¡Independencia!

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Segunda parte » Capítulo XXXIII

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Capítulo XXXIII

En los hospitales, los heridos y los enfermos seguían muriendo a centenares. El personal sanitario no daba abasto ni siquiera para desalojar a los muertos. La madre Ráfols, que estaba al frente de los servicios sanitarios, no pudo más.

—Me niego a soportar tanta muerte. Cayetana, ¿puede venir, por favor?

La amante de Faria estaba muy cerca atendiendo a un herido.

—Dígame, madre.

—Escuche. Quiero que me ayude. No podemos consentir por más tiempo esta locura. Voy a ir ante el mariscal francés que dirige este asedio y voy a pedirle, a suplicarle si es necesario, que ponga fin a esta situación. Si nadie detiene esta masacre, en una semana no quedará un solo zaragozano vivo. Usted habla bien francés, quiero que me acompañe.

—Pero madre, ya sabe usted cuáles son las pretensiones de los franceses: o rendición incondicional o nada.

—Sí, eso es lo que le han propuesto a un hombre; veremos si se atreven a decirle lo mismo a una mujer. Bien, ¿me acompaña o tendré que ir sola?

—Por supuesto que iré con usted.

—En ese caso, póngase un hábito de la orden.

—¿Se refiere a que me vista de monja…?

—Por supuesto, niña. Una mujer tan hermosa como usted no duraría ni un segundo intacta entre los soldados franceses. En cambio, las monjas les causamos más respeto, aunque sé que ya ha habido casos en los que han violado a conventos enteros. Cámbiese, coja una capa y vayamos.

—¿Ahora? —se sorprendió Cayetana.

—Pues claro que ahora, cuanto antes se acabe con esto, mejor.

La madre Ráfols cogió el mango de una escoba y colocó en un extremo un paño blanco. Después se lo dio a la hermana María del Pilar, una de sus ayudantes, que también las acompañaría.

—Es usted muy valiente, madre —le dijo Cayetana, que acababa de vestirse con el hábito y la capa de una monja recién fallecida de pestilencia.

—No, mi querida amiga, estoy medio muerta de miedo.

Las tres mujeres avanzaron por las calles con la bandera blanca en alto. Cuando llegaron al final del Coso y se toparon con las posiciones avanzadas francesas, siguieron caminando hacia delante ante los atónitos ojos del capitán que mandaba la primera compañía de la vanguardia de infantería.

—¡Alto, alto ahí! —gritó en francés.

Cayetana, que portaba en ese momento la bandera blanca, alzó los brazos y dijo en francés:

—Somos monjas, monjas, no ocultamos ningún arma, queremos hablar con su comandante en jefe.

—He dicho alto, no sigan, no sigan.

—Continúe andando, Cayetana, ¿no irá a tener miedo ahora?

Las tres mujeres avanzaron hacia los franceses ante el estupor del comandante, que ordenó a sus hombres que no dispararan.

Al llegar frente al oficial, la madre Ráfols le dijo a Cayetana que le tradujera lo siguiente:

—Dígale que queremos ver a su comandante en jefe, que somos monjas de servicio en el hospital y que necesitamos su comprensión.

Cayetana, que había aprendido bastante francés durante los meses que estuvo en Francia en la posada de La Manzana Verde, en San Juan de Luz, se lo comunicó así al capitán. El oficial de infantería se atusó su fino bigote, miró con cierta curiosidad los ojos negros y profundos de Cayetana y les dijo que lo siguieran.

—Vaya, este oficial parece un hombre sensato —bisbisó Cayetana.

—Vamos, niña, lo que está haciendo es por usted, ¿no se da cuenta de cómo la mira?

Las tres mujeres fueron conducidas ante un comandante llamado Bertrand, que no quitó la vista de Cayetana, el cual las llevó a su vez a presencia del mariscal Lannes, el sustituto en el mando de Junot, quien estaba muy molesto porque había dirigido las tropas imperiales apenas tres semanas. El nuevo general en jefe estaba almorzando en su tienda; degustaba un faisán guisado con salsa de castañas y sobre su mesa había una botella del mejor vino de Burdeos.

—Usted traduzca lo que yo diga y no se sorprenda de lo que vea, ¿de acuerdo?

Lannes las recibió tras hacerles esperar durante una hora. Nada más entrar en la tienda, y ya en presencia del mariscal, la madre Ráfols se arrojó a sus pies y comenzó a rogarle, a suplicarle en nombre de Dios, que detuviera aquella matanza.

Ante el asombro de los presentes, Cayetana traducía al francés las frases de misericordia y piedad que pronunciaba María Ráfols.

—¡Basta, basta! Y usted, hermana, cállese, que me está volviendo loco; con una monja majareta como ésta ya es suficiente. Entiendo su idioma y si habla más despacio comprenderé todo lo que dice, y hágalo así o las echaré a las tres a patadas de aquí.

María Ráfols se levantó con la ayuda de Cayetana y habló con convicción a Lannes.

