¡Independencia!

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Primera parte » Capítulo X

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Capítulo X

—¡Ya están aquí, ya están aquí!

Palafox y Faria desayunaban juntos, como casi todos los días, en una sala anexa al despacho del capitán general de Aragón. Desde allí oyeron las voces de un mensajero que había irrumpido en el patio del palacio como un ciclón.

José de Palafox se asomó a la galería del patio porticado y contempló a un soldado que gesticulaba nervioso ante un pequeño grupo de guardias arremolinados a su alrededor.

—Maldita sea, ¿qué ocurre?, ¿qué son esos gritos? —preguntó Palafox desde lo alto.

—Mi general —se cuadró el mensajero—, el vigía de la Torre Nueva ha avistado a los franceses. Se acercan desde el noroeste, por la carretera de Alagón.

—¿A qué distancia están?

—No lo sé con exactitud, mi general, pero el vigía ha calculado que a unas diez millas.

—Retírese, soldado, y que sea la última vez que causa semejante alboroto.

Palafox se volvió hacia Faria, que había abandonado la sala tras él.

—Ciento veinte pasos por minuto —puntualizó el coronel.

—¿Cómo dice, Francisco?

—Ciento veinte pasos por minuto. Ya le dije, mi general, que la infantería francesa es capaz de avanzar a ese ritmo. Por eso han llegado tan rápidamente hasta aquí. Han debido de caminar toda la noche; ayer estaban en Alagón, a siete u ocho horas de marcha; ¡es extraordinario!

—Esto es lo que llevábamos semanas aguardando. De modo que, manos a la obra. Coronel, convoque una reunión conjunta y urgente de todo el Estado Mayor y de la Junta de defensa.

Apenas una hora después, todos los integrantes de ambas instituciones estaban reunidos en la sala grande de Capitanía.

—Señores —comenzó hablando Palafox—, acaba de llegar el gran día. Supongo que ya sabrán, por lo rápido que ha corrido la noticia por las calles, que los franceses están en las afueras de la ciudad. He ordenado doblar la vigilancia en lo alto de todas las torres y campanarios, sobre todo en la Torre Nueva, y que me den noticias de cuanto suceda cada media hora, o de inmediato si hubiera novedades importantes.

—Mi general, Zaragoza no está preparada para soportar un ataque masivo del ejército francés. No tenemos ni hombres, ni artillería, ni defensas suficientes —apuntó el ingeniero Sangenís, invitado a la reunión por ser el principal experto en fortificaciones, que en un rápido informe señaló que disponían de apenas nueve mil soldados, y de procedencias muy diversas, noventa caballos y unas pocas decenas de piezas de artillería, algunas en no muy buen estado.

—Ya lo sé, Sangenís. Por eso hemos de actuar con audacia y sorpresa. Los franceses se han desplegado al oeste y al sur de la ciudad. Creo que van a atacar las tres puertas de esa zona, de modo que concentraremos allí nuestros efectivos más numerosos. Mi plan consiste en dejarles entrar en Zaragoza como si no estuviéramos preparados para hacerles frente, y una vez dentro, espero que confiados, caer sobre ellos con todas nuestras fuerzas. Sus soldados no conocen la ciudad, de modo que se encontrarán un tanto desorientados.

—Podemos luchar, como habíamos previsto, casa por casa, pero necesitamos que el mando supremo, es decir, usted, mi general, esté a salvo —dijo Sangenís.

—Estoy de acuerdo con el ingeniero jefe —intervino Faria—. Y creo además que debemos continuar con las maniobras de distracción, atacando al enemigo también desde el exterior de la ciudad. Debemos evitar que las tropas de Lefévbre cierren el cerco sobre Zaragoza, y así poder mantener abierta una línea de aprovisionamiento de hombres, víveres y municiones. En ningún caso debemos consentir que nos cierren todas las salidas y entradas a la ciudad.

La propuesta de Faria fue aceptada por unanimidad.

