¡Independencia!

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Segunda parte » Capítulo XXXVII

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Capítulo XXXVII

Ricardo Marín salió corriendo de la posada al oír los gritos de su criado. Cuando contempló el estado de Cayetana y comprendió lo que le había pasado, le entraron ganas de coger un sable y atravesar a cuantos soldados franceses se encontrara en su camino.

—¡Dios santo, muchacha!, ¿qué le han hecho, qué le han hecho esos cobardes?

Marín alzó a Cayetana en brazos y la llevó hasta la habitación que había ocupado con Faria en los últimos meses.

—Me duele…, me duele… —repetía Cayetana una y otra vez.

Marín ordenó a su criado que calentara agua y preparara un caldo de verduras y carne. Afortunadamente, hacía ya tres días que los mercados zaragozanos empezaban a estar abastecidos de productos alimenticios.

Con un paño húmedo le lavó los brazos, que traía llenos de cardenales, y la cara, en la que los pómulos hinchados y tumefactos mostraban algunas erosiones, y la comisura de los labios, que estaban abiertos por dos grietas, con restos de sangre seca. Después de asearla y de curarle las heridas con un ungüento balsámico, le hizo tomar un poco de caldo y la acostó con sumo cuidado. La habitación estaba fría, pero ordenó que prepararan un buen brasero de inmediato.

—Vamos, Cayetana, duerma, descanse. Ahora lo importante es que se recupere pronto.

—Francisco…, ¿dónde está Francisco…?

—Está bien. Vamos, duerma, duerma.

Marín se quedó al lado de Cayetana hasta que el cansancio y el sueño pudieron con su duermevela.

• • •

El mariscal francés esperó unos días para entrar triunfador en Zaragoza, y lo hizo con las campanas de las torres de las iglesias que quedaban en pie volteando como señal de alegría. Las nuevas autoridades civiles de la ciudad, entre las que se encontraban algunos de los llamados «afrancesados», recibieron a Lannes con toda solemnidad; entre ellas estaba el obispo de la diócesis de Huesca, que celebró una misa. Los franceses habían preparado para la ocasión el canto de un Te Deum en acción de gracias por la victoria, que se celebraría en el templo de El Pilar. Todos los generales y oficiales franceses estaban formados con sus mejores uniformes y sus condecoraciones, perfectamente alineados bajo las bóvedas pintadas por Goya y Bayeux. Sólo faltaba Junot, que rehusó asistir, enojado porque había sido relevado del cargo justo poco antes de la capitulación de Zaragoza, de la que se consideraba el principal artífice, y porque tampoco había sido ascendido por Napoleón al cargo de mariscal del Imperio, honor del que se creía sobradamente merecedor.

Lannes lucía radiante, con su uniforme de gala recién planchado, su gorro emplumado y las abotonaduras doradas brillantes como rayos de sol. Sus ojos fríos y crueles despedían una mirada a la vez de codicia y de orgullo.

Mientras el sacerdote que celebraba el Te Deum esparcía desde el altar el humo con el incensario, Lannes se dirigió al general Morder, que estaba a su izquierda en el primer banco, y le dijo:

—Esta catedral debe de estar llena de tesoros. Ordene que, cuando acabe esta apestosa ceremonia, varios soldados custodien las puertas del templo. Nadie debe sacar nada de aquí hasta que yo mismo lo haya inspeccionado.

Cuando finalizó la ceremonia de acción de gracias, Lannes se dirigió raudo hacia la sacristía. El incensario con el que se había perfumado la basílica durante el Te Deum parecía de plata pura. A la vista de los cálices, las navetas y otros utensilios para el culto, Lannes coligió que aquella iglesia debía de guardar valiosísimas riquezas.

Lannes sonrió satisfecho cuando vio las joyas custodiadas en varios armarios y vitrinas en la sacristía de El Pilar. Sin demasiado orden se amontonaban valiosas joyas, gemas y objetos preciosos de oro y de plata que diversas generaciones de fieles habían ido legando a la Virgen, unos como ofrenda para que los curara de cualquier mal o les concediera algún favor, otros como regalo por algún ruego ya concedido. Y pese a lo prometido, el mariscal francés ordenó que todo aquel tesoro fuera envuelto en telas, empaquetado en cajas y trasladado a su cuartel general en Casablanca. El tesoro de El Pilar fue desvalijado ante la mirada impotente de algunos canónigos, que contemplaron angustiados el saqueo de las joyas del camarín de la Virgen.

A los que lo habían recibido con agrado, Lannes les ofreció un banquete. Asistieron más de cuatrocientos comensales, y al acabar la comida el mariscal francés los arengó diciéndoles que ellos eran los verdaderos patriotas y que la nación española estaba a punto de vivir tiempos de gran desarrollo y prosperidad gracias a los planes que iba a poner en marcha su majestad don José I, al que calificó de rey legítimo y constitucional de España.

