¡Independencia!

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Primera parte » Capítulo IX

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Capítulo IX

A principios de junio de 1808 todas las ciudades y provincias españolas que no estaban ocupadas por el ejército francés se habían sublevado contra Napoleón proclamando la ilegitimidad de la renuncia de Fernando VII al trono de España.

La proclama que redactara Faria y firmara Palafox se distribuyó por todo el país y algunos agentes contrarios a Napoleón la difundieron por toda Europa. El propio emperador sufrió un acceso de cólera cuando la leyó. En eso había tenido razón Faria, pues Bonaparte era un hombre frío y calculador, al que gustaba tener todo previsto. Sólo perdía la razón cuando sus previsiones eran desbordadas. La proclama de Zaragoza le irritó de tal modo que, estando todavía en Bayona, dictó una orden tajante: Zaragoza debía ser conquistada a cualquier precio. El emperador sabía bien que muchos de los países sometidos por él en Europa aguardaban a que alguien, un hombre, o incluso un país, una nación o una región, dieran el primer paso para alzarse en armas contra la ocupación francesa. La firmeza de Zaragoza era un mal ejemplo, y Napoleón no podía consentir que cundiera.

—La hemos hecho buena —comentó Faria a Palafox, mientras inspeccionaban con Sangenís la marcha de los trabajos para la defensa de Zaragoza.

—¿Qué otra cosa esperaba usted, Francisco? Cuando escribió el manifiesto sabía que Napoleón estallaría de ira. Usted lo conoció en Bayona, y creo que por eso mismo redactó la proclama en semejantes términos. ¿No es así? —le preguntó Palafox.

—Sí, yo estuve presente cuando el emperador humilló a don Carlos y a don Fernando; lo hizo con una sibilina habilidad, provocando el enfrentamiento entre padre e hijo con una eficacia demoledora. Por eso, cuando su excelencia me encargó la redacción del manifiesto, creí que sería más eficaz utilizar los mismos recursos que emplea Napoleón para sacar de quicio a sus oponentes.

—Y bien que lo ha conseguido usted. Ya sabe que Bonaparte ha dado la orden de conquistar Zaragoza cueste lo que cueste.

—Bueno, imagino que eso ya estaba presente en los planes de Napoleón. Desde los tiempos de Roma sabemos que no se puede conquistar España sin antes dominar Zaragoza. El emperador es un apasionado del estudio de la historia. Constantemente está leyendo libros sobre esta materia. Es un admirador de los grandes pensadores como Rousseau y Voltaire, o del mismísimo Corneille. Le gusta conocer la historia y la geografía de los países que intenta someter. Durante la expedición a Egipto leyó hasta casi aprenderse de memoria la Historia de los árabes de Marigny. En Bayona, un oficial de su guardia me dijo, tal vez para romper el hielo, que a su emperador le gustaba mucho la literatura española. Me aseguró que había leído la novela Gil Blas, ya saben, ésa en la que un joven español de familia humilde asciende hasta convertirse en secretario del jefe del gobierno. Ha escrito algunos artículos, relatos y estudios históricos, e incluso confesó en cierta ocasión que siendo joven se propuso escribir una historia de Córcega; es curioso, dicen algunos que en ese libro jamás escrito pretendía defender la libertad e independencia de su isla con respecto a Francia. Y ya ven, señores, ahora es el emperador de todos los franceses, corsos incluidos.

—Un personaje contradictorio —aventuró Palafox.

—Como todos nosotros, general. ¿Sabe que Napoleón está recomendando constantemente a sus mariscales y generales que estudien la historia de Europa? Creo que se siente un nuevo Carlomagno, y en su cabeza alienta la idea de unificar a todo este continente bajo su imperio. Ésa es su ambición. Imagino que le gustaría pasar a las páginas de los libros de historia como el hombre capaz de unir a todos los europeos bajo unos mismos ideales. Llegó a la conclusión de que este continente necesita profundas reformas leyendo las historias de todos los países europeos.