—En ese caso, instalaremos el cuartel general en Belchite. Señores, yo encabezaré las hostilidades contra los franceses desde el exterior. Saldré por el puente de Piedra para ir hacia Pina, y de allí cruzaremos el Ebro para girar al sur hacia Belchite; ese sector está libre de tropas francesas. Pero no me marcharé hasta que hayamos rechazado su primer ataque. En mi ausencia, el mando supremo en Zaragoza queda en manos del teniente del rey, el general Bustamante.

»Y ahora, señores, ordenen a sus hombres que tomen posiciones frente a las puertas del oeste y del sur, que se parapeten en las calles próximas y que esperen a disparar hasta que un buen número de franceses entre en la ciudad. Suerte, y que Dios nos guarde y la Virgen del Pilar nos proteja.

• • •

A mediodía del 15 de junio, tras conceder algunas horas de descanso a sus hombres, pues habían marchado durante nueve horas seguidas la madrugada anterior, el general Lefévbre conminó a Zaragoza a rendirse. De los fulgurantes éxitos obtenidos en su avance desde Pamplona, Lefévbre infirió que la moral de los zaragozanos estaría muy debilitada y que serían una presa fácil. Si Madrid, mucho más poblada y sede de la Corte, había caído en unas pocas horas de lucha, una ciudad provinciana poco mayor que un barrio de París se rendiría al primer envite, supuso. Se equivocó.

Tras esperar en vano una respuesta a su ultimátum, Lefévbre ordenó el despliegue de sus tropas, que habían recibido orden de estar preparadas para atacar con toda la fuerza posible por tres puntos de la ciudad a la vez: en las puertas de El Portillo, el Carmen y Santa Engracia.

Una compañía de escopeteros hostigó a las avanzadillas del ejército francés en la zona de Casablanca, en una acción destinada a distraer al ejército imperial, mientras los zaragozanos tomaban posiciones en el interior. Se cruzaron algunos disparos y, tras la escaramuza, los escopeteros corrieron a refugiarse en los muros.

A la una en punto de la tarde, y después de unos minutos de calma tensa en los que un terrible silencio se enseñoreó de la ciudad y de sus alrededores, los cañones franceses comenzaron a vomitar fuego. La estrategia de Lefévbre estaba clara: se trataba de abrir amplias brechas en las tres puertas seleccionadas para el ataque y, una vez minadas las defensas y despejado el camino, lanzar a la caballería y a la infantería a la conquista de Zaragoza. Lefévbre esperaba que ante tal demostración de fuerza, la ciudad, atemorizada, capitulara de inmediato. Volvió a equivocarse.

La primera fase del plan resultó un éxito; la artillería imperial consiguió abrir grandes boquetes en las puertas de El Portillo y de Santa Engracia y dejó en muy mal estado la del Carmen. Al terrible bombardeo con piezas de varios calibres, sucedió el avance de la infantería hasta posicionarse frente a las ruinas de las puertas. En cuanto se hubo disipado el humo y el polvo, los franceses se prepararon para el asalto creyendo que todo acabaría en cuestión de minutos.

Eran las dos en punto de la tarde cuando los coroneles de los regimientos de infantería de asalto ordenaron a los tambores tocar a atención. Los portaestandartes izaron las banderas y las insignias con las águilas de bronce. Las alas desplegadas de las rapaces metálicas brillaban bajo los rayos del sol como iconos mágicos. Al oír un redoble seco de tambor, cada batallón alzó su guión de combate, las oriflamas cuadradas de satén blanco enmarcadas con ribetes dorados y bordadas en filo de oro con frases dictadas expresamente por el mismísimo emperador. La mayoría de los guiones tenían escritos al dorso y entre abejas doradas los nombres de las batallas en las que cada unidad había participado: Ulm, Austerlitz, Friedland…, lucían orgullosas sobre las cabezas de los veteranos soldados imperiales vencedores en los campos de Europa.