—Señor, estamos aquí para pedirle clemencia para los enfermos y heridos; en los hospitales se hacinan cientos de ellos que morirán si no les proporcionamos medicinas y alimentos.

—¿Sabe usted lo que me está pidiendo, señora? —preguntó Lannes ahora en español.

—Sé que su señoría es un gran soldado.

—No me conoce.

—Me basta con ver sus condecoraciones y sus entorchados de gala para comprenderlo. Y los grandes soldados suelen tener gestos de conmiseración para con los vencidos. Unos pocos alimentos y algunas medicinas no retrasarán en nada su victoria y en cambio evitarán muchas muertes inútiles.

—Hace unas semanas ofrecimos la capitulación, pero su general se negó a aceptarla. Ahora sólo aceptaremos la rendición incondicional.

—Eso tendrá que decírselo usted al general Palafox. Yo no soy un soldado, sólo una monja que no desea otra cosa que servir a Dios y al prójimo, y salvar cuantas vida pueda.

Lannes era uno de los generales más crueles del Imperio. No creía ni en Dios ni en la religión, ni en ninguna otra cosa que no fuera él mismo, aunque sentía cierto respeto hacia las personas de condición eclesiástica porque en una ocasión había oído decir a Napoleón que la religión era útil para el hombre.

El mariscal se sentó en su silla y bebió un largo trago de burdeos en una copa de cristal; después tomó de un frasco un par de frutas almibaradas.

—¿Nos dará esos alimentos y medicinas, general? —preguntó María Ráfols.

—¿Y qué me ofrecen ustedes a cambio? ¿Tal vez esa compañera suya que habla francés? ¿Sabe, señora?, jamás me he acostado con una monja. Imagino que será virgen, ¿o no? La gente cuenta muchos relatos jocosos de curas follándose a las monjas de los conventos. ¡Humm!, veamos.

Lannes se acercó a Cayetana, la rodeó mirándola como un halcón a punto de caer sobre su presa y la cogió por la cintura.

—¡Suéltela! —gritó la madre Ráfols.

—¡Vaya!, excelente género. Sí, me quedaré con ella a cambio de lo que me pide para sus enfermos. Es lo justo, ¿no cree?

—Es usted un depravado, un bruto…

Lannes cogió a María Ráfols por el cuello.

—Mire, señora, ni a usted ni a nadie le consiento que hable así a un mariscal de Francia.

La mano de Lannes apretaba con fuerza el cuello delgado y frágil de sor María, hasta el punto de que apenas le dejaba respirar.

—Va usted a matarla. Suéltela. Si yo soy el pago a cambio de sus alimentos y medicina, aquí me tiene, pero suelte a la madre Ráfols —intervino Cayetana, con tal decisión que dejó impresionado a Lannes.

El mariscal soltó a María y se acercó a Cayetana, a la que cogió ahora por el pecho.

—Terso, firme y duro como una manzana, seguro que esta noche me arrepentiré por haberla dejado ir.

El comandante Bertrand miraba desde un lateral de la sala a Cayetana, y en sus ojos se intuía el deseo de poseerla.

—Entonces… —bisbisó María Ráfols, que se estaba recuperando de la presión de la mano de Lannes sobre su garganta.

—Estas mujeres han demostrado más valor que la inmensa mayoría de los hombres con los que me he enfrentado en el campo de batalla. Está bien, les proporcionaré medicinas y alimentos, pero con una sola condición: que destinen los víveres exclusivamente al cuidado de los enfermos y de los heridos.

—Tiene mi palabra —asentó Ráfols.

—Sé que la cumplirá.

»Yen cuanto a usted, hermanita, espero que si volvemos a encontrarnos sea en otras circunstancias. Y ahora, márchense antes de que me arrepienta. Comandante Bertrand, llévese a estas mujeres de aquí.

Lannes ordenó a uno de sus edecanes que se dirigiera a las tiendas de intendencia y proporcionara a las monjas una carreta llena de lo que necesitaran.

—Pero sólo lo que quepa en una carreta —insistió.

Bertrand seguía mirando a Cayetana con lascivia.

• • •

Ese mismo día, Palafox firmó una proclama desesperada en la que, aconsejado por los clérigos Sas y Boggiero, insistía en mantener la defensa hasta el fin. Boggiero le dijo que si morían defendiendo la fe y la religión, esa tarde estarían disfrutando de los bienes del Paraíso y de la presencia del Altísimo.

Al anochecer, unos guardias suizos contratados como mercenarios en el ejército español desertaron y se pasaron al bando francés. Fueron ellos quienes contaron al mariscal Lannes lo desesperado de la situación de Zaragoza y cómo los clérigos llamados Sas y Boggiero asesoraban a Palafox animándolo a mantener una defensa ciega hasta la muerte.

El mariscal envió de inmediato un mensajero a Palafox recordándole que parte de sus hombres estaba desertando y exigiéndole la rendición incondicional. Palafox, ya muy afectado por el tifus, le respondió que sólo se rendiría si se permitía a los soldados salir libremente de la ciudad en carros cubiertos y con tres días de tregua.

