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INDIA » 5. TRAS LA BATALLA

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testigo de ella. Un testigo que la apoyará. No creo que haya cambiado la necesidad de una revolución. —Y, pasando a hablar de su participación, expresó un pensamiento a medias—: Cuando has probado el sabor de la sangre...

Probar el sabor de la sangre: extraña metáfora.

Debu dijo:

—Organizar grandes masas de personas. —Y se refería a algo más: experimentar el amor que ofrecía la gente a quienes intentaban hacer algo por ellos—. Amor es una palabra trivial. No se puede describir lo que quiero decir: era algo que brotaba y llegaba hasta ti. Por aquel entonces yo pensaba que tenía algo que ver con la lealtad al partido. Ahora creo que el partido siempre es la persona. A eso me refiero con probar el sabor de la sangre: la gente te da mil veces más de lo que en última instancia puedas darle tú.

Debu había nacido a finales de los años treinta, en el seno de la clase media de Calcuta. Pero cuando era joven, su padre, un profesional, sufrió una grave enfermedad que duró varios años, y la familia quedó reducida a la pobreza. Los ayudaron los amigos, pero sus familiares los abandonaron.

Cuando iban de visita, algunos de aquellos familiares decían cosas como: «Cuando queráis vender esas sillas, decídnoslo. A lo mejor las compramos.» Las sillas eran algo real, no un simple tropo. Guando volví a ver a Debu y me llevó a su apartamento, muy grande, tras un pequeño recorrido por el centro de clase media de Calcuta y los clubs en otra época británicos, vi las sillas en su salón: bajas, anticuadas, sillas bengalíes de ébano o laca negra, un juego completo. Debían de recordarle a diario aquellos duros años de la enfermedad de su padre; a diario debían de reafirmarle en su desconfianza hacia la clase de la que procedía.

Había pensado durante tanto tiempo en aquellos años que la narración salió con facilidad, como una sencilla fábula, junto con la moraleja política que Debu extraía de ella. En la clase media bengalí había cuatro elementos, dijo: casta, educación, historia familiar y dinero. Su familia conservó los tres primeros al caer en desgracia, pero la falta de dinero la llevó al límite exterior de su clase.

No podía olvidar aquello. Incluso cuando las circunstancias mejoraron para su familia, él siguió siendo un «realizador», siempre con el ardiente deseo de destacar en el colegio y en la universidad. Incluso cuando jugaba al criquet —deporte en el que era bastante bueno— lo acompañaba esa pasión por realizar algo, por destacar en el colegio. Se autocastigaba. Dijo que durante seis años estuvo trabajando dieciséis horas al día. Finalmente, cuando contaba veintidós años, recibió su recompensa. Pasó a ocupar un puesto directivo en una de las empresas

boxualah, en una época en la que a ese mundo todavía le quedaban unos diez años en Calcuta.

Fue entonces cuando pudo mirar a su alrededor. Leyó un libro sobre el presidente Kennedy y decidió, junto con varios jóvenes contables, hacer labor social en los barrios de chabolas. El grupo tenía unas ideas políticas muy vagas; no tenía relación con ningún partido político. Su idea fundamental era la antigua idea bengalí de la patria, que Bengala le había dado al resto de la India: que la India tenía que ser un país del que poder sentirse orgulloso. Aquella idea había decaído en Bengala desde la independencia, dijo Debu.

—Entre mi clase aún se conserva, pero es una reliquia del pasado (se considera un anacronismo), y en la clase superior, la de los industriales y empresarios, existe más o menos como cantidad negativa.

La labor en los barrios de chabolas llegó a ser algo muy serio. Debu le dedicaba tres tardes y dos mañanas a la semana. Ya desconfiaba de su clase, la clase media. Empezó a ver, de cerca, las injusticias de la sociedad inferior. Vio la responsabilidad de las clases medias, y también la

cadena de la injusticia.

—Estaba el señor Tal y Cual, propietario de un barrio de chabolas. Hacía lo que hacía a las viudas de aquel barrio concreto por mediación de su agente, de clase media baja. El agente tenía a su vez a otros agentes entre la clase más baja del proletariado lumpen. Esa era la cadena. Si te deshacías del propietario, lo sustituía otra persona. La cadena continuaba.

