¡Independencia!

¡Independencia!


Primera parte » Capítulo XI

Página 15 de 45

Capítulo XI

Anocheció aquel caluroso miércoles de mediados de junio entre olores a pólvora, sudor y sangre. El general Lefévbre había lanzado sobre tres de las puertas de la ciudad varios regimientos de caballería e infantería sin antes estudiar la disposición de las fuerzas defensivas de Zaragoza, y había sido derrotado. Entrado el mes de junio de 1808, todos los generales del ejército francés estaban convencidos de que la ocupación de España se realizaría sin apenas resistencia, y que si ésta aparecía, como había ocurrido el 2 de mayo en Madrid, sería sofocada de inmediato gracias a la superioridad del ejército imperial y a la absoluta descomposición del español, cuya armada, la única arma efectiva desde fines de la centuria anterior, había quedado seriamente dañada en Trafalgar. A mediados de 1808, de la que otrora fuera formidable marina de guerra española, sólo estaban disponibles veinte navíos, y la mayoría necesitaba algunas reparaciones.

En la tienda de campaña de Lefévbre, los generales franceses no daban crédito a lo que había sucedido la tarde anterior.

—Nos hemos precipitado —confesó Lefévbre a su Estado Mayor—. Nuestros informes decían que Zaragoza estaba defendida por unos quince mil soldados, pero de ellos sólo unos cinco mil tenían alguna instrucción y apenas dos mil eran profesionales. No contábamos con que los inexpertos voluntarios iban a luchar con semejante encono. Tenemos que replantear el plan de ataque, señores.

Lefévbre ordenó a uno de sus ayudantes que desplegara sobre la mesa un plano de la ciudad y de su entorno.

—Fíjense. Zaragoza está bordeada en su lado norte por el río Ebro, que actúa como un extraordinario foso natural, y por el río Huerva por el este; por eso decidí atacar en los flancos sur y oeste, más abiertos y carentes de defensas naturales. Nuestros movimientos fueron demasiado obvios. Hemos cometido dos errores: primero, subestimar la capacidad de resistencia del enemigo, y en segundo lugar, no aprovechar toda nuestra capacidad ofensiva.

»Nos hemos limitado a disparar nuestra artillería contra las puertas simplemente para abrir brechas por donde pudieran pasar nuestras tropas a pie y a caballo, dejando intactos sus bastiones defensivos. Deberíamos haber machacado con más fuego artillero a los defensores, para minar su resistencia y acabar con sus baterías. Ahora lo haremos.

• • •

El jueves 16 de junio amaneció en calma. Las primeras luces de la mañana comenzaron a desvelar los resultados de los terribles combates librados el día anterior. A primera hora, Palafox, Faria y Sangenís recorrieron las zonas más afectadas y comprobaron el estrago que en las tres puertas atacadas y en sus alrededores habían causado los combates.

Decenas de hombres y mujeres se afanaban en retirar escombros y en recoger los últimos cadáveres que habían quedado abandonados la noche anterior.

—¿Qué hacemos con los cadáveres de los soldados franceses, general? —preguntó Faria.

—Los enterraremos en fosas comunes. A punto de comenzar el verano y con este calor los cuerpos se descomponen enseguida, lo que provocaría epidemias entre los vivos. Hay que inhumar rápidamente a todos los muertos.

Palafox se dirigió después a los hospitales, donde se hacinaban decenas de heridos, la mayoría alcanzados por la metralla de los cañones franceses.

—Aquí no caben más heridos, general; habrá que habilitar nuevos hospitales —le confesó uno de los médicos que atendían el hospital de Nuestra Señora de Gracia, el más importante de la ciudad.

Palafox ordenó que todos los edificios con posibilidades de ser habilitados como hospitales fueran requisados a sus propietarios. En algunos casos no hizo falta; la condesa de Bureta ofreció su palacio para acoger a cuantos cupieran en sus lujosos salones.

Faria había informado a Palafox del valor demostrado por María Agustín. La joven heroína se recuperaba en el hospital de Nuestra Señora de las heridas recibidas en la batalla de las Eras.

