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INDIA » 7. LA ÉPOCA DE LA MUJER

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¡Qué suerte habernos topado con ese descubrimiento! El sánscrito se consideraba lengua sagrada; solo los sacerdotes y los brahmanes podían leer los textos. William Jones tuvo que recurrir a la ayuda de un médico hindú para traducir la obra, e incluso ya en el presente siglo los más devotos eran capaces de defender con vehemencia el carácter sacro de la lengua. En la India independiente, casi doscientos años después de que William Jones hubiera traducido la obra, alguien le preguntó a Vinoba Bhave, un imitador de Gandhi a quien algunos veían como una especie de guía espiritual del país, qué pensaba de

Sakuntala. Aquel individuo respondió airadamente: «Ni he leído

Sakuntala, ni pienso leerla. Yo no aprendo la lengua de los dioses para divertirme con bobadas.»

Es un prodigio que, con ese espíritu de destrucción interna, haya sobrevivido la obra, que hayan llegado hasta nosotros algunos conocimientos de nuestro pasado cultural. Para cualquier indio, el período británico de su país está repleto de ambigüedades. Para mí, con las circunstancias que me habían rodeado —la migración de aquella llanura superpoblada del Ganges unos veinte o veinticinco años después de que William Howard Russell la hubiera recorrido con una actitud imperial, de corresponsal de

The Times, con criados, tiendas de campaña y acceso al comedor del estado mayor, y la oscuridad que durante tanto tiempo bloqueó mi pasado a consecuencia de esa migración—, para mí tiene ambigüedades especiales.

Me produce un antiguo nerviosismo examinar la historia india, ver (quizá con la exageración del depresivo, o la exageración del habitante de una colonia lejana) lo cerca que estuvimos de la indigencia cultural, y asombrarme aún ante las múltiples casualidades que nos llevaron a los conceptos —de ley, libertad y amplia colaboración humana— que dan a los hombres conciencia de sí mismos y fuerza, las casualidades que nos han llevado hasta el punto en el que podemos enfrentarnos a William Howard Russell, incluso en esas «impresiones que dejaba en mis sentidos lo externo de las cosas», no con igualdad —el tiempo no puede inclinarse de esa manera—, pero sí con algo semejante a la lucidez.

De modo que solo podía recorrer la mitad del camino con Rashid al examinar el pasado reciente. Yo no tenía conciencia de una situación de esplendor que hubiera sufrido un declive o una ruptura, ni una idea clara del enemigo. Al haberme criado en la lejana Trinidad, no tenía noción de clan ni de región, de nada de lo que sirve de sostén y apoyo a la gente en la India. Al igual que Gandhi entre los inmigrantes indios de Suráfrica, y en gran medida por las mismas razones, yo había madurado la noción de la afinidad de los indios, la noción de la familia de la India. Y al intentar comprender la historia, mis críticas, mi perplejidad y mi pesar se volvieron hacia adentro, se centraron en la civilización y la organización social que tan poca protección nos había ofrecido.

En la India, la gente no sentía lo mismo que yo. Tal vez —al estar y tener que ordenar su vida cotidiana allí— no pudieran sentir o permitirse sentir así. Pero en ésta ocasión conocí en Delhi a un editor cuyo pesar superaba al mío. Se llamaba Vishwa Nath. Tenía setenta y tantos años. Su familia llevaba viviendo en Delhi más de cuatrocientos años. En la familia se contaba que en el motín, durante el asedio británico, tuvieron que abandonar su casa y refugiarse en otra parte. Uno de tantos incidentes: como hindú, los pensamientos de Vishwa Nath se remontaban a una época muy anterior al motín, retrocedían varios siglos. Dijo:

—Cuando leo la historia de la India, a veces lloro.

Tenía catorce años en la época de la marcha de la sal organizada por Gandhi, en 1931. Desde entonces llevaba la ropa india casera. Dijo:

—Gandhi hizo una nación de nosotros. Éramos como ratas. Hizo hombres de las ratas.

¡Ratas!

Pero hablaba de una forma casi técnica.

—El hombre como especie ha intentado eliminar las ratas durante toda su existencia en la tierra, pero no lo ha logrado. Ni siquiera lo han logrado en Nueva York. De igual modo, a nosotros nos han sojuzgado, nos han torturado, pero no han conseguido eliminarnos. Ese ha sido el punto fuerte de nuestra civilización. ¿Pero cómo se vive? Como las ratas.