—Usted lo admira —dijo Palafox.

—En cierto modo, sí.

—Debe de ser un hombre extraordinario —terció Sangenís, que hasta entonces había estado callado ante sus dos superiores.

—Lo es. A los dieciséis años ya era oficial, a los veintitrés capitán. ¿Saben ustedes que en tan sólo cuatro meses ascendió del grado de capitán al de brigadier? Ganó sus entorchados en el sitio de Tolón, de donde, gracias a su pericia en el uso de la artillería, logró desalojar a los ingleses, que ocupaban esa plaza de la costa mediterránea francesa. A los veintiséis años ya era general de división; jamás nadie ascendió tan deprisa en la historia militar de Europa.

—Bueno, usted no lleva mal camino. ¿Cuántos años tiene, Faria? —preguntó Palafox.

—Veinticuatro años, mi general.

—Ya ve, veinticuatro años y es coronel. Con suerte, y si combate con arrojo en esta guerra que se avecina, puede llegar a brigadier antes de fin de año, y quién sabe si incluso a general de división; antes que el mismísimo Napoleón —dijo Palafox.

—Sabe usted bien, mi general, que mis ascensos han sido por… digamos méritos políticos.

—Vamos, coronel, no sea modesto. Todo el mundo reconoce que usted es un héroe de Trafalgar.

—Allí sufrimos una gran derrota. Tal vez si hubiera dirigido la flota combinada Napoleón…

—Napoleón odia el mar, según creo —intervino Sangenís.

—No, no, él quiso ser oficial de la marina de guerra. Recuerde, capitán, que nació en una isla, en Córcega. Pero, una vez en la escuela militar, sus profesores se dieron cuenta de que destacaba en matemáticas y que tenía un gran talento para los números, de ahí que lo encauzaran hacia el arma de artillería.

—Bueno, en los navíos de guerra también son necesarios grandes artilleros —repuso Sangenís.

—En un combate en el mar la artillería es menos decisiva que en tierra. Sobre el agua priman otras virtudes; Nelson se lo demostró al propio Napoleón en Egipto y a Villeneuve en Trafalgar.

—Se asegura que en tierra firme es invencible. Yo lo he oído en Madrid de boca de alguno de nuestros generales.

—Tal vez no. Por lo que sé, inculca en sus hombres cualidades como la disciplina, la ley y el orden. Concede ascensos a los valientes en el combate y prima e incentiva la bravura. Sus éxitos se basan en la unidad de mando, en la concentración de fuerzas en un punto para ganar la superioridad frente al enemigo y en la velocidad de desplazamiento. Un regimiento de infantería del ejército francés es capaz de avanzar a ciento veinte pasos por minuto, mientras que las tropas de infantería del resto de los ejércitos europeos lo hacen a setenta. En esas premisas ha basado hasta ahora Napoleón sus victorias en tierra.

—Ciento veinte pasos por minuto… Ni en tres años seguidos de entrenamiento podríamos lograr una marca así con nuestros soldados —dijo Palafox.

»Sangenís, tome buena nota de lo que ha dicho el coronel Faria.

—Lo he hecho, excelencia. Y creo que la defensa que hemos diseñado es la más apropiada. Hay que evitar que la infantería francesa pueda concentrarse en un solo lugar y que su artillería tenga un objetivo fijo que batir con comodidad, de ahí el plan de defensa abierta.

—Que cada calle, cada casa, sea una trinchera, ¿no es así?

—En efecto, mi general, así debe ser.

Los tres militares siguieron inspeccionando el perímetro defensivo, formado por las viejas murallas medievales de tapial, ladrillo y piedra, y las puertas abiertas en el muro, ahora con una función más ornamental que defensiva.

—Fíjese en esa puerta, mi general —dijo Sangenís señalando la Puerta del Carmen—, ha sido levantada para cobrar impuestos de portazgo y para ornamento de la ciudad, pero no para defenderla.

