¡Independencia!

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Segunda parte » Capítulo XXXII

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Capítulo XXXII

La orden de resistir hasta el final se transmitió a todos los puestos de defensa. En el convento de San Francisco, junto a la derruida Cruz del Coso, la tomaron al pie de la letra, y durante cuatro días los soldados y voluntarios allí destacados la cumplieron sin el menor titubeo. La artillería francesa centró buena parte de su potencia de fuego en este reducto, que fue bombardeado una y otra vez, de manera inmisericorde, hasta que, debilitadas las defensas y muertos o heridos la mayoría de sus defensores, dos regimientos de la infantería imperial lo tomaron al asalto. Una mina de tres mil libras hizo que el convento volara por los aires y quedara totalmente destruido.

Palafox había dicho que se mantuviera esa posición hasta que o bien se rechazara a los franceses o bien no quedara ningún defensor vivo, pero Faria había ordenado la evacuación del convento a fin de evitar muertes inútiles.

—Avanzan como una mancha de aceite, despacio, pero empapándolo todo a su paso. No podemos resistir. Creo que es hora de pensar en la capitulación, coronel —le dijo a Faria el sargento Morales, mientras se retiraban de las ruinas de San Francisco.

Cuatro días más tarde, los franceses entraron en el barrio de la Magdalena, en la segunda línea defensiva dispuesta por Palafox, en el interior de la ciudad, y tres días después cayeron las últimas casas del barrio del Arrabal, donde un puñado de defensores había soportado el ataque de unas fuerzas muy superiores en número y en armamento. A mediados del mes de febrero, más de la mitad del casco urbano de Zaragoza estaba controlado y bajo dominio francés.

—Y no se rinden, esos testarudos aragoneses no se rinden —comentó el general Junot (quien tras ser sustituido en el mando por el mariscal Lannes se había hecho cargo de una división), al final de una reunión del Estado Mayor—. Los estamos machacando con nuestra artillería y barriéndolos después con nuestras cargas de infantería, pero siguen resistiendo, los muy tercos, aunque saben que no tienen la menor oportunidad de vencer en esta batalla.

Los generales franceses contemplaban la ciudad de Zaragoza desde lo alto de los montes de Torrero. La ciudad estaba totalmente rodeada de fosos y de trincheras de aproximación en zizgag construidos por los zapadores franceses; los conventos y monasterios donde se había concentrado la defensa en la primera línea estaban ardiendo o envueltos en densas columnas de humo negro y gris, y en el interior de la ciudad se producían estallidos de las granadas que los artilleros franceses hacían explotar casa por casa. Sobre algunas ruinas ondeaban las banderas tricolores de los franceses, mientras que en lo alto de algunas torres del centro de la ciudad lo hacían las banderas a franjas rojas y amarillas de Aragón, y las de España, semejantes a las que habían ondeando en lo alto de los mástiles de los navíos de guerra en Trafalgar.

—En apenas dos meses, hemos lanzado sobre esa ciudad más de veinte mil proyectiles y granadas. Debe de haber unas cuarenta o cincuenta mil personas desesperadas ahí adentro y quién sabe cuántas más muertas, no me explico cómo es posible que sigan soportando nuestros disparos, la escasez de víveres, las enfermedades… —comentó uno de los generales franceses.

—Siempre ha sido así. El emperador me recomendó hace algún tiempo la lectura de un libro de historia, ya saben ustedes, caballeros, cuánto le apasiona, en el que pude estudiar las motivaciones que los asediados encuentran para resistir el cerco de un ejército muy superior. Y, créanme, siempre hay un motivo para mantener la esperanza de que el que resiste acabará venciendo al sitiador.

—Pero son veinte mil bombas, mariscal, veinte mil impactos, más de trescientos cañonazos cada día. Ninguna ciudad hasta ahora había soportado semejante potencia de fuego.

—De eso se trata, general, de que no puedan soportarlo. Nuestra táctica está dando buenos resultados. Avanzamos despacio, pero de manera continuada, y cada día ocupamos un bastión defensivo o un sector de un barrio. Nosotros somos más fuertes y ellos se debilitan por momentos. Aunque se hayan juramentado para resistir hasta la muerte, habrá un instante en el que se vengan abajo y capitulen. En ocasiones, de la resistencia ciega a la rendición incondicional apenas hay un paso.

• • •

Al otro lado del río, en la margen izquierda del Ebro, sólo resistía una pequeña guarnición atrincherada en el convento de San Lázaro, cerca del puente de Piedra. Todo ese barrio, el único de la ribera izquierda, estaba en poder de los franceses.

Un oficial se presentó en Capitanía solicitando permiso para abandonar aquella posición.

Palafox estaba recostado en un sofá, dormitando tras una larga noche en vela. Faria entró en su despacho y lo despertó.

—General, el barón de Warsage, al mando de las tropas que defienden el convento de San Lázaro, pide permiso para abandonar la posición. Todavía mantenemos una vía de acceso al puente, pero es probable que los franceses la corten hoy mismo. En ese caso, esos hombres quedarían aislados y condenados a una muerte cierta.

