¡Independencia!

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Primera parte » Capítulo II

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Capítulo II

Francisco de Faria, conde de Castuera, tenía sólo veintitrés años y ya era coronel. Desde que en 1804 y desde su Extremadura natal se trasladara a Madrid para ingresar en el regimiento de los guardias de corps, había ascendido muy deprisa gracias a su parentesco con don Manuel Godoy, el antaño todopoderoso jefe del Gobierno. Había acompañado a Fernando VII a Bayona como miembro de su escolta, y al contemplar la manera en que el rey de España había renunciado al trono y le había transmitido sus derechos a Napoleón, había sentido una sensación de náusea. Cuando se enteró de lo ocurrido el 2 de mayo en Madrid, el coronel Faria no lo pensó dos veces y decidió regresar a España para combatir contra el ejército francés. En Bayona se había encontrado con Cayetana Miranda, su amante, quien muchos meses antes había tenido que exiliarse de España acusada en falso de ser una agente al servicio de Inglaterra. Los dos amantes se habían despedido de nuevo en la frontera junto a un viejo puente de piedra sobre el río Bidasoa. A Faria le acompañaba de regreso a España su ayudante, el sargento primero Isidro Morales, un toledano tan fuerte como un buey.

Francisco de Faria e Isidro Morales llegaron bajo la llovizna a una aldea cercana a Vera de Bidasoa. Era noche cerrada y en el caserío no se veía una sola luz. Sobre una de las casas de piedra divisaron entre las sombras una fina columna de humo gris claro, que destacaba en el perfil oscuro de la noche, y decidieron llamar a su puerta.

Una voz respondió a la llamada en una lengua que ninguno de los dos militares comprendió.

—¿Hablan en vasco? —preguntó Morales.

—Sí, claro, es el idioma de esta gente. Espero que nos entiendan.

—¿Quiénes sois? —preguntó de nuevo la voz al otro lado de la puerta, ahora en castellano.

—Somos dos viajeros en demanda de techo y comida. No temáis, os pagaremos bien —gritó Faria.

—Vuestros nombres —insistió la voz.

—Coronel Francisco de Faria y sargento primero Isidro Morales, soldados de la guardia de corps de su majestad el rey Fernando VII de España. Abrid, sólo nos quedaremos esta noche. Venimos de Francia y necesitamos descansar.

Tras unos instantes, se oyó el chirrido de un cerrojo deslizándose y la puerta se entreabrió. Desde que los franceses se retiraran de Navarra, tras la firma de la paz de Basilea, saqueando y destruyendo numerosas aldeas a su paso, los campesinos navarros y vascos tenían miedo de que aquella «francesada» pudiera volver a repetirse y solían tomar todas las precauciones posibles ante la presencia de extraños.

Un hombre de unos cuarenta años de edad, con un candil en la mano, alumbró a los recién llegados.

—Esto no es posada. Tenéis una en Vera, aquí cerca.

—Hemos viajado durante todo el día desde Francia; nuestros caballos están agotados y nosotros también. Os pagaremos bien por un plato de comida caliente, un lecho seco en el que descansar esta noche y algo de paja o alfalfa para nuestros caballos.

—¿Cuánto pagáis?

—Diez reales.

El hombre del candil se rascó la barba de al menos tres días.

—Aguardad un momento.

La puerta se cerró ante los dos soldados y tras un par de minutos volvió a abrirse.

—Pasad, mi esposa dice que hay sitio para vosotros. Diez reales, ¡eh!, diez reales.

La casa era la de una familia campesina del norte de Navarra. Construida con lajas de pizarra, constaba de dos plantas; en la baja había una gran sala y una cocina enlosada con el hogar a ras del suelo, bajo una chimenea de piedra labrada, en tanto la planta superior tenía el suelo de madera y hacía las veces de granero y dormitorio.

—Pasad, pasad. Yo llevaré caballos a establo. Mi esposa os servirá algo caliente.

El campesino se dirigió a su esposa en vasco y salió a acomodar los caballos.

—Sentad, señores, sentad —dijo la mujer en un castellano apenas inteligible.

En un par de platos de barro cocido les sirvió un guiso de alubias, que Faria y Morales comieron con fruición.

—¡Vaya!, está muy bueno.

—Agradecida, señores —dijo la mujer.

—Caballos ya están en establo; les he dado hierba fresca y agua. Son buenos animales —indicó el campesino.

—Pertenecen al ejército español —dijo Faria.

