Independencia

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Segunda parte » 3

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No se equivoca. Rosa Adell se detiene a la entrada del hotel Majestic, en el chaflán de la esquina de paseo de Gràcia y València.

—Yo me quedo aquí —advierte.

Un poco extrañado, Melchor mira la fachada del hotel, con sus tres arcos de piedra flanqueados de grandes tiestos metálicos con cipreses enanos y su marquesina modernista de hierro y cristal.

La entrada está desierta; únicamente el portero negro, con bombín y librea, deambula por los alrededores con las manos a la espalda, fingiendo no reparar en ellos. Melchor había dado por hecho que bajaban hacia el piso de las hijas de Rosa, en la calle Pau Claris, donde ella suele pernoctar cuando visita Barcelona.

—¿No vas a dormir con tus hijas? —pregunta.

—No —contesta Rosa. Sus labios se doblan en una mueca traviesa, casi infantil, mientras baja la vista hacia los hexágonos adornados con motivos florales que pavimentan la acera—. La verdad es que no estoy en Barcelona por trabajo. —Levantando la vista, añade—: Te mentí. La verdad es que sólo he venido a verte.

Entonces se acerca a Melchor y, como una adolescente enamorada, indiferente al ajetreo metropolitano que los rodea, le coge las mejillas con las manos, le busca la boca y se la besa. Al separarse de él, sus ojos brillan en la noche iluminada.

—¿Quieres subir a mi habitación? —le pregunta.

Melchor comprende entonces que aquella es la noticia que Rosa le tenía reservada, la última noticia sobre el caso Adell, y comprende también que Rosa haya necesitado beber para dársela. Desvía su mirada y se topa con la del portero, que al instante aparta la suya. Luego mira otra vez a Rosa. «Olga está muerta», lee en sus ojos. Y también: «Murió hace cinco años». Y también: «Pero yo estoy viva». Melchor comprende que Rosa tiene razón. De repente recuerda: «Mientras dura el remordimiento dura la culpa».

—No puedo —se oye decir—. No funcionaría. Te decepcionaría. —Se calla, duda un momento, añade—: Además, tú te mereces algo mejor que yo.

Apenas dicho lo anterior, lamenta haberlo dicho, porque siente que, para Rosa, aquellas palabras equivalen a una injuria añadida a la injuria de su negativa; pero no sabe cómo rectificar. La propietaria de Gráficas Adell suspira y vuelve a sonreír.

—Mejor que tú no hay nada, Melchor —le dice: sus ojos ya no brillan como antes—. Pero a lo mejor tienes razón. No debería habértelo propuesto.

Rosa le desea buenas noches y se aleja hacia el hotel. Aún no ha franqueado la entrada cuando, justo al llegar a la altura del portero, se da la vuelta hacia el policía, que ha permanecido inmóvil en el chaflán, observándola alejarse. El portero los mira como atrapado entre dos fuegos.

—¿Me dejas decirte una cosa? —pregunta la mujer.

Para alivio del portero, Rosa desanda unos pasos, se aparta de él y frena a un par de metros de su amigo.

—No te engañes, Melchor —le dice, señalándolo con un índice admonitorio—. Tú siempre serás un poli.

Al llegar a casa se encuentra a Vivales hundido en su sillón favorito, junto a la puerta abierta de la terraza. Tiene la televisión encendida y está viendo una vieja película en blanco y negro, del Oeste. Melchor se sienta junto a él y le pregunta por Cosette.

—Todo controlado —contesta Vivales—. Frita desde hace horas.

Lleva unos bóxers holgadísimos y una camiseta blanca a topos rojos que subraya la prominencia de su barriga, y sus piernas, gruesas, pálidas y peludas, reposan sobre un puf; a su izquierda, sobre una mesita, hay whisky aguado. En la pantalla de televisión James Stewart da clase a un grupo de alumnos compuesto por niños y niñas, Vera Miles, un esclavo negro y varios peones, ante la mirada complacida de un sheriff obeso. El esclavo negro está recitando a petición de Stewart el segundo párrafo de la Declaración de Independencia de los Estados Unidos: «Todos los hombres han sido creados iguales».

