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INDIA » 6. EL FINAL DE TRAYECTO

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Una de las pocas películas de Satyajit Ray que se desarrolla fuera de Bengala es

Los jugadores de ajedrez. Se trata de una película histórica sobre la anexión británica del reino de Oude hacia 1850. Oude era una de las provincias del Imperio mogol, y a mediados del siglo xviii se convirtió en uno de los estados sucesores de aquel imperio. La ciudad de Lucknow era la capital de Oude, y el escenario de la película de Ray: una obra sutil, que examina los acontecimientos de la quinta década del siglo xix tal como podrían haberlos visto las gentes de la época. Es algo más que una interpretación del imperialismo británico en el siglo pasado. También reflexiona —con tolerancia, melancolía y humor— sobre la decadencia, la ceguera o la impotencia de la cultura musulmana decimonónica en la India al término de sus posibilidades: mientras los gobernantes juegan al ajedrez y se ocupan de asuntos insignificantes, su territorio (y las gentes de su territorio) caen bajo el dominio extranjero.

La anexión británica de Oude fue uno de los elementos que desembocaron en el Motín Indio de 1857. En la época colonial, y después, durante cierto lapso de tiempo, algunos llamaron a este acontecimiento la Primera Guerra de la Independencia India; pero era una visión del siglo xx, un lenguaje del siglo xx, y una especie de mimetismo, el empeño por conferir a la vieja India el dinamismo socialista que encontraron los rusos en su propia historia. El motín fue el último estallido del ímpetu musulmán en la India hasta los altercados, unos ochenta años más tarde, en defensa de un estado musulmán independiente en Pakistán.

Lucknow supuso el final de trayecto para la India musulmana. La ciudad es la capital del estado de Utar Pradesh, el mayor de la Unión India. En su centro histórico es como un cementerio de los tiempos de los nabab de Oude, plagado de ruinas de la guerra. La ciudad fue bombardeada y disputada durante el motín; después, los británicos conservaron las ruinas a modo de monumento conmemorativo y las legaron a la India independiente.

El pabellón de caza de los nabab, Dilkusha, «Deleite del Corazón», no tiene tejado. Ha desaparecido gran parte de la argamasa, y las capas de delgados ladrillos que constituyen el soporte de los muros están al descubierto. Era un sistema de construcción local; pero el estilo del pabellón —suntuoso— y lo que queda de las cuadras es de inspiración europea: los nabab de Oude contrataron a europeos para numerosas tareas. Incluso en ruinas, el pabellón de caza sigue encajando extraordinariamente bien con el clima. Ponerse a la sombra de sus gruesos muros, aun en un día radiante y caluroso, es sentirse fresco y relajado. El clima —que en cualquier otro lugar de Lucknow, entre el cemento y el cristal, parece completamente hostil— allí, a poca distancia, es bastante benigno, casi perfecto: seguramente, lo mismo que debieron de pensar quienes trazaron los planos del pabellón. Entre esos viejos muros desmoronados, incluso el clima de Lucknow puede considerarse como un elemento del lujo reinante en los tiempos de los nabab.

Hay unas ruinas más extensas, con un estilo semejante: las de la Residencia. El residente británico, en principio un embajador o delegado, pasó a ser con el tiempo el verdadero gobernante de Oude, y los nabab construyeron la Residencia, en el transcurso de varias décadas, para aquel poderoso personaje. Era un poblado, una pequeña ciudad, no un solo edificio. Fue donde, al comenzar el motín, reunieron a los británicos de la zona, con sirvientes indios y soldados también indios leales a su causa (o temerosos de la causa de los amotinados). En la Residencia había tres mil personas en total, que sufrieron el asedio de los amotinados durante tres meses. Cuando se levantó el asedio, habían muerto dos mil. Habían enterrado a los británicos que se contaban entre ellas en una esquina de la Residencia; más adelante se erigieron hermosas tumbas en su memoria en aquella esquina.