Detestaba la idea de la casta: «la razón principal de que seamos esclavos». Y él tenía lo que yo no había tenido nunca: una idea clara del enemigo. Los brahmanes eran el enemigo: una vez más, y a más de 1.500 kilómetros al norte de la política antibrahmánica del sur.

—Los brahmanes dejaron el país abandonado durante las terribles invasiones de los mahometanos. Se pasaron el tiempo entonando sus oraciones, sus

harvans: «Dios nos protegerá.»

Junto con su ropa casera y su nacionalismo, su sentido de la historia y su respeto por Gandhi, estaba aquel rechazo —en apariencia contradictorio— de la religión. La mezcla explicaba una pasión especial, y la pasión de Vishwa Nath aparecía en las revistas que dirigía y publicaba en cuatro lenguas. Sus revistas femeninas tenían especial éxito.

Woman’s Era era una publicación bisemanal en inglés. La había iniciado hacía 15 años, y había perjudicado a las revistas femeninas en inglés más antiguas. Vendía unos 120.000 ejemplares; era la revista femenina en inglés más vendida. Vishwa Nath pensaba que podía elevar la tirada a medio millón.

No creo que yo hubiera ojeado nunca una revista femenina india. Me las tomaba como algo cotidiano. Me había fijado en ellas, conocía algunos nombres. Nunca se me ocurrió que tuvieran una evolución especial en la India. En cuanto se me ocurrió la idea, comprendí que no podía ser de otra manera, en una sociedad aún tan ritualizada, tan plagada de normas religiosas y de normas de clan, en la que la mayoría de los matrimonios eran concertados, y no muy grandes las oportunidades ni la necesidad de aventura.

Había oído hablar de

Woman’s Era en Bombay. Se comentaba su éxito como si se tratara de algo extraordinario; pero a las personas que conocí no les interesaba la revista en sí misma. Se la consideraba vulgar y retrógrada, a pesar de lo que sabría más adelante en Delhi sobre la actitud iconoclasta y la misión reformadora del editor. La revista era extraordinaria porque había encontrado una nueva clase de lectora, la mujer trabajadora. Hubiera podido pensarse que una lectora de ese tipo, que gastaba parte de sus escasas rupias en una publicación en inglés, tenía inquietudes sociales y culturales; pero no era el caso de la lectora de

Woman’s Era, y eso formaba parte de su rareza. Estaba satisfecha con su viejo mundo de enclaustramiento.

La editora de una revista rival, una de las perjudicadas por

Woman’s Era, me dijo:

Woman’s Era es ingenua de principio a fin. Es la primera revista india de su género que se dirige a este nuevo grupo.

¿Cómo definía ella ese nuevo grupo?

—Ha conseguido cierta prosperidad, se ha adherido a la defensa de los consumidores. Tiene cierto nivel educativo; pero esa educación está limitada por sus ideas tradicionales y por las viejas creencias familiares: es una especie de no educación, una educación imitativa.

En la librería del hotel de Bombay no vendían

Woman’s Era. La dependienta me dejó muy claro que ni siquiera le gustaba que se la pidieran. La compré en un quiosco de prensa de la calle. Mi primera impresión fue que la revista era insulsa. Si no hubiera estado buscándola, quizá me hubiera pasado inadvertida entre las demás publicaciones del quiosco. Era un buen producto, pero sin carácter, con la cara de una joven nada incitante en la portada de papel satinado de la revista: meticulosamente maquillada pero no incitante, una mujer vista por otra mujer. Y si, sin saber del renombre de la revista, simplemente la hubiera ojeado, no se me hubiera quedado casi nada.

El artículo principal, de seis páginas, con fotografías en color de personas que habían posado expresamente para ello, era sobre el «examen de novias». Es la costumbre por la que, antes de concertar definitivamente un matrimonio, un grupo de la familia del chico va de visita a casa de la familia de la chica, y esta se muestra ante los visitantes y despliega todas sus gracias. Ashok, el ejecutivo con el que entablé relación en Calcuta, se sintió tan humillado con su propia experiencia del examen de novias que decidió no repetirlo. Cortejó y se declaró por sí mismo, y mantuvo a la familia al margen. Ashok pudo hacerlo; podía cuidar de sí mismo. No muchas lectoras de

Woman’s Era se encontraban en la misma situación, y la actitud de la revista ante esa costumbre era muy diferente. La mayoría de los matrimonios eran concertados, decía el articulista. Mientras siguiera así, el examen de novias era la mejor manera de que la chica conociera al chico, y no tan degradante como decían algunos.