En los primeros días de junio fueron llegando a Zaragoza los primeros voluntarios, procedentes de diversos pueblos y ciudades de Aragón, y jefes y oficiales que acudían a Zaragoza ante la llamada de Palafox. Sus dos hermanos también lo hicieron. Luis, el mayor, que había heredado el título de marqués de Lazan, viajó tras conseguir evadirse de Madrid, en tanto el menor, Francisco, lo hizo desde Bayona, donde había acudido formando parte de la comitiva real.

En Zaragoza la actividad era frenética. Faria trabajaba dieciséis horas diarias al frente del Estado Mayor en Capitanía y apenas tenía tiempo para otra cosa que no fuera organizar los despachos y coordinar las órdenes de mando. La intendencia fue encomendada a Lorenzo Calvo, intendente general del ejército y que se encontraba casualmente esos días en Zaragoza.

El recelo hacia todo lo francés provocó que algunos ciudadanos galos afincados en Zaragoza por asuntos comerciales fueran perseguidos y maltratados físicamente; algunos lograron huir, pero dos centenares de ellos fueron encerrados en el castillo de la Aljafería para preservar su integridad de la ira de la multitud.

Palafox organizó a todas las fuerzas disponibles en Zaragoza, unos cuatro mil quinientos hombres, en cinco tercios. Además de los nombramientos realizados hasta entonces, otorgó alguna responsabilidad en la defensa al padre escolapio Basilio Boggiero, que había sido su preceptor en la época de estudiante en Zaragoza, y al presbítero Santiago de Sas, buen amigo del general. Ambos clérigos fueron incorporados a la oficina en la que se redactaban los discursos, los manifiestos y las proclamas de Capitanía General.

Cuando Faria le hizo ver a su general en jefe que el estilo de redacción de los clérigos era demasiado clerical, Palafox repuso que era necesario un toque religioso en cada una de las proclamas, pues los aragoneses, al igual que el resto de los españoles, no eran ateos como los revolucionarios franceses, sino fervientes seguidores de la fe católica y cumplidores de sus mandamientos.

Faria se sintió entonces más próximo que nunca a los liberales, pero no podía hacer otra cosa que acatar las órdenes de Palafox. En aquellas circunstancias tan extremas, la defensa de la patria ante la ocupación francesa constituía el objetivo primordial de todos los ciudadanos; ya habría tiempo después para tratar de instaurar otro tipo de política.

Lo que seguía echándose en falta era la existencia de una autoridad general para toda la nación. Es cierto que en Aranjuez se había constituido a mediados de mayo una Junta Central, pero, ante la presencia amenazadora de Murat, se había trasladado a Sevilla, y además, la mayoría de las Juntas regionales o locales actuaban siguiendo sus propios criterios, sin tener en cuenta lo que emanaba de esa Junta, cuya autoridad casi nadie acataba.

El 6 de junio llegó a Zaragoza, mediante señales luminosas, la noticia de que en Valencia habían sido masacrados más de trescientos soldados franceses y que la población se había ensañado con sus cadáveres. En cuanto se enteró de ello, Faria supo que el ejército imperial no tardaría en reaccionar.

Ese mismo día se supo que un cuerpo de ejército francés estaba preparado para partir de Pamplona en dirección hacia el sur. Desde Tudela, temiendo la inmediata ofensiva francesa, se había pedido ayuda urgente a Palafox, quien envió a su hermano Luis, con poco menos de mil soldados y cuatro cañones. Por fin, el 7 de junio el general Lefévbre salió de Pamplona, con cuatro mil doscientos hombres, a los que se unieron otros tantos poco después. El objetivo de ese ejército era la conquista de Zaragoza y tal vez continuar desde allí hasta Valencia, donde la venganza por la masacre de los trescientos treinta y ocho franceses se presagiaba terrible.