—Tócame los cojones —murmura el picapleitos, como discutiendo consigo mismo—. Para que luego digan que Ford era un racista.

Melchor no es un gran aficionado al cine, pero, gracias a Vivales, que adora el wéstern (y que tiene por costumbre ver cada noche una película), sabe quién es John Ford; también, que aquella película se titula El hombre que mató a Liberty Valance.

—¿Qué tal con la rica heredera? —pregunta el abogado.

—Bien.

Vivales habla sin perder detalle de lo que ocurre en la pantalla, y Melchor recuerda una escena de otro wéstern. Un vaquero cree descubrir, atónito, que le gusta una mujer y, para aclarar sus sentimientos, le pregunta al encargado del saloon: «¿Tú has estado alguna vez enamorado?». «No», contesta el encargado. «Yo siempre he sido camarero». Pasados unos segundos, Melchor le pregunta a Vivales si ha oído hablar de una novela titulada Terra Alta.

—¿Qué? —responde Vivales.

John Wayne acaba de irrumpir en la escuela, cubierto de polvo y urgente de malas noticias —Liberty Valance y sus hombres se dirigen al pueblo con la intención de matar a James Stewart—, y este suspende la clase y sale de estampida hacia el campo, montado en una carreta tirada por caballos, dispuesto a aprender a disparar. Acompañado de su esclavo negro, John Wayne le sigue, frena su carreta, se ofrece a enseñarle a usar la pistola. Melchor vuelve a formular la pregunta y añade el nombre del autor de la novela. Vivales contesta que no ha oído hablar de ella.

—Trata sobre mí —explica Melchor.

Por indicación de John Wayne, James Stewart está colocando tres latas llenas de pintura sobre sendos postes. Cuando termina de colocar la última, John Wayne hace volar a tiros las tres mientras se burla de la ingenuidad de James Stewart, que sale disparado hacia John Wayne y, furioso y bañado de pintura, lo tumba en el suelo de un puñetazo que provoca la carcajada de Pompey, su esclavo negro. Vivales, que no se ríe nunca, se ríe. Melchor se pregunta si se está riendo de John Wayne o de él. El abogado le saca enseguida de dudas.

—¿Qué? —pregunta de nuevo.

—Trata sobre mí —explica Melchor.

Vivales se vuelve por vez primera hacia él, un rastro de risa flotando todavía en su boca.

—La novela —repite Melchor—. Trata sobre mí. Es lo que me han dicho.

El abogado intenta sin éxito asimilar sus palabras.

—¿Una novela que trata sobre ti?

—Sí —contesta Melchor—. Se titula Terra Alta.

Vivales cabecea, escéptico, mientras sus labios adoptan la forma de un acento circunflejo y se cuela por la puerta de la terraza un soplo de brisa que alivia un segundo el calor de la estancia; luego el abogado da un trago de whisky y la película monopoliza nuevamente su atención. Melchor consulta la hora en su móvil: es casi la una. Mira de nuevo la pantalla del televisor y trata de descifrar lo que ocurre allí. Antes de que lo consiga, Vivales se vuelve otra vez hacia él.

—¿Quieres que le metamos un pleito? —pregunta.

—¿A quién? —contesta Melchor.

—Al tal Cercas.

—¿Un pleito? ¿Por qué?

—¿Cómo que por qué? —se extraña Vivales—. Por atentado al honor. Por escándalo público. Qué sé yo. Cualquier excusa es buena para meter un pleito. Ese Cercas debe de ser un muerto de hambre, pero, en fin, algo le sacaremos. Digo yo.

Melchor observa a Vivales pensando que bromea.