En realidad, el artículo consistía en una serie de consejos a las chicas y sus familias sobre la mejor forma de desenvolverse en tal ocasión. En primer lugar, una joven no debe sentirse rechazada, decía el articulista, si después del examen el chico dice que no. Puede ocurrir sencillamente que la «petición» —la petición económica— de la familia del chico sea excesiva para la familia de la chica. Para evitar tal malentendido, es importante que los padres de la chica averigüen hasta el fondo las intenciones del chico y de su familia, antes de invitarlos al examen. Los padres de la chica deben visitar al chico varias veces. Una advertencia que hace el autor del artículo a los padres de la chica es que se fijen, en casa del chico, si se lleva bien con los criados, los niños y los animales.

Para el día del examen de la novia propiamente dicho, la chica no debe llevar demasiado maquillaje ni demasiadas joyas. No debe alardear de nada, ni decir que sabe hacer cosas que no sabe hacer. Y los padres no deben intentar aparentar ser más pudientes de lo que son; algunas familias incluso piden muebles prestados para lucirse, dice el articulista. Después está la cuestión de la dignidad. La chica y su familia son los pretendientes en tales ocasiones; hay que conquistar al chico y a su familia. Pero: «Los padres de la chica no deben actuar de una forma aduladora y servil, humillándose.» Muy fácil decirlo, pero, dadas las circunstancias de un examen de novia, ¿cómo puede mantener su dignidad la familia de la chica? El articulista sugiere lo siguiente: «Algunas familias se empeñan en que la chica se postre a los pies de cualquier chico y de sus padres cuando van a verla. Esta costumbre es deplorable, contraria a la dignidad humana, y más vale evitarla.»

Sin embargo, sigue manteniéndose la injusticia de la ceremonia. «¿Por qué no se puede ver al chico en el cuarto de estar de

su casa, bien arreglado y oliendo a loción para después del afeitado, con la cabeza inclinada y sus títulos académicos y certificados de trabajo en la mano?» A esta queja de una joven, que el autor del artículo cita, no hay respuesta. Salvo lo siguiente: si una chica no quiere salir sola a la caza de marido —«y creedme: en nuestra sociedad es una pieza sumamente difícil de obtener»—, tiene que aceptar las visitas del examen de novias. «Si la familia del chico se da aires de importancia y actúa con engreimiento, se le puede perdonar, porque en ello intervienen la tradición y miles de años de conducta social.»

Más adelante, después de haber conocido a Vishwa Nath en Delhi, comprendí algo de su apasionamiento y de su actitud iconoclasta en esta última frase. Pero antes de saberlo, tal sentir parecía simplemente arcaico, la aceptación de las viejas costumbres porque eran las viejas costumbres y las mejores. Y, con esa aceptación implícita o explícita (en ocasiones con un tono de «o lo tomas o lo dejas»), el artículo proseguía con su tema, que era ofrecer la clase de orientaciones que podría dar un miembro de la familia conocedor del mundo. Vestir con modestia para el examen de la novia; tener cuidado con lo que se decía; estar atenta a las preguntas capciosas de la familia del chico; ser respetuosa con los familiares de más edad, y cariñosa con los niños.

Orientaciones, orientaciones de lo más sencillo posible: eso parecía dictar el tono de la revista. Esa parecía ser la necesidad que cubría la revista. Las costumbres, como el examen de novias, podían ser viejas; pero el mundo en el que se practicaban era nuevo, y en ese mundo, las lectoras de la revista parecían empezar desde cero.

«Higiene personal» era un artículo largo en el mismo número de la publicación. Estaba ilustrado con la fotografía de una chica inclinada sobre una pila echándose agua en la cara, y daba un consejo sumamente elemental. Había un ligero indicio de irreligión al principio del texto, pero para descubrirlo había que estar metido en el asunto. «Naturalmente, hoy en día no tiene tanta trascendencia creer o no creer en Dios como el hecho de que muchos de nosotros no adoptemos la limpieza y la higiene personal como nuestra verdadera religión.» Enrevesado e incluso impreciso; pero el núcleo del artículo era una sencilla y clara lección de higiene.

