizo pensar que no servía para aquello.

—¿Recuerda cómo lo pidió?

—Sí, claro. Se lo pedí al campesino en cuya cabaña me alojaba. Recuerdo muy bien aquella cabaña. Tenían una niña recién nacida, y le daban agua de arroz en lugar de leche (con una botella), algo que me chocó enormemente. Aquellas personas eran como las demás con las que hablábamos. Tenían muy poca tierra, suficiente para mantenerse durante quizá tres meses. El partido nos había pedido a todos que nos centrásemos en esas personas.

»Le pregunté a aquel hombre: “¿Cuál es el terrateniente más odiado de la zona?” Me dijo su nombre. Le dije: “¿Por qué no lo matáis?” El campesino trae a otro aquella tarde y me pide que le plantee el asunto. Los dos coinciden en que habría que matar al terrateniente, pero se niegan a hacerlo ellos mismos.

—¿Les asustó la idea?

—No les asustó. Como ya le he dicho, somos un pueblo muy violento. Intenté convencerlos, yendo y viniendo, durante unos dos meses.

»Vivía oculto en aquella cabaña. Si el terrateniente se hubiera enterado de mi presencia me habría matado o me habría entregado a la policía. Sabía que era peligroso. Sabía que había transgredido la ley. Pero matar a un hombre no se considera contrario a ningún código ético. Tiene que entender que el

Ramayana y el

Mababarata rigen el código religioso cotidiano de los hindúes, lo mismo que ocurre con el Corán entre los musulmanes, y que son libros que ensalzan el matar por un fin superior. Yo diría que, como cualquier otro indio, no pensaba que estuviera cometiendo una atrocidad ética por defender el matar a alguien por una causa.

—¿Y Gandhi?

—De los muchos ideales de Gandhi que no aceptaban los indios,

ahimsa, la no violencia, es el más importante.

—¿Los jainistas?

—Son una secta extraña. Pero tiene usted una perspectiva errónea de la India al hablar de esas religiones, el budismo, el jainismo y Gandhi. Me remito a lo que ocurrió en Kampuchea, en Ceilán, en Birmania, en China, todos ellos países claramente a la sombra de Buda y Confucio. Esos pueblos son muy violentos.

—Volvamos a las aldeas.

—Como he dicho, empezaba a pensar que no servía para aquello. A finales de 1970 y principios de 1971, el movimiento tuvo que enfrentarse a graves obstáculos, y muchos amigos míos empezaron a replantearse las cosas.

»En los últimos meses antes de que me detuvieran entré en contacto con grupos tribales. Llegaron a caerme muy bien. Me sentía a gusto con ellos. Comprendía sus aspiraciones políticas. Me había topado por primera vez con un sector del campesinado que pensaba y actuaba políticamente. Hablaba mucho con uno de ellos, un maestro. Aquellos meses fueron muy satisfactorios, los más satisfactorios del tiempo que pasé en las aldeas, debido en parte a las dudas que habían empezado a asaltar a mis amigos del movimiento sobre la línea de las muertes individuales: aquellas dudas me daban la libertad de hablar abiertamente sin las trabas del partido, que empezaban a parecerme absurdas.

—¿Cuántas personas fueron aniquiladas en su zona?

—En la zona mataron a más de cien personas debido a las directrices del partido. La mayoría, terratenientes.

Pero la policía estaba estrechando el cerco.

—Nuestros amigos tuvieron que dejar el partido, y muchos de nosotros tuvimos que continuar, en Bihar y Bengala. Una noche, a eso de las ocho o las nueve, estábamos en la tienda de comestibles de la estación de tren, al norte de Bihar. Había varios policías de paisano, con camisa y pantalones. Eran de la policía bengalí, y estaban buscando a otros naxalitas. Habían ido a la tienda de la estación a comprarse carne cocinada. Reconocieron a uno de mis amigos, y nos detuvieron.

»Por entonces, la policía había empezado a matar naxalitas, y mi primera reacción fue pensar que también nos matarían a nosotros. Aquel régimen del terror había comenzado seis meses antes, y yo me había hecho a la idea de ese destino, simplemente para poder seguir adelante.