Al leer la carta del capitán general de Aragón, Lannes enfureció y le devolvió una misiva en la que le decía que su resistencia era inútil y sus exigencias vanas. Le comunicaba que nada más leer su carta se había asombrado por las propuestas que en ella hacía y le aseguraba que ya no quedaba ningún ejército español, pues el emperador había destruido a todas las tropas regulares.

Cuando se recibió esa carta en Zaragoza, el tifus se había apoderado del cuerpo de Palafox, que yacía sudoroso y con altísima fiebre en el lecho y era incapaz de dictar ninguna orden.

La Junta de defensa se reunió con urgencia para solventar la difícil situación. Faria asistió a la Junta, y poco antes de entrar en la sala escuchó a unos soldados que cantaban una copla al son de una guitarra:

La sangre española

no temió a Numancia;

ni teme de Francia

la cadena vil…

A Numancia imitad,

renuévese en su horror

y antes que ser esclavos

muramos con honor.

La Junta nombrada por Palafox, y que actuaba en sustitución legítima del capitán general, acordó negociar con los franceses la rendición de la ciudad si éstos prometían conceder el perdón a todos los defensores. Alguien recordó que Lannes tenía fama de ser el más brutal y despiadado de los mariscales de Bonaparte, pero el que hubiera dado medicinas y alimentos a la madre Ráfols hizo dudar de semejante reputación a algunos miembros de la Junta.

Los partidarios de continuar con la lucha hasta el fin aludían como ejemplo a los precedentes de Numancia y de Sagunto, las ciudades mártires cuyos habitantes habían preferido morir con honor a someterse al invasor extranjero. Tras un acalorado debate, triunfó la posición de los partidarios de rendirse.

Cuando se enteraron de ello, Sas y Boggiero aseguraron que preferían morir peleando en las calles de Zaragoza atravesados por la bayoneta de un soldado francés que hacerlo fusilados en alguna tapia por una escuadra de escopeteros gabachos. E incluso incitaron a algunos de sus partidarios a acudir hasta Capitanía y a los polvorines donde todavía quedaban algunas municiones y armas para apoderarse de ellas y continuar la resistencia por su cuenta, al margen de lo que habían decidido los miembros de la Junta, a los que calificaban de traidores y cobardes.

Durante toda la tarde los mensajeros de ambos bandos fueron de uno a otro lado del frente intercambiando mensajes y propuestas. Durante algunos intermitentes instantes, Palafox recuperaba el sentido e insistía en que no había nada que negociar y les conminaba a que siguieran resistiendo hasta el fin; pero el tifus estaba consumiendo al capitán general, que apenas podía articular media docena de palabras seguidas.

Por la noche continuaron negociándose las condiciones de la capitulación. Mensajeros a caballo y portando antorchas y banderas blancas iban y venían cruzando mensajes entre el cuartel general del mariscal Lannes y la capitanía general de Aragón.

—Se acabó. Mañana Zaragoza capitulará —le comunicó Faria a Cayetana.

—¿Ya está decidido? —preguntó la joven.

—Sí, la Junta lo acaba de aprobar hace un rato. La señal de asentimiento por parte de los franceses es que mañana no nos despierten con sus bombas. Si amanece en silencio…, nos rendiremos.

—¿Y Palafox?, me dijiste que no quería rendir Zaragoza en ninguna circunstancia.

—El general está muy enfermo. Ha pasado toda la tarde delirando, con mucha fiebre. Su médico nos ha dicho que es probable que muera en las próximas horas.

—¿La pestilencia?

—Claro.

—Hoy han muerto unos doscientos enfermos de pestilencia. La mismísima Agustina Zaragoza ha ingresado con mucha fiebre en el hospital. Ha podido salvarse del ataque francés en las murallas, pero no de la pestilencia.

—Por eso hemos decidido rendirnos. Si no fuera por la maldita pestilencia, hubiéramos podido resistir al menos dos meses más; pero de seguir así, en quince o veinte días hubiéramos enfermado todos. Esta ciudad está infestada y la pestilencia no respeta a nadie.

—Nosotros dos seguimos sanos.

—Pero no sabemos por cuánto tiempo.

—¿Sabes?, creo que se debe a que nos mantenemos limpios; es en la suciedad donde vive la enfermedad y a través de ella se contagia.

—¿Tú crees? Hay quien dice que está en el agua y en el aire, que basta con beber o con respirar para caer enfermo.

—Uno de los cirujanos del hospital ha comprobado que el mayor número de enfermos se da entre los más sucios y desaliñados.

—Tal vez tenga razón. Bueno, quizás ésta sea de verdad nuestra última noche juntos. Mañana debemos entregarnos a los franceses si ellos no disparan primero.

Los dos jóvenes subieron a la habitación y se desnudaron despacio. Después se acostaron en la cama y se amaron hasta el amanecer. Al despuntar el alba no se oyó ningún cañonazo.

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