¡Independencia!

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Primera parte » Capítulo VIII

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Capítulo VIII

Conforme iban llegando a Zaragoza noticias de lo que estaba ocurriendo en el resto del país, Palafox tomaba decisiones más drásticas. Consciente de que los franceses atacarían en cualquier momento, su prioridad fue organizar las defensas pasivas y preparar cuantos efectivos estuvieran disponibles para ello.

El sargento mayor de ingenieros Antonio Sangenís había conseguido huir de Madrid tras los acontecimientos del 2 de mayo y había logrado llegar hasta Zaragoza, donde se puso a las órdenes de Palafox. Era un ingeniero experto en defensas urbanas, y por ello fue nombrado comandante de ingenieros y jefe de las fortificaciones. Enseguida organizó un batallón de zapadores y otro de campaña y planteó, ante la dificultad de construir fortificaciones sólidas, la defensa de la ciudad de una manera abierta, sin fijar una línea estática de combate. Repetía una y otra vez a los hombres bajo su mando que Zaragoza debía ser defendida calle por calle, casa por casa, que tenía que convertirse en una ratonera para los infantes franceses.

Sangenís sabía que no podía enfrentarse abiertamente a la superioridad de la artillería francesa y a la mejor preparación de su infantería y su caballería, por lo que diseñó un plan de resistencia a modo de guerrilla urbana; es decir, algo similar a lo que algunos patriotas españoles ya estaban empezando a organizar en campo abierto.

Del cuartel general de Palafox fueron saliendo cartas a todas las ciudades de Aragón pidiendo voluntarios para acudir a la defensa de Zaragoza; en la mayoría de los ayuntamientos se abrieron oficinas de reclutamiento, a las que acudían jóvenes aragoneses que jamás habían disparado un fusil pero se sentían atraídos por las proclamas que Palafox difundía en folletos y pasquines y eran leídos por sus agentes en todos los pueblos a donde acudían en demanda de hombres y armas.

El 31 de mayo, a primera hora de la mañana, Palafox y Faria desayunaban juntos en Capitanía, como solían hacer todos los días antes de comenzar el trabajo.

—Hoy es el día, Francisco. Casi toda España se ha alzado contra Napoleón, y donde no se ha proclamado el levantamiento, está a punto de hacerse. Es hora de que nosotros declaremos también la guerra a los franceses.

—Sí, mi general, creo que no queda otro remedio —dijo Faria.

—Publicaremos hoy mismo un manifiesto con la declaración de guerra y haremos copias de la misma para enviarlas a todas las ciudades de la nación. Encárguese usted mismo, Francisco, de redactarla. A media mañana analizaremos su contenido en la reunión de la Junta de defensa.

—Como usted ordene, mi general.

Faria acabó su desayuno y se dirigió al despacho que ocupaba en Capitanía; no quiso dictar la declaración de guerra a ningún escribiente, de modo que cogió papel, pluma y tintero y él mismo comenzó a escribir.

La Junta de defensa debatió el texto escrito por Faria. La mayoría se sorprendió en principio, pues no contenía una declaración explícita de guerra contra Francia, pero en una segunda lectura, y tras escuchar las explicaciones del coronel, advirtieron que el texto era mucho más hiriente para Napoleón y de mayor calado político que una declaración formal de guerra.

El escrito de Faria ocupaba tres cuartillas. Tras un preámbulo en el que se agradecía a la Providencia que en Aragón hubiera todavía armas para uso del pueblo, se ponía en boca de Palafox un alegato contra aquéllos que sólo pensaban en enriquecerse, aun a costa de los sufrimientos de la patria, y animaba a los aragoneses a defender «la causa más justa», pues ello les daría la fuerza necesaria para ser invencibles. Después hacía una alusión a lo sucedido en Madrid el 2 de mayo, y acaba el manifiesto con ocho puntos en los que se atribuía a Napoleón la responsabilidad de lo que pudiera pasarle a la familia real secuestrada en Bayona, se proclamaba que si los soldados franceses repetían los sucesos de Madrid serían perseguidos por alta traición, se refutaban por nulos todos los acuerdos tomados en Bayona y en Madrid sobre la corona de España, se instaba a los soldados franceses a desertar de su ejército, y se animaba a todas las provincias no invadidas a reunirse en Teruel para nombrar a un lugarteniente general del reino en ausencia de una autoridad general para toda la nación.

