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INDIA » 6. EL FINAL DE TRAYECTO

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Nos dirigíamos a la Asamblea Legislativa. Amir quería mostrármela; pero nos entretuvimos un poco. Un coche bajaba por el sendero de entrada. En él iba un votante del distrito electoral. Bajó apresuradamente de su vehículo; Amir salió del suyo. Se estrecharon la mano, y Amir le dijo a su votante que volvería al cabo de una hora o cuarenta minutos.

Amir me dijo que veía a unas veinte personas al día, o que iban a verlo unas veinte personas. Era la vertiente de la vida política que no le interesaba. A veces le iban con ruegos absurdos, en busca de trabajo, de solución para un despido o de componendas con una comisión investigadora. Por haberlo elegido como representante, algunas personas incluso querían que Amir ofreciese sobornos en su nombre. Y Amir no era como Prakash, el ministro de Bangalore. Al contrario que a Prakash, a Amir no le hacía ninguna gracia aquel aspecto de la comedia humana, no le divertía la escena de la multitud matutina de pedigüeños y mendigos declarados que se agolpaba ante su puerta. No le gustaba que lo acosaran. Según dijo, había descubierto que las personas nunca te agradecen lo que haces por ellas, que siempre piensan que podías haber hecho más.

La asamblea no celebraba sesión. Miramos la cámara por la puerta de cristal. A Amir le seducía el carácter formal y ritual de la cámara, pero le agotaba la trivialidad de una gran parte de la vida política. Aunque pareciese que se reía de ello, la venganza del hombre al que había desplazado le suponía un desgaste emocional, una complicación y un disgusto que hubiera querido evitar.

—La política cuesta mucho dinero, y me siento culpable por malgastarlo —si se puede emplear esta palabra— en eso. Tengo mis dudas sobre si debería continuar. —Pero para una persona de su estirpe, la vida pública ejercía una atracción especial—. Mi vida política ha renovado y reavivado el vínculo entre mi familia y las gentes de Mahmudabad, que estaba atrofiado desde 1936. Ese fue el año en que mi padre pasó a formar parte del Comité de Trabajo de la Liga Musulmana. —Y su victoria electoral por Mahmudabad no era algo a lo que pudiera volverle la espalda fácilmente—. Fue una experiencia impresionante, porque los habitantes de Mahmudabad —un 80 por 100 de hindúes— me dieron un número aplastante de votos, a pesar de la trayectoria política de mi padre. Fue una mayoría sin precedentes en el distrito de Lucknow. Mi madre se emocionó mucho. Dijo (la noche de las elecciones, en el Qila) que no veía tanta gente en el palacio desde su infancia.

Holi, la festividad hindú de primavera que dejó vacía la Asamblea Legislativa, también dejó vacío el colegio de La Martiniére. Los edificios eran famosos: una extravagancia francesa o europea de las postrimerías del siglo xviii en la remota India. Los jardines eran inmensos y, como tan a menudo ocurre en lugares así, se pensaba con algo parecido a la envidia en el hombre que, unos doscientos años antes, había tenido la previsión o la suerte de comprar tanta tierra. El colegio era importante para quienes se habían criado en Lucknow. Estaba presente en la memoria de Rashid y de sus amigos. Estaba presente en la memoria de Amir, y en unas memorias escritas por su padre.

Seguía siendo un centro privado; el dinero de que se disponía no era suficiente para mantenerlo en perfectas condiciones. Aproximarse al colegio por entre los polvorientos matorrales de la parte trasera, ver los hierbajos que brotaban de la mampostería y arraigaban en los alféizares de las ventanas era como ver algo a punto de reducirse a ruinas. Se encontraba en mejor estado por delante; resultaba más imponente. Allí había jardines bien regados, llenos de color.

En aquel día tranquilo, con la gran extensión de terreno castigada por el sol y su color quemado, volví a experimentar la sensación —como con la vista del río Gumti desde la habitación del hotel— de estar en lo que había servido de modelo a uno de los grabados realizados por los Daniell a finales del siglo xviii. Los Daniell pertenecían a la época de quien se denominaba a sí mismo general Martin, a aquella época en que un mercenario europeo hubiera podido vender algunas de las técnicas de Europa a un monarca asiático por enormes cantidades de dinero.