Y al igual que las ruinas del pabellón de caza quedaron como recordatorio del eclipse del poder de los nabab en Oude, se conservaron los deteriorados edificios de la Residencia asediada como monumento al valor británico. El pabellón de caza —volado tras la victoria por las tropas británicas de relevo (principalmente escoceses y sijs)— era lo que se encontraba en estado más ruinoso. Los edificios de la Residencia presentaban numerosas hendiduras pequeñas causadas por balas de rifle, y algunas incisiones de mayor tamaño producidas por balas de cañón no explosivas. Quizá fracasara el asedio porque los amotinados no tenían las armas adecuadas. Tanto el pabellón de caza como los edificios de la Residencia mostraban, por debajo del yeso, los delgados ladrillos planos de Lucknow que constituían su soporte.

La Residencia era uno de los monumentos famosos del Raj británico. Ahora, tras la retirada de la India y las guerras de este siglo, apenas tiene cabida en la memoria de los británicos; pero sigue siendo importante en la historia india. La India independiente heredó el monumento, y lo ha conservado. La Residencia es ahora un parque público, con árboles, flores y senderos entre los edificios deteriorados por la intemperie y por las balas.

Rashid, que era de una antigua familia musulmana de Lucknow, paseó conmigo por la Residencia el último día de mi estancia en Lucknow. Al principio mantuvo una actitud neutral, hablando de historia, satisfecho de enseñarme las vistas famosas de la famosa ciudad, y satisfecho también de mostrarme que en .Lucknow (al contrario que en otras ciudades indias) aún quedaban sitios para pasear; pero en el edificio del museo, con las bandejas en que se exhibían las lastimosas balas de cañón de los amotinados y otras reliquias imperiales cuidadosamente conservadas, sus deslustrados grabados y fotografías de rótulos desdibujados, el estado de ánimo de Rashid cambió por completo. Estallaron sus sentimientos de musulmán; se alteró por lo ocurrido hacía ciento treinta años, lleno de rabia por el poder del residente británico y las humillaciones de los nabab, lleno de rabia y dolor por el asedio que fracasó, la oportunidad de una victoria musulmana que, aunque tan próxima, se malogró. Dijo: «¡Hijos de puta! ¡Hijos de puta!» Y no se refería a los asediantes sino a los asediados: su heroísmo, la angustiosa situación de todos, las huidas felices y las crueles muertes, objeto de la exposición del museo.

No lejos de allí, y visible desde las ruinas de la Residencia, había una columna de mármol blanco con una ondulación en el extremo superior, símbolo de la llama de la libertad. Había erigido aquel monumento la India independiente, para contrarrestar el monumento del Imperio británico a sí mismo. Era algo demasiado endeble y burdo en comparación con los edificios de la Residencia, reales, con las marcas de las balas, e históricamente inválido: el movimiento de independencia indio no surgió del motín.

A Rashid no le hubiera servido de consuelo ningún monumento de la India independiente, porque, desde su punto de vista, la independencia —noventa años después del asedio de la Residencia— había acompañado a otra derrota musulmana. La independencia llegó con la partición del subcontinente entre la India y las dos alas de Pakistán, de modo que los musulmanes de la India indivisa se encontraron bajo tres techos, como decía Rashid.

Muchos musulmanes de clase media de Lucknow emigraron a Pakistán Occidental. La cultura musulmana por la que era conocida Lucknow —la lengua, las costumbres, la música, la comida— desapareció. Allí donde antes prevalecían los musulmanes, solo quedaba, tras trescientos años de lo que podía considerarse como una constante decadencia, la vida agobiante, de reclusión y anulación, en el gueto musulmán de la ciudad antigua. Había otros musulmanes, de clase media, como Rashid, y también de clase alta, algunos con antepasados principescos; pero el rasgo dominante de la Lucknow musulmana era esa vida del gueto, donde la gente estaba mal preparada y era vulnerable, retraída y susceptible.