—Sigo pensando —adujo Jorge Ibor— que una declaración de guerra sería mucho más contundente. Bastaría con una sola línea: «Guerra sin cuartel a los franceses, hasta que se rindan, huyan de España o mueran».

—Eso es lo que Napoleón espera: una declaración visceral de guerra. Pero esta proclama es mucho más ofensiva para el emperador de los franceses, y desde luego mucho más efectiva para las demás naciones que luchan contra el corso. Napoleón jamás esperaría algo así —replicó Faria en defensa de su escrito.

—Faria tiene razón —intervino Ricardo Marín—. Napoleón no se inmutará un ápice a la vista de una arenga patriótica y visceral. Está acostumbrado a ellas. Por el contrario, en la que nos propone el coronel se cuestiona la misma legitimidad de la intervención de Francia en nuestro país. Yo conocí a Napoleón en París; todavía no era emperador, pero puedo asegurarle que este escrito le hará mucho daño. Y para vencer a ese demonio corso es preciso ser más astuto que él, y sobre todo perturbar sus planes con propuestas y declaraciones que no espere.

Las opiniones del resto de los miembros de la Junta apoyaron el escrito de Faria, aunque se introdujeron algunas pequeñas correcciones, como la que propuso Jorge Ibor con respecto a la mención de la confianza que el pueblo había depositado en Palafox. El fogoso capitán del batallón de escopeteros del Arrabal justificó con esta enmienda su acuerdo final con el texto de Faria, que se aprobó por unanimidad.

—Bien, señores, ahora sólo queda una cuestión pendiente. Mi nombramiento como capitán general de Aragón no es legalmente válido. Dicho acuerdo sólo puede ser tomado por el Gobierno de la nación y refrendado por su majestad el rey, y eso no se ha producido —adujo Palafox.

—No estoy de acuerdo, general —terció Jorge Ibor—. A falta de una autoridad nacional, y eso es imposible dadas las circunstancias, la Junta de defensa de Zaragoza ha asumido la soberanía nacional, y esta Junta es la que le ha nombrado a usted capitán general; para mí, es suficiente.

—También para mí —intervino Faria—, pero no estaría de más buscar algún mecanismo legal para ratificar el nombramiento del general Palafox. ¿Alguna idea?

—Que sea ratificado por una reunión solemne de las Cortes de Aragón —propuso Ricardo Marín.

—No sé si he oído bien —ironizó Jorge Ibor—. Las Cortes de Aragón fueron disueltas hace un siglo, y jamás han vuelto a reunirse desde entonces. Esa institución es una reliquia del pasado.

—No estoy de acuerdo con usted, don Jorge —dijo Faria—. Cuando Napoleón se coronó emperador de los franceses no había precedentes en mil años. Si no recuerdo mal mis lecciones de historia, fue Carlomagno el primer francés que se coronó emperador, en el año 800; pues bien, mil cuatro años después, Napoleón aludió a la historia de Francia para legitimar su coronación. Hagamos lo mismo en Zaragoza, que sean las Cortes aragonesas las que ratifiquen a don José como capitán general de Aragón.

—Creo, coronel Faria —replicó Ibor—, que es usted extremeño, ¿no es así?, pero por su tenacidad en defender sus propuestas parece aragonés —dijo Ibor.

—¿Está usted de acuerdo, general? —preguntó Ricardo Marín a Palafox.

—Sí, por supuesto que sí. Qué mejor manera de ratificar un nombramiento que las viejas y ahora renacidas Cortes del reino. ¿Les parece, señores, que las convoquemos para el 9 de junio, aquí en Zaragoza?

Asintieron todos los miembros de la Junta, en la que los nobles configuraban una notable mayoría, y no hubo ojos que no se fijaran en Jorge Ibor.

—De acuerdo, de acuerdo, convoquemos esas Cortes —convino el capitán de escopeteros.

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