Junto a los afrancesados, asistieron muchos potentados que enseguida se alinearon al lado de los vencedores para poder mantener así sus propiedades. Entre tanto, el pueblo de Zaragoza que había sufrido el asedio mascullaba su ira y su odio, aunque fueron muchos los que, a la vez, se sintieron liberados porque la pesadilla del asedio, la muerte, los bombardeos y el hambre parecía haber llegado a su fin.

Los zaragozanos que acogieron, e incluso jalearon, a los franceses fueron muy bien tratados, en tanto los que se habían negado a prestar juramento a José I fueron castigados con extrema ferocidad.

A Pedro María Ric se le permitió salir de Zaragoza con su esposa, la condesa de Bureta. Lannes quiso recompensarle con ello el haber firmado la capitulación y haber evitado muchas muertes de soldados franceses, pues en caso de no haberse rendido, los imperiales hubieran tenido que ocupar casa por casa toda la ciudad, lo que les habría supuesto un número de bajas insoportable. El matrimonio de nobles decidió viajar hacia el sur de la Península, a tierras que todavía no hubieran sido ocupadas por los franceses.

Antes de partir, Ric y su esposa fueron recibidos por Lannes en un palacio de la calle del Coso que había sido requisado por los franceses.

—Su decisión de capitular ha ahorrado muchas vidas, barón; el pueblo de Zaragoza debe agradecerle ese gesto.

—Sólo lo hice por eso, mariscal.

—Sí, ya sé que ese testarudo imbécil de Palafox habría conducido a la muerte a toda la población si la enfermedad no lo hubiera tumbado. Debemos darle gracias a la pestilencia por haberlo dejado inhabilitado para decidir el futuro de esta ciudad.

—José de Palafox es un gran soldado —asentó Ric.

—En absoluto. Como estratega es un auténtico incompetente. Hizo todo mal. Encerró tras los muros de esta ciudad a más soldados de los que eran necesarios para su defensa, con lo cual sólo consiguió aumentar el número de bocas que alimentar y que los alimentos se acabaran antes. Nuestras bombas caían sobre trincheras tan hacinadas que era casi imposible no matar a un buen puñado de infelices con cada una de ellas.

»Permítame que le diga, señor barón de Valdeolivos, que su comandante en jefe es uno de los generales más ineptos con los que me he enfrentado en mi carrera militar.

—Tal vez no podíamos hacer otra cosa.

—Sí, sí podían. Al error de acumular tantos hombres dentro de estos muros, su incompetente capitán general añadió el de no contraatacar en un sector concreto. Si lo hubiera hecho con una buena parte del grueso de sus tropas, probablemente no habríamos podido soportar una carga masiva de su infantería concentrada en alguno de nuestros puntos débiles. En ese caso, hubiera roto nuestro cerco y nuestra estrategia habría fracasado. Pero no, Palafox se limitó a aguantar nuestras acometidas, soportar nuestros bombardeos y esperar con paciencia que fuéramos rechazados en cada uno de nuestros intentos de asalto. Jamás he visto estrategia más equivocada en una batalla.

—Nuestros hombres no tenían instrucción, en campo abierto ustedes nos hubieran batido, como ha ocurrido tantas veces, con suma facilidad.

—No lo crea, cuando una tropa que está sitiando una plaza observa cómo desde el interior rompen el asedio, enseguida cree que va a ser rodeada y atrapada entre dos fuegos, y la tendencia natural de las tropas que se encuentran en esta circunstancia es huir despavoridas. Algo así ocurrió, por lo que sé, durante el primer sitio del pasado verano.

—Tal vez tenga usted razón, pero eso ya no importa ahora.

—Fíjese —Lannes señaló a la gente que paseaba por la calle del Coso, de cuya calzada ya se habían retirado los escombros y las barricadas—, si no fuera por las casas en ruinas nadie diría que hace unos días se libró aquí una cruenta batalla. Mire, la gente pasea, los vendedores de bacalao frito hacen negocio, las jóvenes zaragozanas galantean con mis hombres… Así debería haber sido hace varias semanas, ¿no cree?

—¿Pensaría usted lo mismo si fueran los soldados españoles los que pasearan del brazo de sus hijas en los bulevares de París bajo banderas rojas y amarillas?

—Le deseo buen viaje —zanjó la conversación el mariscal Lannes, antes de dar media vuelta y salir de la sala donde se había entrevistado con Pedro María Ric, el barón de Valdeolivos.

• • •

Cayetana tardó un par de días en recuperarse, aunque su rostro mostraba patentes las señales de los golpes de Bertrand. Ricardo Marín la había cuidado con mimo.

Cuando al fin tuvo fuerzas para levantarse, Cayetana preguntó de inmediato por Faria, pero Marín no pudo dar ninguna respuesta. Tampoco sabía nada del sargento Morales, que tras la capitulación había sido conducido a uno de los reductos donde se hacinaban los prisioneros que no habían consentido en jurar fidelidad a José I.

—Tengo que encontrarlo, tengo que encontrarlo. El comandante francés que me… —Cayetana iba a decir «violó», pero se contuvo—, que me recibió en el campamento, me dijo que Francisco estaba vivo. Iré a buscarlo entre los prisioneros.