»Los policías del puesto de comida eran mayores que nosotros. No abusaron. Nos llevaron a la comisaría. Allí, intentamos ganarnos al agente bihari a cuyo cargo nos habían dejado para que impidiera que nos mataran los policías bengalíes.

»El agente bihari, un hombre culto, dijo: “Os respeto. Trabajáis para el país. Pero mi deber como policía me enfrenta con vosotros.” Nos reímos de él. “¿Por qué se burla de nosotros? Esos policías bengalíes nos matarán dentro de nada.”

»Nos ataron con unas cuerdas, y de paso, los policías nos dieron unos cuantos golpes, machacando sobre el hecho de que fuéramos bengalíes. El policía bihari se indignó, e inmediatamente comunicó por radio nuestra detención a toda la policía de Bihar, para que los agentes bengalíes no pudieran matarnos, si esas eran sus intenciones.

»A la mayoría no nos llegaron a juzgar. Solo a unos cuantos, y los condenaron. A los demás nos retuvieron sin juzgarnos hasta la amnistía de 1977 en Bengala Occidental.

»Yo estuve en la cárcel hasta octubre de 1972, en Calcuta. En la cárcel descubrí dos cosas que me desmoralizaron. La primera fueron los prisioneros naxalitas de Calcuta. Habíamos oído que estaban matando a policías, incluso guardias de tráfico y personas sospechosas de espionaje. La cárcel estaba llena de naxalitas, sobre todo de chicos jóvenes, sin ninguna convicción política. Lo que ocurría era que se había producido una sublevación contra el sistema de enseñanza: chicos y chicas obligados a meterse en el sistema de enseñanza, que habían abandonado el colegio y después los había reclutado el partido para perpetrar actos de violencia urbana.

»El partido se había fragmentado. Yo no tenía las ideas claras. Pensaba que había muchos males en el seno del movimiento. Pensaba que mi búsqueda política había llegado a un callejón sin salida, y que tendría que empezar de nuevo. Y durante una temporada creí que no podría seguir dedicándome a la política.

»Cuando me llevaron a la cárcel de Calcuta empecé a ver a mis padres y a Arati con regularidad. No pudieron demostrar nada contra mí. Seguí en prisión preventiva. Por último, escribí una carta al gobierno diciendo que, si me soltaban, me iría al extranjero para ampliar mis estudios de física.

Aceptaron su solicitud. Lo admitieron en la Universidad de Londres, y su padre le pagó el viaje a Inglaterra. La policía lo acompañó hasta la escalerilla del avión. Terminó el doctorado en Londres y después volvió a Calcuta. Eso ocurría en septiembre de 1974. Le pregunté:

—¿Qué piensa ahora?

Se llevó una mano a las gafas, entrecerró los ojos y miró por la ventana. Yo estaba sentado frente a él, al otro lado de la estrecha mesa, en una silla con brazos, entre los dos altos armarios de metal. Detrás de él había una habitación vacía, con trozos de cemento reciente, igualado, en las paredes. Dijo:

—El gran error, el malentendido fundamental de la postura marxista... Creo que las personas deben liberarse a sí mismas. Los intelectuales solo pueden proporcionarles el material necesario para hacerlo.

Trabajaba en favor de los derechos civiles y daba clase en los barrios de chabolas.

—No creo que haya discontinuidad con respecto a mi anterior búsqueda política. Entre ir a los barrios de chabolas urbanos y dar clase allí. —Se echó hacia atrás, apoyándose contra un armario metálico de color verde oliva, y examinó el techo—. La sociedad está estructurada de tal manera que los trabajadores nunca encontrarán su propia voz, su propia visión del mundo, su propia identidad.

Le pregunté por Arati y la temporada que había pasado en Inglaterra.

—Alteró su mundo. Porque descubrió por primera vez que una mujer no es simplemente, o no lo es en absoluto, el apéndice de un hombre. Yo me alegré mucho de volver aquí. Arati estuvo llorando durante días, y sus amigos, a quienes habían enseñado a no mostrar jamás sus emociones en público, se entristecieron por ella. De haber tenido la oportunidad de elegir, habría seguido viviendo en Inglaterra, con esa sensación de libertad, y de ser reconocida como individuo.