A Rashid también debió de pasársele por la cabeza una idea semejante. Sus recuerdos de La Martiniére eran totalmente felices, y el orgullo de antiguo alumno le empujó a llevarme allí. Sin embargo, la visión del cañón de Oude fundido por el general, aún con el nombre del militar en grandes letras en relieve, lustroso por las innumerables manos que lo habían acariciado, aquella visión en la ancha galería que se extendía delante del colegio removió viejas ideas de impotencia y derrota de musulmanes e indios, e, inesperadamente, Rashid empezó a enfurecerse al pensar en los expertos europeos y estadounidenses actuales, los sucesores del general Martin, que viajaban fastuosamente por los países más pobres.

Se dejó vencer por su estado de ánimo. Se quedó a la sombra del pórtico y me dijo que saliera a pleno sol para ver los nombres de antiguos alumnos grabados en los anchos peldaños de piedra de la galería.

Le torturaba otra idea de pérdida, algo que se sumaba a cuanto se había perdido desde el siglo xviii. Más tarde dijo:

—Aquí, todos los profesores eran angloindios, excepto el de hindi. Se les tenía un gran respeto. Sus familias se han marchado a Australia. Sus familias llevaban en Lucknow generaciones enteras. La mayoría de los angloindios trabajaba en los ferrocarriles, la enseñanza y la policía. Los ferrocarriles eran enteramente cosa suya. Y sus colonias, las zonas en las que vivían, estaban fuera de la ciudad: unos sitios preciosos, limpios. Después de 1947 hicieron las maletas y se marcharon.

Algo de aquella melancolía envolvía también a Hazratgunj, la principal calle comercial de Lucknow en los viejos tiempos, donde la familia de Rashid tenía la tienda de fotografía y donde Landau, el relojero, tenía el gran establecimiento que hacía esquina. La esquina de Landau se había convertido en Ramlal e Hijos, una tienda de ropa y saris, con el siguiente letrero: «Nuestra colección es su selección.» No lejos de allí estaba la casa en la que vivió MacGregor, el viejo sastre de Hazratgunj, que confeccionaba ropa para príncipes, funcionarios del IAS e ingleses del Raj, hasta el día de su muerte.

Allí, la melancolía del pasado reciente. En otros lugares, los recuerdos de las derrotas sufridas ciento treinta años antes, en las ruinas de la Residencia, del palacio y el pabellón de caza del nabab. Antes de eso, e igualmente doloroso en estos momentos, el recordatorio del esplendor de los nabab más antiguos, sobre todo el monumento conocido como Gran Imambara, construido para dar trabajo y aliviar las hambrunas a finales del siglo xviii: con exceso de ornamentación, endeble, pero imponente por la magnitud de sus dimensiones. Ni una sola gran obra arquitectónica en la antigua ciudad principesca, pero muchos parques, muchos sitios por los que pasear; no hay muchas ciudades indias con ese estilo. Pero los paseos entristecían a Rashid, como le estaban entristeciendo aquella tarde, sacando la trágica vertiente shií de su carácter, la vertiente que se abandonaba a la derrota, la amargura y la injusticia. Dijo:

—Lucknow soy yo. No es el río, ni los edificios, ni nada. No soportas a tu padre porque mide uno setenta y cinco, y es apuesto. Es tu padre. En ese sentido, Lucknow soy yo. Llevamos aquí generaciones enteras, por ambas partes.

¿Qué significaba ser musulmán de Lucknow?

—Es como la idea budista de «Esto no, esto no». Yo soy indio, pero el templo no es para mí. Soy musulmán, pero en los detalles mi fe no puede ser la misma fe que la de Afganistán, Irán o Pakistán. Hablo urdu. Saludo a la gente como los musulmanes de Lucknow. Digo: «Te presento mis respetos», en lugar de «Que la paz sea contigo». Lucknow es mi sustento. Me proporciona un sentimiento de identidad: los edificios, los monumentos, la cultura, las relaciones humanas.

Había un palacio nuevo, blanco, que se veía desde numerosos puntos de la ciudad, por encima del follajé. Se llamaba Palacio Butler, y contaban que lo había construido el padre de Amir para residencia de recreo de un funcionario británico, sir Harcourt Butler. Formaba parte de las propiedades que había perdido Amir. Aún estaba en manos del Depositario de Propiedades Extranjeras, y se lo habían alquilado por treinta y ocho mil rupias anuales al Consejo Indio de Investigaciones Filosóficas. En cuanto a ciertos motivos decorativos, el palacio se ajustaba al estilo de Lucknow. No era un edificio destacable: lo único que le confería aspecto de palacio eran las cuatro torres multiláteras de las esquinas.