Tras tres o cuatro años en la compañía, Debu se fue a Estados Unidos con una beca empresarial de un año. Como parte del trato, dio conferencias sobre la India. No esperaba que la experiencia le resultara tan humillante. Al final de cada conferencia, siempre había alguien que preguntaba: «¿Cómo es posible que se estén muriendo de hambre y pidiendo comida, si son ustedes tan importantes?» Y siempre había alguien que hacía una comparación vergonzosa entre la India y China.

Empezó a estudiar marxismo e historia de la India, y decidió que cuando volviera a Calcuta al final de aquel año, se afiliaría al partido comunista más radical. Era la época del Movimiento por la Comida, cuando la India sufrió la peor crisis de alimentos. La policía mató a tiros a sesenta personas en Bengala Occidental, y la gente comía «milo».

—Era un derivado de maíz que los norteamericanos daban a los cerdos y que habían enviado aquí por caridad. El gobierno de la India lo repartía en las tiendas de racionamiento entre los pobres de las aldeas. Yo estaba avergonzado y furioso. Para mí, no eran los

pobres quienes lo comían. Eran los indios y los bengalíes.

Se afilió al Partido Comunista (marxista) y empezó a trabajar en las aldeas. Vivía con los campesinos. Sobre todo hacía propaganda. También intentó acabar con la venta de arroz en el mercado negro. Sus compañeros y él lo hicieron impidiendo que el arroz saliese de las aldeas. También trataron de evitar el desahucio de los aparceros.

Debu empezó a subir en el partido. A la

badra-lok bengalí, la clase media, le encantaba todo lo extranjero, y Debu descubrió que ser una persona que había vuelto de fuera y que hablaba inglés le ayudaba a ascender en el Partido Comunista (marxista). Aquel hecho resultaba inquietante, pero era también la época en la que Debu empezó a vivir la experiencia, casi mística, de recibir el cariño de la gente. No ponía límites al tiempo que dedicaba a la causa, no ponía límites a los riesgos que estaba dispuesto a correr y, a cambio, la gente le daba su cariño.

—Personas a las que no conocía —campesinos, obreros—, ninguna de ellas me dijo jamás: «No puedes quedarte aquí. No podemos acoger a este amigo tuyo.»

Formó una comisión para combatir el revisionismo dentro del partido, pero después le decepcionó el grupo. Descubrió que en los niveles inferiores de la dirección había mucha corrupción, aunque de poca monta: la gente robaba pescado o arroz que habían recogido para el partido. Cuando se quejó ante una comisión de nivel superior, lo acusaron de ser agente de la CIA. Empezó a pensar que algunas personas estaban intentando echarlo del partido.

Pero también había empezado a escribir artículos sobre el movimiento campesino, y aquellos artículos despertaron interés en quienes más adelante crearían la facción naxalita del partido. Algunos se leyeron en Radio Pekín: para los naxalitas, tan

badra-lok como el que más en su amor a lo extranjero, supuso el máximo reconocimiento. Debu adquirió gran importancia en las reuniones de la facción. Cuando iba a Calcuta el dirigente del grupo, se alojaba en su casa.

—Entré a formar parte del movimiento empujado por la indignación que había sentido cuando estaba fuera ante la situación de la India. Y como la mayoría de los indios eran pobres y vivían en aldeas, mi indignación se centró en los pobres. Estaba convencido de que hacía falta un

derrocamiento y que debían hacerlo los pobres, puesto que mi clase y la clase por encima estaban podridas y de ellas no podía esperarse ni siquiera un inicio de redención. Y ahí es donde interviene el aspecto abstracto: el concepto de

derrocamiento procede del marxismo tal como lo interpretaron Lenin y, sobre todo, Mao. En aquella época había dos tipos de libros sobre Rusia y China. Por un lado estaban los guerreros fríos. Por el otro, los soñadores: Han Suyin, Félix Greene, Edgar Snow. Se rechazaba a los primeros. Eso lo digo ahora, retrospectivamente.

»Cuando comenzó el movimiento naxalita —con sus tentativas de informar a las masas y hacer que participasen—, era muy distinto de lo que habían hecho los demás partidos comunistas. Y he de decirle que yo empecé a creer que podía conseguirse, que podía ocurrir aquí. Fue la transformación del deseo en creencia.

»Los naxalitas no solo recurrían a citas de Marx, sino de Rabindranath, Vivekananda y Romain Rolland. En los carteles que pegaban en las paredes presentaban

hechos sobre la pobreza, las cantidades de alimentos existentes, la escala salarial. Se veía a la gente leyéndolos, e incluso los analfabetos los entendían cuando se los leía alguien. Y sobre todo, era el tema de no querer el poder, de mantenerse al margen del proceso electoral, que era una porquería, una cuestión de dinero y componendas.

