¡Independencia!

¡Independencia!


Primera parte » Capítulo VI

Página 10 de 45

Capítulo VI

En los días que siguieron a la retirada del general Palafox a La Alfranca, Faria, Marín y el sargento Morales no cesaron en su frenética actividad de ir ganando partidarios para la rebelión contra el que ya llamaban «gobierno intruso» francés en Madrid. Por las mañanas visitaban a cuantos se suponía que eran adeptos a Palafox, en tanto por las tardes participaban en las tertulias espontáneas que todos los días, hasta la caída del sol, se desarrollaban en la puerta Quemada, en el flanco sur de la ciudad, justo al lado de la iglesia parroquial de San Miguel de los Navarros. Allí, en un espacio abierto entre la puerta Quemada y el puente nuevo de San José, sobre el río Huerva, se reunían los labradores del barrio de las Tenerías y los comerciantes de la calle del Coso, y debatían, a veces de manera muy acalorada, sobre lo que estaba ocurriendo en España.

Tras participar en apenas tres o cuatro tertulias, Faria ya se dio cuenta de que no sería muy difícil encauzar las inquietudes de toda esa gente en contra de los franceses, pero para ello era necesario un comandante que los dirigiera, y ése no podía ser otro que Palafox.

Con suma precaución, para no ser seguidos, Faria y Morales salieron de Zaragoza camino del pueblo de Pastriz; el coronel quería presentar novedades en persona al general Palafox.

No les fue difícil dar con el escondite del brigadier. Don José de Palafox y Melci se había instalado en un palacete de dos plantas en la partida denominada La Alfranca, ubicado en medio de un soto de ribera, junto al río Ebro, oculto por una densísima floresta. El soto era como una visión paradisíaca de exuberante vegetación en medio de la entrada al desierto secarral de los Monegros. Aquella casona, propiedad del marqués de Ayerbe, era utilizada por sus propietarios como lugar de recreo, de descanso y de caza, pues en los alrededores abundaban las aves, los conejos e incluso algunos venados.

A lo largo del camino desde Pastriz a La Alfranca, Faria y Morales fueron acompañados por hombres fieles a Palafox que custodiaban los accesos a la finca, día y noche.

—Coronel, tenía ganas de verlo. Dígame, ¿cómo va todo en Zaragoza?, ardo en deseos de saberlo —le preguntó Palafox tras saludarlo.

—Las autoridades españolas de Zaragoza no están dispuestas a encabezar una revuelta contra los franceses. Tenía usted razón cuando supuso que Guillelmi estaba al servicio de Murat, pues todo lo que hace está destinado a contentar al mariscal francés, hasta tal punto que más parece un gobernador gabacho que un capitán general español. Por el contrario, la gente del pueblo está enardecida y clama contra la ocupación francesa de España. Gracias a los correos que siguen operativos entre Madrid y Zaragoza, hemos sabido que la represión de Murat contra los madrileños ha sido terriblemente sangrienta, sin duda para que sirviera de escarmiento a cuantos se propusieran imitar su ejemplo y alzarse en el resto de España contra el dominio de Napoleón.

—¿Cree usted, entonces, que éste es el momento oportuno para mi entrada en Zaragoza?

—Si me permite, general, yo aguardaría un poco más. Hemos logrado establecer contacto con muchas personas y vuestros agentes están haciendo una magnífica labor de captación de adeptos, pero todavía existen muchos dudosos y reticentes a una rebelión contra el ejército francés.

—En ese caso, regrese usted a Zaragoza y continúe con el plan previsto; y manténgame informado de cuanto suceda. Pero antes, acepte almorzar conmigo. ¡Ah!, y muchas gracias por todo, coronel.

—No hay de qué general.

De regreso a Zaragoza, el sargento Morales alzó la vista sobre la ciudad.

—¡Mire, coronel! —exclamó señalando hacia el cielo, justo en la vertical del templo del Pilar.

Faria también alzó la mirada y, colocándose la palma de la mano sobre la frente para tapar el reflejo del sol de media tarde, contempló una enorme nube que con la forma perfecta de una palma parecía querer cubrir toda la ciudad.

—Vaya, jamás había visto una nube tan extraña —comentó el coronel—. Es como si un gigantesco escultor la hubiera labrado en yeso.

—En mi tierra de Toledo ese tipo de nubes suelen ser consideradas como señal de un mal presagio —explicó Morales.