—¿Se lo metemos o no? —insiste el abogado.

Comprende que no bromea.

—Es tarde —dice Melchor—. Me voy a la cama.

Mientras se levanta de su sillón reconoce la escena de la pantalla: desesperada, con lágrimas en los ojos, Vera Miles le está suplicando a John Wayne que salve a James Stewart, quien se dispone a enfrentarse en duelo a Liberty Valance sin saber disparar un revólver.

—Espera. —Vivales se incorpora para coger el mando a distancia—. Yo también me voy a dormir.

—¿No acabas de ver la película?

—Me la sé de memoria. Además, el viernes me toca juicio y mañana por la mañana tengo que prepararlo.

El abogado apaga el televisor y, con un gemido, se levanta del sillón. Los dos hombres adecentan un poco el comedor, apagan las luces y dejan un par de vasos sucios en el fregadero de la cocina. Mientras caminan hacia sus habitaciones, Melchor le pregunta a Vivales por el juicio del viernes, y el abogado le explica que debe defender a un tipo acusado de maltratar a su mujer. Melchor pregunta cómo se llama el tipo; Vivales contesta que Alexis Rosa.

—No entiendo cómo puedes defender a gente así —se le escapa a Melchor.

Están a la puerta del dormitorio que comparte con Cosette. En la penumbra del pasillo, Melchor huele el aliento a whisky de Vivales y oye el rumor pedregoso de su respiración. El abogado baja la voz para no despertar a la niña.

—Y yo no entiendo que un poli como tú me haga una pregunta como esa —asegura.

—¿No me digas que el tipo es inocente?

Por toda respuesta, Vivales pone en el hombro de Melchor una mano piadosa y, con verdadera curiosidad, pregunta:

—Inocente, ¿de qué? —Luego explica—: Por lo que yo sé, ese pollo es más malo que la tiña. Pero a estas alturas ya deberías saber que yo soy capaz de defender a Jack el Destripador. Qué digo a Jack el Destripador: a Liberty Valance. ¿Y sabes por qué? —No aguarda respuesta—. Porque hasta el mayor hijo de puta del mundo tiene derecho a que alguien lo defienda. Si no es así, no hay justicia. —Hace un silencio, y Melchor comprende que el abogado le busca los ojos; se alegra de que esté demasiado oscuro para que los encuentre—. ¿O es que tú eras inocente cuando te defendí? —Quitándole la mano del hombro, Vivales concluye—: Cada uno a lo suyo, hijo: tú dedícate a perseguir a los malos, que yo mientras tanto me dedicaré a defenderlos.

Melchor se mete en la cama pensando que es la primera vez en su vida que Vivales le llama hijo.

A las ocho y media de la mañana deja a Cosette en el casal, y ya se dispone a montar en su coche para dirigirse hacia Egara cuando se dice que debería mandarle un wasap a Rosa Adell, pero no se le ocurre qué escribir y no escribe nada. En ese momento le llama Vàzquez por teléfono y le ordena que se quede en Barcelona.

—Ya sé desde dónde llamaron a la alcaldesa —anuncia—. ¿No te dije que era un teléfono público? —Le da una dirección del Raval—. Pásate por allí, a ver qué puedes averiguar.

—¿Voy solo?

—Como un pirindolo —contesta Vàzquez, que cada vez habla más deprisa, o eso le parece a Melchor—. Hay novedades sobre el secuestro de Santa Coloma, la cosa está que arde, llevo desde anoche haciendo preparativos para intervenir.

—¿Quieres que vaya a echar una mano?

—Ni hablar —contesta Vàzquez—. Blai se está portando, por una vez tengo la gente que necesito. Tú sigue con lo de la alcaldesa, no podemos abandonarlo por las buenas, y menos con el poco tiempo que queda para que venza el plazo. ¿Necesitas algo?