«No tiene nada de malo ensuciarse, pero el problema surge únicamente cuando nos gusta seguir estando sucios... Nunca se hará suficiente hincapié en la importancia de mantener limpios y en orden nuestro cuerpo y nuestro entorno. La consecuencia directa es la buena salud, la paz de espíritu y la felicidad.» Ser limpio, ser «aseado», equivalía a evitar infecciones, y eso significaba gastar menos en médicos y en medicinas: significaba, por consiguiente, evitar ciertas preocupaciones económicas.

A continuación, paso a paso, sin dar nada por sentado, el articulista recorría con el lector los problemas, en la India, de la higiene personal. «Mantener en orden el entorno es la primera medida, la esencial.» «Orden»: un eufemismo. «Entorno»: una palabra extraña, pero, evidentemente, «casa» o «apartamento» no hubiera correspondido al espacio vital de todo el mundo. Así empezamos a comprender que las condiciones de vida de las personas a las que va dirigido este artículo no siempre son buenas. Algunos de sus lectores se encontrarán en el margen mismo, justo para ir tirando.

El agua es importante, dice el artículo; debe disponerse de una cantidad suficiente. La India es un país cálido, y hace falta bañarse una o dos veces al día, «frotándose concienzuda pero suavemente, con jabón y agua tibia». Tras el lavado del cuerpo, el lavado de la ropa. «La ropa que se ha humedecido una vez con la transpiración debe lavarse bien antes de volver a ponérsela... La limpieza de la ropa interior es sumamente importante, porque está en contacto con la piel. Si se utiliza continuamente sin cambiarla, puede causar irritación de la piel, o trastornos más graves.» Un anuncio a toda página junto a la última del texto es sobre un tratamiento contra los piojos. Hija y madre que se abrazan; ambas sonríen a la cámara. «Ella me confía todos sus problemas... y yo solo confío en Mediker para su problema con los piojos.» (¡Piojos! No es de extrañar que la joven de la librería del hotel torciera el gesto cuando le pedí

Woman’s Era.)

Orientaciones sencillas: eso contribuía a su insulsez, si se estaba fuera. Y los relatos —había cinco en aquel número— eran como fábulas. Una mujer gruesa va con su marido a Corea, adonde lo han destinado. La comida del hotel la pone nerviosa. Se le antoja que el cordero es en realidad carne de perro y los macarrones gusanos. Come ensaladas, yogur y un poco de arroz durante dos meses; adelgaza y se convierte en una persona distinta, mejor. El hombre de negocios indio, joven y rico, que vuelve a la India en busca de esposa, se queda espantado ante la llamativa chica con la que todos esperan que se case; en su lugar, elige a la humilde prima huérfana que vive con la familia de la chica como una especie de criada. En otro relato, el marido rico queda completamente cautivado por la sencillez y la bondad de la tía pobre de su mujer a quien esta trata de ocultar. Sencillez y bondad: son las cualidades que finalmente muestra la mayoría de las personas en los relatos de

Woman’s Era. En la revista aparecen indicios de que las mujeres leen novelas románticas, sobre todo las novelas románticas publicadas por Mills and Boón. Pero el amor que importa en estos relatos es el de la familia, no el amor romántico.

El amor familiar, artículos con orientaciones sencillas sobre temas nada fascinantes, anuncios de Procter and Gamble, producto para combatir los piojos, anuncios de cremas antisépticas, de calentadores de agua: nada para ejercitar la fantasía, para fomentar el deseo. ¿Quién hubiera podido pensar que esa fuera la fórmula para una revista femenina de gran tirada?

Gulshan Ewing dirigía una de las revistas femeninas más famosas de la India. Empezó a dirigir

Eve’s Weekly en 1966, y la llevó a la cima del éxito a finales de los años setenta.

En el transcurso de una cena en Bombay, hablando informalmente del fenómeno de

Woman’s Era, antes de que ella supiera (y de que lo supiera yo) que llegarían a interesarme más las revistas femeninas, la señora Ewing me hizo una descripción de la clase de nueva lectora a la que tenían que llegar las revistas femeninas de la India. Esa lectora trabajaba. Se levantaba temprano, se ocupaba de su familia, los preparaba para que fueran al colegio y al trabajo, y después se iba a trabajar, quizá a una oficina. Salía de la oficina a las cinco y media. Camino de la parada del autobús o del tren compraba la verdura para la cena y la cortaba durante el trayecto hasta su casa.