Lucknow aún conservaba algo de su antigua leyenda, de su halo musulmán, la primera vez que fui allí, en 1962. Ciertas frivolidades parecían evocar el pasado. Lanzaban cometas; hacían juguetes especiales; fabricaban perfumes especiales (como uno de arcilla, que desprendía el olor de la lluvia del monzón al caer sobre la tierra reseca), con aceite de sándalo para no quebrantar la ley religiosa de los musulmanes. Aunque ya no había chicas que cantaran, las mamparas de intrincada factura en los pisos superiores de los edificios del

chowk, el barrio del bazar, parecían hablar (como el retrato al óleo de una nabab del siglo xix, desnudando un redondo seno) de las licencias de la antigua Lucknow.

Ya no había leyenda. La comunidad musulmana de clase alta, centro mismo de la leyenda, se había reducido, mientras que la población de toda la ciudad se había duplicado o triplicado. El mísero cemento de la postindependencia se extendió por todas partes; ciertas calles eran infernales. La ciudad de los nabab se había convertido en una ciudad administrativa, dijo Rashid, en una ciudad de distrito: un pueblo

mofusil de la India.

El hotel, parte de la nueva ciudad de cemento, era como una parodia de un hotel de cinco estrellas. Tenía su logotipo. En las habitaciones había diversas tarjetas, que ofrecían esto y lo otro, con una lista de servicios y petición de sugerencias y comentarios. Colgados del pomo de las puertas había menús de desayuno, muy difíciles de rellenar de una manera racional. Había de todo. Habían tomado lo mejor de todos los hoteles desde el punto de vista formal; pero el servicio brillaba por su ausencia. La luz del «No molesten» no funcionaba. El teléfono era poco más que un juguete, que a veces emitía una voz débil, cavernosa, a duras penas descifrable. Tal vez a consecuencia de un lavado con una lejía muy potente, las toallas se habían quedado de un pálido azul fosforescente, con una capa de pelusilla delgada pero áspera. La pantalla de la lámpara estaba rota; las luces eran tenues y había que forzar la vista. La mitad de la pared que daba al oeste era de cristal. Incluso entonces, y era solo primavera, resultaba sofocante por las tardes, y había que coger el picaporte de la ventana, de metal ligero (y tan ligero: daba la impresión de que el picaporte iba a doblársete entre los dedos), y abrir, para que entrase mucho más aire caliente, junto con el rugido de los vehículos, los cláxones y las bocinas.

Pero, milagrosamente, desde aquella ventana se contemplaba una vista que te devolvía al pasado, que producía la ilusión de estar ante el modelo de una de las grandes vistas pintadas por Thomas y William Daniell en la India de finales del siglo xviii, publicadas posteriormente en Londres como aguatintas. El panorama era del río Gumti —o del cauce más bajo, caudaloso, plácido, no muy ancho— entre sus orillas leonadas y de un verde polvoriento.

En muchos casos, las vistas se tomaron con ayuda de la cámara oscura, y pueden sugerir distancias enormes; de cerca, un aguatinta india de los Daniell está llena de detalles exactos, llena de figuras humanas, algunas muy pequeñas. Había esa clase de distancia, esa clase de minucioso abarrotamiento, en la vista del río Gumti que se dominaba desde la habitación del hotel.

Por la parte alta de la orilla derecha había un sendero, y por toda su extensión caminaban unas figuras, figuras pequeñas, diferenciadas; los colores de sus ropas no se apreciaban fácilmente a esa distancia. Los árboles detrás del sendero ocultaban las calles residenciales a ese lado de la orilla. Más en primer plano, por encima del cauce inferior del río, pero muy por debajo del sendero de la orilla derecha por donde caminaba gente, había un saliente, irregular, sin árboles. A la izquierda, bastante lejos, unos búfalos negros, motitas negras, móviles, daban un toque agreste de África o América a aquel saliente del río. A la derecha, y más cerca, los lavanderas ponían a secar por la mañana las sábanas y la ropa lavadas. En medio del saliente, al borde de la corriente, había cabañas muy separadas entre sí, con paredes pintadas al temple, rosas o blancas, algunas con publicidad en hindi: cabañas de una sola habitación con techos inclinados que se reflejaban en el agua tersa. Las cabañas pertenecían a clubes de natación. Los fines de semana, los chicos nadaban en el río, manteniéndose cerca de la orilla y las cabañas.