—No —dice Melchor. Enseguida rectifica—: Bueno, sí. Cuando puedas, consígueme la dirección de un tipo. Se llama Alexis Rosa.

Vàzquez se hace repetir el nombre; luego pregunta:

—¿Y ese quién es?

—Ya te lo contaré.

Camina hasta la Rambla disfrutando de la frescura pasajera de la mañana y, al llegar a la parada de metro del Liceo, dobla hacia la derecha por la calle Sant Pau, sigue adelante y, justo en la esquina de la Rambla del Raval, descubre el teléfono público encastrado en la pared.

El resto de la mañana se lo pasa husmeando por el barrio. De entrada, explora los alrededores del teléfono hasta dar con dos establecimientos que disponen de cámaras de seguridad orientadas a la calle: el primero es una empresa de seguridad; el segundo, el cajero automático de una sucursal del Banco de Santander. Ninguna de las dos cámaras enfoca directamente al teléfono, pero Melchor quiere visionar las imágenes que ambas grabaron dos días atrás, a la hora en que la extorsionadora llamó a la alcaldesa. El director de la sucursal del Santander no pone ninguna objeción; el responsable de la empresa de seguridad, en cambio, se muestra más renuente, pero también acaba accediendo. Melchor examina con cuidado las dos grabaciones: no detecta nada sospechoso en ellas. Tampoco saca nada en claro de interrogar a empleados y propietarios de tiendas, bares y restaurantes de la zona, a varios vecinos del inmueble donde se halla el teléfono y a un sintecho que duerme en una esquina, ovillado sobre un saco de dormir y mimetizado con su perro. Un par de veces recorre arriba y abajo la calle Sant Pau y las bocacalles adyacentes, tratando de reconstruir el trayecto hipotético de la extorsionadora. En algún momento le asalta incluso la tentación de regresar al locutorio del Francés, que queda muy cerca, y volver a preguntarle por el cliente para quien duplicó la tarjeta SIM del móvil de Farooq Hoque, pero enseguida decide que sería inútil o contraproducente, y acaba descartándolo.

Al mediodía le mandan desde Egara la dirección de Alexis Rosa. Una hora más tarde llama un par de veces consecutivas a Vàzquez y le pone un par de wasaps, pero el sargento no contesta; tampoco Blai responde a sus mensajes. Decide entonces hacer un recado.

Sube al metro en plaza de Cataluña y toma la línea uno hacia Hospital de Bellvitge. Nueve paradas después se baja en la estación de Torrassa y camina hasta la calle Orient. Allí busca el número siete, lo encuentra, llama por el interfono a una puerta del tercer piso. Nadie le contesta y se mete en una cafetería, justo enfrente.

Se ha hecho la hora de comer y tiene un hambre de lobo, así que se sienta junto a un ventanal y pide una ensalada, un bistec y una Coca-Cola. Se los come sin perder de vista la entrada del número siete, de donde ve salir a un matrimonio maduro, a una muchacha de aire punk, a una anciana que arrastra un carrito. Hacia las cuatro, cuando ya está a punto de llamar a Vivales para explicarle que ha surgido otra vez un imprevisto y preguntarle si puede ir a recoger a Cosette, ve entrar en el portal a un cincuentón rollizo y pelirrojo. Sin apresurarse, paga lo que ha consumido, sale de la cafetería, cruza la calle y vuelve a llamar al mismo timbre. Esta vez sí le contestan.

—¿Alexis Rosa? —pregunta Melchor.

—Soy yo —dice una voz masculina.

—Vengo de parte de Domingo Vivales —miente Melchor.

—¿De quién? —pregunta el hombre.

—De Domingo Vivales —repite Melchor—. Su abogado. Ábrame, por favor. Es importante.

La puerta se abre.

Aquella noche, después de leerle un rato Miguel Strogoff en la cama a su hija, esta le pregunta si van a quedarse mucho tiempo en Barcelona; Melchor le contesta que no mucho.