Las defensas que había diseñado Sangenís todavía no estaban acabadas, por lo que Palafox, sabedor del avance de Lefévbre, optó por efectuar una salida e intentar frenar a los franceses en Tudela. El 8 de julio las tropas de Lefévbre y las del marqués de Lazan se vieron por primera vez cara a cara.

Los franceses atravesaron el Ebro con casi ocho mil hombres y conminaron a los tudelanos a rendirse. El marqués de Lazan cruzó fuego de artillería con el ejército francés, pero, ante la abrumadora superioridad de los galos, ordenó izar bandera blanca y la retirada hacia Zaragoza. Tudela cayó en manos francesas. La noticia de la derrota de esta plaza no amedrentó a Palafox, que sabía de la superioridad de los franceses en campo abierto, por lo que hacía ya varias semanas que había decidido entablar la batalla final en Zaragoza.

Para no transmitir sensación de derrota, el día 9 de junio, tal como estaba previsto en la convocatoria de Palafox, se reunieron las Cortes de Aragón, las primeras en hacerlo en más de cien años. La sesión plenaria tuvo lugar en el ayuntamiento, en las casas del Puente. Pese a las exigencias de los liberales, que pidieron una mayor representación de las clases populares, Palafox convocó las Cortes al modo tradicional, es decir, con miembros de los cuatro brazos o estamentos que se habían configurado en la Edad Media: la alta nobleza, la baja nobleza, los eclesiásticos y las universidades. Presididos por Palafox, allí estaban el obispo de Huesca junto con deanes, priores y abades; el conde de Sástago y los marqueses de Ariño y de Zafra; varios barones y caballeros, y representantes de los partidos de Zaragoza, Tarazona, Calatayud, Jaca, Borja, Fraga y Cinco Villas.

Tras ser refrendado Palafox en el cargo de capitán general de Aragón y aprobar algunos otros nombramientos, don José leyó un discurso que había preparado la noche anterior con la ayuda de Faria. En el mismo se hacía un repaso a los acontecimientos acaecidos desde la salida de España del rey Fernando y se instaba al mantenimiento de la legalidad monárquica y a la defensa del viejo reino contra la ocupación francesa. Palafox abogaba por la permanencia de las Cortes como institución representativa de todos los aragoneses y proponía la elección de una Junta integrada por seis miembros y presidida por él mismo. La nueva reunión del pleno de las Cortes quedó fijada para el día 14 de junio.

En tanto todo esto ocurría en Zaragoza, los franceses habían logrado consolidar su posición en Tudela y acumular nuevos refuerzos. Llegaron informes preocupantes sobre otro ejército francés que había partido desde Madrid, al parecer en dirección a Zaragoza.

Palafox supuso que el alto mando francés estaba planeando una operación en pinza sobre Zaragoza y ordenó una nueva salida hacia Tudela. Su hermano Luis se había refugiado en Alagón, y allí recibió unos tres mil hombres de apoyo, con los cuales avanzó aguas del Ebro arriba hacia Tudela. También se incorporaron varios batallones de voluntarios que comenzaban a concentrarse en Zaragoza desde diversas zonas de España.

Franceses y españoles se enfrentaron en Mallén, a unos veinticinco kilómetros al sureste de Tudela, el 13 de junio. La infantería del ejército de Lefévbre cargó sobre las posiciones españolas tras un intenso fuego de castigo de su artillería. La batalla fue breve; los tercios zaragozanos, reforzados con un batallón de voluntarios de Tarragona, un tercio de Navarra y un batallón de voluntarios autodenominado «Los Pardos de Aragón», nada pudieron hacer ante los experimentados soldados franceses. La tropas españolas, tan aguerridas como bisoñas, abandonaron pronto el combate. El general Lefévbre supuso que la conquista de Zaragoza sería un plácido paseo militar.

