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INDIA » 5. TRAS LA BATALLA

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»No puedo decir que cuando empecé tuviera la menor idea de que la mercadotecnia sería lo que es ahora. Pero en mi empresa yo me dedico concretamente al aspecto publicitario, que me satisface por su creatividad. Las prendas sociales siguen siendo un buen complemento para un ejecutivo; puede darle lustre a su perfil. Pero las facultades que se le exigen realmente son las de un hombre de negocios emprendedor y duro, que es la clase de persona con la que tiene que tratar. En la empresa tiene que ser un comunicador con recursos, y cuando está en el tenducho de un intermediario tiene que emplear un lenguaje distinto. Probablemente le ofrecerán té en un vaso sucio y, sin embargo, es probable que ese intermediario gane infinitamente más dinero que él.

»Tradicionalmente, la red de intermediarios constituye una fuerza impresionante en la India. Son una raza aparte. Incluso puede que sean distintos de los de otros países. La gran mayoría de las personas que forman parte de esa comunidad carecen de educación, pero tienen un talento natural para ganar dinero. Les gusta ganar más y más dinero. Es un negocio familiar, que se transmite de una generación a otra. Se pasan el día en la tiendecita, desde las diez de la mañana hasta las diez de la noche, y no les importa lo más mínimo: es su vida. Les llega el dinero a raudales y lo incrementan continuamente invirtiéndolo en empresas cada vez más lucrativas. Y les encanta demostrar que tienen dinero. En sus casas puede haber candelabros y moqueta de pared a pared, algo totalmente innecesario, televisores en color de importación y cortinas y cojines de los colores más chillones que se pueda uno imaginar.

»Pero son personas importantes para las empresas. Por eso existen esas organizaciones tan complejas con personal preparado en escuelas de gestión empresarial que luego tienen que aprender a tratar con gente medio analfabeta, pero muy lista cuando se trata de asuntos de dinero. Nosotros los necesitamos más que ellos a nosotros, en este momento del desarrollo de nuestro país.

»La fuerza de la tienda o del “mostrador” de un intermediario —así se habla de ellos: Tal y Cual es un mostrador bueno o malo, o un mostrador fiable—le viene de que lleva, él o su familia, generaciones enteras en el negocio. Sabe lo que puede sacar al mercado.

»Los objetivos se trazan basándose en este criterio del “mostrador” para cada ciudad. Podemos decir de un intermediario: “Es un buen mostrador de televisores, hasta quinientos. A ver si consigo que venda doscientos de los míos.” Esa es la forma de pensar de un ejecutivo. Y cuando vuelve a la ciudad en la que tiene su sede, atontado de tanto beber y viajar, se va al ordenador y le mete toda la información. No se verá a ningún jefe de ventas que se precie sin sus tiras de Alka-Seltzer —todos tienen problemas de estómago— junto con la calculadora. Beben hasta las once o las doce de la noche, y se levantan a las ocho y media o las nueve, para enfrentarse al nuevo día.

»El

típico boxualah de la época anterior era un tipo de persona realmente superficial, a quien solo le interesaban las apariencias y la buena vida. Hoy en día ocurre justo lo contrario. Profesionalmente, el ejecutivo actual es superior a su equivalente de hace quince años, pero se retrasa en su desarrollo como ser humano. Cada día se parece más a un autómata. Tiene poco tiempo material para pensar en otra cosa que no sean los objetivos de ventas y cobros del mes.

»Si hubiera sabido que la mercadotecnia iba a ser así, probablemente no habría querido meterme en esto cuando era joven. He rechazado ofertas de la empresa para ocupar puestos de venta directa. No quiero pagar semejante precio. Prefiero seguir en el ámbito de la publicidad. Y no tengo que hacer las otras cosas que tienen que hacer los ejecutivos de ventas, como ir al aeropuerto a recoger a este jefe y a aquel, llevarlos a casa y pasar la tarde con ellos. No tengo que hacer nada de eso.

»La vida es dura hoy en día para el ejecutivo, y la ciudad de Calcuta aumenta las presiones, porque ofrece muy poco a cambio a una persona que realiza tantos esfuerzos. Después de una jornada laboral difícil, puedes verte colgado en un coche durante horas y horas, y cuando llegas a casa resulta que no hay electricidad. Hay generadores, pero hacen un estruendo terrible y son muy limitados. Aparte de ir a uno de los clubes de Calcuta, si tiene la suerte de ser miembro, un ejecutivo tiene pocos sitios a los que ir. No puede salir a pasear porque no lo permiten ni las aceras ni las carreteras. Los parques están abarrotados. La mayoría de esos parques están plagados de hombres y mujeres jóvenes y ricos con coche que ponen los aparatos de música a todo volumen y se pasan la noche comiendo —comida-basura de los puestos ambulantes— y tirando los desperdicios por todas partes.