—Le hemos lavado las heridas con una cocción de malvavisco y le hemos aplicado una compresa de vino. Afortunadamente, la herida del brazo era superficial y no ha habido que amputarlo. La del costado es más profunda, pero creo que si no surgen contratiempos se recuperará pronto —informó el cirujano a Palafox.

María Agustín descansaba tumbada en una cama del hospital. Su ejemplo de valor se conocía ya en toda la ciudad y los oficiales que habían luchado en la batalla de la Eras del Rey la citaban como modelo a los hombres bajo su mando.

—El coronel Faria me ha informado sobre su acción. Es usted una joven muy valerosa; creo que merece una condecoración —le dijo Palafox a María.

—Gracias, señor.

La joven quiso incorporarse, pero el capitán general se lo impidió con suavidad.

—Ahora descanse y recupérese; la necesitaremos pronto.

• • •

Algunos espías informaron de que los franceses se habían dirigido hacia los pueblos más cercanos situados al sur de Zaragoza. La frustración de su derrota en el primer asalto a la ciudad les había colmado de ira y habían asaltado varias pequeñas localidades en el curso bajo del río Huerva. Cuarte, Cadrete y María habían sido saqueadas y el convento de Santa Fe había sido expoliado con tal rabia que los monjes que se habían interpuesto para impedir el saqueo habían sido asesinados sin piedad.

—Es el momento de salir de Zaragoza. Coronel, ordene que sean talados todos los árboles hasta al menos mil pasos de distancia de los últimos muros y tapias de la ciudad, hay que impedir que los franceses puedan refugiarse tras ellos cuando vuelvan a atacarnos. Yo partiré enseguida hacia Belchite en busca de refuerzos. Ya he transferido el mando al general Bustamante.

Faria transmitió de inmediato las órdenes de Palafox, que al fin parecía reaccionar con medidas prácticas ante el ataque francés. El desorden de los primeros días, la falta de una autoridad que hubiera tomado el mando desde el principio y el colaboracionismo del general Guillelmi habían propiciado que el avance del ejército galo hasta las mismas puertas de Zaragoza se hubiera realizado sin otro contratiempo que la débil resistencia de las tropas inexpertas enviadas a su encuentro desde la capital aragonesa.

El sargento Morales le dijo al coronel Faria que no se había tomado ninguna medida para detener o al menos ralentizar el avance del ejército francés, que ni siquiera se habían volado los puentes sobre el Ebro y que no se había dictado ninguna orden para intentar cortar la línea de suministros que se extendía desde la frontera en Irún a Pamplona y de allí a Zaragoza.

Poco después de la salida del general Palafox en busca de refuerzos, llegó a la ciudad un correo de la Junta Suprema de Defensa. El general Bustamante abrió la carta y leyó a Faria su contenido. En ella se comunicaba a todas las Juntas locales y provinciales que el emperador Napoleón había nombrado a su hermano José nuevo rey de España y de las Indias, que reinaría con el nombre de José I, en uso de los derechos adquiridos sobre el trono de España por la renuncia en Bayona de Fernando VII y la transmisión realizada en su favor por Carlos IV. Se dotaría a España de una constitución, que se estaba redactando en Bayona, con la que Napoleón anunciaría que deseaba sacar a este país del retraso que los malos gobiernos de las últimas décadas le había hecho arrastrar.

Al regreso de Palafox, con poco éxito en su misión de reclutar nuevas tropas, la Junta de defensa de Zaragoza se reunió con carácter de urgencia.

—Señores —habló Palafox—, los acontecimientos se han precipitado en los últimos días. En Bayona está reunido un simulacro de asamblea nacional y en nombre de todos los españoles va a elaborar un proyecto de constitución que será presentado a Napoleón para su ratificación. El emperador ha dado su visto bueno y ha designado a su hermano José, hasta ahora rey de Nápoles, rey de España. Obvio decirles que ni reconocemos ni reconoceremos jamás ninguna decisión que se tome bajo la presión del emperador y que no consideramos legales ni válidas ninguna de esas medidas.