—Aquí tenemos caballos más grandes y fuertes para trabajar campo, pero son menos bonitos que ésos.

—Son de raza árabe, los mejores para montar.

Tras el guiso de alubias, la mujer sacó un queso y una hogaza de pan.

—No más caliente. Queso es bueno —añadió la mujer.

Morales cortó un buen pedazo y se lo ofreció a Faria, que lo saboreó despacio.

—Excelente —asintió.

—Aquí lo mejor es carne y queso —aseguró orgulloso el campesino.

Faria y Morales fueron instalados en un rincón del piso superior, junto a un montón de granos de trigo. Antes de conciliar el sueño, Faria pensó en Cayetana y recordó su última imagen al otro lado del puente sobre el Bidasoa, con sus negros cabellos rizados mecidos por la brisa mientras comenzaban a caer sobre ellos las primeras gotas de lluvia.

• • •

Un gallo lo despertó al amanecer. Faria abrió los ojos, se desentumeció los músculos y descubrió que Morales no estaba a su lado. Se vistió y bajó la escalera de madera. Morales departía alegremente con el matrimonio de campesinos, en tanto tres chiquillos lo observaban con las bocas abiertas y los ojos como platos.

—Buenos días, coronel. ¿Ha dormido usted bien?

—Muy bien, gracias, sargento.

—Estaba comentándole a esta gente nuestras aventuras en Trafalgar. Me he extrañado mucho porque no han oído hablar de la batalla.

—Desayuno está preparado, señor conde —dijo el campesino.

Faria notó un cierto cambio en la forma en la que aquel hombre se dirigía a él con respecto a la noche anterior, y miró a Morales como pidiéndole explicaciones.

—Perdone, coronel, pero le he dicho que usted es conde de Castuera, y Míkel, que es como se llama este hombre, se siente muy honrado de acoger a tan importante señor en su casa.

—¡Oh!, sí, señor conde, muy honrado, muy honrado. Sargento Morales nos ha informado sobre quién eres usted, y nos sentimos felices de acogerte en nuestra casa.

»Éstos son mis tres hijos —continuó Míkel.

Los tres muchachitos miraron a Faria como si se tratara de una aparición celestial.

Mientras desayunaba unos huevos revueltos con tajadas de tocino frito y una escudilla de leche con migas de pan, Faria le preguntó a Míkel sobre el mejor camino para llegar hasta Zaragoza evitando la ciudad de Pamplona, pues había allí tropas francesas.

El campesino le dijo que no conocía más allá de Elizondo, en el valle navarro de Baztán, pero que desde allí había un camino a través de las montañas hasta Aoiz, y que una vez en esa villa el camino hasta Aragón era muy fácil.

—¿Cuánto tiempo se tarda hasta Aragón? —preguntó el coronel.

—Con vuestros caballos podéis llegar en dos días hasta Aoiz y una jornada más hasta Sangüesa, luego ya estáis en Aragón, y desde allí a Zaragoza no sé.

—Otros tres días más, calculo —intervino Morales.

—En ese caso, necesitaremos alimentos para al menos seis días. ¿Puedes vendernos esa cantidad de comida?

Míkel consultó en vasco con su esposa.

—Sí tenemos.

—De acuerdo; nos hará falta pan, galletas, queso, tocino, algo de carne ahumada o salada, sal y aceite.

La mujer de Míkel preparó un hatillo con comida suficiente para una semana y Faria le pagó treinta reales.

—Es mucho dinero. No vale tanto —dijo el campesino.

—Vale mucho más, amigo, mucho más.

Los dos militares se despidieron de la familia de Míkel, pero éste insistió en acompañarlos durante un buen trecho del camino, al menos hasta dejarlos en el sendero que, cruzando una brumosa sierra, les conduciría hasta el valle de Baztán.

Atravesaron varios valles y sierras siguiendo las indicaciones de campesinos y pastores, hasta que llegaron a Aoiz tras dos jornadas de viaje.

Consultaron a un pastor que cuidaba unas ovejas sobre dónde alojarse y les señaló un amplio caserón; era una fonda en la que solían hospedarse los comerciantes de lana que subían todas las primaveras a las montañas del río Irati en busca de materia prima para los telares de Pamplona, Tudela e incluso Zaragoza.

Cuando entraron en la posada, la gran sala que hacía las veces de comedor y taberna estaba llena de gente. En varias mesas diversos grupos de hombres comían un guiso de carne y cebollas y bebían jarras de vino áspero y dulzón.