»Tuve una pelea continua con ella desde 1967 hasta 1972: no fui capaz de convencerla de que si nos quedábamos con mis padres siempre nos dominarían. Ella no reconocía la dominación como tal. Y hasta que nos fuimos a Inglaterra no comprendió lo que yo decía. Hasta entonces lo consideraba una de mis extravagancias, que me habían llevado, por ejemplo, a participar en el movimiento naxalita. Yo le decía: “Vamos a coger un apartamento.” O: “¿Por qué no te enfrentas con mi madre? ¿Por qué haces todo lo que dice mi padre, incluso cuando te perjudica?” Ella no sabía que pudiera existir una forma de vida distinta. Hoy en día, las cosas han cambiado, y siguen cambiando, pero en los años sesenta, la actitud ante la vida que tenía Arati no era ninguna excepción.»

Aquello corroboraba lo que había dicho Arati en su casa el día anterior, cuando Dipanjan se estaba duchando. Cuando Dipanjan se fue a vivir con los campesinos, dijo Arati, ella se fue a vivir con los padres de él. En la India, la esposa se quedaba con los suegros; una mujer se trasladaba de la casa de sus padres a la casa de los padres de su marido. La India era diferente a otros lugares; había que saber muchas cosas para escribir sobre ella.

Pero ya vivían solos.

Le pregunté a Dipanjan:

—¿Está contento en la casita?

—Sí. A Arati y a mí nunca nos ha importado el aspecto material de la vida. Los dos somos capaces de hacer un trabajo físico duro.

—¿Y el desorden de la librería... todas esas cosas amontonadas? Y el polvo... ¿Le importa que hable del polvo? Usted decía que la escuela pertenece al Ayuntamiento, y que por eso no la limpiarán nunca.

Dijo:

—Eso me da vergüenza, en mi casa. Los dos trabajamos demasiado y no tenemos tiempo. Arati es profesora de física, y da clase por las mañanas. Trabaja de seis y media a diez, y a eso hay que añadirle una hora para ir y dos para volver. Pero me avergüenza este desorden en mi casa. Y puede decir «polvo», si quiere. Mi abuelo me hubiera reprendido. Pero

nadie se avergüenza de este sitio. Esa es la diferencia.

—¿Piensa que ya ha pasado la mayor parte de su vida activa?

—En absoluto. Hasta el momento, mi vida ha sido la primera parte de la búsqueda.

—¿Puedo preguntarle una cosa? Ha dedicado mucho tiempo a pensar en los demás. ¿No le parece presuntuoso? ¿No debería haber pensado también en desarrollar su propio talento? No tiene por qué contestar. Si no quiere, no conteste. Retiraré la pregunta y no volveré a mencionar el asunto.

—Voy a contestarle. El alumno más brillante del año antes que yo en el Presidency College es ahora un prestigioso catedrático en Estados Unidos. Él me preguntó lo mismo. No lo de la presunción. En física, descubrí que los interrogantes que me interesaban superaban mis posibilidades de responderlos. Trabajé en ellos; pensé sobre ellos. Aún sigo trabajando o, mejor dicho, sigo leyendo sobre ellos; pero los interrogantes menos difíciles no pueden retener mi interés. En poesía, nunca me siento satisfecho con lo que hago, sobre todo porque el tipo de poesía que yo escribo solo atrae a unas cuantas personas como yo. Pero veo que ayudar a los demás es algo que sí puedo hacer, aunque cometa errores. Siempre aprendo de ellos.

La primera historia que me contó Ashok era sobre su tentativa de meterse en el campo de la mercadotecnia y el embrollo con la Imba, la Escuela de Administración y Gestión de Empresas, dirigida por el doctor Malhotra, de Delhi. La segunda historia era sobre su matrimonio, su ruptura con el pasado. Dijo:

—Finalmente entré en una agencia de publicidad, y me puse muy contento. Mi carrera empezó a enderezarse a partir de entonces. Maduré en mi trabajo; aprendí mucho sobre el mundo real de la mercadotecnia: fueron los cinco años más productivos de mi carrera.