Me atrajo aquel detalle, que cortase la verdura en el tren a su casa. Pero solo con dos viajes en un tren de cercanías comprendí que en Bombay tal detalle era algo romántico, una visión bucólica, que los trenes de cercanías iban tan abarrotados que, lejos de cortar la verdura, la oficinista tenía que pelearse —con dureza— para subirse al tren. Más adelante leí en

Woman’s Era todo un relato sobre una chica que se separa de su hermana durante una pugna por subir a un tren de cercanías.

La señora Ewing reconoció que se trataba de una fantasía cuando fui a verla a su despacho al cabo de unos días. Solo quería describir la situación de una trabajadora india en las ciudades, según dijo. Quizá yo hubiera pensado que simplemente hacía una descripción ingeniosa; pero la vida de la mujer trabajadora no era divertida.

—Hemos hablado con estas personas, y con amigos suyos. Hemos obtenido información de ellas. Y lo que suele ocurrir es que esa mujer —la mujer trabajadora— se levanta al rayar del alba, alrededor de las cinco, para coger el agua para todo el día. En la mayoría de las casas no tenemos agua corriente las veinticuatro horas del día. Dan el agua a primeras horas de la mañana, la cortan durante todo el día y vuelven a darla por la tarde, durante una hora o menos de un par de horas. Eso en las zonas de clase media baja. Así que cuando esa mujer se levanta, llena cubos, barriles, cualquier cosa de la que pueda echar mano. A continuación hace las tareas de la mañana, prepara las fiambreras del

tifin para el marido y los hijos, después de haberles dado el té, el desayuno o lo que sea. Es ella quien suele hacerlo. Después se va a trabajar. Normalmente, un trayecto larguísimo en un tren abarrotado. Rara vez encuentra asiento.

—¿Qué clase de trabajo suele tener el marido?

—Oficinista, empleado de banca. Un puesto medio en una fábrica, con un sueldo de entre mil y mil quinientas rupias. En su trabajo, ella gana de seiscientas a mil.

—Parece bastante duro.

—Es muy duro. No tiene ninguna gracia. No ve a los niños durante todo el día. Sale de la oficina a las cinco y media o las seis. A lo mejor coge un autobús hasta la estación. O a lo mejor (y eso es aun más agobiante) tiene que ir en autobús hasta su casa. A veces hay colas de un kilómetro y medio en las paradas. Cuando paso por allí me pregunto cuándo conseguirán subirse a un autobús. Antes de llegar al autobús o la estación de tren compra la verdura o lo que necesite para la cena. Lleva la verdura en la pequeña

thela, una bolsa.

Y después llega a casa. Y antes de tomarse una taza de té, tiene que preparársela a su amo y señor, quien probablemente ya está sentado con los pies en alto, ante el televisor. Con una posibilidad de diez a uno, tienen televisor a pesar de los bajos ingresos. Después la cena, y los deberes de los niños, si es capaz de hacerlos. Acaba su jornada tarde. Tiene que fregar los platos, y después, volver a pensar en el agua.

—¿Cómo consiguen seguir adelante?

—Es su suerte, su destino. Están convencidas de que así tiene que ser para ellas. No estoy describiendo necesariamente a la lectora de

Eve’s Weekly o Woman's Era. Solo quiero resaltar lo tristes que pueden estar esas mujeres con una vida de tantas penalidades.

Las mujeres con tales circunstancias necesitaban revistas especiales. Un simple remedo de las publicaciones europeas o norteamericanas no era lo que hacía falta. La idea del

glamour incluso podía ser errónea.

La señora Ewing dijo:

—La única diferencia entre el público medio de

Eve’s Weekly —que pueden ser secretarias— y el de

Woman’s Era es el lenguaje.

Woman’s Era emplea un lenguaje más sencillo y desciende al nivel de la mujer. El otro día me dieron una explicación fascinante del éxito de

Wornan’s Era. A las mujeres que la leen en realidad les intimidan las revistas. Prefieren publicaciones como

Woman’s Era, que no las hacen sentirse incómodas. Pero yo soy optimista, y pienso que ese periodismo femenino reaccionario está a punto de desaparecer. Cuando nosotros —se refería a

Eve’s Weekly— escribimos algo sobre la inspección de novias, nos acaloramos mucho. Y le decimos a la mujer, a la chica, que no tiene que pasar por todo eso. Pero solo puede rebelarse si tiene la suficiente educación como para ser económicamente independiente en una etapa posterior.