»Y aquí empieza lo angustioso, para una persona como yo. Si vas a hacer algo grande, necesitas una organización grande. Para tener una organización grande, hace falta una estructura de mando. Y con una estructura de mando, hay luchas entre individuos por ocupar los puestos en esa organización de mando.

»En los partidos comunistas se libran las batallas internas con una tesis y un programa para la revolución, y también hay debates, al mismo tiempo que expulsiones y contraexpulsiones, hasta que queda al frente del mando supremo un grupo pequeño de personas o un individuo. Esto ocurre de distintas formas, según los países: brota de la tierra, de la cultura, de las tradiciones.

»En Bengala, nos influían profundamente varias cosas. Estaba la tradición

badra-lok de la que le he hablado, no en el sentido de que facilitara la caballerosidad en la lucha, sino en el sentido de que la

badra-lok es una casta superior e hindú, y tiene fijación con lo extranjero. La casta superior bengalí se rige por ciertas leyes de herencia que hacen de las guerras internas una forma de vida. Eso caracterizaba en gran medida nuestras acciones. Nos olvidábamos de los demás grupos políticos, incluso de los más radicales. Había una lucha encarnizada entre nosotros. Podría decirse que en esa lucha el pueblo era algo secundario. El grado de emotividad era enorme, y las peleas entre nosotros se producían con un encarnizamiento proporcional. No era en absoluto una guerra ideológica, abstracta. Era como un conflicto familiar con notas de violencia muy duras.

»Más adelante, hubo un cambio paralelo: la sanción de las muertes individuales. —Eso acompañaba a otras cosas, que Debu pasó a definir—. El secuestro de edificios escolares y universitarios, la destrucción de laboratorios y bibliotecas, pues se consideraba que el sistema educativo creaba enemigos del pueblo. El reescribir de nuestra historia. La destrucción de estatuas de personas como el rajá Ram Mohun Roy y Vivekananda. —Ram Mohun Roy, de cuyas enseñanzas habían surgido el Brahmo Samay y el Renacimiento bengalí que tanto dieron a la India y a la causa nacionalista, y que aún eran apreciados por personas como Chidananda Das Gupta. Vivekananda, el maestro religioso, de cuyos escritos aparecían citas en los primeros carteles de los naxalitas—. Se los consideraba personas que habían cedido ante el imperialismo y que habían servido a los intereses de los terratenientes y las clases por entonces dominantes. Con todo esto iba la consigna: “El presidente de China es nuestro presidente.”»

Etapa tras etapa abstracta, desde una preocupación burda, humillada, por los pobres y la India, hasta el suicidio cultural y económico, nuevas compulsiones y violaciones, y una causa muy alejada del hambre de los campesinos.

El dirigente de la facción naxalita se llamaba Charu Mazumdar. Debu lo conocía bien. Debu dijo:

—Yo asistí a la pequeña reunión de Calcuta en la que Charu Mazumdar desveló por primera vez esa política, la de matar individuos. Ya había hablado de ello en los pueblos, y había enviado cartas a unidades individuales. Era la primera vez que iba a hablar sobre el tema en Calcuta, y yo lo acompañé a la reunión.

»Era en el norte de la ciudad, en una casa de clase media baja. Recuerdo un corto pasillo y una habitación pequeña. El pasillo estaba lleno de zapatillas, las que habían dejado los que estaban sentados en el suelo de la habitación. Fue una reunión local, a últimas horas de la tarde.

»Yo admiraba enormemente a Charu Mazumdar por entonces, y sigo admirándolo. Era la persona más emotiva que había conocido en mi vida. Y creía de verdad en lo que decía. Tenía una enorme fe en los jóvenes y en lo nuevo. Quería de verdad a los campesinos,

mucho, mucho más que yo. Yo los quería de una forma distinta. El

creía en los campesinos indios. Sentía admiración por ellos.

»Su sentido de la historia india era realmente asombroso, de la esencia y la dinámica de la historia india. No era nada codicioso, en absoluto. No tenía sentido de la comodidad personal. En aquellos días, había muchos millares de personas dispuestas a dar su vida y a obedecer sus órdenes. Y había obtenido ese poder sin coacciones. La única organización que he conocido con el poder que él poseía es el ejército, y en el ejército hay muchas coacciones.