»Pero al mismo tiempo sufrió alteraciones otro aspecto de mi vida. Yo pertenecía a una familia tradicional de brahmanes del sur de la India. Mi padre había viajado por todo el mundo, con distintos puestos, y acabó por establecerse en Calcuta. Y en la India recibí la educación de los colegios privados. Sin embargo, la actitud tradicional de la familia estaba tan arraigada que nunca pensé en salir con chicas, aunque tenía éxito y cantaba canciones pop y canciones clásicas indias. Esta faceta india clásica me la enseñaron en casa, un profesor particular: formaba parte de la educación tradicional.

»Varios amigos míos llevaban una intensa vida social, pero a mí no me parecía ni necesario ni deseable. Había otros chicos como ellos, que tenían novia, pero yo pensaba que aquello no era para mí. Supongo que estaba en lo más profundo de mi subconsciente, el casarme de la forma tradicional, el matrimonio concertado... hasta que asistí a una ceremonia de “inspección” de una chica con fines matrimoniales.

»Mi familia lo había organizado todo según la costumbre, con el intercambio de horóscopos. La chica vivía en Bangalore, y yo tuve que ir a verla allí. Había una auténtica muchedumbre, entre sus parientes y los míos. Nos dijeron que llegáramos al lugar de la cita, que habían elegido los padres de la chica, a cierta hora.

»Era por la tarde. En la ceremonia, todos teníamos que sentarnos en círculo. Solo me presentaron al padre de la chica, y nos sentamos en círculo en el vestíbulo. Ofrecieron comida dulce y salada. Y todo el mundo iba vestido para la ocasión. Las formalidades eran tan extrañas que yo no estaba seguro de quién era la chica. Había otras chicas de su familia, y a mí no me habían presentado a la chica en cuestión, y además el padre no paraba de hablar, preguntándome un montón de cosas: qué me gustaba, qué no me gustaba y así sucesivamente.

»Me sobresalté cuando encima se puso a hablar sobre los posibles sitios donde podía celebrarse la boda, y me resultó difícil responder con normalidad. El padre decía: “Yo preferiría que se celebrase en Solapur y no en Bangalore, porque tengo más comodidades en Solapur. ¿Qué te parece?”

»Y no podías decir ni bien ni mal. Si decías mal, habría sido una grosería. Si decías bien, habría sido absurdo. Así que me limité a una serie de medias voleas diplomáticas, y a sonreír débilmente. Me sentí aliviado cuando pasó la hora que estaba prevista. Cuando la gente me preguntaba qué pensaba, yo les decía que no lo sabía.

»Querían que tomara una decisión sobre una chica a la que ni siquiera me habían presentado y con la que no había cruzado ni media palabra. Simplemente, uno de mis familiares me había indicado con disimulo quién era. Esperaban que tomaras una decisión al final de la reunión.

»También me molestaba el hecho de que, al parecer, la chica no tuviera nada que decir en el asunto. Todo el mundo —las veinte o treinta personas que estaban allí— esperaba ansiosamente saber si yo había dado luz verde o no. En estas ocasiones, todo se sopesa en favor del chico, y la familia de la chica ocupa una posición de inferioridad.

»Al cabo de muchos años, ha ido cristalizándose una sensación de vergüenza alrededor de este recuerdo. Pero en aquel momento me sentía azorado, a pesar de que en la actualidad los chicos y chicas siguen casándose precisamente como yo decidí no hacerlo. En justicia, he de decir que no tienen elección. No es justo que yo le diga a nadie que siga mi ejemplo. Quizá si el asunto se hubiera tratado de otro modo me habría sentido menos azorado.

»Al final, mientras salíamos todos en tropel, despidiéndonos, comprendí —en un abrir y cerrar de ojos— que no quería pasar por aquello otra vez.

»Volvimos a nuestra casa. Me sentía confuso. En el coche íbamos mi hermano, su mujer, mi padre y yo. Yo guardaba silencio, y seguí en silencio durante todo el camino. Sabían que estaba triste. Me acerqué a casa de un amigo y me quedé allí hasta tarde. Estaba previsto que me marchara de Bangalore al día siguiente. Lo que me preocupaba era que mi familia había prometido a los padres de la chica que se pondrían en contacto con ellos precisamente al día siguiente.

»Más tarde, cuando regresé a casa aquella noche, mi padre y mi hermano me preguntaron qué había decidido: ¿quería casarme con la chica? Dije que no. Mi padre dijo: “No hay ningún problema. Buscaremos otra.”