—Mantener San Lázaro es vital para poder controlar el puente de Piedra —alegó Palafox, que parecía un tanto aturdido.

—Lo es, señor, pero nada podemos hacer.

—De acuerdo, pueden proceder a la evacuación. Vaya usted, Francisco, con algunos hombres para proteger la retirada de Warsage y refuerce la defensa de este lado del puente.

Era la primera vez que Palafox cedía y admitía el abandono de una posición.

Faria atravesó las callejuelas del centro de la ciudad y llegó al frente de un batallón de fusileros hasta la orilla del río. Los arcos del viejo pero imponente puente de Piedra veían pasar bajo sus vanos una menguada corriente de agua verdosa. Hacía frío, aunque lucía un tibio sol invernal.

—Los franceses han ocupado la zona de la izquierda; hay al menos un centenar de ellos parapetados tras aquellas tapias —le indicó el oficial a Faria.

—Bien, tenemos que proteger el paso del puente, y para ello habrá que cubrir a nuestros hombres para que puedan atravesarlo. Iremos al otro lado y nos desplegaremos en la zona de la embocadura, de modo que los soldados de San Lázaro puedan ir saliendo y atravesando el puente, y luego nos retiraremos nosotros. Quiero veinte fusileros, los que tengan mejor puntería, desplegados en esta orilla, que disparen a cualquier francés que se asome del otro lado del puente. Vamos.

Faria y varios de sus hombres corrieron a través del puente hacia el Arrabal. Consiguieron alcanzar la otra orilla sin ningún percance y se acercaron hasta el convento de San Lázaro. Faria le dijo a Warsage que Palafox había autorizado la retirada, y el barón ordenó la inmediata evacuación de aquella posición. Primero salieron los heridos y los enfermos, protegidos y ayudados por algunos compañeros de armas, y al final los soldados que podían empuñar un arma.

Cuando no quedó nadie más, Warsage y Faria retrocedieron hacia el río. Españoles y franceses habían comenzado a intercambiar algunos disparos, que se intensificaron cuando el grueso de los defensores de San Lázaro atravesaba el puente.

Desde la orilla derecha, los fusileros a las órdenes de Faria disparaban a discreción para proteger a los compañeros que se retiraban, intentando mantener a raya a un destacamento de infantería francesa que al apercibirse de la maniobra había acudido raudo para evitarla.

—Maldita sea, nos quieren cortar la retirada.

Faria alzó la cabeza por encima del pretil del puente y observó a varios soldados franceses que se estaban desplegando a su izquierda para ganar una buena posición y poder batir con sus disparos todo el puente. Varios de ellos empujaban un cañón de pequeño calibre y estaban colocándolo en posición de tiro.

—Estamos atrapados —dijo el barón de Warsage.

—No si corremos lo suficiente. A esa distancia hay que ser un extraordinario tirador para acertar a un blanco móvil con un fusil, y más sin tener una buena referencia de tiro. La mayoría de nuestros hombres han ganado ya la otra orilla y nosotros también podemos hacerlo. ¿Qué tal corre usted, barón? —le preguntó Faria.

—Creo que podré hacerlo.

—Sargento —le dijo Faria a Morales—, sólo quedamos media docena de hombres en este lado, todos los demás ya están a salvo. Acabo de ver cómo varios gabachos están preparando un cañón, y si les damos tiempo a disparar estamos perdidos. No tenemos otra solución que correr como si nos persiguiera el mismísimo demonio. ¿Están todos ustedes en condición de correr?

Todos los hombres contestaron afirmativamente.

—En ese caso, no esperemos más —terció Warsage.

—Corran todo lo agachados que puedan, y háganlo cambiando de dirección y de velocidad y nunca agrupados; no mantengan una trayectoria constante ni una velocidad uniforme, pues en ese caso serán un blanco mucho más fácil. Desde el otro lado los fusileros del segundo regimiento nos cubrirán con sus disparos, pero sepan que llegar o no al final del puente depende de la velocidad de sus piernas —dijo Faria.

—Y de la fortuna, conde. Encomiéndense a la Virgen del Pilar, pero corran como demonios —añadió Warsage.

Los seis hombres que habían quedado atrapados en el otro lado del río saltaron como impulsados por el mismo resorte y comenzaron a correr sobre el puente de Piedra hacia la orilla derecha. Los disparos de los fusileros franceses se concentraron en ellos. Los impactos de las balas rebotaban en el pretil y silbaban alrededor de sus cabezas. A mitad del puente seguían corriendo los seis con toda la velocidad que eran capaces de imprimir a su piernas.

—¡Vamos, vamos, casi lo hemos conseguido! —gritó Faria tratando de animarlos, cuando apenas quedaban treinta metros.

Warsage iba el último. Faria miró un instante hacia atrás y contempló el rostro sonriente del barón. Parecía fresco y no daba muestras de cansancio ni de agobio. Francisco creyó que se había quedado cerrando el grupo a propósito. Era un hombre valiente que nunca rehuía el peligro y al que le gustaba estar al frente de sus hombres, siempre en primera línea.