Por fin, tras las primeras líneas de la infantería un toque de trompeta señaló el momento de elevar una enorme bandera tricolor. Al contemplar la enseña con las franjas en azul, blanco y rojo, algunos soldados comenzaron a tararear los primeros versos de La Marsellesa. Los más veteranos animaron a los más jóvenes, diciéndoles que ante ellos estaban los tiempos de triunfo y gloria que les había prometido el emperador.

El general Lefévbre ordenó a uno de sus edecanes que transmitiera la orden de ataque.

La primera columna de infantería avanzó entre gritos de «Vive l’Empereur!» hacia la puerta del Carmen, que, acribillada por los impactos de la metralla todavía seguía en pie, y la atravesó confiada, desplegándose hasta las tapias del convento de Predicadores sin oposición, creyendo que los defensores, ante semejante castigo recibido, habían huido presas del pánico hacia el interior de la ciudad o se habían escondido aterrorizados en las bodegas. Pero apenas habían progresado un par de centenares de metros en el interior de los muros, cuando la avanzadilla recibió una descarga de fusilería que la frenó en seco. Aullando como lobos hambrientos, decenas de zaragozanos salieron de los portales de las casas, de las esquinas de las calles y saltaron por las tapias de las huertas de los conventos para caer como fieras heridas sobre los sorprendidos franceses. La contundencia y el vigor del contraataque fue de tal magnitud que la columna francesa de vanguardia quedó absolutamente destrozada. Algunos fusileros lograron refugiarse entre las ruinas que se amontonaban a ambos lados de la puerta del Carmen, que, aunque muy dañada, se alzaba milagrosamente erguida entre las ruinas.

El ataque francés a la puerta de Santa Engracia fue mucho más deslavazado; algunos soldados saltaron los muros y penetraron desordenadamente en la ciudad brincando por encima de los boquetes que los cañones habían abierto en varios tramos de la muralla medieval y en las tapias de los huertos. Pero en esa zona el interior de los viejos muros de ladrillo y adobe presentaba amplios espacios abiertos, de modo que los soldados franceses fueron abatidos con facilidad desde las posiciones de defensa dispuestas unas decenas de metros más atrás.

El grupo de asalto a la puerta de El Portillo logró un éxito momentáneo. Cerca de la puerta y anexo al muro estaba el cuartel de caballería, a cuyas dependencias dirigieron los franceses el grueso de sus disparos. Avanzando metro a metro, los franceses estaban a punto de tomar el cuartel, cuando los defensores decidieron abandonarlo ante la imposibilidad de mantenerlo; sin embargo, antes de dejarlo le prendieron fuego, amontonando la paja que había guardada en los establos.

Fue en ese sector donde cargó la temible caballería polaca de la región del Vístula, que tan eficaz se había mostrado en la batalla de Mallén. Derrumbada la puerta y arrasadas las defensas del cuartel de caballería, los feroces lanceros polacos cargaron con sus armas en ristre. En su ímpetu arrollador, lograron penetrar hasta la plaza de El Portillo, frente a la iglesia de Nuestra Señora.

Faria intentaba coordinar las órdenes que el general Palafox dictaba desde Capitanía. Cada cinco minutos los correos llegaban corriendo o cabalgando desde los puntos donde se libraban los combates para informar de la situación. Uno de ellos lo hizo gritando como un poseso, anunciando que los jinetes polacos habían logrado rebasar la línea de defensa del cuartel de caballería y avanzaban sin apenas oposición por la plaza de El Portillo.

El conde de Castuera no lo pensó dos veces. Si los franceses lograban romper las defensas de El Portillo y seguían adelante hasta encontrarse con los que combatían en la puerta del Carmen, lograrían atrapar a los defensores de ese sector entre dos fuegos y la ciudad estaría perdida. Solicitó permiso al general Palafox para acudir a la defensa de El Portillo y, tras recibirlo, ordenó al sargento Morales que reclutara a cuantos hombres pudiera de cuantos servían en Capitanía.

—Voy con usted —le dijo Sas, el presbítero asesor de Palafox.