Eso era lo fundamental: que para una chica o una mujer en tal situación, con esa educación, que viviera en ese «entorno», la idea de rebelarse era pura fantasía.

Woman’s Era estaba destinada a tales mujeres. Y por eso, la revista que al principio me había parecido tan sin carácter, tan insulsa, empezó a decirme algo más, empezó a crear todo un nuevo mundo de la India, todo un nuevo sector de la sociedad urbana de la India que yo no hubiera podido conocer fácilmente.

No había revistas femeninas indias antes de la independencia. Las mujeres indias de clase media leían dos publicaciones británicas muy populares,

Woman’s Weekly y

Woman’s Own. Cuando se marcharon los británicos, no podían adquirirse estas revistas. Incluso a una india de clase media le hubiera resultado demasiado caro suscribirse desde su país. Me lo contó Nandini Lakshman, periodista especializada en temas de medios de comunicación y publicidad. También me ofreció una breve historia de las revistas femeninas en la India.

—Cuando se indianizó

The Times of India, un periódico británico, empezaron con

Femina. Era por los años cincuenta. En los primeros números tenían resaca británica. La directora era una señora parsi. En aquellos tiempos, ser modelo no se consideraba una buena profesión en la India. Así que en

Femina aparecían fotografías de muchas extranjeras posando con atuendos indios. Las indias que trabajaban de modelos eran de familias pudientes que no estaban tan atadas a las costumbres y las normas tradicionales. Por desgracia, la directora se suicidó al cabo de unos años. No se sabe por qué razón. Debía de tener casi cincuenta años. Entonces hubo una directora india, por primera vez.

»Femina quería llegar a más mujeres, y empezaron a organizar el concurso de Miss India. Organizaban concursos en todo el país (en las grandes ciudades, como Bombay, Calcuta, Madrás, Delhi), y después, las ganadoras participaban en la competición de Miss India. En realidad, no era algo de la clase media, sino todo un acontecimiento social: la gente pudiente, adinerada, influyente, las personas que asistían a las fiestas de la alta sociedad. El concurso ejercía una especie de atracción esnob. Al principio no participaban demasiadas chicas, porque consideraban que un concurso de belleza era algo por debajo de su dignidad; incluso así pensaban muchos esnobs, porque no pueden ganar todas. Supongo que era el miedo al rechazo. Y, además, quien salía elegida Miss India tenía que participar en el concurso de Miss Universo. Y allí, en una sesión, tenía que exhibirse en traje de baño. Eso hubiera escandalizado a todos los indios. Así que, en la primera época, las Miss India eran chicas parsis y cristianas. Pero, aunque la mujer india de clase media no podía participar, empezó a tener esa clase de aspiraciones. Era algo nuevo para ella: el

glamour, la imagen. Por una parte, se sentía escandalizada; por otra, fascinada.

»Eve’s Weekly empezó a salir por aquella época, y también ellos organizaron un concurso de belleza. La tirada de las dos publicaciones debía de ser de unos 15.000 ejemplares por entonces. Más adelante, empezaron a publicar artículos sobre cómo arreglarse el sari, cómo ponerse guapa. Fue el director de

Femina, un hombre, quien empezó con eso. Supongo que tenía una visión más amplia de las expectativas de las mujeres.

»En aquellos tiempos no había demasiadas mujeres que trabajasen. Las revistas publicaban relatos como “Experiencias de una viuda de guerra”, o experiencias de mujeres que habían perdido a su marido durante la partición de la India.

»La creación de las revistas femeninas indias fue un proceso gradual, con un público creciente y un mercado más amplio, debido a la creciente educación y a una mayor conciencia.

Femina alcanzó los 90.000 ejemplares a finales de los setenta, y también

Eve’s Weekly. Woman’s Era, la estrella hoy en día, se lanzó en 1973. Al tiempo que

Woman’s Era ha subido,

Femina ha bajado, a 65.000 ejemplares. Y ahora hay otra revista,

Savvy, el polo opuesto de

Woman’s Era. Tiene tres años, y ya ha alcanzado una tirada de 50.000 ejemplares. Es mensual.

Femina va dirigida a la mujer de más edad.

Savvy es para la mujer criada en la ciudad, desde los dieciocho hasta los treinta años.

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