Palafox omitió que Fernando VII había felicitado a José Bonaparte por su designación como rey de España. El capitán general de Aragón seguía siendo fiel a don Fernando y, aunque comenzaba a tener algunas dudas sobre su valía, especialmente a partir de las informaciones que Faria y otros le habían transmitido sobre su comportamiento en las entrevistas con Napoleón en Bayona, intentaba convencerse de que todo era debido al cautiverio a que estaba sometido. Seguía creyendo que don Fernando era el gran rey que España requería para superar las graves crisis que asolaban el país desde la derrota en Trafalgar y que su reposición en el trono traería la época de paz y prosperidad que tanto se necesitaba.

El padre Boggiero y el presbítero Sas se removieron en sus asientos cuando Palafox indicó que uno de los artículos de la nueva constitución debería proponer que el catolicismo dejara de ser la religión única de los españoles.

—¡Ni hablar! —intervino el sacerdote Boggiero—. Hemos luchado durante siglos contra sarracenos, judíos y herejes para que esta nación recuperara sus raíces cristianas y su profundo ser espiritual católico. Y ahora, unos cuantos afrancesados y liberales a sueldo de ese Napoleón pretenden acabar con tantos siglos de fe y de gloria. No lo consentiremos. España es católica, y ha de seguir siéndolo para siempre. Nuestros valores cristianos no pueden quedar en entredicho.

—Estoy de acuerdo, padre; una constitución laica sólo acarrearía la muerte de muchos inocentes —sostuvo el presbítero Sas—, como ocurrió con la Revolución en Francia, y el final de la religión. Un hombre sin religión no es nada.

Faria torció el gesto, pidió la palabra y dijo:

—Señores de la Junta, nuestro objetivo primordial es derrotar a los franceses, conseguir que sus soldados se retiren de España y restablecer la legalidad en nuestro país. La manera de organizamos políticamente debe quedar para después. Ahora, el único enemigo ha de ser Bonaparte y su ejército.

—Los enemigos de la religión también son los enemigos de España; debemos combatirlos y acabar con ellos —repuso Boggiero.

—Señores, caballeros, cálmense todos. El coronel Faria tiene razón. Nuestro enemigo es Napoleón y debemos emplear todas nuestras energías en combatirlo. Y también lo haremos con la ayuda de Dios, padre Boggiero, y con la de nuestra Virgen del Pilar.

—Ella es nuestra patrona y ha de ser nuestra guía —afirmó Boggiero.

—Por ello nos hemos encomendado a su protección. Hoy mismo he ordenado que se borde en una bandera blanca la imagen de la Virgen; ése será el estandarte del nuevo batallón de voluntarios que acabamos de constituir. Llevará el nombre de Primer Tercio de Valientes Voluntarios Aragoneses y su principal misión será la defensa de Zaragoza —dijo Palafox.

Acabada la reunión de la Junta, Palafox y Faria conversaron a solas.

—No se enfrente con los curas, Francisco, la Iglesia sigue siendo todopoderosa en España.

—No pretendo hacerlo, mi general, sólo he puesto encima de la mesa los que yo creo que han de ser los objetivos prioritarios de esta guerra. Y no se me ocurre otro más importante que derrotar a los franceses.

—En eso estamos todos de acuerdo, pero sabe usted, Francisco, que existen diversas maneras de hacerlo.

—Le voy a confesar una cosa, general. Cuando Napoleón entró en Berlín, hace ya dos años, su servicio de espionaje descubrió en los archivos estatales una carta en la que don Manuel Godoy prometía a Prusia que España atacaría a Francia. Poco después de leer esa misiva, el emperador destrozó a austriacos y a prusianos en los campos de Jena. Mi pariente Godoy desistió entonces de sus planes, pero Napoleón se consideró engañado por España y prometió que acabaría con la dinastía de los Borbones.