—Usted es un cura. Su labor es salvar almas, no matar cuerpos —repuso Faria.

—Ahora soy un zaragozano más.

—¿Sabe usted disparar?

—Suelo cazar conejos en los galachos de la ribera del Ebro, y no se me da mal del todo.

—En ese caso, buena caza. Vamos —dijo Faria.

Faria, Sas y Morales corrieron al frente de un pelotón de veinte soldados hacia El Portillo por la calle de ese mismo nombre. Cuando avanzaban por el inicio de la calle, un grupo de mujeres les salió al paso.

—¿Qué ocurre, señor? Unos soldados nos han dicho que los franceses ya han entrado en Zaragoza —le preguntó, asustada, una de ellas.

—Los franceses han roto nuestras defensas en El Portillo y avanzan por la plaza. Es preciso detenerlos enseguida. Si consiguen consolidar su posición, nos cogerán entre dos fuegos. Hay que rechazarlos como sea —le explicó Faria.

El coronel reanudó su marcha, pero una mujer le gritó:

—¡Espere, señor, espere!

—Vamos, quédense en sus casas…

—¡Ni hablar! —exclamó tajante esa mujer.

—¿¡Qué!? —se sorprendió Faria.

—Nuestros maridos, nuestros hijos y nuestros padres están muriendo en la defensa de esa puerta; nosotras también sabemos hacerlo.

Muchas mujeres jalearon a su portavoz y se empeñaron en combatir al lado de sus hombres.

—Vamos señoras, les ruego que nos dejen luchar a nosotros.

—Lo haremos con ustedes.

—No tienen armas, no saben manejarlas —replicó Faria.

—Tal vez no sepamos disparar un fusil, pero sabemos cómo manejar un cuchillo; lo hacemos todos los días trinchando pollos y pelando cebollas; no creo que sea mucho más complicado rebanar la garganta de un gabacho.

Faria no estaba dispuesto a consentir que aquellas mujeres fueran masacradas por los jinetes polacos, pues estaba convencido de que en el primer envite de la formidable caballería del Vístula no quedaría una sola de ellas con vida.

—Señoras, sean sensatas, nos enfrentamos a los soldados más preparados del mundo; combatir a los hombres de Napoleón no tiene nada que ver con trocear un pollo —insistió Faria.

—¡Coronel, coronel!, los polacos avanzan por esta calle, han roto nuestras defensas y ya han rebasado la plaza —avisó uno de los correos.

—Pues vayamos presto —ordenó Faria a sus hombres.

—Y nosotras también.

—Maravillosas tozudas —dijo Faria.

El conde de Castuera corrió ahora al frente de los veinte hombres y medio centenar de mujeres armadas con los cuchillos más grandes que habían encontrado en sus cocinas. Los soldados que se retiraban derrotados de El Portillo, al encontrarse de frente con las mujeres, recobraron el ánimo y volvieron sobre sus pasos con bríos renovados.

Varios dragones polacos fueros los primeros en toparse sorprendidos con la peculiar compañía que encabezaba Faria.

El coronel disparó su fusil y derribó a uno de los dragones, y con su pistola abatió a un segundo. Entre tanto, Morales había liquidado a dos más con su sable, pero otros se acercaban al galope por la calle. La energía renovada de los defensores y la muchedumbre de mujeres agitando cuchillos los obligó a retirarse, cuando ya creían que habían logrado consolidar su posición dentro de la ciudad.

Seis dragones polacos quedaron rezagados y cargaron con sus sables sobre el grupo de mujeres, matando a algunas de ellas, pero las zaragozanas respondieron con un valor extraordinario y se lanzaron sobre los asombrados jinetes polacos, que en un primer momento quedaron como paralizados al contemplar a todas aquellas mujeres armadas con cuchillos de cocina y gritando las mismas consignas que habían oído en boca de sus maridos.