En la orilla izquierda, justo debajo del hotel, había templos hindúes. A lo lejos, en la misma orilla, estaban los minaretes de la antigua Lucknow, recordatorios de las mezquitas e

imambaras en las que, en 1962, busqué el esplendor de la vieja Lucknow. Más abajo, ocultos por los árboles, estaban los callejones del

chowk o bazar, que en 1962 aún conservaban un toque de

Las mil y una noches, pero que en este momento, dijo Rashid, mostraban la tragedia definitiva de la ciudad musulmana a quien supiera mirar.

Yo fui a mirar una mañana con él. Había tales multitudes, talas estrecheces y repeticiones en los callejones, que el visitante podría haber considerado la zona como expresión de una sola cultura, y haber pasado por alto las diferencias que veía Rashid.

Las casetas o tiendas, como en el habitual bazar indio, eran angostas cajitas, abiertas por todos lados al callejón o carretera, y situadas unas junto a otras, sin apenas un hueco entre medias. El suelo estaba a unos centímetros de la acera. A las cunetas iban a parar el agua y los residuos de los sumideros que discurrían entre las casetas o por debajo de ellas. Aquellas aguas residuales no desembocaban en un sumidero mayor, dijo Rashid. Se quedaban allí, en la cuneta, y se evaporaban.

Todas las casetas y tiendas tenían cierres metálicos; cada tienda, con su casa contigua, estaba construida como una fortaleza, para los días de disturbios. De vez en cuando, allí donde hubiera debido haber una tienda, había una morrena de escombros, como si —a consecuencia de los años, la fragilidad o la putrefacción— la tienda y la casa compañera se hubieran caído hacia adentro, en una pequeña demostración de cómo puede elevarse el nivel del suelo de las ciudades, sedimento sobre sedimento.

¿Siempre había habido un bazar allí? ¿Se podía pensar en alguna época en la que aquel lugar hubiera sido un paraje desnudo, un solar? Rashid y yo traspasamos una puerta ceremonial, un arco, llamada como el gran emperador mogol Akbar, que reinó desde 1556 hasta 1605. Quizá la puerta hubiera sido construida, a finales del siglo xvi, para dejar constancia de una visita del emperador, así que el trazado del bazar sería por entonces (en la época de Shakespeare) el mismo que ahora. Se vislumbraba un pasado más reciente —el siglo xviii o el xix— en los pequeños ladrillos planos de Lucknow que se veían bajo el yeso rajado de algunos edificios antiguos. Los ladrillos estaban dispuestos siguiendo unas líneas que reflejaban las de la estructura —en los arcos, por ejemplo, estaban dispuestos en forma de arcos concéntricos—, de modo que parecían una demostración del funcionamiento de las limaduras de hierro que siguen las líneas de la fuerza magnética alrededor de un imán.

El bazar exterior era una mezcla. Los tenderos eran hindúes; los artesanos, musulmanes. Ambos grupos tenían su historia y unas tradiciones propias. Los artesanos desempeñaban trabajos sencillos. Batían delgadas tiras de plata hasta reducirlas a hojas o láminas muy delgadas, que se desmenuzaban fácilmente. Confeccionaban zapatos baratos; hacían un tipo de bordado local llamado

chikan; hacían bordados con cuentas. Los tenderos, hindúes, pertenecían a la casta de mercaderes de Utar Pradesh, o eran

khatris del Punjab que llegaron a la región hace unos doscientos o trescientos años y se instalaron allí como prestamistas y comerciantes.