»Era un hombre delgado, bajo, con gafas. Llevaba unos cristales de mucha graduación. Por lo general iba vestido con camisa y

doti, o camisa de camuflaje y pantalones. Hablaba y se expresaba con gran claridad, algo que se duplicaba en sus movimientos. —Debu se refería a que los movimientos de Charu Mazumdar eran económicos y precisos, sin demasiados gestos—. Tenía un vigor tremendo, era de movimientos rápidos. ¡Y, Dios, qué bien sabía transmitir emociones!

»Jamás alzaba la voz, pero podía hablar con gran vehemencia. Y empezó a hablar en aquella pequeña habitación del norte de Calcuta. Había dos ventanas al fondo, y estaban las dos abiertas. Me fijé en las ventanas porque me preocupaba que hubiera gente escuchando fuera. En la habitación había muy pocas cosas. Recuerdo una mesa de madera sin pintar con montones de libros encima, y una radio. La radio era importante. ¿Sabe por qué? Era el vínculo con Radio Pekín. Todos los naxalitas daban una enorme importancia a la radio: “Ayer hablaron de nosotros en Radio Pekín”, y cosas así. Yo debo ser un poco raro. No he oído Radio Pekín más de dos veces en toda mi vida.

»También había un pequeño banco al fondo. Observé que nadie quería sentarse en él, a pesar de que la habitación estaba abarrotada. Pero al final había tal multitud que la gente tuvo que sentarse. Charu Mazumdar estaba sentado en el suelo, y por eso la gente era reacia a ocupar el banco: no querían estar a más altura que él.

»La gente fumaba. Por eso estaban abiertas las ventanas. Yo también fumaba. Todavía se respiraba una atmósfera de libertad y tranquilidad. Creo que trajeron té, pero no para todo el mundo: no podían dar a todos los que estaban en la habitación.

»Charu Mazumdar empezó refiriéndose a ciertos triunfos que había tenido el grupo en Bengala y en otras regiones del país. “Sé que estáis trabajando muy bien aquí. Y nos tienen miedo. Es de esperar que ataquen. Nuestra experiencia ha demostrado que matar opresores individuales contribuye a movilizar al pueblo, porque entonces el pueblo comprende que el opresor puede ser

destruido. Por eso acabo de poner en circulación esta carta.” Leyó en voz alta un texto escrito a mano. Era la carta que defendía las muertes individuales. Después pidió que se le hicieran preguntas.

»Me quedé anonadado. Pero creo que entonces entraron en juego mis raíces, como siempre ocurre. Me quedé anonadado, pero al mismo tiempo experimenté una gran emoción. Me emocioné al pensar: “¿Hemos encontrado el camino al fin?” No se me pasó por la cabeza poner en tela de juicio algo que se había presentado como un hecho: que el matar había despertado un entusiasmo tremendo entre los pobres.

»Me quedé anonadado por dos motivos. Uno, porque era algo muy próximo al asesinato. Pero lo racionalicé de la siguiente manera: no es asesinato, sino ejecución. Las muertes individuales se discutirían en el grupo y se llegaría a un acuerdo sobre ellas. El segundo motivo era que prácticamente todos los gurús del marxismo condenaban el terrorismo. Y aquello parecía terrorismo.

»Las preguntas que se plantearon eran del siguiente tipo: “¿Qué hacemos en las ciudades?” “¿Qué ocurre si un propietario es sustituido por otro opresor?” Se hicieron muchas preguntas de carácter táctico. Yo fui uno de los últimos en preguntar, y lo hice con mucha humildad, lo reconozco, porque, en comparación con los que estaban allí, yo pertenecía a una clase mal considerada, y los que estaban allí sentados tenían una actividad mucho mayor que la mía en la práctica. Planteé una pregunta sobre la condena de Mao y Lenin al terrorismo: ¿Cómo podíamos apoyarlo nosotros teóricamente?

»Charu Mazumdar nos contestó a todos. Muy pausado y convincente. Todos quedamos convencidos.

Le dije a Debu:

—Cuénteme algo más sobre él.

—Tenía unos cincuenta y ocho años. Con la piel arrugada, clara. Pertenecía a una familia de terratenientes del norte de Bengala, y su padre era médico, famoso y acomodado. Destacó en sus estudios. Lo arrastraron al movimiento

swadeshi —el movimiento nacionalista—, y de allí se pasó al movimiento campesino y se dio a conocer. Se afilió al Partido Comunista. Lo que hizo fue transformar un movimiento reformista militante (de protección

z los aparceros) en un incipiente movimiento revolucionario. Lo transformó al llegar a la conclusión de que la batalla debía librarse contra el

estado.

