¡Independencia!

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Segunda parte » Capítulo XXXVI

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Capítulo XXXVI

A pesar de la represión y del terror desatado por los franceses, doce mil defensores no juraron la fidelidad requerida a José I. Lannes había prometido que los que lo hicieran quedarían libres y serían perdonados de los delitos de rebeldía y sedición contra el gobierno legítimo de José I, pero ni aun así esos miles de hombres consintieron en renegar de su fidelidad a Fernando VII y a su país. Los rebeldes fueron agrupados en diversos recintos entre tapias y muros, permanente vigilados por soldados con los fusiles listos y la orden de disparar en caso de cualquier intento de fuga. El capitán general Guillelmi, a quien Palafox había encarcelado en la Aljafería cuando los amotinados le ofrecieron el mando, fue liberado por los franceses.

Faria, pese a su grado militar de coronel y a su condición nobiliaria, fue recluido incomunicado durante dos días en un calabozo de la Aljafería. Al tercer día fue conducido a un recinto tapiado en la zona de las Eras del Rey, donde había tres centenares de presos más. Allí soportaron el frío de la noche y algunas gotas de gélida lluvia que cayeron durante una de las tardes. Los golpes de los franceses, tal vez la patada de Bertrand, le habían provocado la rotura de dos costillas. Cuando lo enviaron con los demás presos, fue atendido por un cirujano que logró colocar los huesos rotos en su sitio y le recomendó que procurara moverse lo menos posible hasta que se soldaran las fracturas.

Cayetana no había vuelto a saber nada de su amante desde que éste saliera con Palafox para entrevistarse con Lannes. Había estado indagando sobre el paradero de Francisco, pero nadie había podido proporcionarle ninguna información concreta. Cuando supo que Palafox había sido enviado a Francia, creyó que Faria había corrido la misma suerte, pero enseguida se enteró de que el capitán general había sido trasladado a Tudela sin que lo acompañara ningún soldado español.

Desesperada, Cayetana optó por dirigirse al mismísimo Lannes, confiando en que el mariscal le diría dónde encontrarlo. Gracias a sus dotes persuasivas, que todavía conservaba de su época de buscavidas, consiguió que los soldados de guardia franceses le permitieran llegar hasta la puerta del edificio que Lannes ocupaba en el barrio de Casablanca. Cuando se presentó allí, la recibió uno de sus ayudantes: era el comandante Bertrand.

Cayetana argumentó que quería ver al mariscal por un asunto urgente. Bertrand estuvo a punto de echarla de allí, pero la amenaza de Cayetana fue fulminante:

—Si su general se entera de que no me ha permitido verlo, lo descuartizará y arrojará sus restos a los cerdos.

—Tú eres la monja que estuvo aquí hace unos días pidiendo comida y medicinas —le dijo.

—Comuníquele a su jefe que soy la mujer que esperaba encontrarse «en otras circunstancias»; él lo entenderá.

—Aguarda un momento.

El comandante Bertrand apareció a los pocos minutos.

—El mariscal Lannes te recibirá ahora, acompáñame.

Cayetana fue conducida a una sala sin ventanas, donde dos oficiales bebían vino. Un candelabro con varias velas y el fuego de una chimenea iluminaban la estancia. Los dos franceses se rieron con ironía, y a una indicación de Bertrand salieron de la habitación entre sonrisas jocosas. Cayetana oyó cómo corrían un cerrojo tras cerrar la puerta.

Bertrand se colocó delante de la única puerta. El comandante apoyó los brazos y se inclinó sobre una mesa en la que había varios vasos y media docena de botellas de vino vacías.

—¿Y el mariscal? —preguntó Cayetana.

—No vendrá… de momento. Pero no te preocupes, no nos hace ninguna falta. Además, he ordenado que no nos moleste nadie; ¿lo has entendido?

Bertrand se ajustó la casaca y se quedó inmóvil contemplando a Cayetana, relamiéndose como un garañón en celo.

—¿Dónde está el mariscal? —insistió Cayetana—. Quiero verlo.

—Vaya, vaya, la hermanita que pedía alimentos para sus enfermos tiene a su pichón prisionero. ¿Dónde has dejado los hábitos?

—No soy monja. En aquella ocasión tuve que disfrazarme para que sus hombres no abusaran de mí, o al menos eso me dijo que hiciera la madre Ráfols.

—Estás mucho mejor con esa ropa. Y bien, ¿qué quieres ahora?, ¿más comida?

—No. Lo que quiero es saber dónde está mi… mi futuro esposo.

—Pero ¿qué te has creído, hermanita? ¿Sabes cuántos hombres han desaparecido en los últimos días? Miles han muerto y sus cuerpos están enterrados en fosas comunes cavadas por todas partes o flotando en el río rumbo al mar. ¿Quién es tu novio y por qué tengo que saber yo dónde demonios está?

—Su nombre es Francisco de Faria, conde de Castuera, y es coronel del regimiento de los guardias de corps. Acompañaba al general Palafox cuando se entrevistó con el mariscal.

—¡Ah!, claro, ese petimetre entrometido al que tuvimos que romperle la cabeza por idiota. Sí, lo recuerdo.

—¿Le han hecho daño?