Una de cada cinco tiendas abastecía de productos a otros establecimientos más grandes de la misma zona: hilos para los bordados

chikan, lentejuelas doradas y plateadas para las piezas de brocado, moldes de imprenta de madera para estampar dibujos en las piezas de

chikan, libros apaisados, muy anchos, que se empleaban para la contabilidad al estilo indio, con una sola partida. Algunas tiendas vendían cometas: Lucknow conservaba la tradición de las cometas. Algunas tiendas vendían útiles de orfebrería; otras, flores frescas, para los hindúes que las llevaban al templo. Según dijo Rashid, por lo general, las tiendas del bazar exterior vendían artículos básicos, cotidianos, relacionados con las formas de vida tradicionales, hindúes y musulmanas.

Unos chicos muy pequeños, sentados con las piernas cruzadas en el suelo de las estrechas casetas, delante, por encima de la cuneta, colocaban en cajas las agujas que empleaban en los establecimientos más grandes para confeccionar brocados. Esas agujas se parecían a los recambios de plástico de los bolígrafos; tenían el mismo tamaño, y una punta semejante. Se vendían a rupia la unidad: un chico tenía que preparar muchas para ganar algo que pudiera llamarse dinero.

Había muchas mezquitas, algunas de ellas quizá erigidas sobre los escombros de tiendas y casas viejas: la mezquita que había allí era una especie de obra de arte popular, con excesiva ornamentación, de mal trazado, pintada con cariño. Mientras Rashid y yo caminábamos, se oyó, elevándose sobre el ruido del bazar, la voz amplificada, desgarrada, de un almuédano. Había un gran apasionamiento en aquella voz adiestrada: podría haber estado recitando algo del Corán. En realidad, dijo Rashid, el hombre del altavoz simplemente decía: «Dad dinero a la mezquita y tendréis un palacio de oro en el cielo.»

La fe más sencilla posible: aunque el bazar exterior era mixto, no puramente musulmán, la vida allí era como una expresión de la fe del libro y la mezquita, y se notaba que todo estaba al servicio de la fe. Las casetas más rutilantes y adornadas eran las que vendían Coranes. De ellas colgaban borlas de papel desflecado, dorado y plateado. Entre la uniformidad que dominaba los productos del bazar, aquellas borlas, que usaban las chicas o las mujeres para trenzarse el pelo, llamaban la atención. En las casetas del Corán no solo se vendía el libro; también vendían cajas para guardarlo; atriles para colocarlo mientras se leía; palitos de incienso para acompañar la lectura, y gorros para tocarse mientras se leía, ya que estaba prohibido leer el libro con la cabeza descubierta. Los gorros de lectura eran de un naranja, rojo o verde muy vivo, y también había casquetes de ganchillo.

Las tiendas no abrían antes de las once, dijo Rashid. La razón era que, aunque los tenderos no vivían lejos de su trabajo, no iban a casa a la hora de la comida. Una vez que llegaban a la tienda y se sentaban en el suelo, sobre sábanas, sacos, alfombras o esteras, se quedaban allí toda la jornada laboral. Eran prisioneros del bazar en la misma medida que los artesanos que trabajaban para ellos. Las puertas de entrada a las casas de los tenderos estaban en los estrechos pasadizos que salían del callejón principal del bazar; las condiciones de vida en aquellos espacios recónditos no eran muy distintas de las condiciones de trabajo que se veían en el callejón.

Había un punto en el bazar en el que se pasaba de la zona mixta hindomusulmana a la zona puramente musulmana. La diferencia estaba muy clara para Rashid; para mí, no tanto. Más allá de ese punto, las multitudes eran más densas, dijo Rashid, y la gente era más baja: estaba desnutrida y raquítica. Y vi, cuando mis ojos empezaron a acostumbrarse (o cuando creí que empezaban a hacerlo), que muchos niños de esa parte del bazar estaban delgados y apergaminados, con los ojos muy abiertos, y que muchos tenían infecciones de piel.