—¿No comprendió usted que era una locura?

—Por aquel entonces no pensaba que fuera una locura, y tampoco lo pienso ahora. Si hay una revolución, tiene que desafiar al estado.

»Aquella reunión de Calcuta duró tres horas. Para la exposición inicial, Charu Mazumdar estuvo hablando como una hora y quince minutos. La discusión duró como otra hora. Después, algunos grupos pequeños hablaron con él sobre sus problemas locales, y nos marchamos.

»Hasta aquel momento los naxalitas habían ocupado colegios, mutilado estatuas, etcétera. Incidentes aislados. Yo me oponía enérgicamente a esas cosas. Hasta abril de 1970, aproximadamente, Charu Mazumdar y otros me aseguraron que eran consecuencia de un exceso de entusiasmo. Ahora, retrospectivamente, recuerdo que los objetivos eran siempre los colegios rurales y de clase media baja. Nadie intentó ni acercarse a los colegios de élite.

»Cuando llegó aquella directriz, “El presidente de China es nuestro presidente”, me enfadé muchísimo, y fui a verlo. Le dije: “Si empiezan a venir los chinos, yo seré uno de los primeros que coja una pistola para detenerlos.” Guardó silencio sobre ese tema. Pero creo que la ecuación personal que habíamos empezado a establecer en 1968 (se alojaba en mi casa y teníamos largas conversaciones), esa ecuación se deshizo. Más adelante le escribí una carta. Era una carta larga, llena de soportes teóricos a cosas a las que me oponía. No contestó. Ya habían empezado a matar gente por entonces.

El partido estaba en la clandestinidad, y se cortó toda comunicación.

»Así fue como dejé el movimiento. Desde 1970 hasta 1972 estuve trabajando con una organización paralela. Nos dedicábamos sobre todo a hacer propaganda. La policía nos perseguía. Teníamos que ocultarnos de las dos partes.

»Mataron al primer policía en Calcuta, a principios de mayo de 1970, en un atentado con bombas. Después de mediada la década de los setenta, las acciones se generalizaron más. Mataban a guardias de tráfico, porque eran presas fáciles. Tuvo su parte graciosa. Se distribuyeron armas entre los guardias de tráfico. Como los naxalitas se las robaban, ellos se las aseguraban con cadenas. Al mismo tiempo comenzaron a matar a los delatores.

»Y cuando se empieza a matar a los

delatores, los problemas estallan de verdad. No puedes acudir a su clase: no puedes hacerlo porque tiene que estar en tu mismo ámbito para ser delator. Retrospectivamente, también en este caso veo que no se atacaron grandes objetivos, los grandes industriales o los grandes terratenientes.

»Y en el marxismo-leninismo surgieron más divisiones. Se marcharon otros grupos. En 1973, el marxismo-leninismo estaba dividido en veinte facciones. La policía y sus cuadrillas habían matado a varios millares de personas. En 1973, el movimiento —esa etapa del movimiento— estaba acabado.

»Yo dejé de esconderme en 1972. La policía sabía de mi ruptura con Charu Mazumdar. La última vez que me interrogaron a fondo fue en 1972. Tuve la gran suerte de que mi última detención fuera en abril de 1970, antes de que mataran al primer policía en Calcuta. Después pasé a la clandestinidad.

»Ahora no hago nada. Pienso que, en algunos aspectos, a nuestro país se le respeta y se le aprecia en el resto del mundo más que entonces. Hemos pasado de mendigar a pedir prestado. Me angustia la desigualdad entré ricos y pobres, me angustia la falta de patriotismo de los mercaderes del poder, el número de industrias que se están debilitando. Y me angustia el hecho de que quienes piden prestado suelen acabar mendigando.

Debu no me contó cómo acabó Charu Mazumdar. Me enteré por otra persona. Lo detuvieron en Calcuta en 1972 y murió poco después. Tenía asma, y cuando lo detuvieron llevaba un tubo de oxígeno. Debió de sufrir continuamente con la humedad y el calor de Bengala.