»La infraestructura de la ciudad se está desmoronando. La red de alcantarillado quizá sea la peor del mundo. Durante el monzón, quedan anegadas zonas importantes de la ciudad, hasta setenta y dos horas seguidas. Un año, no llegaron a drenar el agua. Empezaron a aparecer cadáveres de animales, y temimos que hubiese una epidemia.

»El único sector que parece prosperar en Calcuta son los marwaris. Vinieron de varias regiones del Rajastán hace doscientos años. Prosperan gracias a la compraventa. Para esto eran muy buenos, y siguen siéndolo. Nunca se han distinguido en lo cultural ni lo técnico. Y fueron creciendo como comunidad. Han sido los únicos, en los últimos quince o veinte años, que han podido comprar terreno en las zonas elegantes donde antes solo vivían los bengalíes ricos o los ejecutivos expatriados. Han participado en la explosión de la compra de terrenos. Hoy en día, en esas zonas están construyendo edificios de muchas plantas —otro clavo en el ataúd de la ciudad: más coches, más problemas de saneamiento, etcétera—, y los marwaris ocupan la mayoría de los apartamentos.

»Hay otro aspecto: que algunos de los marwaris muy ricos no paran de adquirir empresas en cuanto compran suficientes acciones para hacerse con el control. Y por eso, muchas de las antiguas empresas están en manos de los marwaris. La mayoría de ellos no mantienen estas empresas ni invierten en ellas. Dejan alegremente que se debiliten cada vez más. También es cierto que, en la época anterior, los británicos no se preocupaban mucho por el crecimiento. Lo que más les interesaba era repatriar cierta cantidad de beneficios en moneda extranjera a la empresa central, y la mayoría de los directores gerentes venían aquí para un período de tiempo corto, de tres a cinco años.

»En el otro extremo del espectro están los sindicatos de bandera roja, jugando constantemente como el ratón y el gato con la patronal. Los dirigentes sindicales no trabajan en nada. Los sindicatos representan en última instancia al auténtico bengalí: es indolente, no tiene ganas de trabajar, pero quiere algo a cambio de nada, y protege su dignidad a toda costa. Desprecia en público al comerciante maruari, pero él no es capaz de trabajar en eso.

»Hacemos muchos esfuerzos. Nos dan un cheque mensual con nuestro sueldo. Y las personas como nosotros, que no somos hombres de negocios, pensamos que la ciudad donde vivimos debe ofrecernos algo a cambio. Al final de la jornada laboral, necesitamos algo más que la perspectiva de volver a casa sin más. No se puede ir a una sala de cine, porque la mayoría tienen una instalación de sonido muy mala y el aire acondicionado prácticamente no funciona: no lo renuevan. Yo llevo sin ir al cine en Calcuta unos cinco o seis años.

»Le he contado que de joven estaba deseando abrirme paso en el mundo de la mercadotecnia. Lo he hecho, y puedo decir que me ha ido bien profesionalmente. Pero la profesión no es como yo creía, y pienso que a quienes estamos en Calcuta a medio camino entre los marwaris y los marxistas de los sindicatos —la clase de los ejecutivos, que antes era un sector influyente en la ciudad— nos están estrujando y poco a poco acabarán por borrarnos del mapa.

»El hecho es que los problemas de Calcuta tienen tal magnitud que no pueden soportarse. Mi mujer y yo creemos que no veremos ninguna mejora en lo que nos queda de vida. Pensamos que deberíamos probar suerte en otro sitio y decir adiós a Calcuta.

También mi estancia en Calcuta había sido dura. La primera vez que vine, en 1962, y tras los primeros días de tensión, me adapté a su vida de gran ciudad; tenía la sensación de estar en una verdadera metrópoli, con los estímulos sociales y culturales de un lugar así. Aún se mantenía algo de esa vida. Pero en esta ocasión me sentía abrumado por mi propia desdicha, por el sabor del agua, que corrompía el té y el café, y también la comida, por los humos parduzcos de coches y autobuses, por las carreteras levantadas y las aceras resquebrajadas, la suciedad, las multitudes, y no podía aceptar lo que decían algunas personas a modo de consuelo, que en un país tan pobre como la India el lado estético de las cosas no importaba.