Todos y cada uno de los dragones fueron acometidos por cuatro o cinco mujeres, que los derribaron de sus caballos tirando de las piernas y de los brazos mientras otras los acuchillaban por debajo de las corazas de acero. Sorprendidos por la ferocidad de aquellas féminas, los dragones de la caballería imperial blandieron sus aceros, pero no pudieron resistir el empuje de las heroínas. Varias de ellas murieron en el combate cuerpo a cuerpo, pero la visión de aquellas mujeres acometiendo a los expertos jinetes imperiales sin ningún miedo aparente, empuñando sus cuchillos de cocina frente a los sables de los polacos, enardeció el valor de los defensores que se habían replegado abrumados por la carga de la caballería del Vístula. Poco a poco, los polacos fueron empujados hacia el exterior de la puerta de El Portillo, a una amplia explanada conocida con el nombre de las Eras del Rey.

Allí aguardaban perfectamente formados varios batallones de fusileros, uniformados con sus equipos de campaña, que a una orden de su comandante avanzaron disparando a discreción sobre los defensores.

Faria intuyó que aquella batalla iba a ser decisiva y ordenó a uno de sus hombres que fuera rápido en busca de ayuda. La batalla se libró con todas las armas disponibles. Los franceses barrían el campo español con fuego ordenado y compacto de cañón y de fusilería, en tanto los españoles lo hacían de manera mucho menos coordinada, pero con gran eficacia, pues la formación cerrada de los regimientos franceses ofrecía un blanco bastante fácil.

Tras una hora de combate, Faria recibió el refuerzo de varias piezas de artillería; en pocos minutos pudieron armarse tres cañones. El coronel los colocó en batería y dispuso que dispararan contra los regimientos franceses de manera escalonada. El efecto fue fulminante. En apenas media hora, tres regimientos habían sido diezmados y los escuadrones de caballería de dragones no habían logrado reagruparse para volver a la carga.

El conde de Castuera pidió a todos un último esfuerzo; comenzaba a declinar el día y la victoria estaba a punto de caer del lado de los zaragozanos. El calor del estío estaba debilitando a los defensores. Faria observaba a su alrededor a hombres sedientos que apenas podían sostenerse en pie tras varias horas de lucha.

—Hace falta agua para beber o acabaremos todos deshidratados. Sargento —ordenó a Morales—, diga a todas esas mujeres que ahora su mejor ayuda es traer agua y comida, y deprisa.

—Enseguida, coronel.

El sargento primero salió de la barricada y corrió hacia el interior de la ciudad entre los disparos de los fusileros franceses. En la plaza de El Portillo seguían concentradas muchas mujeres con sus cuchillos en la mano; algunos todavía conservaban en sus hojas restos de la sangre reseca de los dragones polacos.

—Necesitamos agua y comida. Nuestros hombres están sedientos. ¿Pueden ustedes conseguirla? —les preguntó.

—Por supuesto, señor. Vamos, esos hombres nos necesitan otra vez —dijo una joven a las demás.

En unos pocos minutos, aparecieron con decenas de cántaros, botijos, odres y botas llenos.

—¡Coronel, coronel! Aquí está el agua.

Morales apareció tras Faria con varias mujeres cargadas con el agua potable.

La joven que había arengado a las demás se llamaba María Agustín.

—Tenga, señor —le ofreció María a Faria una bota de piel llena de agua.

—Gracias.

El coronel de la guardia de corps dio un buen trago.

—¿De qué pasta están hechas estas mujeres? —demandó Faria.

Morales se encogió de hombros.

Arrastrándose entre las ruinas, corriendo entre las barricadas, María Agustín repartió agua y cartuchos a los escopeteros que habían logrado estabilizar el frente de combate en las afueras de la puerta de El Portillo, en las Eras del Rey.

La joven zaragozana parecía tener alas en los pies. Corría de un lado para otro abasteciendo de agua, pólvora y balas a los soldados, entre los disparos de los fusileros franceses, ante los que parecía inmune.

—Fíjese en esa muchacha, sargento —le indicó Faria a Morales.