»Le expliqué que no decía no porque no me gustara la cara de la chica: eso hubiera sido injusto, porque no había tenido ocasión de hablar con ella. Decía no al proceso, pero no a la chica. Y no quería volver a hablar del asunto.

»Mis mayores pensaron que el tiempo curaría las cosas, que era la primera vez y que la siguiente sería distinta.

»Yo estaba cada día menos comunicativo. Es una situación en la que padres e hijos no hablan abiertamente sobre estas cosas. Nadie te pregunta nunca tus opiniones sobre el matrimonio. Simplemente, un buen día aparece alguien con una propuesta.

»Y fue entonces cuando, espoleado por la idea de tener que pasar otra vez o muchas más veces por aquella ceremonia de inspección, poco a poco fui aferrándome al principio de decidir yo mismo con quién quería casarme.

»Había conocido a alguien, una ejecutiva de mercadotecnia. La mercadotecnia: siempre ha estado presente en mi vida. Pero esa chica pertenecía a otra comunidad. Me declaré. Los dos coincidimos en que podía ser factible. Nos conocíamos por el trato social; hablábamos la misma lengua; pero ella era de una comunidad distinta. Y cuando al fin les planteé el tema a mis padres, se opusieron, tal como yo me esperaba. Se metieron en una concha, se replegaron, como me había replegado yo tras la ceremonia de inspección en Bangalore. Costaba trabajo comunicarse con ellos, porque en una situación así había una lógica un tanto burda de su parte: en un asunto como aquel no valían los términos medios. Para ellos, yo iba a romper el vínculo de la familia con la historia, con la tradición, y no podían tener una visión del futuro. Para ellos, todo se ponía negro.

»También me sentía sometido a prueba porque la persona con la que quería casarme quería saber cómo reaccionaría ante las presiones. Así que para mí era muy importante resistir. Les dije a mis padres que no iba a cambiar de opinión, pero que tampoco tenía prisa, que tardaran todo el tiempo que necesitaran. Les resultó muy duro, pero poco a poco fueron cediendo. Les aconsejaron algunos miembros de la familia, y los amigos. Nuestra boda se celebró a lo grande, al estilo tradicional.

»En la actualidad estamos físicamente distanciados, en ciudades distintas, mi mujer y yo en Calcuta, mis padres en otro sitio. La distancia ha contribuido a que nos adaptemos los unos a los otros. Nos vemos de cuando en cuando, un par de veces al año, y tenemos una relación cordial. Mis hermanos y hermanas se han casado a la manera tradicional, y viven con mis padres en la misma ciudad. Pero no existe un gran afecto entre ellos. En mi opinión, el brahmán del sur de la India no es capaz de soltarse; todo está reprimido.

»Me convertí en un héroe entre las generaciones más jóvenes de la familia. Bastantes miembros de la familia han hecho lo mismo que yo. Y ahora no escandaliza tanto como antes. Pero también hay que reconocer —lo que mis padres sentían pero no sabían expresar, lo que les empujó a encerrarse en su concha— que se ha roto algo indefinible. Hemos sido brahmanes durante incontables generaciones.

Habían pasado unos quince años desde el fin de la rebelión naxalita, pero Debu —que ocupaba un cargo directivo en una gran empresa— aún esperaba una revolución nueva, auténtica. Debu había participado en la rebelión, en sus primeras etapas. Después, rompió ideológicamente con algunos elementos de la dirección y tuvo que esconderse de la policía y de sus antiguos compañeros. Podía delinear, de una forma precisa y convincente, cómo la revolución del amor y la compasión se había transformado en simple nihilismo, en gente que hablaba de la revolución y del poder campesino pero que nunca había desafiado realmente al estado, ni a los poderosos y los privilegiados, y que, por el contrario, se había centrado en los débiles y los desprotegidos. Pero Debu aún conservaba una cierta idea de que se podía empezar desde el principio, y empezar mejor. Dijo:

—La única diferencia —una diferencia muy grande— entre entonces y ahora es que en aquellos tiempos, a finales de los sesenta, yo pensaba que formaría parte de la revolución, y ahora sé que seré

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