Yo pensaba lo contrario. En los países ricos, donde la gente puede crearse un entorno doméstico medianamente agradable, quizá pudiera soportarse la miseria pública. En la India, donde la mayoría de las personas vivían en una situación de pobreza, la combinación de la miseria privada y la miseria omnipresente del exterior embrutecía. Debía de dar a la gente no solo una idea muy reducida de sus necesidades —aire, agua, espacio para estirarse—, sino también una idea muy reducida de sus posibilidades como hacedores o realizadores. Sin duda, había que atribuir a esa idea tan reducida de las necesidades y las posibilidades humanas la tosquedad de los productos industriales indios, la fealdad y la insuficiencia de gran parte de la arquitectura de la época posterior a la independencia, los autobuses y coches humeantes, las calles manchadas de sustancias químicas, las fábricas humeantes.

«Aquí

sufre todo el mundo», dijo un famoso actor una noche en el transcurso de una cena. Y esa sencilla palabra, que corroboraba lo que había dicho Ashok, fue como una iluminación.

Durante años y años, e incluso en la época de mi primera visita, en 1962, se decía que Calcuta estaba muriendo, que el puerto se estaba obstruyendo con los sedimentos, que estaba decayendo su anticuada industria. Pero Calcuta no había muerto. No había hecho gran cosa, pero había continuado, y empezó a parecer que la profecía era exagerada. Pensé que tal vez sea eso lo que sucede cuando mueren las ciudades. No mueren de golpe; no mueren únicamente cuando las abandonan. Quizá mueran así: cuando todo el mundo sufre, cuando el transporte es tan difícil que los trabajadores renuncian a empleos que necesitan por temor a los sufrimientos del viaje; cuando nadie tiene agua ni aire limpios ni puede pasear. Quizá las ciudades mueren cuando pierden las comodidades que proporcionan, el estímulo visual, la sensación de que se intensifica el potencial humano, y se convierten simplemente en lugares con demasiada gente, y con gente que sufre.

Calcuta había tenido un gobierno marxista o de izquierdas durante años, y me dijeron que después el dinero empezó a ir al campo, que los padecimientos de Calcuta formaban parte de un plan más humano de los marxistas. Pero las cosas son frecuentemente como parecen, y esta es posiblemente una de las formas de morir de las ciudades: cuando los gobiernos son dogmáticos o estúpidos, y matan allí donde no pueden crear, cuando el pueblo y los gobiernos conspiran para espantar el dinero y la vida que necesitan, cuando, con otra inversión, la poesía de la revolución se convierte en su propia intoxicación y el marxismo en el opio del pueblo ocioso.

Cuando una ciudad muere, quizá persista el fantasma de su antigua vida económica. Así, en Calcuta se obtiene el control de viejas empresas con nombres famosos, se divide su capital, y se invierte en bienes raíces, porque la gente siempre tiene que vivir en alguna parte, y se produce un espejismo de vida económica. Cada pocos días, en otro espejismo de actividad, hay una manifestación política, y unos jóvenes ociosos, taciturnos y de aspecto virtuoso, llevan las banderas rojas y las consignas por entre la miseria de las calles, que se autoperpetúa, y el dinero, la ambición y la creatividad van a parar a otras partes de la India. Sin el resto de la India como receptora de la tensión, la muerte de Calcuta podría mostrarse más claramente, y Bengala quizá como otra Bangladesh: demasiada gente, demasiado poco saneamiento, demasiado poco poder.

Detrás del hotel había un mercado: miré su tejado bajo, ancho. En los alféizares de las ventanas del hotel se habían posado águilas ratoneras, y esperaban. Los alféizares estaban negros por la acumulación del polvo arrastrado por el viento y la mugre de los humos parduscos de los automóviles. El estilo del edificio enfrente del mercado, de ladrillo rojo y construcción británica —la precisión, la simetría, la elegancia, la reflexión, la confianza, la remisión a la ornamentación clásica— desentonaba extrañamente con la vida de la calle y parecía de una época muerta.