»Si a eso, mi general, añade la lamentable impresión que don Carlos y don Fernando le causaron en Bayona, comprenderá por qué Napoleón odia y desprecia tanto a los españoles. Nos considera una pandilla de cobardes a imagen de los dos monarcas. Y he de confesarle, don José, que, en su situación y a tenor de lo visto y oído en Bayona, yo hubiera pensado lo mismo que Bonaparte.

Palafox no supo qué decir. Debería haber amonestado a Faria por hablar así de los reyes de España, sobre todo de Fernando VII, pero se limitó a cambiar de tema de conversación.

—Alguno de mis consejeros me ha dicho que es primordial para el desenlace de esta guerra que cortemos los suministros franceses que llegan desde Pamplona.

—Creo que es lo correcto, general.

—Venga conmigo.

Palafox y Faria se dirigieron a la sala de mapas de Capitanía.

—Ésta es mi intención —dijo Palafox señalando un mapa—: Realizaremos una salida por el oeste para intentar cortar su línea de contacto con Pamplona, los envolveremos con una maniobra circular y atacaremos de noche por su espalda. Si los cogemos desprevenidos, tal vez podamos vencerlos. En esta ocasión me acompañará usted, Francisco.

—Como usted ordene, mi general.

En un emotivo acto, Palafox entregó la bandera blanca bordada con la imagen de la Virgen del Pilar al Primer Tercio de Voluntarios de Aragón y salió de Zaragoza al frente de una división hacia el valle del Jalón. Su plan era el que había confesado a Faria.

La noche del 22 de junio, desde la localidad de Epila, en el bajo Jalón, Palafox dio la orden de atacar al ejército francés. Los cañones abrieron fuego contra las posiciones de la infantería imperial, que se retiró con orden.

Pero, tras unos minutos de calma, la poderosa artillería francesa comenzó a disparar una lluvia de fuego sobre las posiciones aragonesas en esa localidad.

Faria se mantenía junto a Palafox, que daba constantes órdenes para mantener la línea de defensa junto a las primeras casas del pueblo. La táctica del combate sorpresa planeado por Palafox no había dado resultado, y ahora eran los franceses quienes castigaban con fuego de artillería a las tropas de la infantería española.

Un correo del Primer Tercio de Voluntarios llegó al galope ante Palafox para comunicarle de parte de su coronel que era imposible mantener la línea de defensa y pedía permiso para retirarse antes de ser capturados o muertos todos los hombres del regimiento.

Palafox atisbo la situación y dio la orden de replegarse hacia el este. El capitán general de Aragón levantó sus posiciones en Epila y puso a su ejército en camino hacia Belchite.

—Si aguantamos ahí, los efectivos franceses en España quedarán cortados en dos, y será más fácil derrotarlos.

Mientras Palafox se retiraba, los franceses saquearon Epila.

Faria dirigió el despliegue de la infantería y la artillería españolas en un amplio frente en espera de la aparición del ejército francés, que lo perseguía desde Epila y que, pese al tiempo perdido en el saqueo, le venía pisando los talones.

—No soportaremos ni siquiera su primera carga —confesó Faria a su ayudante, el sargento Morales—. Son muy superiores a nosotros, y además siguen confiando en que su emperador les dará la victoria.

—Ahí están, de nuevo a toda marcha —señaló Morales al atisbar a lo lejos la avanzadilla de los franceses.

—Otra vez a ciento veinte pasos por minuto. Les llevábamos varias horas de ventaja y casi nos han alcanzado: ¡malditos demonios!

En esta ocasión, los franceses atacaron tal como se presentaron ante Epila, con una serie de cargas de una contundencia extrema. En muy poco tiempo, más de seiscientos soldados españoles habían caído ante la furia del ejército imperial.

—Nos están matando como a moscas, coronel. ¿Es que nadie va a evitar esta masacre? —dijo Morales a Faria.

Francisco de Faria, al comprobar que no había ninguna posibilidad de resistir en sus posiciones, y advirtiendo la hecatombe en las primeras filas de sus soldados, le pidió a Palafox que ordenara la retirada.

—¡Ni hablar! Todavía podemos vencer —replicó Palafox.