En Zaragoza, Palafox ordenó que un ejército compuesto por seis mil hombres saliera de inmediato hacia Alagón para proteger la retirada de las tropas mandadas por su hermano Luis. Al llegar a Alagón, los espías destacados por Faria informaron de que Lefévbre estaba a punto de recibir refuerzos, en concreto varios regimientos polacos de caballería. Palafox decidió entonces intercambiar disparos con los franceses, pero volvió a ser derrotado, sufriendo además una leve herida. Una compañía de observación de la vanguardia del ejercito francés se adelantó demasiado al grueso de sus tropas y fue capturada por un batallón del ejército español. Tras ser interrogados, confesaron que tras ellos avanzaban hacia Zaragoza catorce mil hombres, tres divisiones completas.

Palafox dudó por unos instantes, pero al fin decidió la inmediata retirada a Zaragoza, donde deberían concentrarse todas las fuerzas disponibles.

—Si nos encerramos en Zaragoza nos jugamos todo a una carta, mi general —le dijo Faria.

—No tenemos ninguna otra opción, Francisco. Ya ha visto usted las consecuencias de un enfrentamiento en campo abierto. Su artillería es infinitamente superior a la nuestra y sus soldados están mucho más bregados. En combates de este tipo, acabarían con nosotros en un par de batallas. Sin embargo, en Zaragoza, si quieren vencernos tendrán que luchar casa por casa; en esas condiciones su caballería sirve de poco.

—Plantea usted una defensa como la que ofrecieron los numantinos ante los romanos hace dos mil años. Y no salió bien.

—Pero no olvide, coronel, que Lefévbre no es Escipión.

—De acuerdo, mi general, pero Escipión no tenía cañones ni tampoco a la temida caballería polaca.

—En cambio, sí disponía de elefantes y de catapultas, que viene a ser lo mismo.

—¿No existe otra manera de detener su avance? —preguntó Faria.

—He sopesado la posibilidad de volar el acueducto del Canal Imperial sobre el Jalón y provocar que sus aguas inunden el camino para así dificultar su progresión hacia nosotros, pero algunos ingenieros a los que he consultado me han asegurado que esa operación es muy difícil y que tal vez no resultara eficaz. Tenemos que esperar refuerzos, y entre tanto defender Zaragoza por nosotros mismos y hasta el final.

Los franceses, eliminada la resistencia en el curso del Ebro, saquearon el pueblo de Mallén y el de Gallur y continuaron su avance hacia Zaragoza. Ante la crítica situación, Palafox no tuvo más remedio que suspender la sesión de Cortes que se había convocado para el día siguiente. Las Cortes de Aragón ya no volverían a reunirse.

Ese mismo día fueron muchos los zaragozanos que solicitaron un pasaporte para escapar de la ciudad; algunos huyeron aprovechando el desconcierto y la inquietud que provocó la noticia del avance de las tropas de Napoleón. Palafox reaccionó de inmediato, ordenó la alarma general, el reclutamiento de todos los hombres disponibles y el reparto de armas y municiones a toda la población, y, siguiendo los consejos del padre Boggiero, las tropas acantonadas en Zaragoza prestaron juramento de fidelidad al rey Fernando VII y lealtad a la nación desfilando bajo el estandarte de la Virgen de Pilar. El capitán general de Aragón ordenó el arresto inmediato del coronel Rafael Pesino, corregidor de la comarca de las Cinco Villas, acusado de enviar sendas cartas a Murat y a Napoleón, y por tanto, de alta traición a la patria.

Faria se las ingenió como pudo para quedar de guardia en Capitanía y evitar así participar en un acto que le molestaba profundamente. Aquella misma tarde fue consciente de que, a pesar de su condición nobiliaria como conde de Castuera, las ideas liberales habían penetrado hasta lo más profundo de su mente. Claro que, intentó justificarse, eso no era demasiado difícil tras haber contemplado la vergonzosa actitud de Carlos IV y Fernando VII ante Napoleón; a la vista de semejante par de cobardes, cualquier persona decente hubiera renegado de la monarquía que encarnaban.

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