—Tal vez aquí lo interpreten de manera más positiva —apostilló Faria, al tiempo que arreaba a su caballo para que acelerara el trote.

• • •

Los agentes contactados por Faria, Marín y el mismo Palafox se encargaron de incentivar el espíritu de revuelta que crecía contra los franceses. Las informaciones que llegaban de otras ciudades, confusas pero constantes, hablaban de patriotas dispuestos a verter hasta la última gota de sangre en defensa de la independencia de España.

Algunos de los agentes de Palafox acudían a las tertulias vespertinas en la puerta Quemada o en El Portillo, o a cualquiera de las plazas de la ciudad, para convencer a los indecisos de la necesidad de un alzamiento que devolviera al país la dignidad nacional perdida ante la invasión de las tropas napoleónicas.

Unos, los más letrados, aludían a la historia de Aragón, a las libertades contenidas en sus fueros medievales y a la independencia de la que siempre había gozado el viejo reino; otros, los más exaltados, hacían hincapié en la defensa de la patria, de las esposas y de los hijos, afirmando que si se consentía que los soldados franceses se enseñorearan del país, las mujeres serían violadas y los niños asesinados; por fin, algunos incitaban a la masa aludiendo a la condición de ateos y sacrílegos de los revolucionarios galos, asegurando que acabarían con la religión y quemarían las iglesias o las convertirían en burdeles y tabernas, y clamaban al cielo para que la Virgen de Pilar los ayudara a deshacerse de todos los franceses.

Había transcurrido apenas una semana desde que llegara con Morales a Zaragoza, y Faria ya había logrado organizar una red de agentes que estaban dispuestos a apoyar a Palafox como jefe de la Junta provisional de defensa. A lo largo de sus cuatro años al servicio de Godoy, el conde de Castuera había aprendido cómo infiltrarse en determinados círculos para captar adhesiones a cualquier causa; entre los descontentos siempre había gente dispuesta a todo.

Los más exaltados y de ademanes más decididos eran destinados a agitar a las masas. Se trataba de colocar a uno o dos de ellos en cada grupo de diez o doce personas y darles una serie de consignas muy sencillas y directas para que las corearan incitando a los demás a hacer lo mismo. En caso de que la multitud dudara sobre qué hacer, este tipo de agentes eran muy útiles, pues marcaban la pauta que seguir y enardecían el ánimo colectivo cuando decaía.

Los más discretos eran destinados al espionaje y a la transmisión de mensajes y órdenes. Se buscaba para ello a personas que no destacaran por nada, personajes anónimos de esos cuyos rostros no suelen ser recordados de una vez para otra.

En ese trabajo de organizar la resistencia, Faria tuvo que luchar contra las reticencias de una población analfabeta y supersticiosa. El día que la nube en forma de palma se posó sobre el templo del Pilar, centenares de zaragozanos creyeron estar en presencia de un hecho sobrenatural, al que la mayoría consideraba señal de que algo terrible iba a ocurrir.

Uno de los más fervientes seguidores de Palafox le dijo a Faria, en el transcurso de una reunión en la posada de Ricardo Marín, que la nube palmeada sobre el Pilar significaba el anuncio del triunfo de los franceses sobre España. El coronel empleó toda su capacidad persuasiva para intentar convencerlo de que se trataba de un simple fenómeno meteorológico, pero ante la terca negativa de aquel hombre a admitir las explicaciones racionales de Faria, el conde de Castuera tuvo que acabar diciendo que la Virgen del Pilar jamás permitiría que su santuario en Zaragoza fuera profanado por los ateos franceses y que esa nube en forma de palma era en realidad el símbolo de la protección que la Virgen ejercía sobre su ciudad favorita, la primera que según la tradición y la creencia popular había albergado un templo dedicado a María; sólo así pudo convencerlo para que siguiera adelante con el plan.

En la posada de Marín se reunieron a primera hora de la noche junto a su dueño, Faria, Morales y media docena más de los principales agentes con los que contaba Palafox en la ciudad. La noticia de las renuncias a la corona de España de Carlos IV y Fernando VII en Bayona a favor de Napoleón ya se conocía en todo el país, y llegaban a Zaragoza rumores de que en algunas ciudades se habían producido revueltas populares en las que se clamaba contra la ocupación francesa, se exigía la retirada del ejército napoleónico de España y se pedía la restitución de Fernando VII como rey legítimo.

Faria hizo un rápido balance de la situación. Explicó que ante la inoperancia y colaboracionismo con los franceses del general Guillelmi no cabía otro camino que su destitución inmediata.