Buscaron asiento y preguntaron al mesonero si tenía alguna cama para pasar la noche.

—Lo siento, caballeros, pero las últimas se las he dado a aquellos señores.

El mesonero señaló con la cabeza hacia un grupo de cuatro hombres que comían en silencio, ajenos a cuanto ocurría a su alrededor.

Faria se fijó en uno de ellos y no pudo reprimir un gesto de sorpresa.

—¡Es Palafox! —exclamó intentando ahogar al máximo su voz.

El mesonero les sugirió que tal vez podrían compartir habitación con aquellos hombres y se retiró tras haber memorizado lo que querían cenar.

El brigadier de la guardia de corps, José de Palafox y Melci, era uno de los cuatro hombres que les había indicado el mesonero. Segundo hijo del marqués de Lazan, cabeza de una de las familias más influyentes de la nobleza aragonesa, como la mayoría de los segundogénitos de la nobleza española Palafox había ingresado en el ejército y había desarrollado una fulgurante carrera en la guardia de corps. Había participado activamente en los sucesos de El Escorial y en el motín de Aranjuez, siempre al servicio del entonces príncipe de Asturias, y desde aquel momento se había convertido en uno de los principales valedores del rey Fernando VII.

—Vamos, Morales, tenemos que presentarnos al brigadier Palafox.

Los dos soldados se levantaron y acudieron a la mesa del aragonés. El brigadier y sus tres acompañantes iban vestidos de paisano, por lo que Faria dedujo que trataban de ocultar su identidad.

—Señores —dijo Faria—, ¿podemos sentarnos a su mesa?

Palafox levantó la cabeza y al reconocer al coronel y al sargento se sorprendió un tanto, pero evitó cualquier gesto que lo revelara. Miró a su alrededor y les indicó con la mano que tomaran asiento.

—Por todos los demonios, Faria, ¿qué hacen ustedes aquí? —demandó el brigadier.

—A sus órdenes, señor. Vengo desde Bayona, donde, como imagino que ya sabe, don Carlos y don Fernando han renunciado a la corona de España en favor de Napoleón. ¿Y usted, brigadier, puedo preguntarle qué hace en esta tierra?

—Salimos de Madrid a fines de abril, poco después de que usted lo hiciera escoltando a su majestad don Fernando. La Junta Suprema de gobierno me encomendó la custodia del infante don Alfonso en su viaje a Bayona. Antes de cruzar la frontera, en Irún, nos enteramos de que el pueblo de Madrid se había levantado en armas contra los franceses. Un espía pudo llegar a nosotros y contarnos lo sucedido antes de que nos apresaran los agentes franceses enviados desde Madrid por Murat para detenernos. En Irún también supimos de lo ocurrido en Bayona, y elaboramos un plan para intentar rescatar a don Fernando de la trampa a la que lo había conducido Napoleón, pero, con todos los pasos fronterizos bloqueados por los franceses, nada pudimos hacer. Uno de mis hombres pudo llegar hasta Bayona y entrevistarse con don Fernando. Tengo órdenes suyas de ir a Zaragoza y encabezar allí la sublevación del ejército del norte contra Napoleón. Anteayer mismo, y ante la imposibilidad de ayudar al rey por el momento, decidimos ir a Zaragoza para organizar desde mi ciudad la defensa de España. Estamos en guerra con Francia.

»¿Y usted, coronel?

—Como ya sabe, el sargento Morales y yo formábamos parte de la escolta que acompañó a don Fernando hasta Bayona. Allí asistí al acto de abdicación y renuncia de nuestros reyes en favor de Napoleón, y créanme, caballeros, que como militar y como español me siento muy avergonzado de cuanto allí sucedió.

»Aprovechamos los momentos de confusión que se produjeron tras la renuncia al trono y cabalgamos hasta la frontera; cruzamos el Bidasoa y hemos decidido ir a Zaragoza.

—En ese caso, señores, haremos el camino juntos.

»¡Ah!, coronel, perdone, éstos son mis ayudantes, los capitanes Estébanez y Juanes, y el teniente López Mores.

—Señores, encantado. Mi ayudante, el sargento primero Isidro Morales —dijo Faria.

—Bien, acabemos la cena y descansemos. Mañana nos espera una dura jornada de camino.

—No tenemos cama en la posada, brigadier. El mesonero nos ha sugerido la posibilidad de compartir habitación con ustedes.

—Sí, sí, claro. Le diré que coloque unos colchones de paja; les haremos un hueco.

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