—¿Cuánto? —insiste Cosette.

—No lo sé —reconoce Melchor—. ¿No estás bien aquí?

—Muy bien.

—¿Entonces?

Acurrucada junto a él, Cosette se encoge de hombros y hace un mohín. Melchor pregunta:

—¿Te gustaría volver este fin de semana a casa?

—Me encantaría.

Acuerdan pasar el fin de semana en la Terra Alta y, poco después de que Cosette se duerma, Melchor recibe un wasap plagado de mayúsculas y signos de admiración donde Vàzquez le informa de que por la tarde han liberado a la mujer del narco de Santa Coloma, le dice que están celebrándolo en el Nicosia, un bar de copas de Sabadell, y le anima a que vaya a celebrarlo con ellos. Melchor le da la enhorabuena y le contesta que se verán a la mañana siguiente en Egara.

A la mañana siguiente, en Egara, la fiesta continúa, o esa impresión tiene Melchor al llegar allí. La oficina de Secuestros y Extorsiones está abarrotada de compañeros que apenas han dormido y que beben zumo de naranja y café y devoran cruasanes, ensaimadas y magdalenas; entre ellos también hay varios guardias civiles y policías nacionales. En el centro del guirigay, sonriendo de oreja a oreja, eufórico y extenuado, Vàzquez despliega una hiperactividad verborreica, y, al ver a Melchor, le da un abrazo y le explica comiéndose las palabras que la operación de la víspera se precipitó en cuestión de horas, que, bajo la supervisión de Blai, improvisó un dispositivo integrado por más de cincuenta personas, que irrumpieron a las cinco de la tarde en un chalet de Sant Vicenç dels Horts, cerca de Barcelona, donde encontraron a la mujer del narco aterrorizada pero en buen estado físico, y que en total habían detenido a cinco individuos, cuatro de ellos en el chalet de Sant Vicenç —dos rumanos y dos españoles— y otro —un argelino— en un piso de Sant Joan Despí. En determinado momento, Vàzquez interrumpe su relato para atender una llamada telefónica.

—Llegan las felicitaciones de las damas, chavales —anuncia el sargento, guiñando un ojo cómplice a la concurrencia y buscando un sitio tranquilo para hablar—. Es Verónica, el bombón de prensa.

Cuando el sargento regresa al grupo, la sonrisa se ha borrado de su boca, sustituida por un rictus desabrido.

—¡Qué poco dura la alegría en la casa del pobre! —se lamenta—. En Ara ha salido lo de la alcaldesa.

Los miembros de la unidad se abalanzan sobre sus ordenadores y teléfonos móviles. La noticia, en efecto, destaca a toda página en la portada de la edición digital del diario, firmada por Roger Galí. Este, para justificar el titular a cuatro columnas que encabeza su artículo («Sextorsion en la plaza de Sant Jaume»), lo ha inflado a base de chismografía sobre la vida sexual de la alcaldesa y de politiquería sobre los entresijos del Ayuntamiento: la única noticia tangible que aporta el gacetillero es que la primera regidora de la ciudad está siendo víctima de un chantaje sexual y que los Mossos d’Esquadra han abierto una investigación al respecto. Aún no ha terminado de leer el texto Melchor cuando el timbre de su teléfono le vuelve de golpe consciente del silencio que reina en el despacho. Es Blai.

—¿Has visto el Ara? —pregunta.

—Lo estoy viendo —contesta Melchor.

—El intendente está que trina —gruñe su amigo—. Ahora mismo os quiero a Vàzquez y a ti en mi despacho.

Al sargento no le molesta recibir a través de un subordinado la orden de un superior, que se ha saltado así la jerarquía, y, mientras la fiesta se desintegra y salen de la oficina Vàzquez y Melchor, aquel le pregunta a este si ayer sacó algo en claro sobre el teléfono público que los extorsionadores usaron para llamar a la alcaldesa.