La primera historia que me contó Ashok era sobre su tentativa de meterse en el campo de la mercadotecnia. La segunda, sobre su matrimonio, su ruptura con el pasado. La última historia era sobre su vida en el campo de la publicidad y lo que pudo observar del mundo

boxualah de Calcuta, precisamente cuando ese mundo estaba a punto de desaparecer para dar paso al mundo empresarial más burdo, más rico, de la India tras la independencia. Ashok dijo:

—Mi primera experiencia con los

boxualah de Calcuta fue cuando, mientras hacía prácticas como ejecutivo de cuentas en una empresa de publicidad, asistí a mi primera reunión con clientes y me presentaron a un alto cargo del departamento de mercadotecnia de la empresa. Era un hombre corpulento y parecía jovial. Fumaba cigarrillos de importación y (era a mediados de mayo, que no es ninguna broma en Calcuta) llevaba traje. En su despacho había aire acondicionado. Daba la impresión de un hombre con un despacho todo elegante y una actitud despreocupada ante la vida.

»No parecía tener mucha prisa por abordar el asunto que nos traíamos entre manos. Hablamos de trivialidades sobre la vida en general, el campeonato de criquet, un poco sobre las maniobras políticas. Comentamos todo tipo de cosas desde las once o así hasta las doce o doce y cuarto. Entonces se produjo una larga pausa, y casi me dio pena que tuviéramos que dejar a un lado la conversación sobre generalidades.

»Mi jefe planteó el tema del negocio en cuestión, y lo despachó rápidamente. Yo me limitaba a observar; estaba haciendo las prácticas. El aspecto comercial del asunto se dio por terminado al cabo de un cuarto de hora. Eran las doce y media. Se aproximaba la hora del almuerzo. El cliente le preguntó a mi jefe si tenía algún compromiso para comer. Mi jefe dijo que no. El cliente dijo: “Quizá deberíamos hablar un poco más de negocios mientras comemos.”

»Mi jefe me ordenó que fuera corriendo a la oficina a buscar un abonaré por valor de quinientas rupias y que me reuniera con ellos en un hotel de cinco estrellas. El cliente no nos invitaba: no era costumbre que los clientes invitaran a comer al personal de las agencias publicitarias. Correría de nuestra cuenta. Yo debía de estar bastante alterado en aquellos momentos. Había oído muchas cosas sobre los agasajos a los clientes, pero por entonces yo no había organizado ninguno, ni había participado en ellos. Aquel día, el almuerzo empezó a la una menos cuarto y terminó a las tres y media. Todo el mundo estaba contento al final.

»Esta forma de hacer las cosas se prolongó hasta principios de los años setenta. Las grandes compañías monopolizaban en mayor o menor grado sus respectivos sectores. No tenían que vender. Se limitaban a asignar. Nunca había suficiente para cubrir la demanda.

»La situación ha cambiado. Ahora hay muchas más empresas que fabrican los productos, y tienen que luchar: por cubrir los volúmenes de producción, por situarlos en el mercado, por persuadir al cliente. Así que de repente ya no había sitio en las empresas para las personas que simplemente vestían bien, podían hablar con la mujer del jefe, sabían jugar una partida de golf y sujetar debidamente una copa. El país había empezado a crear escuelas empresariales. En gran medida, tenían tendencia a seguir los modelos norteamericanos, como sacados de un libro de texto, y eso les causaba problemas a las empresas. Pero al mismo tiempo, esos centros les permitían tener listas de candidatos. Reclutar gente de una escuela de gestión y administración de empresas se convirtió en un símbolo de posición social.

»Personas que en otros tiempos hubieran ascendido empezaron a perder pie, por carecer de la capacidad necesaria para mantenerse a la altura de su cargo. Mientras que antes las horas de oficina eran un agradable intervalo entre el apartamento de la empresa y el club, ahora, en mi compañía, si quiero subir, tengo que hacer sacrificios. Estar de viaje veinte días al mes, por ejemplo. Si se trata de una organización extendida por toda la India, a lo mejor tienes que viajar para supervisar lo que ocurre en el sector. También lo haces porque lo hacen tus colegas, y puede considerarse un signo de tu compromiso con la organización.

»En los viejos tiempos, si un ejecutivo iba a la boda de la nieta de un intermediario, pongamos por caso, el intermediario lo habría considerado un favor enorme, y le habría recompensado debidamente. Hoy en día, el ejecutivo va a esa boda para quedar bien con el intermediario. Así que ahora el asunto es completamente distinto. Esos intermediarios, la mayoría hablan hindi, y las antiguas cualidades sociales —hablar inglés, vestir bien, jugar al golf— ya no importan. Si estás viajando veinte días al mes y eres el jefe de ventas, pasas todos esos días en compañía de los intermediarios y del personal de las sucursales, y casi todas las noches se bebe muchísimo.

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