—Es la única manera de que Zaragoza se sume al clamor que comienza a extenderse por toda España. Si queremos que nuestro plan triunfe, debemos actuar con contundencia y rapidez.

—¿Y qué propone usted, coronel? —demandó Marín.

—Una gran revuelta popular, que estalle en plena calle, sin que haya ningún cabecilla aparente, que parezca una rebelión espontánea del pueblo. Para ello debemos tener totalmente controlada la situación; para eso estamos aquí.

»Ustedes son los responsables de nuestra organización en cada barrio; espero sus informes.

—En el Arrabal —comenzó hablando Anselmo Marín, primo de Ricardo, que controlaba a los hombres fieles a Palafox en el único barrio zaragozano en la margen izquierda del Ebro—, tenemos de nuestro lado a unos cien hombres, todos incondicionales.

Jorge Ibor, un acomodado labrador de pecho y espaldas tan anchas como las del sargento Morales, tomó la palabra:

—En el barrio de San Pablo, todos los labradores y artesanos estamos dispuestos a lo que sea.

Por fin, tras varias intervenciones similares, cerró el turno Roque Saganta:

—En las Tenerías estamos esperando la orden para actuar. Tenemos diez hábiles agitadores entre la gente que se reúne en las tertulias de la puerta Quemada, y no menos de doscientos hombres que nos seguirán a ciegas.

—Por nuestra parte, nos hemos informado sobre la situación entre las autoridades. Ya saben todos ustedes que el capitán general Guillelmi obedece las órdenes que Murat le envía desde Madrid. Habrá que deponerlo de manera fulminante y sin darle ni tiempo ni oportunidad a organizar a sus hombres. Ése será nuestro primer objetivo. He hablado con varios oficiales de la guarnición aquí destacada. Hay algunos que parecen reticentes, pero creo que la mayoría se unirá a nosotros cuando sepan que Guillelmi ha sido depuesto. En estos momentos —Faria dejó sobre la mesa un informe entregado por un capitán fiel a Palafox—, están destacados en Zaragoza ciento trece jefes y oficiales, pero más de la mitad no reside ahora aquí, y al menos hay diez de baja por enfermedad. En el cuartel de la Aljafería hay una compañía de ciento setenta soldados y en el resto de acuartelamientos unos trescientos ochenta más. Tenemos la promesa de algunos oficiales de que no intervendrán y de que si triunfa la revuelta se unirán a nosotros.

»Y en cuanto a las armas… —Faria consultó otro papel—, en la Aljafería hay almacenados veinticinco mil fusiles y ochenta piezas de artillería de diversos calibres, aunque sin demasiada munición. No obstante, disponemos de armamento suficiente para equipar a todos los hombres de esta ciudad. Otra cosa es que sepan utilizarlo…

»Por último, queda el ayuntamiento. El alcalde me ha asegurado que está con nosotros, pero que es necesario un levantamiento popular para poder justificar su alineamiento con los rebeldes.

—En ese caso, alcémonos ya; actuemos de inmediato —propuso Jorge Ibor.

—Sí, hagámoslo antes de que Guillelmi pueda reaccionar —asentó Ricardo Marín.

—¿Están todos ustedes de acuerdo? —preguntó Faria.

—Sí —respondieron al unísono.

—Pues adelante. Mañana mismo comenzará la rebelión. Empezaremos por la puerta Quemada, que es donde más personas se reúnen. Hay que organizar a nuestra gente para que se encargue de soliviantar a las masas. La noticia de la rebelión en la puerta Quemada ha de conocerse de inmediato en todos los barrios. Nuestros agentes, distribuidos entre la población, gritarán consignas patrióticas: «¡Viva el rey Fernando!, ¡fuera los franceses!, ¡abajo Napoleón!»; y sobre todo una palabra debe sonar en todos los labios como una oración a la Virgen del Pilar: «¡Independencia!».

—¿Y el general Palafox? —pregunto Ricardo Marín.

—Mañana iremos a por él. Tiene que entrar en Zaragoza en el momento preciso, una vez que el pueblo alzado en armas requiera de un jefe que lo dirija. Tengan ustedes todo dispuesto conforme lo hemos acordado; y suerte, señores.

Esa misma tarde el general Guillelmi fue arrestado y destituido del mando de la capitanía general militar de Zaragoza. El general Morí se hizo cargo del gobierno provisional.

Ir a la siguiente página

Report Page