—Nada —contesta Melchor, pensando que Cosette tendrá que quedarse sin su fin de semana en la Terra Alta.

Quien está que trina es Blai, que los recibe en su despacho como una fiera enjaulada, cruzando a izquierda y derecha ante la ventana que se abre sobre el patio central de Egara.

—Bueno —dice cuando deja de abominar de la prensa, del intendente, de su mala fortuna, del mundo en general—. ¿Y ahora qué?

Ayudado por Melchor, Vàzquez improvisa una síntesis apresurada de la situación. El tic de la mejilla se le ha disparado, los labios le tiemblan y Blai debe pedirle un par de veces que hable más despacio. Cuando el sargento concluye su explicación, se hace un silencio y, antes de que nadie reaccione, suena su teléfono.

—Aquí la tenemos —anuncia Vàzquez, tras consultar su pantalla.

El sargento inspira hondo antes de responder y, durante un par de minutos, Melchor y Blai ven cómo, presa de una súbita serenidad, su compañero escucha, asiente, intenta tranquilizar a la alcaldesa, le pide unos minutos para reflexionar, promete llamarla enseguida.

—Ahora sí está asustada —constata Vàzquez, apenas cuelga—. Quiere pagar sea como sea.

Vuelve a hacerse el silencio en el despacho del jefe del Área Central de Investigación de Personas, pero esta vez es Melchor quien lo rompe.

—No me parece mal —dice, seguro de traducir en palabras el pensamiento de sus compañeros—. Si los de Delitos Económicos tienen razón, pagando hay una oportunidad de pillar a los malos. Es el momento de probarlo.

Blai se queda observando a Melchor; luego se vuelve hacia Vàzquez y solicita su opinión. El sargento tarda en contestar unos segundos durante los cuales pestañea como si sus párpados se hubiesen contagiado del tic de la mejilla.

—A mí tampoco me parece mala idea —confiesa—. Sea como sea, hay que cambiar de estrategia. No nos queda mucho tiempo, y la ventaja del secreto ya la hemos perdido. Desde luego, podríamos entrevistar ahora mismo a los tres tenores. Al fin y al cabo…

—¿Los tres tenores? —le interrumpe Blai.

—Los tres sospechosos —aclara Vàzquez—. Los tres pollos que aparecen en el vídeo: el marido, Vidal y el otro.

—Rosell —apunta Melchor.

—Ese —dice Vàzquez—. Podríamos ir a por ellos, después de todo ya saben que andamos detrás de los chantajistas. Pero yo no lo haría. Todavía no. Yo agotaría el cartucho del pago. Es más sencillo y más rápido. Puede que sea el momento de usarlo, como dice Melchor. Si acertamos, cojonudo. Si no, empezamos a interrogar a los tres.

Blai ha escuchado la argumentación del sargento volviendo a caminar a grandes zancadas ante el ventanal del despacho, por el que entra un sol deslumbrante. Una vez que Vàzquez deja de hablar, el inspector se detiene, fija la vista en él y luego en la pared de su derecha, justo donde se halla colgada la fotografía familiar, con su mujer y sus cuatro hijos vestidos de excursionistas y encaramados en un promontorio rocoso de la Terra Alta; contemplando esa imagen bucólica, el inspector parece por un momento quedarse en blanco.

—No se hable más —decide por fin, saliendo de su abstracción—. Probemos con el pago. Melchor, vete ahora mismo a Delitos Económicos: diles que empiecen a buscar los moneros y que, en cuanto tengan el dinero de la alcaldesa, los compren y paguen lo que hay que pagar. Mejor esta tarde que mañana, si puede ser. Diles que me avisen cuando sepan algo. —Señala al sargento—: Y tú dile a la alcaldesa que prepare el dinero. Y que me llame en cuanto lo tenga. Si no me encuentra, que llame a Melchor. Y cuando termines de hablar con ella te vas a tu casa, te das una ducha y te metes en la cama. Que parece que llevas una semana sin dormir. —Vàzquez se dispone a protestar cuando Blai lo ataja—: Es una orden.