—No, Cayetana, usted no está todavía en condiciones de hacerlo. Sigo teniendo buenos amigos entre los que ocupan altos cargos en la nueva administración que han nombrado los franceses. Me deben muchos favores; es hora de pedirles que me devuelvan algunos.

»No obstante…, es probable que sea difícil encontrarlo con prontitud. En los campos de prisioneros hay recluidos más de diez mil soldados españoles, tal vez unos trece mil; todos los que no juraron fidelidad a José Bonaparte. Son muchos los que están heridos, muy enfermos o impedidos. Claro que un coronel de la guardia de corps y un sargento con la corpulencia de Morales no deben de pasar desapercibidos.

»Esta misma mañana han comunicado el número de bajas. Más de seis mil muertos han caído directamente en combate, cincuenta mil han sido víctimas de epidemias y de enfermedades, la mayoría fallecidos por la pestilencia, y trece mil han sido apresados. Jamás se vio una catástrofe semejante. Da la impresión de que Dios hubiera enviado un castigo sobre Zaragoza como lo hiciera sobre Sodoma y Gomorra.

—¿Cuántos quedamos con vida? —preguntó Cayetana horrorizada.

—Entre las ruinas de Zaragoza seremos unas doce mil personas en condiciones de seguir adelante en esta ciudad. Ni siquiera la cuarta parte de los que éramos hace un año. Tardaremos varias décadas en recuperar lo que fuimos antes del ataque francés.

Marín, cumpliendo la promesa que hiciera a Cayetana, envió a uno de sus criados en busca de información sobre el estado de Faria, con la encomienda de que intentara averiguar el lugar en el que se encontraba. Le entregó una bolsa de monedas de plata para que, en caso necesario, comprara alguna información.

El criado se dirigió al ayuntamiento, donde las nuevas autoridades nombradas por el mando francés estaban elaborando las listas de muertos, heridos y prisioneros. Uno de los funcionarios revisó las listas en busca de los nombres de Francisco de Faria y de Isidro Morales.

—Sí, aquí están. Los dos viven. El coronel Francisco de Faria está recluido en un recinto junto a las Eras del Rey, y el sargento Morales en la prisión habilitada en las ruinas del convento de Capuchinos —dijo el funcionario.

—¿Se encuentran bien, los dos? —demandó el criado, a la vez que depositaba en la mano del funcionario varias monedas de plata.

—Según esta lista, actualizada al día de ayer, ambos siguen con vida, pero cada día mueren varias decenas de presos a causa de las heridas o de las enfermedades.

El criado regresó a la fonda y le contó a Cayetana y a Marín cuanto había averiguado.

—Iré a buscarlo —dijo Cayetana.

—No, todavía es peligroso. Son demasiados prisioneros para mantenerlos encerrados. Más de trece mil bocas no pueden ser alimentadas, vigiladas y encerradas durante mucho tiempo. Creo que los franceses no tendrán otro remedio que liberarlos en los próximos días. Será mejor esperar.

—Pero Palafox ha sido trasladado a Francia; con Francisco y con el sargento Morales pueden hacer lo mismo.

—No lo creo. Para el mando francés, Palafox es el símbolo de la resistencia contra Napoleón, el referente de la lucha por la independencia. Conquistada Madrid, rendida Zaragoza y rechazado el ejército británico, toda España quedará en manos francesas en unas pocas semanas. Creo que, en ese caso, dejarán libres a todos los presos —supuso Marín.

»Tienen en sus manos a don Fernando VII y a toda la familia real española, y son muchos los nobles y potentados españoles dispuestos a colaborar con el gobierno de José I, el rey intruso. Si se consolida la presencia francesa en España, creo que tendremos una nueva dinastía para rato, la de los Bonaparte.

—Pero el pueblo español no consentirá ser gobernado por un rey extranjero —argüyó Cayetana.

—Mi querida amiga, el pueblo español ha consentido esto varias veces. Hace ahora sólo cien años que los Borbones se impusieron en España a la fuerza, tras una guerra civil, y en ese momento eran una dinastía ajena a España; de origen francés, curiosamente. Los pueblos olvidan pronto la procedencia de quienes los gobiernan si esos gobernantes les garantizan pan y lumbre.

Sin embargo, Marín se equivocó en sus previsiones.

Una orden del alto mando francés disponía que los trece mil prisioneros de guerra españoles apresados tras la capitulación de Zaragoza fueran trasladados de inmediato a las localidades francesas de Nantes, Niort, La Rochelle, Saintes, Caen y Grenoble. Enterado de que esos trece mil no habían jurado fidelidad a José I, el propio Napoleón sentenció que no merecían ninguna consideración, pues no eran sino una banda de fanáticos, y ordenó que fueran destinados a drenar y desecar pantanos en el sur y en el centro de Francia, un trabajo que deberían realizar hasta la extenuación. La orden del emperador tenía que ser ejecutada de inmediato.

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