—No, mi general, estamos perdidos si no retrocedemos —insistió Faria.

Palafox recapacitó y reunió a su Estado Mayor en una casa de campo junto al río Jalón. Algunos confidentes le habían hecho llegar las quejas de varios oficiales del ejército por la forma en que estaba llevando a cabo esa campaña.

—Señores —comenzó diciendo el capitán general—, ha llegado a mis oídos que algunos oficiales están disconformes con mi manera de llevar a cabo estas operaciones. Bien, ¿alguien tiene algo que decir?

Un silencio espeso se extendió por toda la sala.

—Sí, mi general —sonó una voz—, yo tengo algo que decir.

—Bien, coronel, hable.

El coronel Martínez Laseca, uno de los militares más veteranos de la división, dijo:

—La mayoría de mi regimiento ha caído muerta o está herida. Con el debido respeto, esta campaña ha sido un desastre, mi general. No tenemos ni las fuerzas ni la preparación suficiente para enfrentarnos a enemigo tan poderoso en condiciones de victoria, debemos regresar a Zaragoza antes de que nos eliminen a todos.

—Hemos oído que tropas francesas de reserva de infantería y caballería se dirigen hacia Zaragoza para reforzar el cerco —terció otro coronel—. Si cae la ciudad, no tendremos ningún lugar donde ir, y en ese caso los franceses nos exterminarán como a ratas.

Nuevas voces críticas al plan de Palafox se fueron uniendo a las de los dos coroneles, en tanto los cañonazos del ejército francés se sentían más y más cerca.

Conforme se caldearon los ánimos, algunos pidieron incluso la destitución de Palafox de su cargo de capitán general de Aragón.

—Caballeros —intervino Faria—, don José de Palafox ha sido proclamado capitán general por las Cortes de Aragón; en consecuencia, sólo ellas tienen la legítima facultad de revocar su mandato.

—Seiscientos muertos son argumento más que suficiente para cambiar esa designación —asentó el coronel Martínez Laseca.

—Coronel, queda detenido por inducir a la sedición —dijo Faria apuntando con su sable al pecho de Martínez Laseca.

Ante la resolución de Francisco de Faria, los demás oficiales rebeldes callaron.

—Señores, todos a sus puestos. Ordenen a sus hombres que se replieguen hacia Zaragoza. Nos haremos fuertes allí. Y retire ese sable del pecho del coronel Martínez Laseca —ordenó Palafox a Faria.

Las defensas de Epila fueron abandonadas a toda prisa y la división regresó derrotada a Zaragoza.

Y lo hizo justo a tiempo, pues apenas un día después el mariscal Verdier, con mucha más veteranía y experiencia que Lefévbre, se presentó ante las puertas de Zaragoza al frente de tres mil infantes y varias piezas de artillería. El 23 de junio quedó formalizado de nuevo el asedio a Zaragoza; unos once mil hombres formaban ahora el contingente francés.

Ese mismo día, en la explanada de la puerta del Carmen, miles de zaragozanos, soldados profesionales y voluntarios juraron defender a la religión católica, a don Fernando VII y a la nación española, ante la bandera blanca con la imagen de la Virgen del Pilar que días antes había mandado bordar Palafox.

El 21 de junio de 1808, José I, bien a su pesar, había entrado en España desde Bayona para hacerse cargo de su nuevo trono, y el día 24 ya estaba en Madrid, instalado en el Palacio Real. Al mayor de los Bonaparte no le había quedado más remedio que aceptar la propuesta que le hiciera su hermano. José estaba muy a gusto en Nápoles, donde disfrutaba del risueño carácter de sus gentes, de la bondad y suavidad de su clima y del aprecio que había logrado ganarse gracias a su buen gobierno, y en nada deseaba cambiar todo eso por el frío invierno de la meseta castellana, el rechazo previsible de los españoles y el tosco y rebelde carácter de sus gentes.

Napoleón lo había presionado tanto, que finalmente José no tuvo más remedio que renunciar al trono de Nápoles y aceptar el de España.

Ir a la siguiente página

Report Page