María Agustín acababa de entregar un cántaro y un saquillo con cartuchos a los soldados de la primera línea, cuando un disparo procedente de las trincheras de los franceses la derribó.

Morales saltó de la barricada de un gran brinco y corrió hacia la muchacha. Las balas silbaban por todas partes y algunas de ellas estallaban cerca de los pies del sargento, levantando pequeños terrones.

Al llegar ante el cuerpo abatido de la joven, Morales se tumbó junto a ella protegiéndola con su corpulencia. María respiraba de manera convulsa. «Al menos está viva», pensó el sargento.

—Me duele el brazo —balbuceó la muchacha.

—No te preocupes, es sólo una herida superficial.

Morales observó que la bala disparada por algún francés había herido el brazo derecho y luego el costado de María.

—¿Voy a morir?

—Por supuesto, como todos; pero no ahora, no en muchos años. ¿Tienes fuerzas para sujetarte a mi cuello con el otro brazo?

María asintió con la cabeza y dijo:

—Quiero seguir ayudando.

—Primero hay que curarte. Agárrate fuerte a mí.

Morales alzó en vilo a María y corrió con ella en brazos hacia la barricada donde aguardaba Faria.

—Te recomendaré a Palafox para una medalla. Jamás había conocido a una mujer tan valiente —le dijo el coronel.

Faria aprovechó aquel momento para arengar a sus tropas demandando un último y supremo esfuerzo. Enardecidos por el valor de María Agustín, varios batallones de infantería cargaron con las bayonetas caladas sobre las posiciones francesas.

La reacción de los zaragozanos desconcertó a los mandos franceses, entre los cuales la sorpresa era enorme; ninguno de sus estrategas había sido capaz de intuir que los zaragozanos se defenderían con semejante valor y arrojo. Sabían que apenas había cinco mil soldados con alguna experiencia en la plaza y habían supuesto que la población civil se rendiría sin disparar un solo tiro o sin presentar una férrea resistencia. Pero los zaragozanos, alentados por las proclamas patrióticas de Palafox, se habían propuesto resistir hasta la muerte, pues ni habían hecho una revolución, ni habían depuesto a las autoridades reales, ni habían recuperado sus Cortes, su prestigio y su orgullo para rendirse en el primer cruce de disparos ante un general gabacho.

—¡Zaragoza no se rinde!, ¡Zaragoza no se rinde! —gritaban una y otra vez los defensores, que salían en tropel desde las trincheras hacia el enemigo.

Al atardecer y en plena carga de los soldados españoles en las Eras del Rey, Lefévbre comprendió que había perdido la primera batalla y ordenó a sus hombres que abandonaran aquella posición.

La retirada de los franceses se produjo con cierto desorden entre las últimas luces del día, ocasión que fue aprovechada por los españoles para perseguirlos en campo abierto y causarles algunas bajas por la retaguardia. Durante toda una jornada se había luchado despiadadamente en las puertas de Zaragoza, todos estaban agotados, pero nadie dudaba de que aquello sólo era el principio.

Al contemplar cómo se alejaban los enemigos, Faria ordenó el alto el fuego. Una explosión de júbilo estalló en los corazones y luego en las gargantas de los sitiados, que al fin pudieron respirar tranquilos.

Los zaragozanos habían ganado la primera gran batalla en las Eras del Rey, tras nueve terribles horas de sangrientos combates. El ejército imperial había sufrido setecientas bajas entre muertos y heridos por apenas trescientas entre los sitiados.

—Hoy han aprendido una buena lección —comentó Morales al ver retirarse a los últimos franceses tras un bosquecillo de olivos.

—Eso es lo malo, sargento: que han aprendido. Se han dado cuenta de que no pueden lanzar un ataque suicida sin saber qué les espera.

Han subestimado nuestra capacidad de defensa y de sacrificio. Ese error no lo volverán a cometer. Hoy hemos ganado, pero les hemos enseñado de qué modo no pueden vencernos.

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