Había pequeños colegios privados aquí y allá, pero, por lo general, los niños del bazar no recibían educación en el sentido moderno. Sus padres no veían qué podrían obtener sus hijos de una educación así. Además, estaban profundamente convencidos de que esa clase de educación era para otros. Naturalmente, la educación y el saber eran cosas buenas; pero para ellos, como musulmanes, ese saber, puro e incontaminado, solo podía adquirirse en las escuelas coránicas o en el seminario. Nada fuera de la fe era para las gentes de la fe, las gentes de aquellos pasadizos y tiendas encajonados. La pequeñez de los espacios contribuía a crear la sensación de comodidad y protección en los interiores, el sentimiento de que fuera todo estaba corrompido.

Muchos niños —muchachos— iban al seminario (un edificio grande y nuevo) o a las escuelas coránicas del bazar; pero a la mayoría, sus padres los ponían de aprendices en sencillos oficios del bazar cuando cumplían los ocho o siete años, o incluso seis o cinco. Y si algunos de los niños que servían en las casetas o que trabajaban en las tiendas parecían asustados, se debía a que, según Rashid, sabían que el tendero con el que sus padres los habían puesto de aprendices o quienes vigilaban a sus patronos iban a «zurrarles».

Rashid dijo:

—Es un mundo mal alimentado. ¿Y qué mayor crueldad puede haber que un estómago mal alimentado?

Y, sin embargo, en la zona puramente musulmana, en la que Rashid me estaba enseñando a ver tan solo tinieblas, pensé que reinaba una sensación más festiva y alegre que en las casetas grises, como de día laborable, del bazar mixto exterior. Allí se reparaban relojes, se vendían cometas (algo común a las tiendas hindúes y musulmanas); se enmarcaban fotografías; había gente que vendía

kebab; había otras tiendas de comida, e incluso puestos de fuegos artificiales.

Y siempre, licenciosos y provocativos, merodeando junto a las casetas, como un recuerdo decadente del pasado de Lucknow, los travestidos y eunucos del gueto, con ropas de mujer y joyas baratas, contando chistes verdes y mendigando: la oscuridad del impulso sexual en su expresión pública, ritual, semigrotesca y segura, en un callejón en el que se veían pocas mujeres, y las que se veían —figuras delgadas, minúsculas— iban cubiertas de negro de la cabeza a los pies. Los eunucos y travestidos vendían su cuerpo; tenían mercado.

—Son objetos sexuales —dijo Rashid—. ¿No le parece increíble?

Se sentaban en cuclillas a un lado del callejón, junto a la cuneta, por debajo del suelo de las tiendas, aquellos hombres-mujeres propiciatorios de Lucknow. Sus rostros, medio masculinos, medio femeninos, estaban marchitos y arrugados y burdamente pintarrajeados; pero tenían dientes de hombre, grandes, ennegrecidos y separados.

De las casetas donde había chicos o jóvenes, cuatro, cinco o seis en cada una, sentados o acuclillados, batiendo delgadas tiras de plata hasta convertirlas en finas hojas o láminas, salían ruidos de martillazos, sofocados y competitivos. Las láminas de plata se colocaban en dulces y otros manjares, como una insinuación de lujo: no tenían otro propósito. Se ponía la tira de plata entre pieles de cabra y se la golpeaba con un mazo. Se golpeaba media docena de tiras al tiempo, cada una de ellas interfoliada entre las pieles (más adelante leí que los intestinos, al ser más flexibles, se adaptaban mejor a esta tarea). Se tardaba entre dos y tres horas en transformar una tira de plata en lámina. Cada lámina se vendía a media rupia o una rupia, según el tamaño. Por consiguiente, un joven podía producir en una jornada laboral láminas de plata por valor de entre dieciocho y treinta y seis rupias. Si se descontaban el coste de la plata y el coste de la caseta, un joven no podía ganar mucho al día con aquel incesante martillear, amistoso o competitivo, en un espacio reducido. Las láminas de plata así obtenidas eran frágiles y se hacían trizas con el simple roce de un dedo. Casi sin propósito como mercancía, se guardaban entre las páginas de libros inservibles.