Melchor pasa el resto de la mañana con tres miembros del Área Central de Investigación de Delitos Económicos, quienes poco después del mediodía le confirman que, antes de cuarenta y ocho horas, será muy difícil conseguir los moneros necesarios para realizar el pago del chantaje. La noticia le irrita y le alivia: le irrita porque paralizará el caso durante el fin de semana; le alivia porque, a menos que Blai diga lo contrario, Cosette y él podrán pasarlo en la Terra Alta. Blai no dice lo contrario.

—No te preocupes —es lo que dice el inspector, después de despotricar preceptivamente contra Delitos Económicos—. Vete tranquilo. Este fin de semana estoy de guardia. En cuanto sepa algo, te llamo.

Melchor recoge a Cosette a la salida del casal, compran un par de bocadillos y se los comen mientras viajan en coche hacia la Terra Alta. Al desviarse de la autopista del Mediterráneo y tomar la carretera general los llama Vivales. Hablan un rato los tres con el manos libres y, antes de colgar, Melchor le pregunta al abogado por el juicio de aquella mañana.

—Se ha suspendido —contesta Vivales—. Ayer el tipo se cayó por las escaleras de su casa y está en el hospital, con un par de costillas rotas y hecho polvo. Menudo muñones.

Se pasa el fin de semana dudando si llamar o no a Rosa Adell, y termina por no llamarla. Cosette apenas para por casa: en compañía de sus amigas, juega al fútbol, se baña en la piscina municipal, ve películas, y el sábado por la noche duerme en casa de Elisa Climent.

Por su parte, Melchor sale a correr cada mañana por el campo, y el resto del tiempo lo dedica a leer en casa o sentado a la puerta del bar de la plaza, con un café o una Coca-Cola a mano. El domingo al mediodía, mientras termina La ilustre casa de Ramires después de haberse pasado la mañana leyendo los manuscritos del concurso literario, Blai le llama por teléfono y le cuenta que la gente de Delitos Económicos consiguió anoche los moneros y a primera hora de la mañana pagó el rescate.

—¿Y? —pregunta impaciente Melchor.

Se ha alejado de la terraza del bar buscando resguardarse del sol asesino de julio bajo la protección de las moreras que sombrean el centro de la plaza.

—Nada de nada —contesta Blai—. Por lo visto los malos son unos hackers de la hostia: se han conectado a su teléfono para llevarse el dinero, pero le han camuflado el IP gracias a una aplicación que se llama TOR y para colmo se han conectado a esa aplicación a través de una VPN.

—¿Una qué?

—Virtual Private Network: red privada virtual. Una especie de tubo o de túnel que te conecta directamente al servidor sin que nadie tenga acceso a tus transacciones, de manera que la comunicación se convierte en privada. Es lo que me han contado. En resumen, los tipos están blindados, así que por ahí no vamos a ninguna parte.

Blai se calla y, mientras Melchor observa de lejos el bullicio alborozado del mediodía en la terraza del bar, imagina a su compañero, solo y abatido por las malas noticias en la desolación dominical del complejo Egara, con su mujer y sus hijos a doscientos kilómetros de él, en la Terra Alta. Pregunta:

—¿Se lo has contado a Vàzquez?

—Le he llamado un par de veces, pero no me contesta. Llámale tú. Dile que mañana mismo empezamos a entrevistar a los tres tenores.

—Le llamaré enseguida.

Otro silencio; por un momento, Melchor piensa que Blai le ha colgado. Enseguida oye:

—Nos quedan seis días, españolazo. Hay que arreglar esto antes como sea. No vamos a tolerar que unos chorizos decidan quién tiene que ser alcalde de Barcelona y quién no, ¿no te parece?

Melchor se despide.

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