—No creo; sólo le dimos unos cuantos golpes. Todavía respiraba cuando se lo llevaron de aquí. El muy imbécil quiso hacerse el gallito ante su jefe y plantó cara a mis hombres. ¿De verdad quieres saber dónde está? De acuerdo, te lo diré, pero esa información tiene un precio.

Bertrand miró a Cayetana relamiéndose como un lobo hambriento a punto de devorar un bocado exquisito.

—Es usted repelente.

—Hermanita, si quieres saber dónde está tu novio y recuperarlo, el precio eres tú. Me han dicho que las españolas sois como ardientes panteras en la cama. Demuéstramelo y tal vez te lo entregue vivo.

—No me acostaría con usted…

—Sí que lo harás, hermanita, al menos si quieres recuperar a tu novio con vida y entero.

—¿Qué va a hacer usted con él?

—Correrá la misma suerte que el resto de los rebeldes: serán deportados a Francia, donde pasarán encerrados varios años, si antes no decidimos fusilarlos por traidores, o por imbéciles. Pero si consigue salvar la vida, cuando regrese aquí, si es que sobrevive además a los años de prisión, será tan viejo que no recordarás ni su nombre. Claro que eso puede arreglarse, si tu quieres.

El comandante rodeó a Cayetana con los brazos sujetándola con fuerza por detrás, y besó su cuello.

—Si… si yo me aviniera a sus deseos, ¿lo dejaría libre?

—¡Ah!, mi preciosa hermanita, como un pájaro, como un pájaro.

—De acuerdo, asintió Cayetana entre lágrimas. Pero antes quiero saber dónde está y cómo se encuentra. Quiero verlo.

—Vamos, confía en mi palabra, es la de un oficial del Imperio.

—No me fío de ustedes, de ningún soldado francés.

—Vamos, déjate llevar y comprenderás por qué dicen que fuimos los franceses quienes inventamos el maravilloso juego del amor.

—No. No si antes no veo a Francisco y no dispongo de un salvoconducto firmado por el mariscal Lannes para que Francisco quede libre.

Cayetana no era una ingenua, sólo pretendía ganar tiempo o confundir a Bertrand.

—Te he dicho que mi palabra es suficiente —asentó el comandante.

—No lo es —respondió firme Cayetana.

—Vamos, te gustará; vas a disfrutar tanto que tú misma me pedirás que lo repitamos muchas veces.

Cayetana empujó a Bertrand, que comenzaba a manosearla por debajo de la falda.

Sin que la muchacha lo esperara, Bertrand le lanzó una tremenda bofetada que la tumbó en el suelo, con un rápido movimiento se sentó a horcajadas sobre la joven y, tras inmovilizarla con sus rodillas, comenzó a rasgarle el vestido.

Cayetana sentía su cabeza dolorida, la mejilla tumefacta y una insoportable presión sobre sus brazos. Cuando se dio cuenta de lo que estaba pasando, Bertrand ya la había despojado del vestido hasta la cintura y estaba manoseando sus pechos con una enconada brutalidad. Intentó zafarse, pero aquel hombre pesaba demasiado; entonces gritó con todas sus fuerzas, mas nadie acudió en su ayuda.

—No grites, maldita zorra, he ordenado a mis hombres que no entren aquí si no es mi voz la que los llama, de modo que lo mejor será que te relajes y disfrutes.

La mano de Bertrand buscaba ávidamente entre las faldas de Cayetana, que seguía resistiendo las acometidas del comandante.

—¡Cobarde, cobarde! —clamó Cayetana.

—Estate quieta, condenada…, no te muevas, no te muevas.

Bertrand zarandeó con fuerza a la joven. El francés se excitaba más y más conforme la muchacha se resistía, y volvió a cruzar su rostro con un terrible manotazo de revés, al que siguieron varios más.

Por fin, magullada y desmadejada por el aluvión de golpes, Cayetana dejó de resistir y Bertrand culminó la violación.

—Y bien, hermanita, espero que te haya gustado. Y ahora, arréglate esas ropas y lárgate de aquí antes de que te entregue a mis hombres. Ni te imaginas lo que podría hacerte un batallón de lanceros que hace semanas que no prueba el dulce almíbar del cuerpo de una mujer.

Postrada en un rincón de la sala, con la espalda apoyada en la pared, el vestido hecho un ovillo y la cabeza hundida entre las manos, Cayetana no lloraba, pese a que le dolían terriblemente la cara, los brazos y los muslos y sentía su cuerpo sucio y humillado.

—¿Y… Francisco…? —balbució la joven, que apenas podía articular palabra.

—Tu novio debe de estar muerto a estas horas, o camino del destierro, ¡a quién le importa! Vamos, vete de aquí y que no vuelva a verte, ramera.

Cayetana salió del caserón entre las miradas cómplices y burlonas de los guardias. Era media tarde y un viento frío y seco azotaba los páramos del valle, levantando finos remolinos de polvo gris. Se puso a caminar hacia Zaragoza, arrebujada en su manto y con la cabeza cubierta con un pañuelo, como si se tratara de una marioneta manejada por invisibles hilos. Su aspecto era tan lamentable y desaliñado que cuantos se cruzaron con ella, sobre todo los soldados de los destacamentos franceses que hacían las guardias, se apartaron a su paso como si se tratara de una leprosa. En su interior sentía como si le hubieran partido el alma.

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