En una de las torres habían instalado un ascensor. Arriba había una biblioteca de filosofía muy grande; muchos libros eran nuevos y parecían sin abrir. No hubieran podido destinar el edificio a nada mejor ni más respetable; pero eso no mitigaba el pesar de Amir. Según dijo Rashid, Amir no volvió a pisar el Palacio Butler desde que dejó de ser suyo.

Le pregunté a Rashid más tarde —al final de nuestro recorrido por la Lucknow antigua, la ciudad de las escuelas y los palacios— por sus viajes a Pakistán. Quería que me contase un poco más. Quería conocer más detalles concretos. Dijo:

—En la India, los mendigos pedían unas monedas. En Pakistán pedían una rupia. Los agentes de aduanas de Pakistán eran más altos y de constitución más robusta que los del lado indio, y esa fue la primera vez que vi a un musulmán punjabí. Pero entonces pensé (y no sé si usted lo habría entendido): «¿De qué sirve que sean musulmanes si hablan ese punjabí tan tosco en lugar de un urdu decente?» Es que yo asociaba a los musulmanes con el urdu y la cultura, ¿comprende?

»Cuando fui a Lahore pensé que era una versión mejorada de Lucknow: una Lucknow enjalbegada, en la que todo el mundo se había bañado y cambiado de ropa. Resultaba agradable verlo. Había una cosa graciosa: en las carteleras de los cines, como estaban haciendo copias de películas indias —los paquistaníes no son capaces de hacer una película ni aunque les vaya la vida en ello— veías los títulos de películas que conocías, pero con estrellas nuevas, con caras diferentes. En Lahore, al principio tienes la sensación de estar en una ciudad india diferente, a la que vas por primera vez; y poco a poco las diferencias se hacen patentes. Conoces a una persona, empezáis a hablar. Crees que es del Punjab: alto, de constitución robusta, habla urdu con un tosco acento punjabí. Le preguntas que de dónde es su padre, te dice que de Lucknow, y te quedas perplejo, por las diferencias que hay entre los dos al cabo de cuarenta años.

»Me quedé allí dos meses, pero sabía que aquel no podía ser mi sitio, a pesar de la riqueza. Incluso los parientes que vi habían cambiado. Se habían vuelto más mundanos; eran más ambiciosos. Eran como los refugiados del Punjab y Sind que llegaron a Lucknow. Yo tenía un primo comerciante. Estaba metido en todo; era capaz de sobornar a cualquier funcionario; sabía que lo más importante era moverse y sacar dinero. Lo habían dejado sin techo dos veces, la primera en 1947, con la independencia, y después en 1971, en Chitagong, en Bangladesh. Sabía que únicamente podía depender del dinero. Los demás valores no importaban. Era muy distinto de la persona que yo recordaba.

»Otra de las cosas que descubrí allí fue que no vivían en el pasado, al contrario de lo que hacíamos nosotros aquí. Tenían una actitud más sana ante la partición que los musulmanes indios. Lo hecho, hecho estaba. Habían iniciado una nueva vida: se olvidaron de las personas que habían dejado aquí, incluso de quienes seguían recordándolos y pensando en ellos, personas que me habían dado recados para ellos.

»Al cabo de dos meses me alegré de marcharme. Sentí alivio al estar de nuevo en la India, tras la claustrofobia de una sociedad islámica. Me gustó volver a ver mujeres en la calle. La suciedad y la porquería de la India no parecían tener importancia. En Pakistán, la gente estaba bastante distendida con su religión. Eran solo las malditas leyes, suspendidas como una nube sobre tu cabeza: la llamada a la oración, el

moulvi que se presentaba en casa de mi amigo y preguntaba por qué no nos había visto últimamente en la mezquita. La policía del pensamiento. El islam sobre ruedas.

»Sentí alivio al volver aquí. Esa sensación de ser de alguna parte, que había experimentado en la India, sabía que no la encontraría en ningún otro sitio. Sin embargo, también sé que nunca podré ser una persona completa. No puedo cerrar los ojos ante la partición. Forma parte de mí. Me siento desnortado. Si no hubiera habido partición, ahora quizá fuera un hombre casado, con todo el aparato que conlleva la vida del musulmán de clase media. Pero he sido soltero toda mi vida, y ahora es demasiado tarde para cambiar. La creación y la existencia de Pakistán han dañado una parte de mi mente. Sencillamente, no puedo hacer como si no existieran. No puedo hacer como si la vida continuara sin más, y como si yo pudiera tener una vida emocional normal y plena, como si aún estuviera rodeado por lo que antes había aquí.

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