—Ya estamos, ya…

Antes de que pudiera acabar la frase, sonó a sus espaldas un tremendo estampido. Los artilleros habían logrado armar el cañón y habían disparado hacia el puente. Warsage profirió un grito de dolor. El proyectil había impactado en el pretil, pero un fragmento de metralla se le había incrustado entre los omóplatos. El barón dio un traspié, se echó las manos al pecho, torció la cabeza hacia atrás y cayó rodando sobre el empedrado.

Faria se detuvo de golpe y giró sobre sus pasos hasta llegar al cuerpo del barón, cuya vida se le iba a borbotones. El coronel de la guardia de corps cogió a Warsage por los hombros y sus manos quedaron empapadas en sangre.

—Vamos, vamos, puede usted llegar, sólo ha sido una herida…

—No, no —balbució Warsage—, me han partido el corazón. Estoy muerto, conde, estoy muerto. Rece usted por mí. Rece.

—¡Sargento, Morales! —gritó Faria.

Morales, que ya se había apercibido de lo ocurrido, regresó junto a los dos rezagados.

—Déjeme, coronel, yo lo llevaré.

Los poderosos brazos de Morales izaron en vilo el cuerpo de Warsage, y se lo cargó al hombro para continuar corriendo hacia el final del puente. Faria miró de nuevo hacia atrás y pudo ver el humo de las detonaciones de algunos mosquetes, cuyas balas seguían silbando a su alrededor. Hizo un disparo con su fusil y ganó la orilla derecha tras Morales.

—¿Todavía respira? —preguntó Faria ante el cuerpo inerte de Warsage, que Morales había dejado sobre una carreta, ya dentro de la puerta del Ángel.

—No. Creo que un fragmento de metralla le ha atravesado el corazón o los pulmones.

El hombro izquierdo y la espalda de Morales estaban empapados en sangre. Dos nuevos cañonazos impactaron en la puerta del puente; parecían el anuncio de la inminente victoria de los franceses. La orilla izquierda era ya suya por completo.

• • •

La epidemia de tifus, al que llamaban pestilencia, se extendió por Zaragoza como un reguero de pólvora. Cada día morían en los hospitales más de trescientas personas. Ni siquiera había tiempo ni espacio para los funerales, y los cadáveres eran depositados en fosas comunes ya excavadas, generalmente en las bodegas de algunas casas, para ser enterrados de inmediato y evitar así el peligro del contagio. La carencia de alimentos venía a agravar el problema.

Los huecos que dejaban en las trincheras los que caían enfermos o heridos ya no podían ser reemplazados por nuevos contingentes de reserva. La tarde del 18 de febrero de 1809 la caída de Zaragoza parecía inevitable, cuestión de unos pocos días. Antes de desvanecerse las últimas luces del atardecer, los franceses hicieron fuego de artillería sobre los edificios de la universidad.

Faria pasó la noche en Capitanía, al lado de Palafox, cuyo aspecto parecía empeorar por momentos.

—Si el capitán general no descansa al menos unas horas, caerá enfermo, si no lo está ya —le confesó a Faria el médico que lo atendía.

—¿Tiene la pestilencia? —le preguntó Faria.

—Creo que sí. Es un hombre fuerte y muy resistente, pero no ha comido casi nada en los últimos dos días y me temo que eso ha afectado a su ya maltrecha salud.

Faria pidió a uno de los asistentes que bajara a la cocina de palacio y regresara con un buen caldo de carne para el general.

—Lo siento, coronel. Eso mismo me ha dicho el médico hace un rato, pero no queda nada de carne; sólo un poco de arroz, ajos y un par de jarras de aceite.

—En ese caso, que le hagan una sopa de ajo bien caliente.

Palafox no quiso tomar nada, pero Faria casi le obligó a beber la sopa de ajo servida en una cazuela en la que flotaban unas migas de pan y unos ojos de aceite.

Al amanecer del día 19 los franceses avanzaron por la calle del Coso, ocuparon la puerta del Sol y volaron la iglesia de la Trinidad. Conforme iban adentrándose en la ciudad, encontraban cada vez menos resistencia. Esa misma tarde, Capitanía estaba cercada. Palafox tenía una fiebre muy alta y de todos los puntos de combate llegaban noticias desastrosas. La infantería francesa, bien cubierta por la artillería ligera, estaba ocupando casa a casa y había logrado rebasar la segunda línea de defensa ubicada en la calle del Coso. Todos los oficiales españoles al mando en el frente de batalla informaban que estaban dispuestos, junto a sus hombres, a mantener su posición hasta el final, pero sugerían que, ante el estado de la situación, lo más adecuado sería intentar llegar con los franceses a un acuerdo para pactar una capitulación honrosa.

A la vista de los informes, el general Palafox, al que la fiebre había comenzado a afectar gravemente, dio la orden de seguir peleando sin dar un solo paso atrás.

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