El asfalto de la calle combada, de aspecto pegajoso, se extendía entre anchos remolinos desiguales de polvo que en la cuneta se había convertido en tierra al endurecerse; las calles solo se regaban con el monzón. La acera junto al mercado, antaño pavimentada, estaba despedazada y en algunos trechos mezclada con la tierra de la cuneta. La gente realizaba tareas insignificantes. Había hombres que tiraban de

rickshaws. En 1962 ofendía verlo, pero decían que los pobres necesitaban trabajo. Al cabo de veintisiete años, los

rickshaws seguían allí. Decían lo mismo sobre el trabajo para los pobres; pero daba la impresión de que a los habitantes de Calcuta, con sus reducidas ideas sobre las necesidades y las posibilidades humanas, les encantaba el

rickshaw de tracción humana como medio de transporte, y muchos de aquellos vehículos parecían nuevos y bien cuidados, no cosas a punto de desecharse. Tareas insignificantes: pasó un hombre con una flexible plancha de madera contrachapada, bailoteándole sobre la cabeza. Otras personas circulaban totalmente serias con cargas minúsculas en la cabeza, a cambio de una remuneración sin duda muy pequeña.

En días importantes aparecían grandes cestos circulares con pollos blancos atados, y dos o tres hombres que cogían distraídamente los pollos de un cesto y los echaban a otro. Al cabo de un rato te dabas cuenta de que en el cesto del que cogían los pollos había mucho movimiento y el cesto en el que los echaban estaba inmóvil. Y veías que el gesto de arrojar los pollos iba acompañado por otro, el de retorcer el cuello de las aves: dos tareas combinadas en un solo gesto, leve, circular.

Después se vio a un hombre con su pequeño cargamento de pollos blancos, muertos: las aves, artísticamente dispuestas, formando una gran bola de plumas, colgaban del manillar de su vieja bicicleta; las plumas de los rígidos pollos muertos colgaban por el otro lado, más castañoamarillentas que blancas, con las rígidas garras y patas de color castaño como radios en la pelota plumosa, como palos en un caramelo. El hombre tuvo dificultades a la hora de colocar la carga en la bicicleta. Cuando intentó montar y empezar a pedalear, los pollos le estorbaban entre las rodillas.

Al final del día llegó un pequeño camión verde, y apilaron los anchos cestos circulares, ya vacíos, en dos montones. Cuando se fue el camión, solo quedaron —en aquella ciudad en la que raramente se recogía la basura— unas cuantas plumas blancas diseminadas por el polvo de la calle resquebrajada y obstruida.

Los británicos estuvieron mucho tiempo en Calcuta. Podría decirse que la cultura anglobengalí —de la que nació la India moderna— es tan antigua como Estados Unidos. El rajá Ram Mohun Roy, primer exponente de esa cultura, nació en 1772, cuatro años antes de la Declaración de Independencia. Existe una línea directa que va desde Ram Mohun Roy hasta Rabindranath Tagore, a quien vio Chidananda Das Gupta en 1940, la primera vez que fue a la universidad de Tagore en Shantiniketan.

En aquella visita, Chidananda oyó hablar a Tagore, por entonces con casi ochenta años de edad, sobre

La crisis de la civilización, en el templo de Shantiniketan. En aquella charla —muy famosa, publicada unos meses después de que la oyera Chidananda—, Tagore dijo que siempre había creído que «las fuentes de la civilización» brotarían del «corazón de Europa». Después, con la guerra y el cercano desastre, ya no hubiera podido mantener esa fe. Pero no podía perder su fe en el hombre; eso hubiera sido un pecado. Vivió con la esperanza de que el amanecer apareciese por Oriente, por «donde sale el sol», y que el salvador naciese «entre nosotros, en esta barraca humillada por la pobreza que es la India».

Fue el melancólico adiós al mundo de un anciano. Al cabo de cinco años terminó la guerra. Europa empezó a restablecerse; en la segunda mitad del siglo, Europa y Occidente serían más fuertes, más creativos y más influyentes que nunca. La catástrofe que Tagore no previo fue la catástrofe que recaería sobre Calcuta.

Las matanzas hindomusulmanas ocurrieron en 1946. Señalaron el principio del fin de la ciudad. Al año siguiente, la India era independiente, pero estaba fraccionada. Bengala se dividió. Llegó una nutrida población de refugiados hindúes que acampó en Calcuta; y Calcuta, sin una centésima parte de la elasticidad de Europa, nunca llegó a recuperarse de verdad. En el futuro aguardaban ciertas cosas importantes —sobre todo el cine de Satyajit Ray—, pero había concluido la gran época de la ciudad, la vida intelectual. Y podía parecer que la ciudad de construcción británica —aún con su fantasmal grandeza nocturna— empezó a morir cuando se marcharon los británicos.

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