Rashid dijo:

—Aquí, todos los trabajos tienen ese carácter rutinario. Lo hacen porque ya lo hacían sus padres. Probablemente nunca han salido de este barrio. Escuchan cintas de música de películas y cánticos religiosos, a todo volumen, para distraerse de su monótona tarea, ya sea hacer láminas de plata, bordados o brocados. Beben mucho té, en vasos. Existe una razón para que beban té: que mata el hambre. Cuando tienen que hacer pis, bajan y lo hacen en la calle.

»Es muy primitivo. El nivel cultural es tan bajo como el de las necesidades y las técnicas. Excepto por el transistor y algún que otro ventilador eléctrico, podrían estar viviendo en otra época. Sus horas de ocio las pasan así: alquilan un televisor y tres cintas de vídeo por cien rupias. Se juntan unos cuantos para pagar las cien rupias, y se pasan la noche, cuarenta o cincuenta chicos, viendo las tres películas. Hay unas sesenta empresas que alquilan televisores y vídeos en esta zona, y están haciendo negocio. También en esto hay su parte de explotación. Alguien a quien le sobra algo de dinero reserva un televisor para determinadas horas de la noche (quien lo hace, lo hace todos los días) y después vende esas horas (y el televisor) por unas veinte rupias más.

»Como máximo, la educación que reciben los niños es el Corán. Las mujeres no reciben ninguna educación. Hay mucha endogamia. Se casan entre primos carnales. Eso explica ciertas degeneraciones físicas. Los chicos se casan jóvenes, a los quince, los dieciséis o los diecisiete años. A los cuarenta, un hombre ya es abuelo, y está quemado. Comen fatal: carne y pan, nada de verdura. El saneamiento es muy deficiente. La mayoría no conoce a un hindú ni a nadie no musulmán en toda su vida. Los que se van al Golfo y ganan dinero se quedan en el gueto cuando vuelven. Se construyen casas grandes allí, para disfrutar del respeto de sus vecinos.

»Casi todos son shiíes. El momento más importante del año para ellos es el Moharrem. —La época de luto por Husein, el hijo de Alí, el héroe shií—. En los demás sitios, el Moharrem dura doce días, o cuarenta. Aquí, en Lucknow, dura dos meses y ocho días. Una de las begum de Oude hizo una promesa, que si se le concedía cierto deseo, el Moharrem en el reino de Oude se prolongaría dos meses y ocho días. El Moharrem les ha dado a los shiíes una identidad compartida. Durante esos días lloran, se golpean el pecho, se dan cuchilladas, gimen. Les ayuda a soportar la miseria, y los saca de casa. El Moharrem no ha provocado tensiones con la mayoría suní. Con el siguiente resultado: que en Lucknow nunca ha habido enfrentamientos entre hindúes y musulmanes, sino solo entre suníes y shiíes.

»Hay varias mezquitas en la zona, y la llamada a la oración por micrófonos y amplificadores sale con regularidad desde todos los barrios. Son las mismas palabras para los shiíes y los suníes, pero como hay una ligera diferencia en el horario, se oyen diez llamadas al día en lugar de cinco.

»Y, además está el Ramadán, que dura un mes. Hay que ayunar durante el día. Durante ese mes, los restaurantes cierran por el día y se quedan abiertos por la noche. Producen una auténtica sensación de

casbah.

En un país enteramente musulmán es posible que la gente hubiera estado menos tensa con la fe, y con los nervios menos crispados; pero allí se sabía que lo que había fuera de los callejones y pasadizos del

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